4

Trujillo, 17 de agosto de 1617

—Ique, hijo, no lo entiendo… —sollozaba Magdalena en el centro del patio de la casa, sentada en una butaca, mientras su hijo iba de un lado a otro, nervioso—. Por más que me lo expliques, no lo entiendo.

—Pues lo siento, madre —contestó él—; pero tengo razón.

—¿Razón? —replicó don Florencio, que apuraba nervioso un vaso de limonada—. ¡Qué razón ni qué…! Que no, Ique, que no puedes andar por ahí dando lecciones a la gente. Que tu licenciatura y tu ordenación sacerdotal no te dan ningún derecho a creerte más sabio que nadie. ¿No te han enseñado la virtud cristiana de la humildad, en la Compañía?

—La humildad es otra cosa —le contradijo Enrique—. Nada tiene que ver la humildad con decir la verdad cuando es menester.

—Pero… ¿qué verdad? ¡Dios mío! —se exasperaba don Florencio—. Si lo que quería decirte don Juan es que los asuntos de Indias son mucho más complejos de lo que nos pensamos aquí. Que allí los indios son salvajes peligrosos y no almas cándidas como se piensan algunos teólogos de Salamanca.

—No, no, no, don Florencio —negó el jesuita—, nada de eso. Ya el padre Las Casas empezó a advertir desde Indias que es imposible compaginar guerras y predicación evangélica: robar, escandalizar, captivar, despedazar hombres y despoblar reinos… no es anunciar la Buena Nueva…, antes propio de crueles tiranos enemigos de Dios.

—Pero, Ique, eso no quiere decir que todos cuantos han ido a Indias sean tiranos, ladrones, asesinos y malvados —replicó don Florencio—. Cualquiera que te escuche, pensaría que todo lo que se ha hecho allá es pernicioso.

—¡Se ha hecho mucho mal! —exclamó Enrique en voz alta—. Nadie puede negar hoy día eso. Son ya muchas las voces que se alzan criticando las maneras que se usaron en entradas y conquistas.

—Ay, hijo mío —intervino llorosa su madre—, pero no seas tú el que ande denunciando esas cosas, que estás recién hecho padre jesuita y no te conviene. Fíjate la que has formado en la Villa; que andas por ahí en boca de todo el mundo por haberle querido sentar cátedra a don Juan. ¡Menudo es el marqués! Y la gente, hijo mío, no lo entiende… Por muchas razones que tengas, ¡qué sabe la gente! Si son incultos, si lo que conocen de Indias es lo que les han contado sus vecinos y parientes que han ido allá, y todo les parece muy bueno y conveniente…

—El oro y la plata es lo que les parece bueno y conveniente —repuso el hijo—, pero de los males que han causado a aquellas criaturas, los pobres indios, qué poco hablan.

—Pero eso no lo digas aquí, Ique, en Trujillo —le dijo don Florencio—, que no sacas nada con ello sino enrabietar a los nobles y a los hidalgos que deben su fortuna a la conquista. En Salamanca, bueno; aquello es universidad y lugar de disputas, pues todo el mundo es letrado y comprenden. ¡Pero aquí…!

—La verdad es la verdad, en Roma, en Salamanca y en el fin del mundo —sentenció Enrique—. Y la verdad es que la conquista ha sido injusta, cruel y contraria a la ley de Dios.

—Bueno, bueno, vayamos por partes —propuso don Florencio—. Los indios son infieles. ¿No has oído tú hablar del ius belli, el derecho a defenderse de los enemigos del cristianismo? Los conquistadores no han hecho sino propagar la fe. ¿Qué iban a hacer, si los indios se les oponían y les hacían la guerra, sino defenderse de su salvajismo?

—No, don Florencio —negó Enrique—, ese planteamiento no es correcto. Ya Cayetano, el tomista de fama, precisó suficientemente ese tema: efectivamente, hay infieles que, de hecho, están sometidos a los príncipes cristianos; pero hay otros que, ni de hecho ni de derecho están sometidos a nuestros príncipes. A este último grupo pertenecen los indios.

—¿Y por qué no? —preguntó don Florencio.

—Por una elemental razón: porque estaban allí antes de que nosotros llegáramos. Y, por tanto, aquellas tierras y señoríos les pertenecen de hecho y derecho a ellos.

