Trujillo, 15 de agosto de 1617
—¡Ique! ¡Ique! Ique, hijo, ¿no oyes las campanas? —gritó Magdalena una vez más desde el centro del pequeño patio cuadrado.
A esa hora de la mañana, el cielo era intensamente azul y el sol de agosto comenzaba a caldear las piedras de las paredes; una luz especial perfilaba los quicios de puertas y ventanas interiores, y dibujaba perfectas formas alargadas con las sombras de las cuatro columnas que embellecían el minúsculo espacio pavimentado con baldosas descoloridas. Hacía rato que las campanas repiqueteaban frenéticamente llamando a fiesta. Magdalena, plantada en el medio del patio, se exasperaba.
—¡Ique! ¿Se puede saber a qué viene esta tardanza? ¡Que va a salir la procesión, hijo!
—¡Vooooy! —respondió una recia voz desde una de las habitaciones.
Magdalena se mordió el labio inferior y meneó la cabeza. Para matar el tiempo, revisó las macetas y retiró algunas hojas secas. En un rincón, un frondoso jazmín brotaba desde una vieja tinaja e iba a perderse por el tejado. Ella acarició una de las florecillas blancas y después aspiró el dulce perfume cerrando extasiadamente los ojos. Después se miró en uno de los vidrios de la ventana que tenía al lado; se compuso el tocado y se estiró el escapulario que llevaba sobre el pecho. Una vez más, comprobó lo bien que le sentaba el luto; especialmente el gorrillo de mártir o gibelina, pequeño, sobre el cabello rubio recogido, de donde partía el negro velo de encaje de Bruselas. En el ajustado corpiño, brillaba una fina banda de cuentas de azabache y el collarín, realzado con canutillo, estilizaba su cuello. Al sorprenderse tan hermosa, se acordó de su esposo. Pero enseguida espantó la nostalgia. De nuevo, gritó:
—¡Ique, hijo! ¡Que va a salir la procesión!
La puerta de la alcoba se abrió al fin y salió su hijo.
—¡Hala, vamos! ¡Qué prisas!
A Magdalena le impresionó el hábito de jesuíta de su hijo; aunque le había visto vestido así muchas veces, no terminaba de acostumbrarse. Como antes, cuando descubrió su propia imagen reflejada en la ventana, se maravilló contemplando cómo el negro realzaba la figura de Ique, haciéndolo más esbelto. El joven sacerdote encogió la cabeza para pasar bajo el dintel de la puerta y después se encajó el sombrero sobre el cabello ralo rubicundo, pareciendo aún más espigado. Ella lo miró de arriba abajo, sonriente.
—¿Qué pasa? ¿Vienes o no? —preguntó él al ver el pasmo de su madre.
—Me fijaba en lo bien que te sienta el hábito, Enrique.
—¿Eh? ¡Qué cosas dice, madre! —contestó él, recogiéndose el manto sobre el antebrazo a la vez que cruzaba el patio.
En el pasillo central de la casa aguardaba Josefa, el aya, cuyos ojos brillaron de emoción al verle.
—¡Ique, qué guapo estás! —exclamó.
—«Padre», Josefa, padre Enrique —la corrigió Magdalena.
—Ay, señora, es que se me ha escapado.
—Ande, madre —replicó el jesuíta—, déjela que me llame como quiera. No nos vamos a andar con tratamientos en casa.
—No, hijo, no —contestó la madre—, que luego lo puede soltar en cualquier parte, delante de la gente. Que se vaya acostumbrando a tratarte conforme a lo que eres.
—Tratarme conforme a lo que soy… —repuso él, escéptico—. Qué cosas tiene, madre.
Los tres salieron de la casa, emprendieron la angosta calle que ascendía y llegaron al gran espacio despejado de la plaza Mayor, donde se alzaban los grandiosos palacios de piedra bellamente ornamentados con blasones y hermosas rejerías. Cruzaron los soportales y se abrieron paso entre los tenderetes que comenzaban a extenderse sobre las frescas losas. El acceso a las callejuelas laterales estaba cerrado con vallas de troncos, a causa de los toros que habían de lancearse por la tarde, con motivo de la fiesta; de manera que tuvieron que ascender por las escalinatas que conducían al barrio alto. En uno de los rellanos, Magdalena y Josefa se vieron obligadas a detenerse para recobrar el resuello; abrieron sus abanicos y se dieron aire. El sol lo llenaba ya todo, dominando desde la altura la inmensa villa, destacando banderas y pendones sobre los tejados y tapices que colgaban de los balcones. Bandadas de palomas, espantadas por el encendido toque de las campanas, surcaban los cielos e iban a perderse a los campos secos, más allá de las torres y murallas.
