FINALIZÓ el verano sin otras nuevas que la internacionalización absoluta de la guerra (con Franco, alemanes e italianos; con la República, los rusos y mucho voluntarismo internacional de jóvenes ilusos), y el día veintinueve de septiembre, san Miguel, el Sanmiguel patrón de todos los vascos, de la Euskal Herria inmemorial según proclamara años atrás el nacionalismo (Mikel gurea, zaindu Euskalerria), ocurrió una de las muchas desgracias que el carlismo regaló a quienes no comulgaban con sus ansias redentoras, fueran quienes fueran y hubiesen actuado como hubiesen actuado: había que asesinar, tenían que asesinar, no sólo por matar a los que en el pasado hubiesen disentido sino, sobre todo, para aterrorizar y generar un estado universal de pavor y miedo entre la población.
El dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis los facinerosos habían detenido en la casa que sus padres tenían en Arellano al alcalde de Estella, Fortunato Aguirre, destacado militante del PNV y presidente de la asamblea de municipios vascos que en mil novecientos treinta y uno había aprobado, en aquella localidad y de forma solemne, un proyecto estatutario de autonomía —el Estatuto de Estella— para las provincias vasconavarras, con el apoyo expreso de los dirigentes carlistas. Este estatuto jamás entró en vigor porque, a la postre, no fue ratificado por los alcaldes navarros (algunos, presionados por los tradicionalistas que finalmente vieron en el texto la ruptura de España y la desintegración de las esencias del viejo reino, cambiaron el voto haciendo caso omiso al mandato que llevaban de sus ayuntamientos), pero Fortunato Aguirre quedó para la historia como un enemigo de la España imperial que estaba surgiendo y un individuo a eliminar físicamente tan pronto las circunstancias lo permitiesen.
El alcalde, de cuarenta y tres años, había sido maestro y los últimos diez años de su vida los había pasado en Estella, donde era propietario de un taller de reparación de coches y una gasolinera. A decir de casi todos era una buena persona, religioso hasta la candidez, católico de una pieza (en mayo había sido padrino de la confirmación de los niños de su pueblo, en la ceremonia que ofició en Estella el obispo de Pamplona) y nacionalista vasco, pecado que en julio del treinta y seis se purgaba con la propia vida. Lo habían detenido en Arellano y estaba preso en la cárcel de Pamplona, sin acusación ni cargos contra él, hasta que el día de san Miguel, el veintinueve de septiembre, una partida carlistona decidió acabar por la tremenda con la vida de aquel enemigo de España y lo llevaron de madrugada en una furgoneta, atado de manos, hasta la tapia de una pequeña población, Tajonar, cercana a Pamplona. Allí el jefe de los matones le dijo con retintín:
—A ti, esta vez, no te salva ni san Miguel. Ponte de espaldas a la tapia y mira de frente, que te vamos a matar.
Aguirre, incrédulo, cumplió la orden y antes de que pudiera ver las caras del resto de la partida asesina sonaron tres disparos y cayó al suelo muerto; como estaba en las afueras del cementerio los matasietes no se ocuparon de enterrarlo. A media mañana un agricultor que estaba roturando el campo descubrió un cadáver terroso y macilento, reconoció en él los restos del alcalde de Estella y avisó a la familia (su mujer estaba embarazada de siete meses y medio de unas gemelas que ya no podrían conocer al padre) para que retirasen el cuerpo. Pero los matones que en aquellos años decidían qué era lícito y qué no impidieron que fuera trasladado a su pueblo por lo que tuvo que ser enterrado en el lateral de un campo de cebada, sin féretro ni mayores aditamentos, a pocos metros del propio cementerio (de paso, para incrementar su venganza, los representantes del nuevo orden se incautaron de todas las propiedades que el antiguo alcalde tenía hasta la fecha de la sublevación). Durante veintitrés años el cuerpo de Aguirre estuvo enterrado en campo abierto, protegido únicamente por dos hileras de piedras que avisaban a su propietario para que no metiera allá el brabán del tractor cuando trabajaba la tierra. Al cabo de ese tiempo de escarnio autorizaron que sus restos, si es que quedaba algo bajo la tierra, pudiesen ser trasladados a Estella y fueran, otra vez, enterrados tras un funeral religioso.
