treinta y cuatro

LA noche pasó corta y el día largo. La mañana fue tensa porque la niebla desfiguraba Vitoria pero a Mola las cuestiones de tipo meteorológico le traían al pairo, excepto cuando se trataba de bombardear, que no era el caso. Sobre las diez, con el cielo descargado de algodones, el avión Airspeed AS6 Envoy, con capacidad para ocho pasajeros que pilotaba el capitán de caballería Ángel Chamorro García, despegó rumbo a Valladolid transportando a Mola, su ayudante el teniente coronel Gabriel Pozas Perea, el jefe de su Estado Mayor, comandante Francisco Senac Sánchez y el mecánico Luis Fernández Barredo, sargento. El avión estaba al servicio del general desde que Fernando Rein Loring, uno de los héroes de la aviación española, famoso por haber volado en avioneta de Madrid a Manila en 1932, se fugara el veintiséis de septiembre del año anterior de un aeródromo cercano a Barcelona y tripulando el aparato que el gobierno de la República acababa de adquirir consiguiera llegar a Burgos. Nadie hubiese podido decir que era un regalo envenenado porque el avión tenía poco más de un año en vuelo, lo utilizaban los británicos como aparato de enlace, disponía de casi setecientos caballos de potencia en sus dos motores, podía navegar por encima de los dos mil metros de altura y Mola viajaba en él más ancho que largo (tenía casi dieciséis metros de envergadura por diez y medio de longitud de fuselaje). Al general le gustaba volar y más en ese avión, donde llevaba un palitroque que servía de trípode para amarrar la Leica y tirar unas placas sin que la máquina trepidara.

—Chamorro: ahora vamos a Valladolid y por la tarde me lleva usted a Salamanca —dijo Mola tras el despegue.

—A sus órdenes, mi general. Aunque no sé si con esta niebla llegaremos a parte alguna.

—Bueno… En peores garitas hemos hecho guardia.

El capitán Chamorro no puso más peros; conocía de sobra el carácter de su jefe y si había dicho «Ahora Valladolid y por la tarde Salamanca», tenía que llegar a Valladolid y, después de comer, marchar a Salamanca. Así de claro. Sucedió, sin embargo, que el avión tuvo un inexplicable fallo de motor —que jamás nadie quiso investigar— tras sobrevolar Briviesca y en ese punto comenzó el principio del fin porque el AS6 estaba en la gran llanura burgalesa que precede el puerto de la Brújula y que algunos conocen como el Valle de los Ajos y, no habiendo más que un pequeño montículo en decenas de kilómetros a la redonda, fue a chocar contra su ladera norte, entre Castil de Peones y Alcocero, cuando eran las diez y media de un tres de junio, san Carlos de Luanga y los mártires de Uganda, octava del Corpus. De no ser por un agricultor que estaba trabajando sus tierras y que vio aparecer el avión como si estuviera atraído por un imán que tuviese el altozano, ninguna otra persona habría advertido nada.

El impacto contra la ladera sacudió la tierra y el estruendo despertó al párroco de Alcocero, que se lanzó en dirección la loma: en su ladera sur estaba la carlinga humeante y los restos de varios prójimos desperdigados por el predio. El cura se santiguó, oró un padrenuestro, bajó hasta la carretera principal, paró un coche y le pidió que comunicara a la Guardia Civil de Briviesca el accidente aéreo.

—Dígales que es un avión mediano y que están todos muertos —comentó el sacerdote.

El jefe de la comandancia se tomó en serio el aviso recibido e hizo comprobaciones en aeródromos cercanos buscando de quién era el aparato: de los nuestros o del adversario. Para el mediodía no había lugar a la duda: el avión en el que viajaba el general Mola con su séquito se había estrellado, y con él se habían ido al otro mundo su equipo de más directos colaboradores. La noticia llegó a Burgos y el general José López Pinto Berizo, jefe de la VI División Orgánica, salió en coche hacia Alcocero temblando. Desde allí, caminando cerca de dos kilómetros entre trigales, el general y su séquito consiguieron llegar hasta el mogote y enfundándose el traje de entomólogos buscaron por los matorrales un rastro que permitiese descifrar quiénes eran los interfectos, si es que para entonces hubiese alguna duda.

El propio López Pinto descubrió ensartado en la tierra un cadáver mutilado, la cabeza reventada desde las orejas, boca abajo. Su jefe de Estado Mayor, coronel Aizpuru, le dio la vuelta y dejó al descubierto una faja de general y la correa de la funda de una máquina de fotografiar.

Dijo entonces López Pinto:

—Ahora no hay duda, es el cadáver del general Mola porque aquí está su Leica; nunca viajaba sin ella.