El jesuita caminaba delante, decidido, y daba la impresión de que la empinada cuesta resultaba insignificante para sus largas extremidades. La madre y la criada, en cambio, iban sudorosas y jadeantes, detrás, a cincuenta pasos de él.
—Claro, por eso no tenía prisa —observó la madre con voz entrecortada—. ¡Espéranos, hijo!
—No, no puedo pararme —contestó él—; que tengo que llegar a tiempo para revestirme.
Cuando el jesuita llegó a la plazuela de Santa María, los clérigos se arremolinaban ya a la entrada, ordenándose según la rígida jerarquía: arcipreste, párrocos, tenientes curas, beneficiarios enteros, medios beneficiarios, administradores, mayordomos y capellanes; en total, más de sesenta sacerdotes, además de diáconos, subdiáconos, acólitos, cantores y músicos. Demasiado personal para la minúscula plaza donde se alzaba la iglesia, por lo que el apretujamiento era inevitable. Por otra parte, al otro lado del templo iban ya congregándose las autoridades mayores, miembros del concejo, regidores, jueces y demás oficiales del municipio; pues dentro de la nave de la iglesia se congregaba la nobleza ocupando sus bancos.
—¡Eh, padre Enrique! —exclamó uno de los sacristanes—. Aquí tiene vuestra reverencia la capa.
Por riguroso orden de participación en el desfile procesional, los clérigos fueron revistiéndose con sus casullas, dalmáticas, cogullas, capas pluviales y roquetes. También se hizo el reparto de los faroles, cirios, estandartes, varas de mando y demás distinciones y símbolos que habían de portar las autoridades.
Ayudado por el sacristán, Enrique se echó encima la pesada capa bordada que le correspondía y después paseó la mirada en derredor. A lo lejos, en una esquina, divisó a su madre haciéndole señas y le correspondió con un poco entusiasmado movimiento de cabeza.
—¡Enrique, Enrique! —le llamó alguien al lado.
Él se volvió y descubrió a un bajito y anciano sacerdote que, a empujones, avanzaba hacia él por entre los demás clérigos.
—¡Don Florencio! —exclamó Enrique.
Era el párroco de San Andrés, su parroquia de pertenencia; el clérigo que más decisivamente había intervenido en la vida del jesuíta. El anciano sacerdote, emocionado, abrazó a Enrique y le dijo:
—¡Qué alegría, hijo, Enrique!
—Yo también me alegro de verle, don Florencio.
—¿Cuándo regresas a Salamanca?
—Cuando terminen las fiestas, si Dios quiere.
—¡Ah, que lástima!; qué poco tiempo te hemos tenido con nosotros. Tu pobre madre se va a quedar muy triste.
—Dios la consolará.
—Y, qué, ¿sabes ya adónde te mandan tus superiores?
—Pues no. Supongo que ahora, en septiembre, me darán destino.
—A ver si te dejan ahí, en el colegio.
—¡Ande, don Florencio! —replicó Enrique.
—¿Por qué no? ¿No te gusta Salamanca?
—No es eso. Ya sabe, no he sido yo un alumno tan aventajado en la carrera como para que me dejen en el colegio.
—Lástima.
—De todas formas… —observó el jesuita sincero— eso no es para mí. No me veo yo entre las cuatro paredes del colegio de Salamanca.
—Pues ¿qué es lo que te gustaría?
—Misiones.
—¿Eh? ¿Misiones? —exclamó espantado el anciano sacerdote.
—Sí. Indias, Filipinas… ¿Qué más da? —respondió él, sonriente.
—Anda, anda, Ique, no digas eso ni en broma.
—¿Por qué no? Para eso me fui a la Compañía, ¿no?
—Humm… ¡Qué cabezota fuiste! —replicó don Florencio—. Si te hubieras ido al seminario de Plasencia…
En ese momento, sonó la campana del procesional dándole aviso. Los músicos y los cantores iniciaron un himno litúrgico y la procesión se puso en marcha. La larga fila comenzó a encaminarse lentamente por una estrecha calle que conducía a la fortaleza.
—Luego seguiremos hablando —propuso don Florencio mientras iba a ocupar su lugar.
Trujillo celebraba anualmente esta procesión, el día 15 de agosto, en honor de la Virgen de la Victoria, para recordar su protección sobre las armas cristianas cuando la villa fue definitivamente reconquistada del poder de los musulmanes. Clérigos, autoridades, nobleza y pueblo iban solemnemente hasta la fortaleza para oír Misa Mayor y venerar la imagen de la Virgen. Después, el cortejo descendía hasta la plaza y allí se representaba un auto sacramental, al uso de la época, que hacía la delicia del gentío.