—¡Ay, ay, Dios mío! —exclamó el anciano cura—. ¿Pero qué estás diciendo, Ique? ¿Pretendes acaso deslegitimar la conquista de Indias?

—No —negó Enrique—. Lo que trato de decirle es que los indios deberían llegar a la fe tan sólo por la gracia de Dios y no por la fuerza.

—¡Pero si son salvajes! —replicó don Florencio crispando sus pequeños dedos—. ¿Vamos a dejarles en sus abominables usos? ¿Vamos a permitir que sigan en la antropofagia y en la poligamia?

—¡Pues claro que no! Pero hay que persuadirles amorosamente, sin hacerles fuerza alguna, puesto que no son culpables de los vicios adquiridos por sus mayores. Deben ser adoctrinados por medios pacíficos, sin esclavizarlos, maltratarlos y aplicándoles leyes y doctrinas que no comprenden. Ya el gran Francisco de Vitoria dejó bien sentado, refiriendo a santo Tomás, que el acto de creer es un acto libre de la voluntad, incompatible con la coacción. Así, hablando de la infidelidad de los indios, afirma que en ellos la infidelidad no es pecado, sino pena; pues los indios antes de serle predicada la fe permanecían en la ignorancia invencible, sin culpa grave por no creer.

—Entonces, ¿cómo se les lleva al buen camino? Ya me dirás tú cómo se les puede llevar al conocimiento de la revelación.

—Con amor, don Florencio, con buenos ejemplos y palabras —respondió Enrique, calmadamente.

—¿Y si te matan? ¿Y si se oponen con armas y violencias?

—Bueno, la predicación del Evangelio es así. Ya lo dijo el Señor: «He aquí que yo os envío no como lobos dispuestos a herir a las ovejas, sino como ovejas en medio de lobos; es decir, si en el camino os encontráis con lobos, tratadlos mansamente, para transformarlos en mansas ovejas».

Don Florencio bajó la vista y luego apuró hasta el fondo su vaso de limonada. Se acercó hasta Enrique y le puso la mano en el hombro.

—Hijo, Enrique —le dijo—, te aconsejo que no seas tan apasionado. La vida es mucho más difícil que todo lo que se aprende en los libros. Hay que mirar también por uno mismo… Ya, ya te irán enseñando los años. Cuando se tienen sólo veinticinco todo se ve de color de rosa. Cuando se tienen más de setenta…

—Hazte caso de don Florencio, Ique, hijo mío —le dijo su madre, levantándose de la butaca y acercándose a él—. No te tomes las cosas tan en serio. ¿A qué darse disgustos innecesariamente? Yo no entiendo nada de esas teologías que estáis platicando, pero me doy cuenta de que si uno no mira por sí mismo, como te dice don Florencio, nadie va a mirar por ti. Las cosas de los libros son para eso, para estudiarlas… La vida es la vida. ¡Bastante da que sufrir la vida!

Al escuchar a su madre, Enrique sonrió. Sacó el pañuelo y le enjugó las lágrimas que le caían por el rostro.

—Ande, madre, no llore más —le dijo—. Son cosas de clérigos.

—¡Pues vaya con los clérigos! —exclamó ella—. No sé lo que está pasando con tantas universidades y teologías como hay, que se está poniendo todo más complicado…

Enrique acarició el rostro de su madre y sonrió bonachonamente. Después dejó escapar un largo suspiro y dijo:

—Me voy a dar un paseo. Necesito estar solo.

Recogió la birreta de la percha, se despidió y salió de la casa. En el patio se quedaron Magdalena y don Florencio, mirándose. La madre se sonó la nariz y estuvo lloriqueando todavía un rato. Para consolarla, el sacerdote le dijo:

—En fin, doña Magdalena, cosas de la juventud; sólo eso.

—Sí, pero qué disgusto, don Florencio. ¿A quién se le ocurre encararse con don Juan Orellana? No, si ya se lo he dicho a vuestra paternidad muchas veces: que Ique es un ignorantón, que es como yo. ¡Ay, qué poco se parece a su padre! Mi esposo Enrique Madrigal, que en paz descanse, sí que era listo. Sabía tratarse con los ricos, con los pobres. Ya lo decía él muy bien dicho: enemigos no hay que tener ni en el infierno. Así le fue en vida, ya lo ve vuestra paternidad; de la nada, de simple escribiente, hizo hacienda, compró huertas, esta casa… Veinticinco años estuvo de escribiente en la notaría; que entró a los diecisiete años. ¡Ay, qué listo era! Pero este Ique mío… ¡Qué poco se parece a su padre! Ha salido a mí, que siempre he sido una tontorrona. Mi esposo me decía: guarda la boca, Magdalena, que por la boca muere el pez…

—No digas esas cosas, Magdalena —le dijo el clérigo—. Ya quisieran muchas parecerse a ti; tan recatada y prudente como eres.

