HE de reconocer que el desarrollo de los acontecimientos no ha ido al ritmo que pretendíamos y, aunque la situación es de control por nuestra parte, han pasado las semanas, ha finalizado el año y no hemos conseguido el objetivo de llegar a Madrid o avanzar hasta conquistar Bilbao. Ahora estamos en invierno, la climatología es aliada de los rojos —otra más— y debido a esta circunstancia los frentes tienen una cierta estabilización que no ha de eternizarse porque, si las condiciones naturales lo permiten, en cuestión de semanas vamos a dar los golpes mortales que esta contienda precisa para ganar. Desde julio del treinta y seis las fuerzas nacionales hemos ido construyendo un ejército con toda la disciplina que ello conlleva mientras que los rojos, que detentaban la mayor parte de nuestras tropas al comienzo de la contienda, lo han ido desintegrando hasta convertirlo en pandillas guerrilleras sin un mando único. Por esa circunstancia —y porque nos asiste la razón, la justicia y el peso de la historia— vamos a ganar la guerra. Que nadie lo dude.
Los rojos criminales han asesinado en Alicante a José Antonio Primo de Rivera, en Madrid han diezmado a las gentes que tenían presas en las cárceles y, poco antes de que el Gobierno títere republicano se fuera huyendo con el rabo entre las piernas a Valencia (tienen miedo de la Quinta Columna, de lo cual me alegro hasta el infinito. Un informador nuestro que vive en la capital nos ha comunicado que ese día grupos de anarquistas recorrieron la Gran Vía gritando: «¡Viva Madrid sin gobierno!». Qué ilusos, gobierno no han tenido nunca), llevaron a cabo un asesinato en masa en Paracuellos del Jarama que jamás, nunca jamás, quedará sin castigo. Comprometo mi vida en ello y pido a Dios que no quede escondido en el olvido de ninguno de los patriotas. Desde el dieciocho de julio los rojos han torturado, vilipendiado, asesinado y linchado a miles de sacerdotes, religiosas, seminaristas, hombres y mujeres de bien cuyo único delito era ayudar en la santa misa o participar en las procesiones. Han asaltado conventos, seminarios, iglesias, parroquias, albergues diocesanos, todo aquello que tuviera relación con la religión católica, y lo han hecho con una saña, con una inquina, con un regodeo por el escarnio que los coloca fuera de la condición humana. Tengo el testimonio de una de estas barbaridades: un comerciante de Madrid, católico ejemplar y honrado padre de familia, fue secuestrado de su domicilio y conducido por sus matones hasta la carretera de El Pardo, donde le pusieron de rodillas, le robaron la cartera, lo desnudaron y en calzoncillos le pegaron seis tiros. Su cuerpo quedó tendido en un arcén con un cartelón en el que, escrito a mano con su sangre, se decía: «Muerto por ser cura». No lo era: simplemente se trataba del monaguillo del párroco los fines de semana que ayudaba en la celebración al sacerdote.
Allí donde los rojos dominan, la causa católica sufre el exterminio. Asesinan a quienes llevan hábito o sotana porque no pueden matar a toda la población católica, que es lo que de verdad quisieran: no tienen armas ni munición suficiente para ello. Han asesinado a miles de curas y monjas, han profanado iglesias, han arrasado el mobiliario y las obras de arte, se han choteado vistiendo casullas y estolas, han aventado las sagradas formas desde un campanario, a las que disparaban como si fuera la caza de la perdiz, en Barcelona han sacado un confesionario a la calle para que sus acólitos se carcajeen… ¿Se puede pedir más ignominia?
