Sanlúcar de Barrameda, 18 de agosto de 1617
Unos pasos firmes resonaron bajo las bóvedas del corredor que conducía a las mazmorras.
—¿Diego de Llera? —preguntó una voz en alguna parte.
Al escuchar su nombre, don Diego se puso en pie y se abalanzó hacia los barrotes. Su rostro se iluminó esperanzado.
—¡Yo, yo soy Diego de Llera! —gritó con potente voz.
Un oficial con uniforme pardo apareció al otro lado de la reja, acompañado por el carcelero. Éste introdujo la llave en la cerradura y la hizo crujir con dos decididas vueltas.
—Sal afuera —ordenó.
Don Diego se estiró las ropas, recogió su sombrero y salió de la celda. Su aspecto era lamentable, después de haber pasado allí cuatro días, sin mudarse de camisa, soportando el calor húmedo y el olor pestilente. Su hijo Hernando y Lorenzo, el criado, acababan de despertarse y se incorporaban en sus camastros.
—Vamos, date prisa que el juez aguarda —le apremió el oficial a don Diego.
—¿Eh? ¿Y mi hijo y mi criado? —preguntó él.
El oficial desenrolló un papel que llevaba en la mano, lo ojeó y dijo:
—Aquí sólo pone Diego de Llera.
—Ah, no, no, no… —replicó el hidalgo—. Debe de tratarse de un error. Mi hijo y mi criado…
—¡He dicho que me sigas tú solo! —ordenó severamente el oficial.
Don Diego, temeroso de que pudieran empeorarse las cosas, obedeció sin rechistar y se encaminó por el pasillo en pos del oficial. Detrás, el alguacil corrió los cerrojos y cerró con llave la celda, dejando dentro a Hernando y Lorenzo con el resto de los presos.
—Ay, amo Hernando, que se llevan a vuestro señor padre y nos dejan a recaudo —se quejó el criado.
El joven le miró con el rostro demudado sin articular palabra. Y el más avispado de los presos, a un lado, soltó una desagradable carcajada, como si le divirtiera el apuro de sus compañeros de celda.
Pero no tardó en regresar el alguacil con buenas noticias.
—Vamos, salid vosotros, que os dan suelta —les dijo a Hernando y a Lorenzo.
Éstos recogieron de prisa sus cosas y enseguida iban a paso ligero pasillo adelante, en busca de su libertad. Les condujeron a través del patio de la fortaleza y abrieron ante ellos el gran portalón por donde hacía días los entraron presos. Pronto estaban en la soleada explanada exterior donde les aguardaba don Diego.
—¡Padre, padre, gracias a Dios! —exclamó Hernando.
—Todo está solucionado —aseguró don Diego—. Andaos, vamos a la posada de Burcio a darnos un baño y comer algo, que esto es ya agua pasada.
Por el camino, el hidalgo contó a su hijo y su criado cómo le había reprendido el juez, y que había tenido que pagar una multa de veintiún reales, siete por cabeza, como pena por desacato a la autoridad en el puerto.
—Es que se está poniendo todo de unas maneras… —se lamentaba—. Antes las cosas eran más sencillas: te acercabas a los barcos, hacías tus gestiones y tus tratos, traías, llevabas… Pero ahora, ya veis, no se andan con miramientos. La vida se está poniendo difícil, hijo, Hernando, hay que andarse con cuidado. En fin, que nos sirva lo pasado como lección. A partir de ahora, iremos con tiento.
—Sí, eso, que nos sirva —se quejó Lorenzo—. Hemos pagado justos por pecadores. Se salta vuestra merced la ley y nos prenden a los demás. ¡Vaya justicia!
—¡Cállate tú! —le recriminó don Diego—. A ver si te voy a descontar del salario los siete reales que he pagado para que te suelten, mentecato.
Lo primero que hicieron al llegar a la posada fue desprenderse de las apestosas ropas e ir a darse un baño a las tinas que había en el patio para este menester. Ya aseados y vestidos, solicitaron una cazuela de buen guiso a la cocinera y dieron cuenta de ella vorazmente, así como de un par de jarras del delicioso vino que producían estas tierras. Les pareció estar en la gloria, allí sentados, fresquitos, después de los cuatro calamitosos días pasados. Don Diego, perdiendo la mirada en el vacío, se quedó un rato pensativo y después dijo:
—Qué rebién saben las cosas buenas cuando se ha estado privado dellas.
—¡Qué sabias palabras! —exclamó Lorenzo, sin que pudiera averiguarse por el tono si lo decía con ironía.
—Ay, Hernando —le dijo el padre a su hijo—. La vida es dura. Ya te queda lo tuyo que pasar, hijo mío. ¡Dios quiera que tengas suerte!
—¿Qué haremos ahora, padre? —le preguntó Hernando.
—Pues, ¿qué va a ser? —respondió don Diego—. Lo que estaba planeado. Este percance no cambia las cosas.
—Entonces, ¿iremos a buscar a don Juan Montes?
—Claro, hijo. Es necesario tratar con él.
—Con lo mal que se ha portado con vuestra merced, padre, dejándoos ser hecho preso.
