Monfragüe, 20 de agosto de 1617
Por el viejo camino real, que discurría entre Trujillo y Plasencia, una larga fila de viajeros avanzaba lentamente. El sol iba desapareciendo del valle mientras se iban adentrando en el bosque de encinas, monte bajo y carrascas. Atrás quedaban las últimas cortijadas con sus señoriales residencias de piedra rodeadas de casas de labranza. Los arroyos estaban muy secos, y tan sólo pequeños charcos de agua verdosa, estancada, brillaban en algún punto, entre los redondos cantos. En las zonas más umbrosas las alisedas servían de refugio a las tórtolas que regresaban veloces desde los páramos. La cañada corría blanqueando por en medio de las jaras, torciéndose a trechos hasta salir a la luz, al borde mismo de los bosques. De vez en cuando, alguna cierva cruzaba elegantemente e iba a perderse en la espesura.
Delante, guiando la caravana, cabalgaba un oficial de la Santa Hermandad, al frente de una veintena de cuadrilleros de la milicia a caballo; por aquello de los bandoleros que asolaban estas tierras. Detrás iban un par de carretas entoldadas que portaban nobles viajeros, con gran acompañamiento de criados y mayordomos y una buena impedimenta sobre su recua de bestias. También viajaban a lomos de mulas un canónigo que regresaba al cabildo de Plasencia; cuatro frailes de la orden de San Francisco y un jesuita, el padre Enrique, camino de Salamanca. Cerraban la larga fila un buen número de comerciantes en busca de género, mercachifles, botijeros, feriantes y titiriteros que, finalizadas las fiestas mayores de Trujillo, iban a otra parte, con sus títeres y negocios.
El canónigo placentino, hombre orondo y locuaz, tenía una gran curiosidad acerca de la Compañía de Jesús, por lo que no tardó en ponerse a la altura de Enrique para asaltarle con una buena ráfaga de preguntas.
—De manera que va vuestra caridad a Salamanca a recibir destino de vuestro provincial… Vaya, vaya… ¿Y no sabe siquiera a qué parte pueden mandarle? Ya me entiende, siempre se filtra algo…
—No, no sé nada. En la Compañía los destinos no se saben hasta que nos lo comunica personalmente el padre provincial. Ni siquiera sabemos a qué continente vamos destinados —respondió Enrique, fríamente, sin demasiado deseo de entrar en conversación.
—¡Qué barbaridad! Es severa la Compañía. ¡Y de qué manera se ha extendido! ¿Cuántos jesuitas habrá por ahí, por el mundo repartidos? —insistió curioso el canónigo.
—¡Uf! No sabría decirle. En Castilla sólo seremos unos quinientos individuos, creo. Supongo que entre las cuatro provincias, Castilla, Aragón, Toledo y Andalucía, sumaremos más de dos mil.
—Distribuidos por Europa, África, Asia e Indias, claro —observó el canónigo.
—Exactamente.
—En China tengo entendido que la cosa marcha…
—Y en Japón, Ceilán, Malaca… Nuestro beatísimo padre Francisco de Javier dejó allí una gran obra.
De vez en cuando, el canónigo, a través de los párpados abultados y rojizos, lanzaba una mirada suspicaz.
—Tengo entendido que el cuerpo de Francisco de Borja ha sido traído desde Roma por el duque de Lerma a la nueva casa profesa que el propio duque está construyendo a la Compañía —comentó—. ¡Cómo no va a crecer la Compañía con semejante protector!
—Bueno —contestó Enrique—, ya sabe vuestra paternidad que don Francisco Gómez de Sandoval, duque de Lerma, es nieto de nuestro padre Francisco de Borja. Es lógico que el hombre más importante, después del rey, haya querido honrar la memoria de su virtuoso abuelo. La Compañía lleva muy adelantado el proceso de beatificación del padre Borja y es bueno que, si llega a santo, sus reliquias reposen en Madrid.
—¡Lo que le faltaba al duque! —exclamó el canónigo—. Encima de que se le ha metido entre ceja y ceja ser cardenal, ahora un abuelo santo. Y veremos cómo consigue una cosa y otra.