Finalizada la misa, la imagen de la Virgen de la Victoria, puesta en andas, fue llevada de nuevo en procesión, esta vez cuesta arriba, hasta un lugar elevado desde donde se divisaba la inmensa extensión de la Plaza Mayor trujillana, en la cual se encontraba congregada una muchedumbre. Los alguaciles abrieron paso y, por una de las calles que ascendían desde el barrio bajo, comenzó a llegar la compañía de danzantes provistos de sus máscaras y atavíos para representar el auto sacramental. Al verlos aparecer, la gente prorrumpió en aplausos y un denso murmullo de entusiasmo se elevó desde todas partes. Entonces sonó la melodía de tamboriles, dulzainas y flautas que estaba destinada a advertir del principio de la danza y entraron en escena los demonios, los cuales arrancaron el despavorido griterío de los niños. Delante iba un altanero diablo cabalgando, todo vestido de rojo, que hacía estallar sonoramente un largo látigo de cuero trenzado; a su alrededor, otros diablos menores arrojaban fuegos por la boca merced a un inflamable líquido que expelían e incendiaban con antorchas. Detrás de ellos, aparecían muchos danzantes vestidos de moros que hacían gran bullicio y estruendo. También fueron llegando judíos, locos, herejes y, finalmente, una representación alegórica de los siete pecados capitales.
Desde un improvisado púlpito, situado en un extremo de la plaza, un predicador se desgañitó lanzando encendidas loas a la Virgen, a Cristo Redentor, al Espíritu Santo y a la fe que puede más que todos los enemigos del alma. Un nuevo aplauso y una entusiasmada ovación del pueblo le contestaron. En ese momento, entraron en escena danzantes vestidos de caballeros, peregrinos, frailes e inquisidores, y pusieron en fuga a golpe de mamporros a los diablos, moros, judíos, herejes y pecadores. De nuevo el público aplaudió enardecido. Y, una vez limpia la plaza de enemigos de la Iglesia, se hizo una danza en honor a la Virgen, en la que participaron segadores, pastores y artesanos haciendo gala de sus oficios. Finalmente, desde otra de las calles entró una fila de indios, semidesnudos, que fueron conducidos al pilón del centro de la plaza donde se hizo como si se bautizaran, yendo después a hincarse de rodillas a los pies de la imagen de la Virgen. Esto último maravilló al gentío.
Terminado el auto sacramental, todo el mundo se dispersó pues el calor era grande ya a esa hora del mediodía. Los clérigos regresaron ordenadamente a la plaza de Santa María y se desprendieron de los pesados y lujosos ropajes de ceremonia que los sacristanes se encargaron de colocar en sus perchas para llevarlos a las sacristías.
—Bien, Ique —le propuso don Florencio al joven jesuíta—, vamos al palacio de los Orellana, que don Juan da un refrigerio allí al clero.
—Había pensado en comer con mi madre —repuso Enrique—; son los últimos días que tengo para estar con ella.
—Una cosa no quita la otra. Vamos primero a lo de don Juan y después a tu casa. ¿Hace?
—Lo que mande vuestra paternidad.
—Pues andando.
Don Florencio era un hombre vivaracho, a pesar de su edad. No podía decirse que fuera uno de esos clérigos instruidos, aunque hubiera llegado a párroco de San Andrés, pero una aguda inteligencia y un especial tacto para tratar a los potentados le habían facilitado siempre las cosas. Por el camino, como era su costumbre, aprovechó para aconsejar a Enrique:
—Es bueno que te vea don Juan Orellana. Ya sabes lo dispuesto que es para ayudar a los curas.
—Y para conseguir que éstos anden según sus antojos —repuso el jesuíta.
—¡Ique, hijo, no seas tan suspicaz! ¿Qué sería de la Iglesia sin varones tan piadosos y generosos como don Juan Orellana de Torres? ¿Quién te crees que ha pagado a los danzantes del auto sacramental? Doscientos mil maravedíes ha costado la compañía esa de danzantes.
—¡Qué barbaridad! —exclamó el jesuita meneando la cabeza—. ¡La de cosas que se podrían hacer con ese dineral!
—¿Cosas? ¿Qué cosas?
—Qué sé yo… Socorrer a los pobres, asistir a obras de beneficencia…
—Anda, anda, Ique, no seas tan ingenuo. Pobres ha de haber siempre; pero la propagación de la fe es ahora más necesaria que nunca. El pueblo anda perdido, hijo. Es necesario removerlos en sus almas. Y, ya los has visto, los autos sacramentales les entusiasman y les llenan de devoción…
—Más diversión que devoción —repuso Enrique.