Por los datos de que disponemos hasta ahora, en este exterminio sucio y de estercolero los rojos han asesinado al obispo de Jaén, don Manuel Basulto Jiménez; al vicario general de aquella Diócesis, don Félix Pérez Portela; a la hermana del señor obispo, doña Teresa Basulto; al obispo de Lérida, don Silvio Hiux Miralpeix; al obispo de Segorbe don Miguel Serra Sucarrats junto con su hermano y canónigo, don Carlos; a su vicario general, don Marcelino Blasco Palomar; al obispo de Teruel, fray Anselmo Polanco y Fontecha; al obispo de Barbastro, don Florencio Asensio Barroso; al obispo auxiliar de Tarragona, don Manuel Borrás Ferrer; al obispo de Cuenca, don Cruz Laplana Laguna; al obispo de Sigüenza, don Eustaquio Nieto Martín; al obispo de Almería, don Diego Ventaja Milán; al obispo de Guadix, don Manuel Medina Ostos; al obispo de Ciudad Real, don Narciso de Estenaga y Echeverría, y a su capellán, don Julio Melgar Salcedo; al obispo de Barcelona, don Manuel Irurita Almándoz, un navarro de Larráinzar (a quien tuve oportunidad de conocer a finales de mayo en Pamplona), y a su primo el sacerdote don Marcos Goñi, que estaba con él… Para qué seguir.
En esa ciudad, Barcelona, la jauría de hienas ha llegado a la profanación del cementerio que el convento de las madres Salesas del paseo de San Juan tenía en su parte posterior, y las momias de las religiosas las han sacado a la calle para que el populacho las escupa. ¿Qué persona en los límites de su sano juicio puede consentir este latrocinio, quién puede justificar uno solo de estos actos? Sobre sus conciencias caerá el castigo divino pero sobre sus cuerpos nosotros sabremos vaciar los cargadores como sólo estos miserables merecen. Nada más voy a añadir porque hora es de que las armas hagan justicia; contra las ratas que han cometido estas tropelías no hay perdón, ni aquí ni el en otro mundo.
Volviendo al estado de las operaciones militares he de decir que si nuestras tropas no han avanzado como esperábamos no ha sido por falta ni de ímpetu, ni de coraje, ni de ilusión ni de ganas, ni siquiera por vacilación en sus mandos, como dicen los rojos en sus periódicos (ignoran, los mentecatos, que para un oficial que se precie es preferible un ejército de gallinas mandado por un león que otro de leones mandado por una gallina. Nosotros tenemos una tropa de leones que se basta por sí sola; ellos son gallinas, simplemente gallinas comandadas por gallinas. Todos son gallináceas). La razón verdadera es que hemos sufrido una escasez de munición tan severa que, los primeros meses, ha sido necesario destinar patrullas para que recogiesen en la sierra madrileña las vainas de lo que íbamos disparando para rellenarlas de nuevo de pólvora y plomo porque no había más cartuchos: ¡si hasta hemos disparado con fogueo para que la tropa no se desmoralizase!
Los días previos a la sublevación un grupo de patriotas con posibles creó un fondo en Lisboa al que dotó con varios millones para hacer frente a los futuros gastos que nuestro movimiento conllevase. Portugal ha sido país amigo y, aunque no ha habido ayuda directa, al menos nos ha dejado circular sin entorpecer la misión de nuestros agentes y nos ha buscado proveedores. Pero aquel dinero se gastó en un suspiro al mes de levantamos en armas y llegaron los agobios para nuestra gente en el frente Norte, no así para las tropas de Franco, que contaban con el equipamiento y la munición del Ejército español de Marruecos. En agosto envié una carta a Franquito en la que, entre otras cuestiones, le comentaba:
«La expedición de cartuchos que me enviaste ha sido un desastre, pues ha llegado mucho menos de la mitad y las bombas de aviación (unas trescientas) sin espoletas. No tengo ni una bomba de once kilos. Te agradecería que te informases por la policía de Ayamonte qué ha sido del resto de la expedición. Dicen que la piensan mandar por barco a Caminha, pero en concreto no sé nada. Por todo eso es imprescindible abrir la comunicación que te propuse ayer por Cáceres. Mi obligada parada en la vertiente sur del Guadarrama “desinfla” a la gente al propio tiempo que hace que desconfíe la población civil. El constante duelo de artillería, muy débil por mi parte porque apenas cuento con municiones, me produce un gran desgaste. Consideraciones de orden político y económico me obligan a reiterarte la necesidad de avanzar cuanto antes sobre Madrid. El enemigo está desmoralizado (tengo documentos que lo acreditan) y es preciso no darle tregua. Mi general: a Madrid; a Madrid cuanto antes. Insisto también en que para dar un mentís a nuestros enemigos y para concretar muchos detalles nos reunamos. Aquí te harían un recibimiento apoteósico. Eso hay que explotarlo, mi general (…) No sé si te he dicho que el subdirector del Banco de España, Pan, nos dijo que si no entrábamos en Madrid antes de fin de mes nuestra situación en el orden económico podría llegar a ser gravísima. El papel se agota rápidamente, y más ahora que tenemos que depositar treinta millones en billetes para que Portugal nos abra un crédito de cuatrocientas mil libras esterlinas para ciertos pagos apremiantes. Me hace falta otra tonelada de pólvora para recargar cartuchos aprovechando las vainas que recogemos en el campo de batalla. La recarga se hace a mano por señoras, pues no podemos pagar jornales…»
Algunas de estas cuestiones fueron atendidas (por ejemplo: en cuanto la fábrica de Granada entró en plena producción y establecimos el procedimiento de entregas, nos llegó la pólvora que más o menos —más menos que más, esa es la verdad— necesitábamos) y otras quedaron sin resolver. Hasta mi mesa llegaban las peticiones angustiosas de García Escámez, de Beorlegui, de Cayuela…, de todo el mundo reclamando artillería, aviación, municiones, obuses, ametralladoras pesadas, y yo respondía siempre con buenas palabras diciendo que todo estaba en camino, que aguantaran porque era cuestión de días acabar con el estado calamitoso en el que nos encontrábamos. Durante semanas me convertí en el paño de lágrimas de mi gente, a quien no podía ni defraudar ni contar la verdad porque hubiese sido tremendo para la moral de las tropas. De manera simultánea por el despacho de Burgos aparecieron decenas y decenas de bienintencionados que venían a contarme cuentos, inventos, remedios y qué sé yo cuántas cosas más con las que la guerra acababa en cuarenta y ocho horas. A todos escuché (yo mismo me maravillé por la paciencia que tuve aquellas semanas) y con todos tuve una palabra amable, aunque no desaproveché nunca la oportunidad de recordar que la mejor manera de ayudar era haciendo aportaciones económicas que nos permitiesen comprar armamento. De la guerra ya nos ocuparíamos los militares, que es lo nuestro.
Franco me atendió a su manera y sé que en algunos círculos dijo que yo era un quejica inagotable; quizá lo hubiese sido, ¿por qué no? (por cierto, se afeitó el bigote antes de volar a Tetuán). Pero siempre actué con lealtad y movido por un interés superior que se llama España. No digo que él, Franco, no lo hiciese también, aunque tengo para mí que sus movimientos eran más de corto plazo, más de cara a conseguir una posición en la que se hiciera imprescindible por sus contactos con Alemania e Italia, por la proyección de su imagen exterior y por la forma de concebir la propia contienda. Quienes llevamos el peso de las operaciones hemos elevado su figura hasta la cúspide de este Estado prematuro que estamos consolidando porque lo consideramos necesario para unificar el rumbo de nuestras actuaciones. Es el Generalísimo de los ejércitos patriotas y cuando esta guerra acabe creo que sabrá administrar la victoria para ejercer su posición de líder desde una dirección colegiada.
