MOLA aprendió pronto las ventajas que representaba dirigirse a la opinión pública, a las gentes que creían sus palabras a pies juntiñas, dijera lo que dijera, para ir generando un estado de ánimo sobre la ofensiva que había preparado para conquistar Vizcaya y doblegar Bilbao, y no tuvo problema alguno en afirmar una gran majadería:
—No hay soldados alemanes luchando con nosotros; si alguien es capaz de demostrarlo, juro por mi honor que me entrego a mi antiguo capitán y experto cazador furtivo de energía eléctrica, el camarada rojo Miaja.
Sus corifeos amplificaban las palabras de Mola para que tuvieran eco y los periódicos que se publicaban en la zona controlada por quienes se autodenominaban nacionales las imprimían con titulares destacados, primero; después las comentaban en circunspectos artículos laudatorios y, finalmente, se servían de ellas para desmontar las acusaciones del bando contrario, de los rojos. Ese era el mecanismo reverberante que la oficina de Prensa y Propaganda había adjudicado a los periódicos nacionales, que cumplían honrosamente su papel de mamporreros y algunos, como sucedía en la católica Pamplona, no contentos con asumir una actuación subordinada daban pasos hacia el infinito cuando abastecían consignas a sus lectores para que colaborasen en pulcras tareas de delación: «Es un gran servicio patriótico descubrir a los masones, causantes principales de las desdichas de nuestra patria». Un diario recién creado —dirigido por el sacerdote Fermín Yzurdiaga— que respondía a un grito que iba a ponerse de moda, Arriba España, editado desde agosto del treinta y seis en las antiguas instalaciones del diario nacionalista vasco La Voz de Navarra, que habían sido incautadas a punta de pistola a sus propietarios, salió a la calle proclamando en su primer número: «¡Camarada! Tienes la obligación de perseguir al judaísmo, a la masonería, al marxismo y al separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus revistas, sus propagandas. ¡Camaradas! ¡Por Dios y por la Patria!».
Los periódicos, todos los periódicos cuando los combates avanzaban por el veril de la desolación, eran el escaparate épico de las batallas y el púlpito desde el cual las partes lanzaban su arenga a las masas cuando la guerra civil ya se había convertido, de hecho, en un experimento internacional de primera magnitud.
La ayuda alemana al bando sublevado fue rápida y, a medida que fueron pasando los meses, decisiva. Al principio llegaron a España aviones de transporte y pilotos voluntarios, luego bombarderos, más tarde tanques y para la primavera del treinta y siete las fuerzas que mandaba el Generalísimo Franco mantenían una subordinación total al armamento italo-germano del mismo modo que las unidades leales a la República lo tenían con los ejércitos rusos. Los frentes de batalla, donde morían mensualmente los combatientes por miles, tuvieron un componente experimental como nunca antes había ocurrido en el mundo desde que las potencias europeas, cada una a su modo, optaron por apoyar a ambos bandos en guerra. Alemania lo hizo formalmente en octubre de mil novecientos treinta y seis creando una sección de voluntarios en su Ministerio del Aire bajo el manto de una operación especial, «Fuego Mágico», de la mano del general Helmut Wilberg. A Mola, que tan pedigüeño era cuando se trataba de conseguir armamento y munición, Franco le comunicó que para finales de marzo de mil novecientos treinta y siete la Legión Cóndor —denominación ideada por el coronel Walter Warlimont, que agrupaba al conjunto de los voluntarios germanos— se ponía a su servicio en la tarea de avanzar desde Deva, en Guipúzcoa, y por Álava en paralelo al río Nervión, para llegar a Bilbao y someter la ciudad que antes el carlismo nunca pudo. Las tropas de Mola, que comandaban los coroneles Solchaga y Vigón, estaban varadas en una línea curva de la que no despegaban porque la resistencia de las unidades que el Consejo de Defensa de Euzkadi, creado por el Gobierno vasco, había movilizado eran cuantiosas en número y tenían una motivación añadida para empuñar el fusil: defender las instituciones y el autogobierno, reducido ya prácticamente a Vizcaya. El Estado Mayor del Ejército de Euzkadi, con casi cuarenta mil efectivos a sus órdenes, fue el instrumento que el nacionalismo vasco creó para dar forma a un voluntariado variopinto que plantó cara al avance de los voluntarios carlistas en su deseo de conquistar Bilbao, hasta donde sus fuerzas aguantaron.