Se hizo un silencio y el párroco de Alcovero rezó un responso.

Los restos de Mola fueron trasladados a Burgos en una ambulancia militar y desde el palacio de Capitanía el general López Pinto telefoneó al comandante militar de Pamplona, coronel Carmelo García Conde, para dar cuenta oficial del accidente.

—Tiene usted que comunicárselo a su esposa, coronel. Yo voy a llamar a Salamanca para decírselo al Generalísimo.

A Franco la noticia del óbito se la participó el general Kindelán y el jefe de los sublevados apenas sí frunció el ceño. Por su cabeza pasaron varias reacciones pero al final llamó a su primo Pacón y, leyendo unos apuntes escritos en los restos de un impreso, ordenó con cierta pereza:

—Toma nota del siguiente Decreto, que debe llevar este preámbulo: Los notables servicios militares del excelentísimo señor don Emilio Mola Vidal, general en jefe del Ejército del Norte, en el alzamiento nacional y después en su actuación en la campaña, son tan destacados y meritorios para los intereses de la patria que superan a toda ponderación. Importantes zonas de nuestro territorio fueron salvadas por su rápida y heroica marcha en los primeros momentos y en las victoriosas jornadas desarrolladas después al frente del Ejército nacional. Esta brillante y heroica actuación está de lleno comprendida en nuestro Reglamento Militar de la Orden de San Fernando cuando se trata de premiar los grandes méritos de los generales. Por todo ello, como jefe del Estado y Generalísimo del Ejército, dispongo:

»Artículo único: En mérito a los grandes servicios prestados a la causa nacional por el excelentísimo señor don Emilio Mola Vidal, general en jefe del Ejército del Norte, se le confiere la Gran Cruz Laureada de San Fernando, como comprendido en el artículo tal, del reglamento cual, aprobado por el decreto…

»Esto lo completas tú, Pacón, y que vaya al boletín oficial hoy mismo. Avisa a Millán Astray para que se desplace a Pamplona y presente respetos a su viuda de forma oficial; ostentará mi representación. Por razones de seguridad no voy a desplazarme a Pamplona. Sería un blanco muy fácil para los rojos.

—A sus órdenes, mi general.

—Quiero que te encargues personalmente de hablar con los responsables del papel moneda. Me gustaría ver un billete de cinco duros con la efigie de Mola. ¿Qué menos, no? Y también un sello de una peseta. ¿Qué menos, no?

—A sus órdenes, mi general.

—Y que a la viuda no le falte de nada: ni casa, ni dinero, ni los mejores colegios, ni coche, ni chófer, ni escolta. Que no le falte nada. Y si necesita algo, que me lo diga. He previsto sustituir a Mola con el general Dávila.

—A sus órdenes, mi general.

—Ah, y que traigan a este despacho todos los documentos que Mola tenía en Burgos: las notas, los cuadernos, los mapas, su correspondencia… Todo.

—A sus órdenes, mi general.

El coronel Carmelo García Conde se vistió de gala para marchar al domicilio de doña Consuelo. No sabía de qué manera transmitir una nueva tan dramática por lo que ordenó al chófer que diera una vuelta por la ciudad antes de afrontar la situación. A eso de las cinco llamó al timbre, una criada abrió la puerta y se encontró de sopetón frente a la señora, que le miró con un punto de sorpresa, languidez y desánimo. El coronel trastabilló porque no acertaba con las palabras.

—Señora —expuso con un chorrillo de voz, titubeando.

—Dígame, coronel.

—Señora: vengo con una orden del general López Pinto. Su marido el general Mola ha muerto.

—¿Cómo?

—Traigo una orden del general López Pinto en la que dice que ha tenido un accidente con su avión. Han muerto el general Mola y todos los ocupantes.

Su viuda bajó la vista y se pasó las manos por la cara. Sacó un pañuelo y exclamó sin flaquear:

—Ha sido Franco.

—¿Cómo dice doña Consuelo? —preguntó el gobernador militar, atónito.

—Que ha sido Franco.

Y se desmayó.

A las once de la noche llegó Millán Astray a Pamplona para revolucionar la ciudad porque dispuso que el féretro de Mola fuese recibido solemnemente en la linde de Navarra con Álava y que en las poblaciones por donde pasara le fueran rendidos honores de héroe. Al día siguiente, cuatro de junio, san Francisco Caracciolo, el predicador del amor de Dios, un coche mortuorio salió de Burgos y cuando llegó a Ciordia, en Navarra, a media tarde, tenía esperando un abultado cortejo de coches y coronas de flores con las que fue escoltado hasta Pamplona, donde fue recibido por todas las autoridades antes de que la comitiva enfilase hacia el cementerio local escoltada por los hombres del ya teniente de artillería Luis Martínez Erro. Por avatares del destino los restos de Mola fueron enterrados en un nicho frente al féretro del teniente coronel de la Guardia Civil José Rodríguez Medel, aunque ninguno de los presentes advirtió la circunstancia.