Sobre la marcha hemos tenido que ir cambiando algunas directrices que habíamos preparado con anterioridad, porque el curso de los hechos así nos lo ha demandado. Ahora mismo no es voluntad mía pensar en el día después hasta que no vea consumir el último minuto de esta campaña. Soy un militar que no se arruga (dicen algunos que el valor es el disimulo del miedo) y que conoce sus límites. Hoy por hoy me encuentro en el campo de batalla; mañana, con el fin de la guerra, estaré donde corresponda sin escabullir responsabilidad alguna. ¡Qué más quisieran los rojos que abrir una brecha entre nosotros! Ellos no son sino partidas de matones que luchan contra un enemigo exterior —nuestro ejército— pero también por su propia supervivencia, ya que están más divididos y enfrentados entre sí que nunca; de ahí que se inventen desavenencias en el bando nacional. De no ser por el apoyo de Rusia a su causa (que les llega cada día y en cantidades industriales: armas, municiones, aviones, tanques, efectivos…), hubiésemos acabado con esta guerra hace semanas. El diecinueve de julio ellos tenían la mayor parte de un Ejército; nosotros contábamos con fe ciega en la victoria, una moral indestructible y, además, nos asistía la verdad y la razón. Esas eras nuestras armas intangibles (las ideas nos hacen fuertes, los ideales invencibles), porque la realidad es que teníamos voluntarios, muchos voluntarios, que no soldados con preparación.
Los frentes en el Norte están donde los dejamos antes de que la nieve, el granizo, las lluvias y el frío apareciesen en esas tierras. Desde que el gobierno de la República concediera a los vascos un estatuto de autonomía, los nacionalistas del PNV se han involucrado en la guerra como perros de presa. Nuestros ejércitos rodean ya los montes que envuelven Bilbao y está preparado un ataque para romper sus defensas en el río Deva y avanzar en paralelo a la costa. La frontera con Francia es ahora impermeable desde que las tropas nacionales tomaron Irún y luego San Sebastián. Han muerto Ortiz de Zárate y el bueno de Beorlegui (este más por cabezonería, ya que no quiso que su herida fuese curada como Dios manda, y le vino la gangrena), con el que tantas discusiones tuve. Recuerdo que me pidió autorización para que a la hora del ángelus sus tropas parasen quince minutos ya que es tradición en el país vasconavarro rezar a las doce del mediodía, como hacían combatientes de ambos bandos en algunas zonas, no en todas, porque había en las filas guipuzcoanas mucho comunista ateo que no respetaba ni a Dios. También paraban los domingos de ocho a nueve de la mañana para escuchar la santa misa y comulgar.
Ahora toda esa zona está bajo nuestro control y no hay problema alguno de índole religiosa: los nacionales ni matamos curas ni perseguimos a las monjas. Me viene a la memoria, ahora que escribo estas reflexiones sobre la cuestión religiosa, que el año primero de este siglo hubo un meeting en la plaza de toros de Barcelona donde unos energúmenos desplegaron una enorme pancarta que decía: «¡A matar 25.000 curas que sobran!». Si les dejamos, me temo que se saldrían con la suya.
Después de la toma de San Sebastián he volado sobre el frente Norte varias veces, lo he visitado, incluso, con Franco (cada vez que caía un obús de los nuestros en una trinchera enemiga, decía: «Toma pan y moja, que es caldo de liebre») y he tomado multitud de fotografías con la Leica. Nuestro ejército tiene moral de victoria y una fuerza física a prueba de bombas. A este respecto me han descrito una anécdota donde se refleja qué tipo de soldados combaten por las ideas de salvar España del comunismo y la anarquía. Según me contó un sacerdote que dijo apellidarse Urdín Muruzábal y ser navarro, un cabo del batallón San Marcial, de nombre Antiloginio González, cayó herido de consideración cuando avanzaba al frente de su formación cerca de Ochandiano. La metralla le arrancó el brazo izquierdo de cuajo y, lejos de pedir ayuda o reclamar auxilio médico, fue entonces cuando salió a relucir el genio de nuestros soldados ya que Antiloginio cogió con la otra mano el brazo que estaba en el suelo y, como si fuera un estandarte sagrado, alentó a sus hombres para seguir atacando la posición enemiga:
—A por ellos, a por ellos, marchar sin pausa, no hay que parar, que ya son nuestros… —gritaba el herido sujetando su brazo al modo de un lábaro[5].