La Legión Cóndor tuvo instructores y combatientes en el arma acorazada encuadrados en el Abteilung 88 con la misión de probar armamento de nueva fabricación que jamás se había utilizado con anterioridad en los escenarios y estudiar tácticas de combate con carros, el punto débil de los alemanes. El teniente coronel Wilhelm Ritter von Thoma había acordado personalmente con Franco aportar Panzer —el tanque alemán— a las unidades sublevadas, ocultando que el auténtico objetivo de semejante ayuda era estudiar su comportamiento con fuego en situaciones reales, compararlo con los T-26 B rusos y mejorar sus prestaciones mortíferas antes de comenzar la producción en serie para la gran guerra que le esperaba a Europa (los alemanes ofrecieron quinientas pesetas para quien llegase a capturar un carro ruso que no hubiese sido alcanzado por el fuego de los contendientes, con el objetivo de desmontarlo y analizar su arquitectura). En la guerra española los militares alemanes llegaron a la conclusión de que el Panzer tenía armamento endeble, insuficiente blindaje y un motor poco potente para lo que las guerras del segundo tercio del siglo veinte requerían. Y que sus bombarderos no tenían rival cuando el objetivo era destruir ciudades sin importar vidas humanas. Franco los probó para Madrid en el otoño de mil novecientos treinta y seis, cuando los aviones de la Legión Cóndor llegaron a descargar sobre la capital dos mil bombas a la hora sin conseguir más objetivo que destruir enormes cantidades de edificaciones y masacrar una población angustiada por la tragedia; pero no consiguió vencer la resistencia y conquistar la ciudad.
Este panorama fue el que llevó al Generalísimo de los ejércitos sublevados contra la República a planificar una ofensiva total en el frente Norte, a la vista de que las tropas de Mola no progresaban como los planes habían presumido mientras las unidades del recién creado Ejército de Euzkadi estaban pasando a la iniciativa, como habían demostrado en el intento de conquistar Villareal, en Álava, donde exhibieron una superioridad numérica de ocho a uno que, a la postre, les sirvió de poco, ya que no lograron tomar la posición. Con todo, consiguieron un objetivo que no perseguían: Mola convenció a Franco para que la ofensiva del Norte, con la aviación alemana, fuese absoluta y de exterminio hasta la victoria final.
El general director lo anunció sin vergüenza alguna en octavillas que sus aviones dejaron caer por los campos cercanos a Bilbao: «He decidido terminar rápidamente la guerra en el Norte. Se respetarán las vidas y haciendas de los que rindan sus armas y no sean culpables de asesinatos. Pero si la rendición no es inmediata, arrasaré Vizcaya sobre sus cimientos, comenzando por sus industrias de guerra. Dispongo de medios para hacerlo».
No era una boutade; al contrario, reflejaba el carácter cuartelero y sanguinario que Mola quería mostrar para conseguir el triunfo al precio que fuera. Los tempos de la guerra lo estaban sacando de sus casillas.
Los combates del frente Norte cambiaron con la llegada de la primavera que trajo el coronel y barón Wolfram von Richthofen, jefe del Estado Mayor de la Legión Cóndor alemana, cuando se instaló en Vitoria. En la capital alavesa, cuartel general de la ofensiva de los sublevados contra las posiciones del Gobierno Vasco, von Richthofen se reunió con el coronel Vigón, jefe del Estado Mayor de Mola, y acordaron las fechas, la forma y los objetivos de los bombardeos aéreos iniciales. A su servicio estaban todos los aviones de la Legión Cóndor, los aparatos de la aviación italiana y buena parte de la aviación franquista; una superioridad absoluta para conquistar un pequeño territorio de montes y valles tras el cual, a espaldas del Cantábrico, aparecía Bilbao, la ciudad metalúrgica.
Cuatro días después de que Mola avanzara en sus octavillas la voluntad de reducir a escombros la zona rebelde si antes no se rendían se produjo el mayor bombardeo que hasta entonces se había contemplado en la historia de España. Simultaneando los ataques desde tierra y aire, el ejército de Mola lanzó una ofensiva desde Ochandiano hasta el mar interviniendo toda la artillería y la infantería disponibles para ablandar las trincheras antes de que los aviones alemanes vomitaran toneladas de bombas contra las posiciones más enquistadas. Pero el objetivo de un ataque de esta envergadura no radicaba únicamente en conseguir que las tropas pudiesen avanzar y romper las líneas del frente sino que existía otro superior: probar en Durango, un nudo de comunicaciones de enorme importancia, las consecuencias de un bombardeo de intensidad con artefactos de gran peso y capacidad de destrucción.