En el osario, Millán Astray escenificó reiteradamente sus dotes histriónicas subido en un taburete de madera que le proporcionó un clérigo y desde allí envió la última arenga a su compañero de milicia agitando el único brazo:

—¡Emilio Mola Vidal!, caballero Gran Cruz de San Fernando, general invicto del Ejército del Norte, el héroe de Dar Akobba al frente de los Regulares, el héroe de Somosierra al frente de la flor de la juventud española. ¡Emilio Mola Vidal!, el más leal de todos los leales, el más bravo de todos sus camaradas, descansa en paz. En nombre del jefe del Estado, del Caudillo, del Generalísimo Franco, yo te deseo el reposo eterno por última vez. En nombre de la patria te demuestro mi gratitud. ¡Emiliooooooooo Molaaaaaaaaaaaa Vidaaaaaaaaaal!: la gloria de tu vida y de tu muerte nos servirá a todos de ejemplo. ¡Viva España! ¡Viva el Generalísimo! ¡Viva Mola! ¡Viva Mola! ¡Viva Mola!

Varios vivas sonaron en el silencio del camposanto.

Entonces Millán Astray dijo:

—Ahora que estamos dando tierra a nuestro querido Mola, caballeros, quiero que canten conmigo: «Nadie en el mundo sabía quién era aquel legionario, tan audaz y temerario…».

Cuando acabó el himno, ya sin voz, gritó de nuevo:

—¡Viva la Legión! ¡Viva la Legión! ¡Viva la Legión! ¡Viva Mola! ¡Viva España!

El cementerio retumbó con los vivas.

A la mañana siguiente Millán Astray fue al domicilio de la viuda del general y se encontró frente a una señora vestida de negro, pálida, ojerosa, demacrada, con quince años más sobre sus espaldas, que no tenía ojos para ver ni cuencas para llorar y que lucía al cuello un camafeo dorado con la fotografía de su marido. Al fundador de la Legión todo eso le daba igual porque llevaba dos mensajes singulares que soltó sin respirar:

—Doña Consuelo: estoy aquí en nombre de nuestro Caudillo invicto, el Generalísimo Francisco Franco, para hacerle partícipe del inmenso dolor que siente no sólo nuestro Jefe del Estado sino todos los españoles de bien. Hasta el propio jefe supremo alemán, Adolf Hitler, ha enviado a nuestro caudillo un telegrama en el que dice…

Millán sacó un papelito del bolsillo del pantalón.

—… en el que dice lo siguiente: «En la historia de la lucha por la liberación de España, el nombre del general Mola tendrá siempre un lugar de honor». ¿Qué le parece, doña Consuelo?

Ella no contestó.

—La pérdida del general es tan enorme que, según me acaba de comentar el Presidente de la Diputación, señor Arraiza, el cadáver de su esposo, que enterramos ayer solemnemente en el camposanto, será trasladado en cuanto sea posible al claustro de la catedral, donde se va a erigir un mausoleo en su nombre. ¿Qué le parece, doña Consuelo? —preguntó de nuevo el general Millán Astray.

La viuda levantó la cabeza y fijó la vista en el único ojo hábil del legionario. Secó las lágrimas con un pañuelo que llevaba recogido en la manga de una chaqueta negra y respondió con fuerza:

—Ha sido Franco.

Se dio media vuelta, salió del salón y dejó a Millán solo en su desconcierto.

(Once años más tarde Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo Franco Bahamonde tiró de sus prerrogativas supremas y revestido de oropel monárquico realizó cuatro nombramientos nobiliarios: a Mola, duque de Mola; a Calvo Sotelo, duque de Calvo Sotelo; a Primo de Rivera, duque de Primo de Rivera; al general Moscardó, conde del Alcázar. En los cuatro años siguientes suplementó la lista del nobiliario militar: general Dávila, marqués de Dávila; general Queipo de Llano, marqués de Queipo de Llano; general Saliquet, marqués de Saliquet; teniente coronel García Morato, conde del Jarama; general Varela, marqués de Varela; teniente general García Escámez, marqués de Somosierra; teniente general Vigón, marqués de Vigón; teniente general Yagüe, marqués de San Leonardo de Yagüe…).

Doña Consolación Bascón y Franco, duquesa viuda de Mola, se quedó ronca de repetir en vida:

—Ha sido Franco.