—Sí, hijo, pero no podemos andarnos con rencores. Nos interesa don Juan y ¿qué otra cosa podemos hacer? Él es el único que te puede buscar el lugar adecuado para abrirte camino en las Indias.
—Como usted mande, padre. ¿Cuándo iremos a verle?
—Mañana, temprano, no debemos perder tiempo.
A primera hora de la mañana, padre e hijo estaban en las oficinas de la Contratación frente al puerto. Solicitaron audiencia y fueron recibidos sin mucha demora por el importante personaje en quien tenían puestas todas sus esperanzas. Don Juan estaba sentado al otro lado de una gran mesa sobre la que se encontraban extendidos en desorden numerosos papeles y libretas de cuentas. Al verlos entrar en su despacho, el funcionario se puso en pie y, sonriente, extendió los brazos.
—¡Mi querido don Diego Llera! —saludó meloso—. ¡Cómo os habéis demorado tanto! Os esperaba la semana pasada…
—Ah, don Juan Montes, don Juan Montes —le contestó don Diego—, veo que no está vuaced al corriente de las calamidades que hemos pasado.
—¿Calamidades? ¿Qué clase de calamidades?
—Pues verá, querido don Juan —le explicó don Diego—; resulta que el mismo día que llegó la flota fuimos hechos presos precisamente cuando íbamos en busca de vuestra merced.
—¿Eh? ¡Qué me contáis! —exclamó el funcionario llevándose las manos a la cabeza—. ¡Cómo es posible!
—Pero, señor —intervino Hernando—, yo mismo le pedí que nos valierais junto a la atarazana cuando mi señor padre era detenido por los alguaciles. ¿No lo recuerda vuaced? Vos mismo le dijisteis a los guardias que ya los jueces determinarían…
—¡Hernando, que nadie ha pedido tu opinión! —le recriminó el padre.
—Pero… padre, que lo que digo es verdad. ¡Por ésta! —aseguró el joven besándose el dedo pulgar e índice puestos en forma de cruz.
—Bueno… ¡Je, je, je…! —murmuró azorado don Juan—. Querido don Diego, ¿qué podía hacer yo? ¿A quién se le ocurre saltarse las vallas?, con lo severas que están las leyes…
—Cuatro días hemos pasado en prisión —explicó Hernando—. Y nos ha costado veintiún reales que nos abrieran la reja.
—¡Hernando! —le gritó el padre.
—Bien, dejemos ya este asunto —pidió el funcionario—. Vayamos al grano.
Dicho esto, don Juan se fue hacia la puerta y se asomó al exterior para comprobar que no había nadie husmeando. Después, regresó a su sillón, se sentó y cruzó las manos sobre la mesa, con unos ojos muy atentos, fijos en don Diego. Éste, entusiasmado por la atención que le brindaba el funcionario, comenzó a explicar:
—Este hijo mío, Hernando de Llera, es el séptimo de once que Dios me ha dado. Es un muchacho despabilado y trabajador, a la vista está, y buena presencia no le falta. En fin, don Juan, que se me ha ocurrido que podría desenvolverse bien haciendo mundo, en Indias o Filipinas…
—Bueno, bueno, don Diego —le interrumpió el funcionario—; después hablaremos de eso. Ahora, como digo, al grano. ¿Cuántos reales trae vuestra merced?
—¿Eh? —balbució don Diego, sobresaltado por el cambio súbito de tema. Se quedó pensativo y, después, preguntó a su vez—: ¿Qué puede ofrecerme vuaced?
—Bien —contestó don Juan—, ya se sabe, la cosa está fea, muy fea. La plata escasea y del oro… ¡Ah, el oro! Eso ya pasó a la historia. Este golpe nada, nada, nada de oro. Y si ha llegado algo… ¡Cualquiera sabe! Sale que vuela para Holanda, Francia, Inglaterra… ¡Qué desastre!
—Entonces —preguntó don Diego—, ¿qué diantre ha podido sacar vuaced de los galeones?
—Bueno, bueno… Algo de plata hay —respondió el funcionario.
—Cuánta, don Juan, dejémonos de dar rodeos —dijo con franqueza don Diego.
—Digamos que… Digamos que… ¿Cuántos reales ha traído?, don Diego, no sea tan revesado.
—¿Revesado? Revesado vuestra merced.
—¡Por Dios, don Diego, no empecemos! —exclamó el funcionario dando con la palma en la mesa—. ¿Cuántos reales hay?
—Depende.
—¿Depende de qué?
—Don Juan, dejémonos de mandangas —dijo al fin don Diego—. Vuaced necesita quitarse de encima esa plata cuanto antes y yo tengo los reales. ¿A cuánto está el peso?
—A doce reales.
—¿A doce? ¿Está loco? La última vez me cobró diez y ya era demasiado.
—Los franceses pagan a quince —declaró el funcionario.
—¡No es posible!
—No le miento —juró don Juan, echando mano al crucifijo que presidía la mesa del despacho.
—Entonces… ¿A cómo está el oro? —preguntó don Diego.
—A la friolera de cuatrocientos reales la onza.
