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Sanlúcar de Barrameda, 17 de agosto de 1617

La prisión del castillo de Santiago era un lugar oscuro y lúgubre, cuya única luz provenía de un ventanuco situado casi a la altura del techo, por donde no cabía la cabeza de una persona. El suelo estaba encharcado y el hedor era insoportable a causa del rancio aire viciado que era una mezcla del olor de los cuerpos de los presos, excrementos y pescado putrefacto. En la mazmorra había seis personas apretujadas en un espacio de poco más de siete pies de longitud y cuatro de anchura; tres eran vulgares rateros, y los tres restantes, don Diego de Llera, su hijo Hernando y Lorenzo, el criado. Lo único que podían hacer en tal angostura, a menos que permanecieran tumbados, era sentarse y jugar con una taba que poseía uno de aquellos harapientos ladrones. Después de casi tres días de arresto, don Diego no había cesado ni un momento de quejarse y maldecir a voz en cuello:

—¡Me cago en todos los moros! ¡La madre que me parió! ¡Venir aquí a Sanlúcar para ir a dar en prisión! ¡Yo, Diego Llera! ¡Maldita sea mi suerte! ¡Pero… será posible! ¡La madre que me…!

—¿Se quiere callar vuestra merced, que nos va a levantar dolor de cabeza? —le recriminaba de vez en cuando uno de aquellos rateros, el más viejo—. Hay que darse cuenta, la que nos ha caído, con lo a gusto que estábamos. ¡Confórmese, señor caballero, que plañendo de esa manera no adelanta cosa alguna!

—¡Cállate tú, muerto de hambre, que tú te mereces esto, pero yo…! —replicó don Diego.

—¡Eh, sin faltar, señor caballero, que aquí somos todos lo mismo!

Hernando y Lorenzo, por su parte, hacían frente a su abatimiento y desesperación de la mejor manera que podían: agregándose al juego de la taba que practicaban el resto de sus compañeros de celda, lo cual exasperaba aún más a don Diego.

—Y vosotros, ¡por el amor de Dios!, ¿queréis dejar el jueguecito? —les recriminó—. ¿No veis que os van a pelar esos matados?

—A ver, señor padre, ¿y qué mejor cosa se puede hacer aquí? —justificó Hernando.

—¡Me cago en…! —rugió el padre.

—Deje vuestra merced de maldecir y véngase a echar una partida —le ofreció otro de los convictos—, que le hacemos hueco; verá como se le pasa mejor la mala hora.

—¡Métete la taba en el culo! —le espetó don Diego.

—¡La Virgen, qué hombre! —exclamó el preso meneando la cabeza.

Don Diego, desesperado, se dejó caer encorvado y se cubrió el rostro con los brazos, prorrumpiendo en un lastimero sollozo.

—¡Yo, Diego Llera, de esta guisa! ¡Ay, si se enterasen en Zafra! ¡Candelaria, asísteme!

Después de un rato de lamentos, el sueño le venció y cayó rendido, pues llevaba días sin dormir.

Las horas se sucedían monótonamente, sin que apareciera nadie para dar razón a los presos de la causa habida contra ellos. Y mientras tanto, el juego de la taba era el único entretenimiento. El hueso de cordero caía una y otra vez sobre las piedras húmedas del suelo, y era escrutado por los contendientes, atentos al cargo que la suerte les asignaba: «rey», «verdugo», «pan» o «palo». Al que le tocaba ser rey mandaba y disponía sobre los demás, el verdugo aplicaba los castigos; el pan suponía librarse y el palo recibir disciplina. El que tenía algunas monedas, si era condenado, se libraba con el pago; el que no tenía nada, soportaba estoicamente los correazos que le correspondían. Hernando, por el momento, había salido bien parado, pues llevaba un buen puñado de maravedíes en los bolsillos; pero a Lorenzo, le caían de vez en cuando los golpes. Ahora le tocaba arrojar al criado, el cual, se concentró, sopló el hueso para darse suerte y lo arrojó. La taba tintineó sobre el frío granito, dio alguna vuelta y finalmente se detuvo, mostrando hacia arriba la irregular forma que se antojaba parecida a una corona.