Las autoridades del Partido Nacionalista Vasco recibieron un mazazo con la noticia del asesinato de Aguirre, que se sumaba a los cientos de muertos, tal vez miles, que la guerra estaba dejando en la zona vasconavarra a los dos meses de empezar. El alcalde de Estella, para el nacionalismo vasco, era un ciudadano ejemplar cuya muerte sintieron como la mayor amenaza que todavía estaba por llegar, ya que el propio Mola lo estaba advirtiendo en pasquines que lanzaba desde sus aviones sobre Vizcaya: «Si no os rendís, conquistaré la provincia sin ningún miramiento».
Para José Luis Zamanillo, supremo dirigente carlista, el día anterior a la festividad de san Miguel fue un viernes de pasión. Estaba en Burgos, como casi todos los conspiradores, cuando recibió en su oficina un telegrama de Viena con el siguiente anuncio: «El rey ha muerto». El rey era Alfonso Carlos Fernando José Juan Pío de Borbón y Austria de Este, duque de San Jaime y de Anjou, teniente de los Zuavos Pontificios, general en jefe de los ejércitos carlistas en mil ochocientos setenta y tres, conocido por sus partidarios como Alfonso Carlos I, rey de España, la última esperanza carlista en cuyo nombre se habían echado al monte dos meses atrás miles y miles de voluntarios sin formación, abrazando de nuevo el lema centenario de la santa tradición: Dios, Patria, Rey. Zamanillo aseguró aquel veintiocho de septiembre, san Wenceslao de Bohemia, mártir, que don Alfonso Carlos acababa de remitirle, con fecha del veintidós, una carta que recibió al mismo tiempo que la noticia de su fallecimiento, tragedia que para él y sus gentes suponía la explosión de un mortero que les hubiese reventado el alma. La misiva dirigida por el patriarca de los tradicionalistas a José Luis Zamanillo, y que este leyó a sus más cercanos colaboradores con lágrimas en los ojos y un trabazón en el gollete, decía: «Muy de corazón vengo a felicitarte por tu admirable comportamiento, pidiendo a Dios te libre de toda desgracia. El valor de nuestro Requeté me entusiasma; es la admiración de España y del extranjero porque si, como espero, Dios mediante, triunfamos en esta campaña, se debe el triunfo, en gran parte, al arrojo de nuestros carlistas. El número de estos debe de ser ahora de unos setenta mil y si pudiéramos tener a los de Valencia, Murcia y Cataluña aumentaría el número en gran escala. Haz saber a mis queridos requetés cuánto les admiro y les agradezco el haber acudido tan en masa a mi llamamiento de pelear tan sólo por España. Para recompensa hará Dios que después triunfe la Santa Causa. La gloria de nuestros requetés será haber salvado a España y a Europa».
El último varón descendiente directo de la dinastía iniciada por Carlos María Isidro, el Carlos V de sus seguidores, falleció en la capital austríaca de otro accidente insulso ya que fue atropellado al cruzar la calle por una ambulancia militar, dejando huérfanos a miles de voluntarios que habían marchado a los frentes para rescatar su nombre del baúl de la historia, que era donde había quedado olvidado medio siglo atrás. Tras su muerte los tradicionalistas reconocieron al regente que el casi nonagenario había designado, Javier de Borbón Parma, ciudadano italiano recriado en Francia, heredero de refilón de una dinastía que ni el propio carlismo, a los dos meses de comenzar la guerra y con miles de seguidores en todos los frentes, estaba en condiciones de perpetuar. A Franco, el fallecimiento del líder de quienes con tantos sacrificios humanos estaban apoyando su cruzada no le produjo ni frío ni calor. En un huero telegrama que dirigió al jefe de los carlistas, Manuel Fal Conde, el Generalísimo se limitó a decir del anciano pretendiente muerto en el exilio: «Fue un buen español y espejo de caballeros».
