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Sevilla, 21 de agosto de 1617

Sumida en sus calores de agosto, toda Sevilla resplandecía bajo su inabarcable firmamento surcado por nubes de negras golondrinas y veloces vencejos. La flota de Indias descansaba en el puerto, delante del Arenal, con sus palos desnudos recortados en el cielo azul, puro. La mañana era espléndida, de una tranquilidad admirable; no corría una ráfaga de aire y las palmeras que asomaban desde los patios del barrio antiguo brillaban y parecían petrificadas en la calma del ambiente. Reinaba la Giralda enhiesta sobre el majestuoso edificio de la catedral y el contiguo Alcázar. Las barcas iban y venían por el Guadalquivir, deslizándose despacio, de orilla a orilla, y al llegar a los embarcaderos se precipitaban sobre ellas bandas de mozuelos para ofrecer sus servicios. En los muelles, junto a la Torre del Oro, los galeones abrían sus bodegas a la interminable fila de esclavos que iban extrayendo la carga y alineándola en las explanadas donde los funcionarios de la Contratación contaban, tasaban e inspeccionaban antes de dar el permiso para el almacenaje. Alrededor, husmeando, se congregaba la mayor concentración de picaros del mundo.

Don Diego de Llera, Hernando y Lorenzo descendieron de la embarcación que les había traído río arriba y emprendieron el desahogo del Arenal en dirección a la puerta de Jerez, acosados por una nube de muchachos que pregonaban:

—¡Peces, peces secos! ¡Almendras, garrapiñadas, señor! ¿Un asno? ¡Señores, les llevo la carga! ¿Fonda? ¡Posada fresca y aseada! ¡Agua, agua de pozo, fría! ¡Manzanilla de Sanlúcar! ¡Huevos duros! ¡Taberna del molinero, pescadito frito, aceitunas, matahambre, chorizo, vino de la Mancha…! ¿Mozas, señor? ¿Blancas? ¿Negras? ¿Indias?…

Don Diego, delante, muy decidido, se abría paso casi a manotazos, como quien espantara un enjambre de moscardones.

Cruzaron la puerta de Jerez, bordearon la catedral, siguieron la calle de los Alemanes y se metieron por las tortuosas callejuelas a las que se asomaban sinuosas ventanas selladas con íntimas celosías o los menos reservados balcones y ventanales adornados con vistosos hierros forjados, bajo los que se extendían tenderetes que exhibían dulces, cajones con pollos, conejos, cajas con sardinas, frutos del mar, hortalizas, legumbres y rojas carnes. Más adelante, los establecimientos estaban mejor instalados, en los bajos de las casonas; tiendas de finas telas, lanas, cordelería, cueros; tabernas con pellejos de vino, barricas de Jerez y en los estantes botellas de vidrio labrado o licoreras con llamativos dibujos. Y en un sentido y otro, ese deambular constante de todo género de seres de la especie humana: ricos, negociantes, nobles, marinos, indios, señores, esclavos, peones… Y mujeres, muchas mujeres; las singulares y excepcionales hembras sevillanas, ricas o pobres, regaladas por maridos, hijos o galanes con todo tipo de abalorios: sedas, tafetanes, bordados, sombrerillos y alhajas.

Hernando no salía de su asombro, puesto que era la primera vez que pisaba Sevilla. Sus ojos se abrían como platos contemplando el colorido que se exhibía ante ellos. Extasiado, se paraba en las esquinas a observar a las mozas, henchidas de coquetería, gallardas, que desvergonzadas manejaban con maestría velos y abanicos para enseñar u ocultar, con mágicos movimientos, escote, hombros, ojos y lunares.

—¡Hernando, por Dios, no te pares! —le recriminaba su padre—. ¡La Virgen, qué pavada tiene este hijo mío! —se quejaba llevándose la mano a la cabeza.

En la plaza del Salvador se detuvieron un momento, pues don Diego dudaba de la dirección que debía tomar. Sacó del bolsillo la carta que le dio don Juan Montes y leyó detenidamente las señas que estaban escritas al dorso. Él conocía bien Sevilla, por las muchas gestiones que había venido a hacer desde que era muy joven.

—Es por allí —señaló—. No hace falta preguntar.

Atravesaron unas callejuelas y llegaron a una calle hermosa y recta, con aceras, y, como a la mitad, se detuvo en una casa de un piso cuya puerta estaba abierta de par en par mostrando un amplio patio donde una criada fregaba las losas de granito arrodillada.

—¿Vive aquí don Francisco Peláez de la Concha? —le preguntó don Diego.

—¡Señora Justina, señora Justina! —voceó la criada al interior de la casa—. ¡Que preguntan aquí por el señor!

Salió una ama madura y bien compuesta que miró de arriba abajo a los recién llegados.

—Manden vuesarcedes —demandó—. ¿Qué le quieren a don Francisco?