Eran las ocho de la mañana de un miércoles treinta y uno de marzo y las campanas de la iglesia parroquial de Santa María —donde celebraba misa a esa hora el sacerdote Carlos Morilla— comenzaron a repicar coléricas avisando de la inminencia de un bombardeo. La población no tuvo tiempo ni para rezar un padrenuestro ya que, tras una pasada de los Junker alemanes, una escuadrilla Savoia SM-81 de la Aviazione Legionaria italiana —en treinta minutos que semejaron siglos— arrojó sobre la ciudad doce toneladas de bombas que dejaron Durango destruido, agrietado, muerto y enterrado. Ese día y los inmediatamente posteriores murieron más de doscientas cincuenta personas, entre ellas las catorce religiosas que se encontraban en la capilla de Santa Susana, el párroco Morilla y el sacerdote Rafael Villabeitia (cuando estaba impartiendo el sacramento de la comunión a sus fieles en la iglesia de los jesuítas). Durango quedó durante horas oculto tras un muro de humo y polvo, y después del mediodía ofreció al mundo su cara más patética: la ciudad era escombros, muertos y desolación. La estrategia que Mola había marcado personalmente al coronel von Richthofen —destruir, destruir, destruir; atemorizar, atemorizar, atemorizar— comenzaba a dar las primeras secuelas. El bombardeo de la población vizcaína llenó de satisfacción a sus autores y de indignación al mundo, tras evidenciar que el bombardeo se había cebado contra una población indefensa y en edificaciones religiosas, donde a esas horas se celebraba misa con mucha afluencia de católicos.
Al comprobar la reacción en la prensa europea los días posteriores a la masacre, la oficina de Prensa y Propaganda de Franco respondió negando las evidencias y dijo que los muertos lo habían sido por negarse los militares vascos a permitir que los fieles abandonaran las iglesias. El generalísimo de las ondas, Queipo de Llano, dio otro paso más en el oprobio y apuntó en una de sus charlas radiofónicas: «Nuestros aviones bombardearon objetivos militares en Durango y más tarde los comunistas y socialistas encerraron a los curas y monjas en las iglesias, asesinándolos a balazos sin piedad, quemando después las iglesias». Pero quien fue más al grano en la mermelada de repetir mil veces una mentira hasta que pareciera verdad fue el enviado de la oficina de Prensa y Propaganda, el médico Víctor Ruiz Albéniz (conocido como el Tebib Arrumi o Arrumi, simplemente, tras su paso en los años veinte por el Marruecos español aplicando sus conocimientos de medicina), cronista oficial del régimen instaurado por Franco en Salamanca (los relatos impúdicos de Ruiz se publicaban sin añadir una tilde en todos los periódicos de la España nacional, generalmente en su primera página). Dijo Arrumi por escrito: «En esta jornada triunfal de la rotura del frente Elgueta-Durango, nuestros soldados se han cubierto de gloria: hay que hacer la justicia de reconocer que el noventa por ciento del éxito corresponde al mando que concibió la operación y a los jefes y oficiales que la ejecutaron con justeza de maravilla. Ayer ganamos en la guerra lo que es más preciso: prestigio desmesurado ante los ojos y conciencias asombradas de nuestros enemigos. Y eso vale más que la conquista de uno o cien pueblos, y más que un botín cuantioso porque es el más preciado botín que se puede ambicionar: el de haber quitado al adversario su tesoro de confianza, de seguridad, de posibilidad de hacemos frente». Mola contribuyó a la fama periodística de Ruiz Albéniz (sobrino nieto del compositor Isaac Albéniz) haciendo unas declaraciones que publicó su coro de altavoces periodísticos en portada. Decía el general: «Nunca vi nada más extraordinario ni más magnífico». Se refería el Director de la sublevación a la jornada de bombardeos del miércoles treinta y uno de marzo, san Benjamín, diácono y mártir, que murió decapitado.
Cuando von Richthofen llegó a Vitoria para coordinar el mando aéreo de la que Franco esperaba fuese la fase final del frente Norte, la primera medida que ordenó fue el despliegue de los soldados de la unidad Ln/88, de transmisiones, que se encargaron de hacer un tendido de líneas de cobre reforzado para establecer un sistema propio de comunicaciones en el aeródromo vitoriano que llegaba hasta las unidades del frente. El coronel alemán detalló entonces que quería línea directa con las tropas que estaban en la primera línea de fuego para que los aviones obtuvieran una información exacta de los objetivos que iban a bombardear. Pero los frentes eran líneas invisibles que menguaban y cambiaban tanto en la primavera de mil novecientos treinta y siete que, en varias ocasiones, las tropas de Mola fueron bombardeadas por la aviación amiga, ignorante de las permutas que se iban produciendo al paso de las horas.
El general Director estaba harto de las iniciativas de von Richthofen, al que trataba de meter en cintura cuando decía:
—Las órdenes son bombardear hasta dejar reducida la posición a cenizas.
A lo que el coronel contestaba:
—En la guerra moderna es la artillería la que debe permitir el avance de la infantería; la aviación no está para destruir aquello que luego vamos a conquistar, está para ablandar. ¿Para qué queremos ciudades reducidas a escombros?
—Eso no es cuestión suya, coronel. El frente Norte tiene sus propias reglas y unas órdenes que yo he dado y que hay que cumplir: donde no se rindan, hay que destruir. Destruir totalmente.
—No estoy de acuerdo, general. La destrucción conlleva mayores esfuerzos cuando acaba la guerra.
