Monfragüe, 21 de agosto de 1617
Enrique no podía mover ni un músculo de su cuerpo, pues las manos de una infinidad de salvajes le asían por todas partes. En su angustiosa inmovilidad, vio como era conducido hacia una gran parrilla colocada sobre ardientes ascuas. Iba a ser quemado sin saber por qué. Al fondo, algunos personajes contemplaban la escena impasibles. El jesuita distinguió a don Juan Orellana sentado cómodamente en su sillón, con un gesto implacable que declaraba que no haría nada por auxiliarle. A su lado, el canónigo de Plasencia sonreía malignamente muy conforme con que se procediera al suplicio; también había otros clérigos, teólogos salmantinos, profesores suyos, superiores, inquisidores y demás autoridades eclesiásticas. Por el suelo, esparcidos alrededor de la parrilla, estaban los huesos chamuscados de otros jesuitas. Enrique distinguió los cráneos de algunos compañeros y una gran tristeza se apoderó de él. Acongojado, comenzó a rezar, invocando a la Virgen María, a Cristo, al beato Ignacio de Loyola… La súplica era inútil; irremediablemente iba a ser quemado. Fue echado boca arriba sobre el fuego y sintió las llamas en su espalda, devorándole la piel y la carne. En un lugar apartado y oscuro, su madre lloraba amargamente viendo la cruel escena. Él le gritó con una voz que no le salía del cuerpo: «Madre, madre, madre…».
De repente despertó de esa angustiosa pesadilla. Pero no sabía dónde se encontraba. Durante un rato permaneció con los ojos cerrados, sin poder moverse, boca abajo, sobre una superficie áspera e irregular, y la espalda le ardía, como si el fuego de los salvajes estuviera encendido aún. Poco a poco, comenzó a comprender que estaba a la intemperie en algún lugar, casi desnudo, tendido sobre la tierra y el pasto seco. Movió la lengua y percibió el sabor de la sangre en su boca. Empezó a dolerle todo el cuerpo. Se removió y abrió los ojos. Una luz cegadora le deslumbró. Hacía un calor abrasador y el sudor chorreaba por su frente. Sólo se escuchaba el agudo y monótono ruido de las chicharras.
Cuando consiguió incorporarse, Enrique se descubrió en mitad del campo, aturdido y lleno de dolores que iban aumentando. No recordaba cómo había llegado allí y la confusión de su mente le sumía en una angustia mayor. Debía de ser mediodía y el sol, en su punto más alto, le había quemado la espalda. A medida que sus ojos se hicieron a la intensa luz, fue distinguiendo las encinas, los matorrales y los cercanos montes. Entonces recordó. Molido a golpes por los bandidos, la noche antes perdió el sentido y le fueron robadas todas sus pertenencias, incluido el caballo y las ropas que llevaba puestas. El lugar donde había despertado debía de estar lejos del camino y era incapaz de orientarse para saber en la dirección en que se encontraba.
Cuando se puso en pie, sintió cómo la cabeza le daba vueltas y un desagradable vértigo le sacudió. Entonces reparó en que tampoco tenía zapatos y, aun así, empezó a caminar soportando los pinchos en los pies descalzos. Después vino lo peor; la sed y una gran sequedad en la garganta.
Durante un buen rato estuvo avanzando sin rumbo fijo. Su cabeza era un torbellino de pensamientos que huían de un tema a otro. En algún momento le pareció que aquello no le estaba ocurriendo realmente. ¿Sería que la pesadilla no había aún concluido y seguía durmiendo? Más tarde se detuvo a la sombra de un árbol y procuró serenarse. Era necesario decidir en qué dirección debía ir. Entonces divisó a lo lejos una vaguada donde verdeaban algunos juncos y pensó que quizás hubiera algún arroyo próximo donde beber y lavarse las heridas. Fue hasta allí. En efecto, era un arroyo, pero estaba completamente seco. Aun así, decidió seguir el cauce por ver si en algún punto había agua.
Anduvo mucho tiempo perdido. A medida que avanzaba tenía tantos cortes en las plantas y a los lados de los pies que la sangre dejaba un rastro en la tierra. Las piernas comenzaron a ponérsele rígidas, la espalda le ardía y tenía el rostro y los brazos en carne viva. Caminó durante horas, sintiendo que los límites de su resistencia se estiraban. A veces creía que si no se sentaba enseguida caería desplomado, pero continuaba moviéndose por una extraña energía interna. Durante un tiempo llegó a tener la mente en blanco.