—¡Rey! —exclamó Lorenzo entusiasmado por su buena suerte.

—¡Mecachis! —protestó el preso más viejo.

Ahora le tocaba tirar a un silencioso muchacho cuya cabeza, a causa de la tiña, mostraba visibles costras y ulceraciones. Le salió «pan» y se libró. Siguiendo su turno, probó suerte el viejo y salió «palo». Después tiró Hernando.

—¡Vaya, palo también! —exclamó cuando vio el resultado, aunque sin demasiada preocupación.

Por último, debía probar suerte el más extraño y oscuro de los participantes; un delgado y seco hombre de piel cetrina, cuyos ojos miraban con un enigmático brillo. Arrojó la taba y, al ver que le correspondía ser verdugo, sonrió siniestramente.

—Bueno —dijo con una desagradable voz cargada de mala intención—, vamos a ver si jugamos por fin en serio.

Al oír esto, todos se miraron extrañados.

—Hala, que mande el rey su sentencia —propuso el viejo.

Lorenzo, que era el que ostentaba este puesto, se irguió satisfecho y miró en derredor. Le correspondía mandar sobre Hernando y sobre el viejo, puesto que el muchacho tiñoso se había librado.

—A ti —dijo señalando al anciano ratero—, por ser viejo, te haré justicia y que te den sólo un correazo en las nalgas… o, si pagas prenda, un maravedí y te escapas del castigo.

—Aquí está mi culo —respondió el viejo exhibiendo su trasero—, pues no tengo cuartos.

—Que se cumpla la sentencia —decretó Lorenzo.

El enigmático preso de la piel oscura se puso en pie, blandió la correa y propinó al anciano un restallante correazo con todas sus fuerzas.

—¡Ay! ¡Cabrón! —se quejó el viejo.

Los demás se quedaron atónitos, pues hasta ahora el juego no había tenido crueldad alguna.

—¡Adónde vas tú! —le recriminó Hernando al verdugo—. ¡Tampoco es para tanto! Menuda castaña le has pegado al viejo.

—Que hubiera pagado el maravedí del rescate —repuso el extraño hombre, fríamente, sin abandonar su desagradable sonrisa—. Ya es hora de jugar como Dios manda; si ha de haber leña, que la haya en condiciones, veréis como entonces aparecen los cuartos. ¡Ja, ja, ja…!

—Venga, rey, sentencia al siguiente —dijo el viejo rascándose el trasero dolorido—, que yo ya he cobrado.

Le correspondía a Hernando ser juzgado, puesto que había sacado palo. Lorenzo miró a su joven amo con gesto indeciso.

—¡Eh, a ver qué vas a mandar! —le advirtió Hernando muy serio.

Lorenzo se mordió las uñas, miró ahora al verdugo y, después de pensárselo un momento, dijo:

—Puesto que soy el rey, perdono a mi amo.

—¿Qué? —protestó el verdugo—. ¡Nada de eso! Aquí no hay más amos que los que manda el juego. ¡Vamos, sentencia!

—¿Qué dices? —replicó Hernando—. El rey puede hacer lo que guste. A ver si vas a mandar tú en el juego.

—Claro —terció el viejo—, en lo de ser rey va lo de perdonar o castigar. ¡Hale, prosigamos! Que todo el mundo tire otra vez.

El verdugo soltó la correa, no demasiado conforme con aceptar la autorizada voz de las canas, y el juego continuó. Tiró Lorenzo, pues le correspondía el primer lugar.

—¡Carajo, palo! —exclamó al ver su mala suerte en esta mano.

—¡Hombre, rey! —se felicitó el muchacho tiñoso, abriendo la boca por primera vez.

—¡Palo otra vez! ¡Me cago en…! —se quejó el viejo al presentir que le tocaba cobrar de nuevo.