La irónica aseveración del canónigo venía a cuento a causa de los rumores que circulaban por el reino. El duque de Lerma, don Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, había sido durante años el valido de Felipe III, con casi total poder en los asuntos de Estado, hasta el punto que se decía que el rey era un mero pelele en manos del duque, que se encargaba de organizar la vida del monarca procurando entretenerle en cacerías, favores, mercedes y oficios a favor de sus amistades y familiares. Pero ya empezaban a surgir voces opositoras contra este importante consejero real; como el duque de Uceda, Zúñiga o el confesor real Aliaga. Esto hacía que Lerma tuviese cada vez más dificultades en la Corte y que incluso peligrara su vida, pues eran muchos los que le tildaban de corrupto, ladrón y aprovechado. Esto había motivado que el duque solicitara el capelo cardenalicio a Roma, con el objeto de salvarse de la inminente persecución política y judicial.
Enrique, que conocía a la perfección todos estos rumores igual que todo el mundo, prefirió no entrar en el asunto; ni para defender al duque, cuya benefactoría a los jesuitas era manifiesta, ni para dar la razón al canónigo. Así que se mantuvo en silencio.
El canónigo entonces, lejos de cambiar de tema, sonrió maliciosamente y, con tono cínico, le preguntó a Enrique:
—¿No ha escuchado vuestra caridad las coplas que se cantan por ahí?
—¿Qué coplas?
—Pues ésas que dicen —tomó aire el canónigo y, con una vocecilla casi femenina, cantó:
Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España vestirá de colorado.
Enrique sonrió sin ganas y, meneando la cabeza, sentenció:
—Este pueblo español es verdaderamente maligno.
—Ah, querido padre jesuita —apostilló el canónigo—, cada palo que aguante su vela. Si le hacen cardenal y se libra del patíbulo, que soporte la rechifla de la chusma al menos. —Y dicho esto, encogió sus labios rojos y lubricados, hinchó los rollizos carrillos y se puso a silbar alegremente la melodía de la copla antes cantada.
Enrique se detuvo y descabalgó, haciendo ver que necesitaba evacuar.
—Seguid, seguid a vuestro paso —le pidió al canónigo.
El resto del camino el jesuita lo hizo solo, pensando en sus cosas. Necesitaba reflexionar acerca de lo que le aguardaba al llegar a Salamanca, y no estaba dispuesto a matar el tiempo soportando las sandeces del irónico canónigo. Así que se demoró cuanto pudo antes de subir de nuevo al caballo y esperó a que la fila avanzara.
En soledad, detrás, a más de cincuenta pasos del último viajero, Enrique se sintió aliviado. Le gustaba este agreste trayecto que discurría ahora en llano, por una interminable recta, entre encinas, alcornoques y quejigos. Qué sereno y familiar le resultaba el paisaje extremeño. Desde que comenzó sus estudios en Salamanca a los dieciséis años, había recorrido la vieja cañada real muchas veces y no dejaba por ello de parecerle sorprendente a cada paso: las extensas llanuras cubiertas de bosques; los montes tupidos de arbustos, charnecas y mirtos en las solanas, mientras que en las umbrías resaltaban los frondosos madroñales; los roquedos misteriosos sobre los cuales planeaban majestuosas aves de rapiña y los impenetrables sotos ribereños donde tenían sus madrigueras las nutrias. Por ser estos parajes tan sinuosos y cambiantes, escondían en su belleza no sólo alimañas sino también bandoleros que asolaban tanto a los pastores trashumantes como a los viajeros, por lo que la escolta de la Santa Hermandad era imprescindible y nadie se aventuraba a hacer el camino fuera de las fechas en las que la autoridad ofrecía este protector servicio.