—Pues mi Ique, ya ve vuestra paternidad…; así no llegará a ninguna parte. Mal mirados que son por muchos los jesuitas y, encima, él, toma y dale, a dárselas de redicho.

—La culpa la tiene esa universidad —observó don Florencio, apesadumbrado—. Les meten a estos pobres muchachos pájaros en la cabeza; teorías nuevas que no hacen sino ponerlos en guardia y hacerlos recelosos de todo lo anterior.

—¿Y por qué hacen tal desatino? Más les valiera enseñarles a decir bien la misa y a confesar pecadores, que es lo que hace falta, en vez de echarles en lo alto tioreas de esas o como se llamen…

—Teorías, Magdalena, te-o-rí-as. Son conocimientos, especulaciones…

—¡Humm…! ¡Qué cosas tan raras! ¿Vuestra paternidad también estudió de eso?

—Sí, hija, sí; ya lo creo.

—Pues qué bueno y sabio habéis salido a pesar dello.

Enrique prolongó su paseo hasta la parte más elevada de Trujillo. Las callejuelas tortuosas, en cuesta, partían de Santa María la Mayor y terminaban en un camino de ronda de la muralla. A medida que subía, el bullicio del festejo que había en la plaza se iba haciendo más lejano y uniforme; destacaban tan sólo los estampidos de arcabuz, de vez en cuando, y el griterío que se elevaba cuando el toro embestía a algún mozo. La soledad del barrio alto, sin vecinos a esa hora a causa de la feria, le daba un aire de irrealidad y misterio extraordinario. La tarde comenzaba a caer y con su luz dorada realzaba el color de las piedras. Palomas y grajos regresaban a las torres. En cada espadaña, en cada campanario, un nido de cigüeñas albergaba a sus blanquinegras inquilinas, inmóviles, sosteniéndose en una sola y delgada pata. Nubes de golondrinas y vencejos se arremolinaban en el cielo limpio.

Enrique se sentó en unas peñas y sintió que su alma se serenaba al contemplar los tejados de las casas apiñadas entre las que destacaban las fachadas orgullosas de los palacios y algunas chimeneas extravagantes, demasiado elevadas y de formas complejas. A lo lejos, un rebaño se derramaba por las laderas de los cerros cercanos, retornando a la villa. Las huertas de Ánimas, de Magdalena, y san Clemente tenían algo de oasis en medio de la ondulante extensión de los yermos secos que las rodeaban, en esos parajes pedregosos, poblados de cardos y monótonas retamas. Más lejos todavía, una infinita extensión de color ocre parecía un inmenso mar seco. A medida que iba oscureciendo, las sombras de las irregularidades del terreno y los peñascos pizarrosos comenzaban a brillar con resplandores argentinos, como crestas de olas.

Enrique no había visto más mar que éste: el de los pastizales trujillanos por donde no navegaban sino rebaños mansos y caravanas de mercaderes camino de la Corte. Pero el otro mar, el verdadero, había sido como un secular eco para esta villa de tierra adentro. Era un sueño embrujador que llegaba en miles de historias con su canción aventurera; de entradas y conquistas desde el Caribe a las sierras andinas, desde el río de la Plata al recóndito Guaira. Narraciones de hazañas y legendarias proezas de caballeros salidos del seco interior peninsular, para ir a cruzar océanos y adentrarse en perdidas selvas en otro y desconocido mundo.

Las Indias estaban ahí, en la mente de Enrique, como en la de los viejos aventureros que habían sido elocuentes pregoneros de sus glorias épicas. Pero para el joven jesuita esa misteriosa atracción que ejercía la Nueva España no era el encandilamiento del oro, ni la pasión por hacerse un nombre que pasara a las crónicas de Indias; sino la extraña llamada a solventar los desmanes de las décadas precedentes en una diferente empresa, más evangelizadora y civilizadora.