—Sí, sí —asintió don Florencio—, pero ¿qué hay de malo en ello? El pueblo es así; una de cal y otra de arena.
—Lo siento, don Florencio, pero sigo sin verle la utilidad a esos grandiosos actos de multitudes. La fe debe ser otra cosa.
—¿Otra cosa? ¿Qué cosa? —se detuvo el anciano sacerdote, y extrajo un gran pañolón arrugado con el que se estuvo secando el sudor de la frente.
—Obras, don Florencio, buenas obras —respondió Enrique con una sonrisa—. ¿Por qué me lo pregunta, si lo sabe de sobra vuestra paternidad?
—Obras, obras, claro —refunfuñó don Florencio—; pero si no hay fe primero…
Estando en esta conversación, llegaron al palacio de los Orellana. La fachada de este caserón trujillano mostraba el estilo austero de la villa, con sillarejos bien cortados, pulidos, sobre los que destacaban las piedras armeras con los blasones de los linajes emparentados a conveniencia, las bellas ventanas con forjados hierros y un amplio balcón sobre el que corría un tejaroz. Atravesaron el arco de entrada y penetraron en el fresco patio claustrado con columnas en el inferior y el alto. Abajo se encontraban dispuestos unos alargados tableros con jarras de vino, platos repletos de almendras fritas, aceitunas y rodajas de embutido, de la que daban cuenta gozosos un buen número de clérigos. Arriba, asomadas a una hermosa balaustrada, un grupo de elegantes damas parecían divertidas contemplando el espectáculo. También había caballeros, regidores y escribientes del municipio, bajo las galerías.
Don Florencio, nada más llegar, echó un vistazo al patio y luego le dijo a Enrique, llevándole por el antebrazo:
—Allí, allí está don Juan Orellana; vamos a saludarle.
—Dirá vuestra paternidad a cumplirle —contestó el jesuíta.
—Pero, Enrique, muchacho, ¿se puede saber qué te pasa?
—Nada, nada, don Florencio, vayamos a donde mande vuestra paternidad.
Don Juan Orellana de Torres era un alto y grueso noble de aspecto airoso, con perilla canosa y atusados bigotes girados hacia arriba, que vestía hábito de caballero de Santiago, cuya cruz roja destacaba desde lejos bordada en el redondeado pecho, sobre una barriga prominente. Se encontraba sentado en un gran sillón de madera y cuero, rodeado de los aduladores que solían reírle las gracias: hidalgos, funcionarios y administradores de fincas.
Con la venia, señor marqués —saludó don Florencio con sumisión—, aquí tenéis al padre Enrique Madrigal, de la Compañía de Jesús.
Don Juan miró al jesuita desde su orgullosa distancia y pareció dudar un momento.
—Sí, excelencia —explicó don Florencio—; el hijo de Mariano Madrigal, el escribiente.
—¡Hombre, Enriquito! —exclamó el marqués—. ¿Ya eres tú padre jesuita?
—Ya veis, don Juan —contestó Enrique.
—Vaya, vaya —dijo el marqués acariciándose la perilla—. ¡Cómo pasa el tiempo!
—¡Je, je, je…! —rio don Florencio—. Decídmelo a mí, que me parece que era ayer cuando me hacía de monago en San Andrés.
—Y… —preguntó circunspecto don Juan Orellana— ¿por qué jesuita? Si tenías vocación, ¿no hubiera sido mejor hacerse clérigo secular?
—Lo mío era de regular —respondió Enrique.
—Pero… —observó el marqués—, precisamente, jesuita. No hay jesuitas en Trujillo. ¿Por qué, precisamente, jesuita?
—¿Y por qué no? —replicó Enrique.
—Bueno, en Trujillo hay mercedarios, franciscanos, dominicos… Pocos jesuitas hay por estas tierras —respondió don Juan.
—En Salamanca hay un colegio —explicó Enrique—, con un buen número de vocaciones que crecen día a día. De hecho, pronto se pondrá la primera piedra de un nuevo edificio construido a expensas del testamento de la reina doña Margarita. El propio rey don Felipe se interesó porque se ejecutaran puntualmente los deseos de su difunta esposa. Los terrenos están ya comprados y en el lugar más céntrico de la ciudad, próximos a la Universidad.
—Vaya, vaya, con la Compañía —contestó el marqués—; qué poco tiempo han necesitado para meterse en los bolsillos a la realeza. ¡Estamos listos! Veremos a ver qué nos depara tanto jesuita suelto.