Otras veces meditaba sobre aquella absurda situación que le había sorprendido de repente. «¿Por qué esto precisamente ahora?», se preguntaba. Una rabia y una feroz rebeldía acudieron a él. Aquella súbita dificultad le desconcertaba.
—¿He hecho yo mal a alguien? —le gritó a la soledad de los montes—. ¿Qué pecado he hecho?
Le contestó un bando de pájaros asustados que se removieron en la espesura. Luego se hizo un gran silencio.
Entonces Enrique repitió su pregunta con solemne y profunda voz, como declamando:
—¿Qué mal he hecho? ¿En qué pequé?
Sin saber por qué se echó a reír. Su grito angustiado le había sonado a teatro. Como en las tragedias que se representaban en el colegio, cuando era un adolescente y debía participar obligatoriamente. Recordó entonces lo mucho que le costaba meterse en la piel del personaje y que su papel resultara creíble; las veces que le había reñido el director porque sus interpretaciones resultaban sosas y artificiales.
En cierta ocasión, recién llegado al colegio de Salamanca, cuando tenía dieciséis años, tuvo que hacer de ángel en el Arpa de David de Hernando Mira de Amescua. Le escogieron por su tipo esbelto y su aspecto rubicundo. Salía a escena con una túnica blanca y portando un espejo, y daba al rey David una orden de parte de Dios con los siguientes versos:
Pues tus lágrimas lavaron, profeta rey, tu delito,
a los misterios que vieres escribe salmos divinos.
Dios te hizo su poeta, y así a tus sagrados himnos
pondrán tono y cantarán los espíritus que has visto.
Era demasiado tímido y le producían una gran vergüenza el disfraz y la situación, pero no podía negarse. Estuvo aprendiéndose el guión durante horas. Se lo sabía de memoria, pero lo decía de corrido, sin pausas ni entonación, por lo que el director le hizo repetirlo una y otra vez. Finalmente —tan preocupado como estaba por la manera en que debía interpretar— cuando llegó el momento de actuar ante el público, se quedó en blanco, enrojeció abochornado y balbució únicamente:
Pues tus…,
Dios te hizo…
Los espíritus que has visto.
Dicho lo cual, corrió avergonzado huyendo del escenario. La obra siguió, pero a él no volvieron a llamarle para interpretar ningún otro papel.
Enrique se sorprendió al encontrarse con aquel recuerdo. Desde que sucedió aquello, había eludido siempre recordarlo Le daba una gran vergüenza de sí mismo y enseguida trataba de borrar la imagen guardada en su memoria. Ahora algo le reconciliaba misteriosamente con aquel desafortunado percance. Le daba risa. Sintió una especie de placer al comprobar que había desaparecido el amor propio que tanto le mortificó en esa ocasión. Y descubrió que lo que en el fondo le pasó fue que no pudo actuar. Exactamente, él no sabía fingir, por eso fracasó en el teatro. Y por eso había tenido más de un problema, como el otro día con don Juan Orellana. «Dios tendría que haberme hecho capaz de simular», se dijo. Pero inmediatamente se replicó: «¡Qué diablos! ¿Por qué?». Entonces se alegró de ser incapaz de fingir. «Dios quiere la verdad —concluyó—; el rostro de Dios es la suprema verdad». Y dio las gracias en silencio a la fuente de aquella revelación.
Caminaba y caminaba sin parar. El aire estaba completamente quieto y aquellos parajes eran inhóspitos. La sed era ya insoportable. Llegó un momento en que sintió el cuerpo entumecido e insensible al calor. Entonces, al ver que la tarde caía y que no encontraría ayuda ni escape posible, se detuvo. «Dios mío, ayúdame. Por favor, ayúdame», rezó.
Miró en derredor. Fue como si aquel silencio respondiera con una misteriosa e inaudible voz. Vino a comprender que estaba siendo probado. Entonces recordó las tentaciones de Jesús en el desierto y se consoló mucho pensando que Dios le hacía entrar en el camino de la prueba para que luchase y venciese, como el Señor. Se puso en pie y empezó a caminar de nuevo, con más brío. Reflexionaba sobre el comienzo de la vida pública de Jesús, que se inicia con la tentación, y descubría un necesario paralelismo con su momento; estaba próximo su propio inicio. ¿Cómo quería ir a tierras lejanas sin haber experimentado aún las dificultades más próximas?