—Cosa privada —respondió don Diego seriamente.

—Pues no viene hasta la comida, que está en la Contratación. Si quieren ir allí a despachar con él…

—No, no, no… —contestó don Diego—. Es cosa de ver fuera de su oficio. Esperaremos.

—Como gustéis —le dijo el ama—. Pero no os puedo pasar, pues andamos de limpieza. Ahí en la esquina tienen vuesarcedes la taberna del Agus para matar el tiempo.

—Ahí estaremos esperando —asintió don Diego—. ¿Come tarde don Francisco Peláez?

—Depende. Unos días come temprano, otros tarde y otros no come.

—¿No come?

—Vamos, que come a su avío, por ahí; según le vaga…

—Vaya por Dios —se lamentó don Diego—. Entonces, no es seguro que venga.

La mujer apretó los labios y se encogió de hombros.

—En fin, quede con Dios —se despidió don Diego—, que estaremos pendientes ahí en lo del Agus.

Como temió don Diego, el tal don Francisco Peláez no se presentó a la hora de la comida, ni durante la siesta, ni a media tarde. Anochecía y las horas calurosas de la jornada habían pasado en impaciente espera, sentados a una sucia y rallada mesa de la taberna donde mataban el tiempo y el hambre asediados por las moscas. Ya de noche, el tabernero anunció:

—Voy a cerrar, señores.

—Anda, Hernando, ve otra vez a la casa a ver si ha llegado —le ordenó don Diego a su hijo.

—¿Otra vez? —remoloneó él—. Si acabo de ir hace nada.

—¡Anda, ve!

—¿Y por qué no va el Lorenzo?

—Porque no es cosa de criados. ¿Vas o te meto un sopapo? —amenazó el padre, alzando la mano.

Hernando salió una vez más afuera y se topó con la oscuridad que reinaba, salvo en las esquinas, donde unos faroles desplegaban una débil y mortecina luz. Recorrió la distancia que había hasta la mitad de la calle, cruzándose con los apresurados comerciantes que cerraban sus establecimientos, los borrachos y las diversas gentes que marchaban a recogerse. La puerta de la casa de don Francisco Peláez estaba cerrada a cal y canto. Cuando iba a hacer sonar el llamador de bronce que relucía a la altura de sus ojos, alguien se le acercó por detrás.

—Eh, rico, ¿qué haces solito por aquí a estas horas? —le preguntó una zalamera voz femenina.

El joven se volvió y se encontró junto a él una mujer alta y de estilizada figura, cuyo rostro apenas veía a causa de la oscuridad.

—Un… un mandado —murmuró.

—Ya te he visto venir a esta casa una docena de veces esta tarde, guapo —le dijo la mujer.

—Sí, señora —contestó él—; en busca de don Francisco.

—¡Uy, don Francisco! —exclamó ella—. ¡Menudo es don Francisco! Recién venidos como están los galeones, a ése no le echan hoy un galgo aquí, en su casa. Además, hoy es sábado, rico. Andará don Francisco por ahí, de jarana… ¡Menudo es!

—¿Por ahí? Pues vaya por Dios —se lamentó Hernando.

—Ay, rico, ¡qué encanto! ¿Cuántos años tienes? —preguntó la mujer maternalmente.

—Diecisiete para servirla, señora.

—¡Uy, diecisiete! Para… para servirme… ¡Ja, ja, ja…! ¡Qué encanto! Pues pareces más mozo, guapo.

—Bueno —le dijo él—, señora, he de irme, mi señor padre me espera.

—Anda, mozo, ¿adónde vas con tanta prisa? —respondió ella, agarrándole por el antebrazo—. Si ya te digo que don Francisco ha de tardar. Ya puestos a esperarle, platicamos los dos aquí, tan ricamente.

Azorado, Hernando se quedó mudo ante la soltura de aquella mujer. Ella no perdió el tiempo y aprovechó para llevarle una mano a la cara y hacerle una delicada y sensual caricia. En una de las ventanas, por encima de ellos, una risotada femenina resonó en la calle solitaria. El muchacho dio un respingo y se apoyó en la pared.

—¡Eh, que no muerdo, guapetón! —le dijo la mujer. Se aproximó a él y le besó suavemente en la frente.

Hernando sintió los labios húmedos, ardientes, y el aroma a jazmín que desprendía la mujer. Así, en esta nueva posición, la vio a la luz y se maravilló al descubrir unos oscuros ojos, grandes y brillantes, hipnotizadores, y la belleza resuelta de un rostro de piel clara, matizado por los reflejos del farol. Ella se echó el velo de encaje hacia atrás y él vio ahora el pelo negro y sedoso. Comenzó a latirle el corazón frenéticamente y llegó a pensar que aquello no podía estar sucediéndole a él.

—¿Qué pasa, guapo? ¿No te gusto? —preguntó ella insinuante.

—Sí, sí… Mucho —balbució él—. Muchísimo.