—Vamos a dejarnos de discusiones filosóficas y a cumplir las órdenes, que es nuestra obligación de militares. No quiero seguir hablando de estas cuestiones.
—Como disponga, general.
Von Richthofen tenía, además, una pelea continua cuando conversaba con Mola ya que no entendía la estrategia de avance lento que las unidades del general español practicaban. El coronel alemán pedía que las tropas progresaran por tierra hasta consolidar posiciones, dejando a la aviación un papel diferente al que Mola asignaba y que no era otro que la destrucción total. Lo decía el Director:
—Primero destruir; luego, avanzar.
La paradoja de la posición de Wolfram von Richthofen residía en que el ejército alemán, en virtud del tratado firmado en junio de mil novecientos diecinueve en Versalles, al término de la Primera Guerra Mundial, tenía vetado disponer de estado mayor, tanques, artillería pesada y aviación; aunque dieciséis años más tarde ya había creado la Luftwaffe y preparaba, de forma discreta, todo aquello que sus adversarios habían prohibido ya que el Führer dio por nulo el acuerdo. El Gobierno nacionalsocialista alemán contaba con un ministerio de transporte aéreo dirigido por el general Erhard Milch, que tenía la misión, encomendada por Adolf Hitler, de preparar una aviación militar para el momento oportuno (como reconocería años después, frente a los Fiscales de Núremberg, el propio general). El momento, a los ojos de los visionarios alemanes, había llegado y el campo de ensayos español representaba una oportunidad única para probar aquello que hasta entonces había tenido un desarrollo secreto y un alcance práctico escaso. La guerra civil española representaba para Hitler trasponer la teoría y distinguir la práctica.
El Tebib Arrumi, en sus monsergas informativas que tanto amplificaban los periódicos servidores de las esencias de la España nacional, dio a sus lectores una pista de la dirección de la guerra cuando tituló una de sus gacetillas de esta manera: «Guernica está al alcance de nuestras manos». Después de que ocurriera el holocausto, el vocero que firmaba los partes del Boletín Oficial del Cuartel General por orden de su excelencia el Generalísmo Franco, el general segundo jefe de Estado Mayor, Francisco Martín Moreno, puso en antecedentes al mundo al dejar por escrito: «Los fugitivos vascos que se acogieron a nuestras columnas cuentan espantados las tragedias de las villas que, como Guernica, quedan destruidas por el fuego intencionado de los rojos casi en su totalidad, cuando nuestras tropas se encontraban a más de quince kilómetros de distancia».
El veintiséis de abril de mil novecientos treinta y siete, san Isidoro, arzobispo de Sevilla, el coronel jefe de Estado Mayor de la Legión Cóndor, Wolfram von Richthofen, que llevaba prácticamente todo el mes discutiendo con Mola en torno a estrategias —ya de malos modos— para avanzar en la guerra, dio orden de iniciar la probatina más sangrienta que había ocurrido hasta entonces contra poblaciones fuera de las trincheras de combate:
—Bombardeen la posición acordada utilizando los nuevos proyectiles que nos envía Berlín —dijo esa mañana cuando planificaron los vuelos.
Debían de ser quince minutos después de las cuatro de la tarde cuando el primer bombardeo, un Dornier 17 que venía de la mar, sobrevoló la ciudad y dejó caer, a baja altura, una primera ración de bombas que causó destrozos, alguna muerte y un pánico total en la localidad un día de mercado por las calles del centro; los habitantes de la villa corrieron a los refugios y esperaron que callara el estruendo. Minutos después una patrulla de tres Savoia Sm-79 italianos voló sobre la población y soltó, en menos de un minuto, treinta y seis artefactos de cincuenta kilos. A las cuatro y media los cazas Heinkel 111, escoltados por Messerschmitt Bf-109, dieron una nueva pasada ametrallando aquello que encontraron a sus pies; luego se fueron por el sur y los habitantes de Guernica creyeron que lo peor había pasado. Cuando las calles comenzaban a recuperar la actividad y muchos ciudadanos marchaban en dirección norte para comprobar los destrozos que la aviación había provocado, de pronto se escuchó el zumbido de los motores del arma más mortífera de la aviación alemana: eran los Junker 52 (aviones que podían transportar una tonelada de bombas cada uno) y el reloj de la iglesia marcaba las cinco y cuarto.