—¿Tenéis algo contra la Compañía, señor? —le preguntó Enrique, algo molesto.
—Bueno… —contestó don Juan con altanería—. Andan entremetidos en demasiados asuntos mundanos. Digamos que… que les gusta demasiado organizar a su manera gobiernos y cosas que no son propias de religiosos.
—No os comprendo, señor —dijo Enrique.
—Vamos, Enriquito, no te hagas de tonto tú ahora —contestó don Juan con una sonrisa de medio lado—. Ese colegio mismo, del que me hablas; ¡hala, en el centro de Salamanca! Y hecho con dineros de la Corona. Y en Alcalá de Henares, en Valladolid, en Sevilla… Vamos, que no hay ciudad de renombre que no tenga ya sus jesuitas husmeando.
—¿Husmeando? Veo que no os gusta la Compañía, excelencia.
—Pues mira, no. Para qué te voy a mentir. No me gusta en absoluto.
—¿Y puedo saber el porqué?
—Van demasiado… demasiado rápido, eso, demasiado rápido. ¡Cuánto les place acercarse al poder! Apenas ha sesenta años que murió el fundador y ya está la Compañía en todo el mundo.
—¿No será obra del Espíritu Santo? —sugirió Enrique.
—Más bien diría yo de los dineros —contestó ufano el marqués—. Aquí también vinieron, a Trujillo, a solicitar licencias y a pedir rentas para fundar. ¡Vamos, lo que nos faltaba!
Enrique, algo molesto, se esforzó en defender a la Compañía:
—¿Y todo lo bueno que ha hecho la obra de nuestro padre Ignacio? Hay un deseo en la Compañía de luchar por la causa de Nuestro Señor como no ha habido en muchos años. Ahí está el compromiso de trabajar por el Reino de Dios y el bien de todos los hombres. Nuestros hermanos y padres andan por todo el mundo, resueltos en pacificar ciudades y pueblos enemistados, y en reconciliar a muchas familias. Hay misiones abnegadas allí donde nadie quiere llegar… En Indias, concretamente…
—¡Eh, un momento! —le interrumpió adusto don Juan—. Que de Indias sé yo mucho; que pasé allí veinte años de mi vida. Y es en Indias precisamente donde aprendí de lo entremetidos que son los jesuítas. ¡Con los esfuerzos que costaba allí meter en cintura a los salvajes! Y los jesuítas, con esas raras teorías, no hacían sino entorpecer y crear problemas: que si «había que entrar a los indios con ternura y suavidad», sin armas; que si «se debía mandar cesar todas las conquistas y entradas»; que si era necesario «quitar los servicios personales de los indios»… ¡Cuánta mandanga! Así ha pasado, que con tanta blandería, a causa de las ñoñerías de jesuítas y frailes, se está echando a perder el negocio de Indias. ¡Estamos listos con las nuevas modas teológicas! Si no hubiera tanto jesuíta rondando a los reyes y caldeándoles la cabeza no se habrían dado las dichosas Leyes Nuevas que buen estropicio han causado.
Enrique enrojeció de rabia al escuchar hablar así a don Juan. Atropelladamente, con enojada voz, contestó:
—¡Cómo puede vuestra merced decir esas barbaridades! ¿Qué queréis? ¿Que sigamos masacrando a esas criaturas?… ¡En Indias se ha hecho mucho mal y se ha ofendido mucho al Creador, señor marqués!
—¡Qué sabes tú de Indias, Enriquito! —le espetó don Juan con altivez—. ¿Ves? Ése es el problema de los jesuitas; esa intelectual soberbia, ese querer tener la verdad… Ande, padre Enriquito, dese vuestra caridad una vuelta por el mundo y, cuando haya gustado de lo que es la vida, de su dureza, venga y hable; mientras tanto, calle y no dé lecciones a los que ya hemos echado canas construyendo estos reinos.
Dicho esto, don Juan dio media vuelta y, muy estirado, se fue a atender a sus invitados que ya comenzaban a congregarse alrededor, atentos a la discusión.
Enrique estaba paralizado y su rostro pasó del rojo de la cólera al blanco del pasmo. A su lado, don Florencio sudaba copiosamente y no salía de su asombro ante la discusión de la que acababa de ser testigo. El anciano clérigo extrajo su gran pañolón arrugado y se enjugó el sudor que le brotaba en la calva y el cuello. Después, con una voz que no le salía del cuerpo, musitó:
—Bien, bien, Enrique, será mejor que te marches a casa; tu madre te espera para comer. Disculpe vuestra señoría…, excelencia… —se despidió aturrullado del marqués.