—Pues, hala, majo —suspiró ella—, entra aquí conmigo, en mi portal. Un ratito se pasa en cualquier parte. ¿No? —Y tiró de él hacia una puertecilla que había calle abajo, unos pasos más allá.

En un oscuro zaguán, Hernando sintió cómo le recorrían las manos de la mujer y su aliento ardiente en el cuello, entre beso y beso. Una especie de vértigo y un gran placer se mezclaban con una cierta sensación de temor e impaciencia. Aquellos hábiles dedos le aflojaban las correas, le soltaban los cordones y le desabrochaban las abotonaduras. Sus ropas quedaron sueltas y su cuerpo vibraba. Se abrazó a ella y buscó sus senos llevado por un misterioso instinto, aunque era muy inexperto en estos asuntos. La mujer recorrió ahora los bolsillos de sus calzones y palpó detenidamente sus faltriqueras. Con entrecortada y jadeante voz, le dijo:

—El dinerito… ¿Dónde tienes el dinerito, rico?

—¡Ay, madre! —exclamó el joven dándole un empujón y desembarazándose de ella—. ¡Qué dinerito! ¡No tengo un real!

—¡Ja! —replicó la mujer desde la oscuridad—. Con esas ropitas y esa pinta… ¡Vamos, guapo! Anda, saca el dinerito y vamos a lo nuestro.

Hernando se apartó y quiso irse hacia la puerta, pero la mujer le agarró por una manga.

—¡Eh! ¿Adónde vas? —le gritó.

—¡Soltadme! —exclamó él saliendo al exterior y arrastrándola consigo.

—¡Cano! ¡Cano! —gritó ella.

Enseguida salió de la casa un hombretón de aspecto desagradable, vestido con una camiseta raída que dejaba al descubierto unos robustos hombros cubiertos de vello y unos musculosos brazos.

—¿Qué carajo pasa aquí? —rugió.

—Este pazguato me ha puesto las manos aquí, en las tetas —lloriqueó la mujer soltando a Hernando y llevándose las manos a los pechos.

—¿Eso has hecho, bribón? —gruñó el hombretón saltando sobre el joven y agarrándole fuertemente.

En esto, aparecieron don Diego y Lorenzo que venían preocupados por su tardanza.

—Pero… ¿Esto qué es? —preguntó el padre espantado al ver la escena—. ¡Soltad a mi hijo!

—¡Ah! ¿Es su hijo? —contestó desvergonzada la mujer—. Pues ya ve, señor; el mozuelo me ha cogido los pechos y eso, como es natural, cuesta su dinero. Que una no está aquí puesta en la puerta para que pase el primer hijo de su madre y le eche mano a las carnes.

—¡Hernando, por tu madre! —le gritó don Diego a su hijo, fuera de sí.

—Padre, que no —lloriqueó él—, que ha sido ella. ¡Se lo juro!

—¡Ay, ay! —se quejó don Diego—. ¡Lo que nos faltaba!

—Vamos —apremió la mujer—, ¿pagáis o qué?

—¿Cuánto cuesta? —preguntó resignado don Diego llevándose la mano a la faltriquera.

—Dos reales —contestó ella—; uno por cada teta.

—¿Dos reales? ¡La madre que…! Andad, cogedlos y soltad al muchacho —dijo don Diego alargándole las monedas.

La mujer cogió el dinero y el hombretón soltó a Hernando. Ambos se metieron aprisa en la casa y cerraron la puerta.

—Padre, por la Candelaria —juró el muchacho—, que yo…

—Anda, anda, tira para delante y cállate la boca —le dijo el padre, a la vez que le daba pescozones en la nuca y en la cabeza—. ¡Pero cómo serás tan mentecato! ¡Madre mía, a quién ha salido este hijo mío! ¿No te das cuenta de que esto es Sevilla y aquí no se puede uno fiar de nadie? ¿No te he dicho que no hablaras con persona alguna? ¡Con lo que sabe esta gente!

—Déjelo, amo, que ya se le abrirán los ojos —intercedió Lorenzo—. ¿Qué sabe esta criatura, si no ha salido del pueblo en su vida?

—¡Cállate tú! —le espetó don Diego—. Mira quién va a hablar. Si se te llega a poner a ti a tiro esa fulana te saca la paga de un mes. ¡Ay, Dios mío! —suspiró—, ¿qué he hecho yo para que me toque esta cruz? Vamos, vámonos en busca de una fonda, que hoy ya hemos hecho el día. Mañana en cuanto tengamos la plata, nos volvemos a Zafra; que aquí poco hacemos.

—¿Y lo mío, padre? —le preguntó Hernando—. ¿No veremos lo de pasarme a Indias?

—Anda, anda —contestó desdeñoso el padre—. Como vayas tú a Indias pierdes hasta los calzones, so tontucio. Mejor será que sigas de momento en Zafra.