En la primera pasada lanzaron dos mil kilos de bombas, luego realizaron otra y otra y otra; así hasta las seis y media de la tarde, que fue cuando se alejaron de la villa camino del monte Oiz. En los intervalos que los Junker no bombardeaban, los Heinkel 51 ametrallaban el centro y la periferia persiguiendo a quienes trataban de salir del horror que las bombas provocaban. La aviación alemana no sólo arrojó artefactos convencionales —de gran peso— sino que puso en práctica una nueva forma de eliminar al contrario expeliendo desde sus aviones racimos de bombas incendiarias fabricadas por RhS (producían fuego de soplete) que provocaron una situación como nunca antes hubiera visto persona alguna, ni tampoco imaginar. Cuando abandonaron el campo de operaciones, tras una lluvia mortífera en la que vertieron veintidós toneladas de bombas de todo tipo, quedó una ciudad en esqueleto que ardía por todos sus vértices, reliquias de carcasas de bomba con la inscripción «Berlin Rheinsdorf 1936. ¡Heil Hitler!» y muchos centenares de muertos; quizá fallecieron ese día y los posteriores cerca de mil quinientos ciudadanos. (Hermann Göring, mariscal del Reich alemán, lo dijo frente al tribunal de Núremberg que juzgaba la actuación criminal alemana en la Segunda Guerra Mundial, a preguntas de los británicos Maier y Sender: «Guernica fue una especie de banco de pruebas para la Luftwaffe. Ensayamos una alfombra de bombas»).
El Cuartel General de Franco, a través del general Francisco Martín Moreno, habló al día siguiente y lo primero que hizo en un parte oficial fue negar; negar y lanzar humo al aire para señalar a los propios habitantes de la villa como los autores no sólo de su bombardeo aéreo, sino del incendio: «La indignación de las tropas nacionales no puede ser mayor que las calumniosas maniobras de los dirigentes vasco-soviéticos que, después de destruir por el fuego sus mejores ciudades, intentan culpar a la Aviación Nacional de tales actos de barbarie. Guernica no constituía en ningún momento objetivo militar para la Aviación militar, que sólo persigue objetivos militares en combate y las industrias militares en la retaguardia enemiga. Coincide esto con el hecho de que la Aviación nacional no haya podido volar en estos días por la neblina y la lluvia reinante».
Ruiz Iriarte, que debía haber pasado unos días después por la población destruida a fuego, concretó en los periódicos: «Se han decidido los separatistas vascos a combatir para no pasar la vergüenza de perder sin hacerlo la sede del separatismo vasco, gesto varonil que ha durado en Guernica un par de horas. Principió con bastante denuedo, pero han pagado su contribución con sangre (…) Guernica está más destrozada que Éibar. Es horrible el cuadro que ofrece. Han quedado en pie la célebre Casa de Juntas y el tradicional árbol. Con esto queda plenamente comprobado y palmariamente desmentido que nosotros hayamos causado la destrucción de Guernica, pues si así hubiera sido naturalmente que hubiéramos empezado por destruir lo más histórico del separatismo vasco. Por el contrario, se ha puesto a la Casa de Juntas y rodeando al árbol histórico una escolta armada, precisamente escogida de soldados del sector de Vizcaya. Así procedemos nosotros. Con toda corrección y respeto para nuestros enemigos. Con la caída de Guernica ha pasado a nuestro poder la última de las poblaciones importantes de Vizcaya. Al separatismo rojo le queda aún Bilbao. Ya veremos cuánto tiempo».
El general Mola lo había anunciado por la radio días antes de destruir la villa foral vizcaína: «Es preciso que sea castigado un pueblo perverso que se atreve a desafiar la irresistible causa de la idea nacional».
Por eso, cuando supo que la posición había sido reducida a escombros reunió a su Estado Mayor y sobre el plano topográfico que tenía en el despacho de Vitoria clavó un alfiler entre Durango y Guernica con la banderita de España, antes de brindar con un vino blanco de las bodegas Louis Guntrum, Riesling, que von Richthofen le había regalado para celebrar la toma de Málaga.
—¡Viva siempre España! —gritó para sus invitados alzando la copa.
—¡Viva el Ejército! —respondió apresuradamente el coronel Vigón, de quien sus compañeros decían que le cabían todos los frentes de guerra en la cabeza.
—¡Viva! —respondieron al unísono quienes brindaban.
Los meses anteriores, aburrido por la inactividad del frente, el general Director de la conspiración se había aplicado a las teclas de la Remington y del cacumen de su cerebro había emanado una serie de folios que mandó publicar en Pamplona, en formato díptico de treinta y dos por veintidós bajo el título Habla Mola, en los que fue dando doctrina para quien todavía no se había enterado de las causas, motivos y orientación de la batalla que se libraba en España. Comentaba el general en sus epístolas que eran cartas abiertas «dirigidas a los del lado de acá de las fronteras y a los del lado de allá y a los que luchan en ellas. También llevan estas cartas franqueo para el extranjero, donde también conviene que se vayan enterando los de fuera de casa que aún no lo están, de quiénes somos nosotros y adónde vamos, pues es hora ya de que la conciencia universal forme juicio exacto. He de ser parco en la expresión y comedido en la palabra, que es de buen gusto ser educado y correcto, ya que lo cortés no quita lo valiente. Nosotros somos nacionalistas; ellos, antipatriotas y criminales».