La estocada trapera que Franco llevaba pergeñando a sus mejores la guardó para medio año después cuando, mediante Decreto, decidió unir la boina roja (aportación de un industrial vasco al arte militar del universo mundo) a los uniformes fascistas del partido que había fundado el abogado madrileño José Antonio Primo de Rivera, para instituir los atavíos de lo que se denominó a partir de entonces Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, FET y de las JONS, la unión eterna del carlismo irredento y los camisas viejas falangistas, que los más exaltados de ambas formaciones aceptaron, pero a tiros, por las calles de Valladolid, la ciudad elegida por los jerifaltes del régimen para oficializar las siglas y el nuevo atuendo. Hubo muchos más tiros entre carlistas que no querían ver disuelto un movimiento dinástico centenario por el que habían dado la vida familiares próximos y falangistas que no aceptaban la monarquía y, mucho menos, un rey sin abolengo; pero ninguno consiguió que Franco diera marcha atrás y anulara el monstruo rojinegro que había creado, puesto que había asumido el mensaje que su cuñado, Ramón Serrano Súñer, llevaba tiempo difundiendo sotto voce:
—Mando único, partido único.
En tan sólo nueve meses los carlistas vieron esfumarse la monarquía, su rey y la posibilidad de ganar una guerra, aun cuando peleaban en el bando que conquistaba terreno y se proclamaba, frente al mundo, vencedor de la cruzada.
Tras liberar Toledo y habiendo ganado Oviedo al cabo de noventa días de asedio por parte de los dinamiteros asturianos, los ejércitos de Franco conocieron cómo el gobierno de la República salía tarifando de Madrid camino de Valencia el seis de noviembre, san Alejandro de Sauri, el apóstol de la paz, porque presagiaba que antes de que finalizara mil novecientos treinta y seis la capital de España iba a ser objeto de un ataque total; no fueron perspicaces para advertir que las tropas de Franco se mostraban imbatibles a campo abierto pero incapaces de tomar la posición cuando tenían que pelear entre calles. «No pasarán», gritaban a diario los milicianos republicanos apostados en la Ciudad Universitaria —todavía sin acabar de construir cuando comenzó la guerra—, y el eco de estas voces se escuchaba en la sierra, donde los voluntarios del ejército del coronel García Escámez estaban sufriendo ya los rigores de un otoño severo que diezmaba una tropa que había llegado al frente con pantalón de verano, en mangas de camisa y con la bota al hombro, creyendo que iniciaban un viaje a Madrid de siete días.
Iñaki Mariezcurrena lleva en el frente cuatro meses, no ha disparado un tiro (ni con un brazo ni con el otro) pero sabe distinguir la aviación propia de la enemiga, es capaz de organizar el rancho para una compañía y se ha hecho amigo de casi todo el mundo porque se encarga de la munición de boca que la tropa de la sierra madrileña tanto necesita (sobre todo, si es vino y coñac). Su facha inconfundible, con la cabeza siempre recubierta de una boina roja descomunal, sigue levantando comentarios porque nadie comprende qué hace en el frente una persona inválida; él, para compensar semejante desgracia, se ha esforzado en estar siempre a la vanguardia de la columna y tiene conquistado al coronel García Escámez por el estómago y su cara bonita, ya que cuenta chistes, imita a hombres y animales, canta y es poeta. Desde mediados de agosto, además, tiene un ayudante que se llama Javier Imízcoz, con quien edita una revista que a la tropa le descojona incluso los días que la aviación republicana bombardea las posiciones y el enemigo hace carne.
—De morir, que sea de risa. Reventado por la metralla o las balas, pero de risa —dijo Mariezcurrena el primer día que la columna padeció un bombardeo.