Recordó entonces sus trabajos pasados, estudios, conflictos personales, dudas… Toda su historia empezó a pasar por su cabeza: la infancia feliz en Trujillo, sin especiales problemas, por ser hijo único; el colegio después y la partida a Salamanca, el noviciado, la ordenación sacerdotal, la muerte de su padre… ¿Qué sentido tenía todo aquello? Se preguntó si había cumplido bien con lo que se le había pedido. ¿Hasta qué punto estaba dispuesto a aceptar la suerte adversa que pudiera estar aguardándole, como ahora, en esta inesperada dificultad?
Se hizo de noche. Se durmió sobre unas hierbas secas, bajo una encina. Tenía la lengua entumecida y abrasada, y todo el cuerpo deshecho por la sed, el hambre, el calor y el agotamiento.
De madrugada le despertó el canto estridente de un pájaro. Tenía frío, tiritaba. Se puso en pie con mucho esfuerzo y, algo mareado, emprendió de nuevo su caminata por el monte. Ahora decidió ascender por una ladera hasta un punto elevado para otear la lejanía. Las jaras y los brezos crecían apretados en una tupida maraña que le entorpecía y que hería su piel a cada paso. Su mente estaba espesa y le costaba pensar. Mecánicamente, rezó el padrenuestro en voz alta. Quería gritarlo, pues comenzaba a vencerle cierta sensación de indiferencia, de no ser escuchado; o tal vez por simple desesperación.
—… Sed libéranos a malo! (¡Y libéranos del mal!) —gritó al terminar su oración. Y se quedó parado en seco.
—¡Malo, malo, malo…! —le contestó un eco lejano desde los montes.
Muy atento, escuchó cómo su propia voz se perdía entre las montañas, como si fuera ajena. De nuevo gritó más fuerte aún:
—Deus meus!
—Deus meus, meus, meus…! —repitió el eco.
—Ut quid dereliquisti me? (¿Por qué me has abandonado?) —añadió Enrique.
—… quisti me, me, me…?
Absorto por aquel fenómeno se mantuvo allí muy quieto durante un rato, como un niño curioso que descubriera algo que despertaba su interés. Se sentó en una roca.
—Sitio! (¡Tengo sed!) —gritó en latín.
—Sitio, sitio, sitio…!
Desde allí se contemplaba un panorama muy hermoso. Amanecía y la primera luz empezaba a iluminar las colinas bajas de las sierras de Monfragüe, cubiertas de jaras y de pedruscos grises, y la maleza parecía dorada con la caricia del mañanero sol del verano. Llegaba una brisa fresca que traía aromas húmedos de monte. A lo lejos, en uno de los valles, una azulada nube de brumas se elevaba por las laderas para ir a evaporarse más arriba.
«¡Brumas! —se dijo Enrique—. ¡Dios mío, son brumas! ¡Y donde hay brumas es porque hay agua!». Como si hubiera recobrado las fuerzas, emprendió la cuesta apresuradamente, en dirección a la neblina que se extendía más abajo. Tuvo que remontar un par de cerros no muy altos y, por fin, apareció ante sus ojos el río Tajo, como un gran espejo plateado al pie mismo de la espesura del bosque. Enrique corrió hacia el agua, hiriéndose los pies descalzos con los guijarros que cubrían la pendiente. El soto estaba muy tupido y tuvo que pasar casi a gatas entre los árboles y arbustos, pero pudo llegar a la orilla. Se arrojó al río y sintió un indescriptible bienestar al contacto con el agua fría en el ardor de sus heridas y quemaduras. Extasiado por esa placidez, percibió cómo su cuerpo se compactaba en cada nervio y cada músculo, y las fuerzas parecían retornar. Bebió primero atropelladamente, sorbiendo grandes buches que le costaba tragar. Después reparó en que no debía beber demasiada cantidad ni muy rápidamente, pues el agua podía sentarle mal tras el largo periodo de sed.
Cuando se sintió hidratado, refrescado y confortado, alzó los ojos al cielo intensamente azul y rezó: «Gracias, Dios mío, gracias».
Permaneció sentado en la orilla umbría un buen rato, reposando, bebiendo de vez en cuando a pequeños sorbos. Una extraña sensación se apoderó de él y era como si no quisiera abandonar aquel pequeño paraíso. Pero luego determinó que debía seguir adelante. Y viendo la dirección en que discurría la corriente, decidió ir hacia arriba, en sentido contrario a las aguas que era donde se encontraba Plasencia. De nuevo tenía que caminar.