El general jefe del ejército nacional en el Frente Norte estaba asqueado de escribir a máquina, fotografiar trincheras con su Leica y volar cada mañana que el tiempo lo permitía en un bimotor británico AS6 Envoy —idéntico al que poseía el rey de Inglaterra— que pilotaba el capitán Chamorro. Ya no tenía ojos sino para mirar, ensoñado, la ría del Nervión desde las escalinatas del ayuntamiento de Bilbao, tras ser conquistado por sus tropas. Estaba tan intratable aquellas fechas que en sus paseos por los campos de batalla incumplía deliberadamente el Decreto que Franco había firmado dos días antes de bombardear Guernica, por donde disponía: «Se establece como saludo nacional el constituido con el brazo en alto, con la mano abierta y extendida y formando con la vertical del cuerpo un ángulo de cuarenta y cinco grados». Era militar y no estaba obligado, pero el Generalísimo lo utilizaba siempre en público; el Director ya no se hablaba con casi nadie.
Su hastío era tal que el dos de mayo Mola viajó a Pamplona y, rompiendo la habitual manía de aparecer escasamente en público, participó en la arenga que los militares habían organizado para conmemorar el aniversario de la revuelta de Madrid contra las tropas napoleónicas el siglo anterior. Desde el balcón del Casino Principal, rodeado por el alcalde, los gobernadores civil y militar, el jefe provincial de Falange Española Tradicionalista, el obispo Marcelino Olaechea, el director de la cárcel, jueces, fiscales y representantes de las fuerzas policiales y Guardia Civil, el general se sacudió la pereza para arengar a la masa:
—¡Pueblo heroico de Navarra, el más heroico de todos! Hoy hace cabalmente ciento veintinueve años que el pueblo español, en un rasgo de bravura ejemplar, se sublevó contra aquellos invasores extranjeros que, porque lograron dominar en media Europa, habían soñado en imponer su yugo a España… Hoy el pueblo español, en este dos de mayo de mil novecientos treinta y siete, el pueblo español, como entonces lo mejor de España, se ha levantado por su dignidad. ¡Antes que la humillación extranjera, que venga otro dos de mayo!
La muchedumbre de la plaza le vitoreaba y se escuchaban voces que decían:
—¡Abajo Rusia! ¡Muera la masonería!
Mola continuó su breve alocución improvisada, finalizando de esta manera:
—¡Confianza en el sumo hacedor, que preside y gobierna todas las cosas! ¡Unión de todos! Todos los españoles juntos lograremos el triunfo para vencer al enemigo secular de nuestra patria. Unión en la misma fe y con idénticas aspiraciones de paz y hermandad entre todos los españoles y amor a España. Para terminar vamos a dar dos vivas que simbolizan el pensamiento de todos los patriotas. Gritad conmigo: ¡Arriba España! ¡Viva España!
—¡Viva!, ¡Viva! —respondió la masa delirante, en expresión de los voceros locales.
Aquella noche, en la soledad de la alcoba de Pamplona, Emilio Mola confesó a Consuelo, su mujer, que tenía los nervios desatados por dos cuestiones: Franco le ignoraba y los alemanes le ninguneaban.
—Si no tomamos pronto Bilbao, me temo que Franquito va a acabar escuchando lo que no quiere.
—¿Todavía andas así con Franco? —pregunto Consuelo con ingenuidad.
—Y lo que te rondaré, morena. Está crecido, rodeado por una coraza de melifluos y no hace caso más que a su cuñado, Serrano Súñer. Y a mí, que fui quien lo propuso para que fuera el jefe de todo el Ejército, que me zurzan. Fíjate que no es cuestión de mandar más o menos, no. Es que se reúne con los alemanes y a mí me dejan de lado, como si fuera un mueble, cuando he sido precisamente yo quien ha planificado todo el movimiento. ¡Yo planteé a Franco que ordenase a von Richthofen los últimos bombardeos, y ahora lo niegan desde Salamanca, dejándome en ridículo, como un paria! ¿Qué es lo que pretenden? Quiero llegar a Bilbao y quiero hacerlo a mi modo, no como decida von Richthofen con el aplauso de Franco. Antes muerto, fíjate bien lo que te digo. Antes muerto.
—Jesús, Emilio, no digas esas cosas, que traen mala suerte.