El cabo avanzó entre el fuego enemigo hasta que una bala le llegó al corazón y cayó al suelo, pero quedó inexplicablemente de rodillas y en esa postura murió murmurando:
—A por ellos, a por ellos…
Quien me contó esta historia, como he dicho, era un párroco navarro y no hay por qué poner en duda su palabra. Aunque se non é vero, é ben trovato.
Otro sucedido del frente Norte fue la detención del escritor Pío Baroja, a quien le pudo más la curiosidad que la prudencia y poco faltó para que la excursión que hizo hasta Oronoz no le costase la vida. Por lo que me han referido quienes estuvieron en la escena (aquí todo el mundo sabe que soy un seguidor de las novelas de este escritor, al que algunos carlistas se refieren como el impío don Pío. Creo, ahora que toca hablar de libros y de autores, que de nada me ha servido andar toda la vida a cuestas con los clásicos y devorar las producciones de nuestro más eximios escritores contemporáneos; nunca llegaré a ser un buen escritor), parece que Baroja, tras enterarse por un periodista de que el alzamiento se había producido y que las tropas, sobre todo las columnas carlistas, estaban llegando desde Pamplona hacia la regata del Bidasoa, salió de Vera en coche acompañado del médico del pueblo para ver la procesión.
Llegaron a Santesteban y nada observaron, por lo que decidieron seguir bajando hacia Pamplona, aunque acabaron en Oronoz. Allí, en una casa de comidas, contemplaron el espectáculo que estaban esperando: llegaban camiones con voluntarios, coches, autobuses… Para no perderse el final de la escena el médico propuso marchar tras el convoy aunque don Pío, siempre tan inquieto, le dijo que adelantara con el automóvil a todo el mundo para llegar antes que ellos; pero fueron detenidos por un comandante a la salida de una curva porque iban muy deprisa y no llevaban identificación alguna. Escoltados, llegaron al puente de Santesteban, ya avanzada la tarde, y allí el escritor fue reconocido por el comandante Moreno, el yerno del propietario del hotel La Perla, falangista, y por algunos oficiales de la columna que también eran de Pamplona. Moreno, que por lo que cuentan es un hombre que no se anda con chiquitas y además acababa de salir de la cárcel, le dijo a Baroja en un tono que debía de dar espanto:
—Ya tenía ganas de conocerle. Y ganas me dan también de ajustarle un par de tiros por mentiroso, anticatólico y anticarlista. Lleva usted toda su vida atacando los valores del tradicionalismo que, aunque no son los míos, son algo muy sagrado para multitud de personas de esta tierra. Se merece usted un escarmiento.
Baroja estaba rodeado por muchas gentes con armas, la mayoría de las cuales no sabía quién era, pero tenían ya la sangre caliente y les faltó poco para fusilarlo. No queriendo que aquello acabara de malos modos, parece que Moreno ordenó que fueran escoltados hasta Vera y esperasen a la entrada dentro del coche hasta nueva orden. Pero la pareja de voluntarios que marcharon con ellos en el vehículo se cansó de esperar, ordenaron regresar a Santesteban y Baroja y su acompañante acabaron en la prisión improvisada que nuestra gente había establecido en los bajos del antiguo caserón que antaño fue ayuntamiento de la villa. Al cabo de un día, y después de dimes y diretes, consultas a Ortiz de Zárate y demás, volvió Baroja a su caserío de Vera, supongo que con el calzoncillo sucio y pocas ganas de meterse nuevamente en líos.