Hernando, sonriente, probó suerte muy seguro de sí. Y enseguida mudó el gesto al ver que también ahora sacaba palo.

Llegado su turno al malintencionado bandido de la piel cetrina, todos contuvieron la respiración, deseando que no le tocara ser verdugo. Pero su temor se hizo realidad.

—¡Verdugo! —exclamó el bandido frotándose las manos—. Ahora vais a ver. Rey, manda tu sentencia.

El muchacho miró en derredor y, sin alterarse lo más mínimo, sentenció:

—Cincuenta para cada uno.

—¿Qué? ¡Pero estás loco! ¡Animal! —gritaron los condenados como un coro—. ¡Que éste nos mata!

—Nada, nada, poned los culos —dijo el verdugo—, o id soltando la plata.

—Yo no tengo nada —dijo el viejo aterrorizado.

—A ti por ser viejo, te perdono —le dijo el muchacho tiñoso.

—¡Ay, menos mal! —exclamó aliviado el anciano.

—¿Y nosotros, qué? —preguntó Lorenzo.

—Que se cumpla la sentencia —contestó solemnemente el tiñoso.

—¡Por tu madre! —exclamó Hernando—. ¡Es excesivo!

—Señores, el juego es el juego —repuso el verdugo blandiendo la correa—. Ya lo sabéis: o cincuenta maravedíes cada uno o cincuenta correazos por cabeza.

—Pero si yo no tengo un cuarto —se quejó Lorenzo.

—Pues si no puedes pagar —le dijo el viejo irónicamente—, habrás de cobrar. ¡Ja, ja, ja…!

—¡Ay, amo, prestadme el dinero, que este animal me desuella! —suplicó el criado a Hernando.

—Sólo tengo un real —respondió el joven sacando la reluciente moneda de la faltriquera—, y lo necesito para mí.

—¡Me estoy impacientando! —rugió el verdugo—. ¡Pon el culo, quejica!

Lorenzo, resignado, se agarró a un tosco banco que había a un lado y se dispuso a cumplir la condena. Sin piedad, el bandido le propinó los cincuenta correazos, uno por uno, ante la atónita mirada de Hernando y el regocijo de los otros bandidos.

—Ahora te toca a ti —le dijo el cruel maleante al joven cuando hubo concluido con el criado.

—Un momento, un momento —repuso Hernando—; yo tengo este real…

—Muy bien —repuso el verdugo aguzando un ojo—, pero un real son treinta y cuatro maravedíes, de manera que te faltan dieciséis…

—¡Aprovechado! —le replicó el joven—. ¡Con un real vas que te matas!

El bandido alargó la mano y le arrebató la moneda. Luego, con gesto amenazante, exigió:

—Hala, los dieciséis restantes o el culo.

—¡He dicho que ni hablar! —negó Hernando.

Entonces, como un solo hombre, los tres ladrones se abalanzaron sobre él sujetándole por todas partes.

—¡Lorenzo, váleme! —rogó el joven a su criado.

Lorenzo hizo ademán de acercarse en ayuda de su amo, pero el bandido le propinó una fuerte patada en la barriga dejándolo fuera de combate, retorciéndose de dolor.

—¡Padre, padre, que me matan! —gritó ahora el joven—. ¡Deme vuaced dieciséis maravedíes!

Don Diego, que hacía ya tiempo que estaba despierto escuchándolo todo, se volvió y dijo con indiferencia:

—Tú te lo has buscado, mentecato. Bien te dije que no trataras con esa gentuza; que tienen malas artes suficientes como para desplumar al más avisado. Recibe los dieciséis zurriagazos, que te los tienes bien merecidos.

Y dicho esto, se volvió de medio lado y se cubrió la cabeza con el sombrero.

—Bien dicho, señor caballero —asintió el viejo—. Así se educa a los hijos.

El tiñoso y el anciano se echaron encima de Hernando inmovilizándolo totalmente; de manera que el bandido le pudo dar los correazos a sus anchas.