Los días que siguieron al bombardeo de Guernica fueron de angustia para el ejército del Gobierno vasco y de euforia para las tropas de Mola. Los amanuenses del régimen que gobernaba desde Salamanca tomaron impulso y, para contrarrestar la salva de críticas que estaban recibiendo en los medios de comunicación libres por la destrucción de una ciudad que no estaba en el mapa de la guerra, movilizaron sus mejores plumíferos para ensordecer un clamor que parecía no tener fin. Los carlistas navarros, que entraron en Guernica los primeros, encargaron a Ignacio Baleztena, uno de sus jefes, que hiciera relatos del vacío que había en torno a la población destruida y este publicó en los diarios crónicas del desgarro con un lenguaje cercano para que fuese percibido hasta por los más ignorantes. Decía: «… Tanta pena da esa gente buena, digna de mejor suerte, que paramos el coche para saludarles en vascuence. Nos miran atemorizados. Diríase que se avergüenzan de contestarnos en la venerable lengua de nuestros abuelos. Y hay que levantar su moral a toda costa. ¡No confundamos, por Dios, lo vasco, que es nuestro y muy querido, con el nacionalismo separatista, que es de Rusia porque a Rusia se ha vendido! Los chicos mordisquean con avidez el pan blanco y las golosinas que les damos. Los hombres nos piden la boina roja. ¡Ah, si nunca se la hubiesen quitado, otra sería la suerte de la Euskalherria!». Baleztena hablaba de los desplazados de Éibar, Durango, Guernica, Marquina… que sin casa, ni bienes, ni familia, ni ojos para llorar o corazón para sentir más puñaladas, vagaban por las carreteras que las unidades carlistas estaban tomando en su implacable marcha sobre Bilbao.
José María Iribarren no estaba junto a Mola cuando la aviación alemana puso en práctica su arsenal prohibido. Despreciado por la oficina de Prensa y Propaganda de Franco, ignorado (u odiado) por el Estado Mayor de Mola, cuyos coroneles no soportaban a una persona que tomaba notas en paquetes de tabaco durante las comidas poniendo las manos bajo la mesa sin percatarse de que todos los ojos, aun sin mirarle, le veían, dejó de trabajar al lado del Director y se retiró a su pueblo, Tudela, para escribir un libro que reflejase la vida junto al militar. Lo tituló «Con el general Mola», se imprimió y editó en Zaragoza a cargo de la Librería General, tenía trescientas ochenta y tres páginas, y lo supervisaron los censores Miguel Sancho y Leonardo Prieto; Mola tuvo un original para revisarlo pero, a lo que se vio, era un ejemplar subversivo repleto de datos para el enemigo, según dijeron sus detractores. Por muchísimo menos, otros ciudadanos habían pagado con su vida.
El libro tuvo aureola (cantaba la figura y hazañas del Director hasta desfigurarlas en un almíbar pastoso) y el autor cometió la imprudencia de enviárselo a Franco, a Ponte, a Varela, a Moreno Calderón, a Gil Robles y al propio Mola, que le contestó con una carta de agradecimiento. Todo iba bien hasta que el veinticuatro de mayo de mil novecientos treinta y siete, festividad de María Auxiliadora, Iribarren recibió una llamada en su domicilio del comisario de policía Germán Izquierdo ordenándole que se presentara ipso facto en su despacho. El escritor así lo hizo y se encontró con un telegrama que la oficina de Prensa y Propaganda había cursado a todas las comisarías bajo su égida, que decía: «Ruego a las autoridades detengan donde quiera que se encuentre a José María Iribarren, autor del libro “Con el general Mola”, y procedan inmediatamente a la retirada y destrucción del libro». Iribarren estuvo detenido toda la mañana reconcomiéndose la cabeza por los errores que el libro pudiera tener y al mediodía recibió la visita de su cuñado, al que discretamente ordenó fuera a su casa y destruyese las notas que había tomado de su estancia junto a Mola, que estaban escritas en dos cuadernos con tapa negra. El secretario del general se tomó muy en serio el telegrama que el comisario le había enseñado y, tan pronto como quedó en libertad provisional, ese mismo día, se encerró en casa y comenzó a maquinar qué podía haber hecho mal. Su mujer pronosticó:
—Si has contado alguna cosa que no deba saberse todavía, estamos aviados. Acuérdate de hace unos días, cuando detuvieron a esa vecina que estaba en el balcón sacudiendo la alfombra y comenzó a escucharse el estruendo de unas bombas que cayeron sobre Pamplona. ¡La acusaron de hacer señales con la alfombra a los pilotos enemigos! Pero si lo único que hacía era quitar el polvo…
—No me pongas del hígado —contestó Iribarren—. Conozco muy bien qué son capaces de hacer los de la oficina de propaganda.
El escritor sintió canguelo y, aconsejado por amigos, mandó una carta al general Mola donde explicaba su detención y las consecuencias que de ello podían derivarse si el propio general no salía en su defensa. Iribarren no tuvo respuesta pero el comisario que lo había detenido le avisó dos días después para comunicar que tenía sobre la mesa un nuevo telegrama dirigido al gobernador civil, Modesto Font, que leyó: «Ruego V. I. ponga inmediatamente libertad José María Iribarren autor libro Con el general Mola, ordenándole se presente urgentemente esta delegación. Oficina de Prensa y Propaganda. Salamanca». Iribarren quedó en libertad definitiva y marchó a Salamanca para rendir cuentas al delegado nacional de la propaganda del régimen franquista, Manuel Arias Paz, comandante de Ingenieros y experto en mecánica de automóviles, que acababa de sustituir en el cargo al falangista e instructor de matones, Vicente Gay.