—¡Dios santo! —exclamó don Diego llevándose las manos a la cabeza.
—Claro, querido amigo —dijo apresuradamente don Juan—. El reino se hunde. Los franceses, holandeses e ingleses dicen que aquí todo está caro menos la plata. Así que se llevan el grano y nos dejan la parva. Como comprenderá vuaced, para cualquier platero que venga de Indias, es mucho más interesante vender a los extranjeros, de contrabando, que pagar contante y sonante; con lo cual se libran del alcabalazo y tan contentos.
—¿Y vuestra merced? —preguntó receloso don Diego—. ¿Por qué no vende a los franceses?
El funcionario se puso en pie, se acercó al hidalgo y, poniéndole una mano sobre el hombro, le aseguró solemnemente:
—Aunque saco lo que puedo, querido amigo, no quiero hacer más daño que el preciso. Aunque gane menos, prefiero que el metal se quede en España.
—Dios se lo premiará.
—Eso espero. Así que, lo dicho, al grano. ¿Qué necesita vuestra merced?
—Por lo menos quinientas onzas.
—¿Tanto? ¿Para qué tal cantidad?
—El duque de Feria quiere hacer una buena ofrenda a la Virgen. Los orfebres ya están buscados; falta la plata. Y yo me he comprometido a proporcionarla antes de la fiesta de la Candelaria.
—Ah, comprendo. Sólo puedo ofreceros trescientas onzas. Lo siento.
—Hecho. Si la obra ha de tener menos plata, que se conforme el duque —asintió resignado don Diego. Extrajo una bolsa de cuero que llevaba atada al cinto y escondida en el calzón y dijo—: Aquí están los cuatrocientos cincuenta reales.
Puso la pesada bolsa en la mesa y estuvieron contando las monedas. Después don Juan recogió el pago y se ausentó pidiéndole a don Diego que esperara un momento. Cuando hubo salido el funcionario del despacho, Hernando le preguntó a su padre:
—¿Y de lo mío, padre, qué hay?
—Ahora, hijo, ahora. Esperemos que una vez conforme con el trato esté dispuesto a hacer la recomendación.
Pasado un largo rato, regresó don Juan sonriente.
—Bueno —dijo—, el dinero ya está a buen recaudo.
—¿Y la plata? —le preguntó don Diego al verle con las manos vacías.
—En Sevilla, naturalmente —respondió el funcionario frotándose las manos.
—¿En Sevilla? —exclamó extrañado don Diego—. ¿Pero qué clase de broma es ésta?
—Bueno, bueno, querido amigo —le tranquilizó don Juan palmeándole amigablemente la espalda—. Tendrá la plata; no se apure. Pero habrá vuaced de ir a recogerla a Sevilla. Los galeones abandonaron el puerto de Sanlúcar ayer y emprendieron la Barra en dirección a Sevilla. Como comprenderá, no iban a esperar a que solucionarais vuestros asuntos de cárceles.
—No comprendo —balbució don Diego—. Mis reales los tiene vuestra merced.
—Naturalmente —asintió don Juan—. El pago me corresponde a mí, puesto que soy yo quien ha hecho el trato con vuaced. Le daré la dirección de una persona de mi confianza en Sevilla y, no se preocupe, él le dará la plata tal y como hemos acordado. Aquí tiene una carta con mi firma y sello —le extendió un papel enrollado.
—No sé…
—¿Va a desconfiar de mí, ahora, después de tantos años de trato? —se enojó el funcionario.
—Oh, no, no, ni mucho menos, don Juan —negó don Diego llevándose la mano al pecho.
—Así me gusta, querido amigo —le dijo satisfecho don Juan al tiempo que le extendía la mano—. Y ahora, disculpadme pero he de pediros que me dejéis; mis asuntos me reclaman.
Don Diego, algo confuso, se fue hacia la puerta. Pero de repente se volvió y le dijo al funcionario:
—Un momento, don Juan, casi se me olvidaba. El otro asunto que me trae a vuestra merced es lo de mi hijo. ¿Recuerda? Ya le dije que…
—Ah, sí, sí, disculpad mi despiste —contestó el funcionario volviéndose a sentar frente a su mesa. Tomó papel, mojó la pluma en el tintero y comenzó a escribir.
Don Diego y su hijo, al ver esta buena disposición, se miraron con esperanzada sonrisa.
—Bueno, aquí tenéis una segunda carta —dijo don Juan mientras estampaba su sello y después deslizaba el secante—. Le entregáis esta recomendación y le explicáis vuestros deseos. Él os ayudará gustosísimo en atención a mi persona.
—Oh, cuanta amabilidad, querido don Juan —le dijo agradecido don Diego mientras le apretaba de nuevo la mano.
—Bueno, bueno, no es nada. Y tú, muchacho —se dirigió a Hernando—, sé tan cabal como tu señor padre y no nos dejes mal a los que te hemos recomendado. ¡Que Dios te dé suerte si has de pasarte un día a Indias! ¡Ay!, falta hace que vayan allá caballeros y no tanta chusma como se embarca en estos malos tiempos.