A propósito de escritores, periodistas, fotógrafos, informadores en general, hay que decir que de estas personas se ha ocupado la oficina de Prensa y Propaganda que creó Franco, en la que colocó inicialmente a Millán Astray hasta que lo sustituyó por el dúo Juan Pujol-Joaquín Arrarás (luego vinieron otros), más presentables para cualquier público. Me han contado que en Pamplona, delante del cadáver del coronel Ricardo Ortiz de Zárate, en la morgue del Hospital Militar, Millán organizó una de las suyas cuando comenzó a gritar sin más ni más:
—Hermano: ¡Ya la tienes, ya es tuya! ¡Cuántas veces has corrido tras ella en los campos de África! Fundidos en un abrazo estáis yaciendo los dos…
Y aquí, no sé si a cuento o no, se puso a cantar el Himno de la Legión («Nadie en el Tercio sabía / quién era aquel legionario, / tan audaz y temerario, / que a la Legión se alistó… / Por ir a tu lado a verte, / mi más leal compañera, / me hice novio de la muerte, / la estreché con lazo fuerte / y su amor fue mi bandera»), dejando a todo el mundo obnubilado. Considero que Millán tiene alterado el sentido del ridículo y no es persona para pasear por parte alguna, ya que origina más problemas de los que soluciona. Creo que no está en uso de todas las facultades mentales que tienen los humanos.
Desde la Oficina de Prensa y Propaganda me han pedido que centralice en sus dependencias todas las informaciones que sea preciso hacer públicas en torno a los avances de las tropas nacionales. Por ese motivo he prescindido de mi ayudante, el abogado José María Iribarren, que según ha contado quiere escribir un libro con nuestras primeras andanzas en la cruzada. Estuvo a mi lado varios meses y es testigo de muchas de las conversaciones que he tenido. Imagino que hará buen uso de ellas. Sus reseñas diarias están con los documentos más importantes que todavía conservo junto a los que traje de Pamplona, y que tuvimos que esconder entre Mariezcurrena y yo en la cripta de Capitanía el día que el director de la Seguridad del Estado, Alfonso Mallol, se presentó en Pamplona buscando armas, munición y documentos (sus gentes no fueron capaces de localizar sino un par de revólveres y alguna que otra escopeta vieja, aunque nos dieron un susto de muerte). ¡Qué tiempos, Señor, qué tiempos aquellos!
Procuro escuchar siempre que puedo las prédicas que manda a las ondas el general Queipo de Llano. Tiene un verbo encendido, habla con convicción y creo que ha metido en cintura a todos los rojos de Sevilla y alrededores. En Salamanca, desde el diecinueve de enero, emite ya la nueva Radio Nacional, que antes se llamaba simplemente Radio Castilla, y estimo que nuestro mensaje llega con mayor nitidez ahora que podemos competir en el espacio de las ondas. Los carlistas tienen sus propias unidades, que llaman Radio Requeté, y en Madrid contamos con una emisora clandestina que se encarga de hacer vibrar a los patriotas que resisten las vejaciones de los esbirros del Frente Popular. Estos saben que existe, no han podido todavía detectar desde dónde emite y la llaman despectivamente «Radio Hostia». Bueno, que sigan por ese camino.
Queipo no es persona a la que le guste andarse con rodeos, y en lo que él llama «Las charlas» arremete contra nuestros enemigos como sólo él, generalísimo de las ondas, sabe y puede; al día siguiente sus intervenciones las suele reproducir el ABC sevillano, el auténtico. La última que he escuchado tiene gracia porque decía Queipo: «Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los rojos lo que es ser hombre. De paso, también a las mujeres, que, ahora, por fin, han conocido hombres de verdad y no castrados milicianos. Dar patadas y berrear no las salvará». Qué cosas tiene este hombre.
Nosotros, en la frontera navarra, hemos instalado un barracón a las afueras de una población que se llama Larrañeta, cerca de Burguete, para controlar las comunicaciones y ampliar el radio de acción de los emisores, cuestión que tiene una importancia extrema. En Burguete se han requisado un par de caseríos para el mismo fin y habrá presencia permanente de nuestras unidades en prevención de algún ataque. Después de impermeabilizar la frontera en esa zona, el siguiente paso era perfeccionar el sistema radiotransmisor. Así lo hemos hecho.