treinta y tres

ESCRIBO estas líneas en Vitoria. Ayer hablé con Franco. Desde que en febrero cayó Málaga de nuestro lado y el general rojo Villalba no pudo trasegar todo el equipaje que tenía en el hotel donde estaba instalado, el Generalísimo lleva consigo una maleta que aquel abandonó en su huida y que contiene, nada menos, que el brazo incorrupto de Santa Teresa. Franco tiene esa manía como otra reciente que denota su carácter: ya no viaja en avión a los frentes porque ha decidido utilizar exclusivamente un coche blindado para los desplazamientos. Hablé con Franco porque quería poner negro sobre blanco el papel que me asigna como jefe del Ejército del Norte y cuál es su criterio respecto de la misión que están llevando a cabo los alemanes de von Richthofen. Como de habitual en él no supe si subía o bajaba la escalera, y la tuvimos parda (por cierto, Franco es el único de nosotros que en estos últimos tiempos ha engordado. A lo que parece le sienta bien el mando). Llevo meses aguantando impertinencias, sutiles desprecios cuando no desplantes. Para mí que Franco se considera el supremo hacedor y no hay nada ni nadie que le haga modificar una postura, aunque la decisión se haya tomado sin estudio y a boleo.

La experiencia en Vizcaya está demostrando que mi tesis, bombardear sin miedo, es la única que puede dar el resultado que esperamos porque combatimos sobre un terreno en el que avanzar es trabajo de filigrana. Como digo, la tuvimos parda y salió a relucir lo que ambos llevamos guardado desde que comenzó esta guerra, incluso antes, y que otro día contaré. Ahora resulta que, tras los últimos ataques contra posiciones de los rojos separatistas, el Gobierno vasco parece que quiere negociar no sé qué y está moviendo peones nada menos que en el Vaticano. Desde luego podían haberse ahorrado muertos, sufrimiento y desgracias si hubiesen hecho caso a los primeros avisos que yo mismo, desde octavillas que dejamos caer sobre Vizcaya, fui adelantando. Pero no. Ahora, cuando la balanza está claramente inclinada de nuestro lado, parece que les entra el juicio y tienen prisa por llegar a un armisticio. Para mí que llegan tarde y así se lo he dicho a Franco. Pero este ni me escuchaba; no prestaba atención y le daba igual de qué estuviese hablando. Últimamente, cada vez que he conversado con él, sea en persona o telefónicamente, he tenido la sensación de que farfullaba para sí mismo, que le gusta escucharse, vamos. Y también tengo otro pálpito: le sobro, le molesto, le gustaría que desapareciese.

Al día siguiente he marchado a Pamplona en coche para estar una tarde con Consuelo y los niños, que son mi único amparo. Ellos están bien y felices de vivir en esa ciudad, lo cual a mí me deja tranquilo. Creo que cuando todo esto acabe, deberé pensar si no será conveniente retirarme de la primera línea y vivir a las afueras de Pamplona cultivando una huerta y frutales, dedicado al difícil arte de escribir. Con el material que estoy recopilando sobre los últimos avatares de nuestro país y todo lo que está sucediendo en esta guerra que mantenemos contra el comunismo ateo tengo para un par de libros, como poco.

He comentado con Consuelo la frialdad que Franco despide cada vez que tiene que encontrarse conmigo y me ha dado una respuesta que ha acabado por ponerme de los nervios:

—Mira, Emilio, para Franco eres un estorbo.

—Creo que no es para tanto. Él está muy engreído, engolado, endiosado si quieres, porque tiene un orfeón que le baila el aire cada vez que dice algo. Y, claro, yo me encuentro al pie del cañón, conquistando el terreno a palmos, discutiendo cada maniobra, enfrentándome a los alemanes, de quienes Franco es un admirador absoluto, casi reverencial.

—Llámalo como quieras, pero a Franco le gustaría que te esfumaras. Le pones sombra.

—Va, exageraciones.

La cuestión hubiese quedado ahí si no fuera porque esta noche, cuando regresaba a Vitoria en coche, pasado Alsasua, un coche se nos ha echado encima y nos ha sacado de la carretera, por fortuna sin mayores desgracias. Es la primera vez que me sucede algo así y nada hemos conseguido hacer porque el automóvil ha seguido en dirección a Pamplona sin que pudiésemos seguir su pista. Por un momento, cuando veía que las luces del coche se nos echaban encima, he pensado lo peor, porque estábamos en una recta y no había posibilidad de que nosotros hubiésemos hecho una maniobra que le hubiese despistado. Al contrario: venía a nuestro encuentro y de no ser por un volantazo que ha pegado el chófer, a estas horas no sé dónde estaría. En fin, no le voy a dar más vueltas a este sucedido.

Mañana, si continúan las lluvias —o la niebla— de esta maldita primavera que tanto están retrasando nuestras operaciones, tengo previsto recorrer los aledaños del frente en avión para observar desde el aire lo que la climatología nos deje. De acuerdo a las informaciones que obran en nuestro poder, los rojos separatistas no tienen ya ni uno solo de los aviones que disponían al comienzo de la campaña. En fin, que mañana será otro día.