Recobradas las fuerzas, ayudándose con un palo, Enrique comenzó a andar con firmeza, olvidándose de sus quebrantados pies. «Hay que seguir, hay que seguir adelante —se repitió—, adelante…». El símbolo de caminar, más allá de su significado físico, pareció tener para él un sentido más amplio ahora: era parte de su prueba personal; indicaba un proceso espiritual. Recordó entonces que Ignacio de Loyola daba comienzo a sus Exercicios diciendo que éstos eran un caminar, un correr, un ponerse en camino. Como la propia fe, que es dinámica, movimiento, con sus etapas y momentos sucesivos. La misma historia de la salvación era el camino de Dios: «mis caminos no son vuestros caminos». Con este ánimo, él se sintió peregrino y decidió asumir aquella tarea sintiendo que toda su vida cobraba ahora sentido contemplada bajo la imagen de aquel pedregoso caminar.
Y mientras avanzaba su mente pasaba de un pensamiento a otro, de una idea a otra. A pesar de que aún estaba inmerso en su dificultad, empezaba a parecer todo más claro y sencillo. Ahí estaba él, superando este trance, casi al comienzo de su misión, con una breve fórmula, un mensaje providencial para dirigirse con entusiasmo desde el primer momento por los caminos de la vida: vivir el presente y confiar. Hacía tan sólo unas horas, deshecho y agotado, casi creyó que moriría de sed en aquellos montes. ¡Qué cosa tan absurda!, perder la vida allí, en las sierras extremeñas, sin haberse embarcado a parte alguna, sin haber siquiera recibido la orden con su destino. Sentía que Dios no podía pedirle eso ahora, sino que comprendiera este momento en concreto.
«Ésa es la fórmula —concluyó—, vivir el presente». Parece sencillo, pero no es tan fácil. Bastante tiene cada día con ocuparse de sí mismo. Jesús nos lo recordó cuando nos exhortó a dejar las preocupaciones al cuidado del Padre que está en el cielo, que sabe lo que necesitamos aun sin pedírselo. Eso es: «Al día le basta con su tarea». Paso a paso. Es la única forma para tener paz en el alma. Si no, uno camina con una carga imposible a lo largo de la vida; con remordimientos y nostalgias de los días que se quedan atrás y los miedos y preocupaciones de los que vendrán. Recordó cómo ayer mismo había visto imposible una escapatoria a su estado, sin saber que el agua le aguardaba a la mañana siguiente para devolverle las fuerzas. Efectivamente, cada día tiene lo suyo. ¿A qué angustiarse? No es fácil estar plenamente donde se está y estar dispuesto. Es fácil de decir: «vivir el presente». Pero cuesta toda una vida entenderlo.
Enrique descubrió feliz que aquella experiencia servía para algo; le daba la fórmula que necesitaba en ese momento. Hasta ayer mismo había vivido demasiado preocupado por lo que debía hacer en su futuro. Le parecía que él debía solucionar el mal del mundo y estaba impaciente por ello. Ahora, al comprobar la contingencia de la vida, la idea aparecía ante él clara y concreta y se consideraba dichoso por haber recibido tan temprano aquella sabia fórmula para vivir. Lo veía con claridad. Los bandidos le habían quitado sus cosas, pero le habían proporcionado una lección práctica y concreta de extraordinaria utilidad: confiarse a la providencia y vivir plenamente el presente, sin preocupación de ninguna clase.
Saboreando su descubrimiento, Enrique experimentó una extraña euforia; una especie de embriaguez espiritual que le hacía olvidarse del dolor y la adversidad. Se detuvo a contemplar el paisaje. Durante un momento estuvo absorto, escuchando el canto de los pájaros y percibiendo el aroma dulzón de las jaras. La luz crecía y se iba extendiendo por el valle creando un extraordinario juego de sombras en las parduscas encinas y los brillantes sotos de la ribera. En el agua, de vez en cuando saltaba algún pez y dejaba una sucesión de perfectas ondas circulares. Sobre unas lejanas rocas, las aves majestuosas sobrevolaban elevándose hacia las alturas.
Solemnemente, sosteniendo su palo como si fuera un cayado, proclamó su fórmula desde lo alto de un monte, a voz en cuello:
—¡Al día le basta con su tarea!
Después aguzó el oído, para recrearse escuchando al eco rubricar aquella verdad.
—¡Eeeeeh…! ¡Vive Dios! —contestó una lejana voz.
Enrique se sobresaltó y pensó enseguida en un hecho milagroso. Pero pronto vio a lo lejos aparecer a los cuadrilleros de la Santa Hermandad gritando:
—¡Por fin! ¡Le encontramos! ¡Gracias a Dios! ¡Ya os dábamos por muerto! ¿Estáis bien, padre Enrique?