Enrique sabía que en adelante haría ya muy pocas veces este mismo viaje. Acabados los estudios y ordenado sacerdote, estaba a punto de recibir su primer destino. ¿Qué le deparaba el futuro? Se había hecho muchas suposiciones, pero era inútil intentar prever de antemano lo que sería su vida a partir de ahora. Eso sí, lo más seguro era que Salamanca se hubiera terminado para él, puesto que en la Universidad se quedaban los que habían sido brillantes estudiantes, y éste no era su caso. Si bien no podía conocer el lugar, sabía que para el destino había dos alternativas: un puesto más cómodo en los colegios y las fundaciones de las ciudades o, por contraposición, ir a parar a una misión en cualquier lugar del mundo. Esto último le enfervorizaba. Se hacía ilusiones pensando en realizar obras grandes, como las muchas que se contaban ya de la Compañía en las Indias, Filipinas, Japón, Malaca, China… Para un hombre joven, que no había conocido otros lugares que Trujillo, Plasencia y Salamanca, esos lejanísimos destinos suponían una aventura fascinante. Todo lo que conocía acerca de ellos lo había leído en la biblioteca del colegio salmantino donde residía: tratados de evangelización, crónicas de misioneros, manuales de geografía… Era capaz de verse a sí mismo como uno de los personajes idealizados de los cuadros que pendían de las paredes de la Universidad donde se representaban las hazañas de los eclesiásticos en islas remotas y perdidas tierras.
Sumido en estas ensoñaciones, Enrique no se dio cuenta de que se había quedado atrás. El cielo se iba oscureciendo, y las luces rojas del crepúsculo tomaban tonos cárdenos y violáceos. El sendero corría ahora lleno de sombras por en medio de los árboles. Un airecillo fresco removió las copas de los álamos a un lado, junto a un arroyuelo seco. Entonces el jesuita reparó en que iba completamente solo. Detuvo el caballo y aguzó el oído para comprobar si se escuchaba al resto de los viajeros. Sólo había silencio. Miró a un lado y otro; la oscuridad caía muy deprisa y la espesura del bosque impedía ver más allá de un tiro de piedra. Como una ráfaga, el pensamiento de que aquellos parajes ocultaban peligrosos bandidos le hizo estremecerse. Arreó al caballo y, al galope, siguió camino adelante para dar alcance a la caravana.
Al llegar cerca de un puente que llamaban del Cardenal, donde el río Tiétar desemboca en el Tajo, vio a lo lejos el resplandor de una hoguera y escuchó un murmullo de voces. Entonces se sintió aliviado, al descubrir que estaba próximo al lugar donde se había determinado hacer la parada para pasar la noche; un viejo caserío abandonado y casi derruido. «Menos mal», se dijo, algo inquieto por haber sido tan descuidado precisamente en aquel trayecto del camino, aun habiendo estado advertido infinidad de veces de lo imprudente que resultaba hacer el camino solo.
De repente oyó ruido cerca de él, en el ramaje. Miró y le pareció ver algo moviéndose a diez o doce pasos. Se detuvo y gritó:
—¡Quién va!
Nadie contestó. Pensó entonces que sería algún jabalí y siguió marchando. Un poco más adelante, vio a dos figuras que interceptaban la senda.
—¡Alto! —le gritaron.
El jesuita se sobresaltó y volvió la vista. Detrás de él vio otras dos figuras. Sin pensárselo, espoleó el caballo, comprendiendo que había caído entre bandidos; e intentó galopar hacia delante arrollando a los que le cortaban el paso.
—¡Alto o te mato! —le amenazó uno de ellos.
El caballo reaccionó torpemente y, encabritado, se fue hacia los matorrales donde no pudo ya iniciar su carrera. Entonces los bandidos saltaron sobre él y se hicieron con el cabestro. Enrique sintió cómo le agarraban las ropas y tiraban fuertemente de él hacia atrás. Se resistió cuanto pudo, pero finalmente cayó sobre los arbustos.
—¡A mí! —gritó—. ¡Auxilio! ¡Bandidos!
En aquella confusión y oscuridad, empezaron a llover sobre él mamporros y patadas. Sin respiración a causa de un fuerte golpe en el pecho, comprendió que le era imposible defenderse o escapar y, en medio de la paliza, percibió que la conciencia le abandonaba y que iba a morir. «¡Santa María, valedme!», rezó.