En su despacho de la oficina de Prensa y Propaganda, Arias Paz le dijo con gesto solemne:
—Mire usted, Iribarren: ¿se da cuenta de lo que ha escrito? ¿Sabe usted las barbaridades que hay en su libro? Usted merecía estar fusilado a estas horas. ¿Y dice usted que este libro lo ha visto Mola?
El autor, cabizbajo, asintió.
—Eso no es posible —respondió de mal humor Arias.
Iribarren precisó que en febrero le había entregado un original y que el general lo había revisado.
—¿Qué va a revisarlo? Eso se lo diría a usted. El general lo vio por encima y dejó de revisar muchas cosas. Él mismo me lo ha contado.
—Si usted lo dice, será como usted asegura, señor Arias —argüyó, manso, Iribarren—. También pasó la censura. Lo revisaron dos profesores de universidad.
—A esos se les va a caer el tupé. Ya lo verá.
—Si usted lo dice…
—Es que no hay por dónde cogerlo, cojones, a ver si se entera. Por ejemplo: habla en su libro, varias veces, de sublevación. Joder, Iribarren, ni que el movimiento hubiese sido una cuartelada… Dice también, a mayor abundamiento, que García Escámez mandó en un telegrama este texto: «Las niñas, regular. Las encargadas, pésimamente». Aunque fuera verdad, que no lo sé y lo dudo, es una frase de prostíbulo que no debe decirse en la vida. Y menos cuando se está hablando del general Mola y la cruzada.
Arias Paz repasó un ejemplar del libro que tenía tachaduras, de la primera a la última página, con lápiz rojo y fue destacando los errores y datos que en su opinión jamás debían haberse puesto por escrito. Al cabo de veinte minutos de monólogo, subió el tono.
—Pero ¿se da cuenta de lo que ha escrito? ¿No piensa usted en la campaña que podrían desencadenar los rojos si leyeran que en el cuartel general de Mola se habla de fusilar en Madrid, de hacer una limpia entre tranviarios, policías, telegrafistas y porteros? Usted merecía estar fusilado a estas horas. Usted, con este libro, ha proporcionado a los rojos armas de ataque.
Iribarren negaba con la cabeza, sin levantar los ojos del suelo.
—¿Que no lo cree usted?
Iribarren ya ni oía.
—Pues mire lo que le digo: ahora mismo paso el libro al Fiscal y veremos qué decide. Yo, por mi parte, ya le habría mandado fusilar por imprudente.
En esas estaban cuando sonó la alarma antiaérea y Arias Paz dio por concluida la conversación advirtiendo a Iribarren que se olvidase de ser escritor.
—Es usted un incauto. Y se lo voy a decir por su bien: no escriba más. Ni de Mola ni de nadie. No escriba más y váyase de aquí antes de que me arrepienta y lo mande fusilar.
El abogado y aspirante a escritor dejó el despacho como alma que lleva el diablo y fue a reunirse con su mujer en el hostal donde se había instalado. Pero al cabo de una hora se presentó la policía, registraron su habitación y pertenencias, y se lo llevaron de nuevo detenido. Iribarren se dio cuenta entonces de que la orden que había dado Arias para que quedase libre no había llegado a todos los destinos.
Al inspector que estaba esperando su llegada en la comisaría de Salamanca le suplicó:
—Hable, por favor, con el señor Arias Paz. Acabo de entrevistarme con él; ha sido hoy mismo, esta mañana. Le aseguro que mi orden de detención está anulada. Todo ha sido un error. Yo era el secretario del general Mola en Burgos…
Pero el policía no atendía a razones y lo retuvo en una habitación hasta entrada la tarde. A las siete lo condujeron a la oficina de Arias y de nuevo escuchó la misma cantinela que el día anterior:
—Usted se merecía que lo hubieran fusilado por revelar datos al enemigo…
Con todo, lo dejó en libertad.
Iribarren regresó a Pamplona y, siguiendo el consejo de Joaquín Arrarás, biógrafo de Franco, y de Juan Aparicio, periodista del régimen, reescribió su libro de andanzas junto al Director de la conspiración (al que intituló escuetamente «El general Mola», sin la preposición) que, ya irreconocible por el pavón de prudencia y subido todavía más el tono empalagoso que tanto había aventado en el original, se editó a finales del año siguiente, mil novecientos treinta y ocho. Fue un libro de éxito en la época y se tiraron cinco ediciones que su inspirador no llegó a alcanzar.