Javier Imízcoz era un caso aparte. Vivía en Huarte cuando Mola ordenó la sublevación y estudiaba para perito mercantil en Pamplona, con notas excelentes. Tenía diecinueve años, era el primogénito de tres hermanos, hijos de un matrimonio de catolicismo ejemplar, según decía el párroco del pueblo, cuya única pena era no poder mandar al padre, Doroteo, con los voluntarios (en aquellos días la mayor parte de las gentes de buena fe pensaban que ir al frente era una excursión de verano que duraba cuatro semanas, con la que se obtenían indulgencias plenarias) porque padecía de los bronquios y se asfixiaba a poco que anduviese más de doscientos metros. Era primeros de agosto y los corifeos de Mola machacaban a diario que la sublevación era un éxito de tales proporciones que, antes de un mes, Madrid iba a ser conquistada y con ello quedaba restablecido en España el orden, la religión católica y la paz. Esta música de fondo fue calentando la cabeza de doña Matilde Cemboráin, su madre (que no leía los periódicos y, por tanto, estaba ajena a los muertos diarios que la sublevación de Mola estaba causando en el frente y en la retaguardia), y una mañana de lunes sacó a Javier de la cama, temprano, para espetarle:
—Pero ¿qué? ¿Vas a ser tú el único del pueblo que no se va al frente para conquistar Madrid? ¿Vas a estar en casa esperando que te movilicen?
—Es que a mí no me gustan las guerras —contestó el chaval.
—Las guerras no gustan a nadie, Javier. Pero esto es otra cosa; cuatro días de paseo y vuelta a casa como un héroe…
—Bueno, si es otra cosa entonces todo cambia.
—¿No te gustaría ir?
—Es que no sé ni cómo se hace.
—Pues mira. Vas a la plaza de San Francisco, en Pamplona, y en el edificio de la escuela está la oficina de reclutamiento. O si no, pasas por la plaza del Castillo y subes al Círculo Carlista y te haces voluntario.
—¿Así, sin más?
—Eso dicen.
—¿Y adoóde te mandan?
—A conquistar Madrid.
—¿Y cómo se hace eso?
—Ay, Javier, esas cosas no me preguntes. Eso te lo dirán en la oficina de reclutamiento. En el pueblo aseguran que antes de quince días las tropas de Mola entran en Madrid y luego se vuelven todos para sus casas.
—Yo no entiendo nada, pero me parece que no debe de ser tan sencillo. Digo yo que los de Madrid no se van a dejar conquistar así como así.
—Es que Mola infunde mucho respeto.
—Y en Madrid, ¿quién manda? ¿El rey?
—Pues no sé, el rey me parece que no, Javier. Creo que ahora está esa cosa de la República, de los ateos, de los masones, de los revolucionarios, del comunismo. Contra todos esos está luchando Mola.
—Y nosotros, ¿de qué somos?
—Nosotros somos católicos y españoles, que no es poco.
—Bueno, esta tarde me voy a Pamplona.
—¿Te preparo algo? ¿Una muda, alguna camisa de tu padre, otros pantalones, unas sandalias?
—Lo que quieras. Supongo que no me mandarán al frente nada más llegar…
—Bueno, eso depende de los que estéis esperando, según me ha dicho el párroco. Casi todos los días salen autobuses. Si tienes suerte, esta misma tarde te vas para Madrid.
—Bueno… —acabó Javier Imízcoz.
El hijo primogénito de la familia Imízcoz-Cemboráin llegó sobre la hora del ángelus al Círculo Carlista, se apuntó sin fe en el banderín de enganche, le entregaron una camisa caqui, pantalón, correaje y boina, y con un vale que presentó en los cuarteles del Regimiento América recibió un fusil, cincuenta cartuchos y dos granadas; sin tiempo para más marchó hacia Burgos en un autobús que se estaba completando a esa hora y de allí a la sierra de Madrid. No tuvo lapso siquiera de avisar a su madre, que recibió un mensaje de la oficina de reclutamiento tradicionalista al día siguiente donde le comunicaban que el voluntario Javier Imízcoz Cemboráin se había incorporado al Tercio de Pamplona y ya debía de estar en la vanguardia carlista para tomar Madrid. Doña Matilde pavoneó la carta entre los vecinos de la calle y quedó a bien con su conciencia y con su dios; don Doroteo se fue al bar del pueblo y convidó a chiquitos de clarete a todo el que se acercó. Parecía que el matrimonio no había mandado un hijo a la guerra: parecía que el chico se había metido cura y marchaba al seminario para redimir el mundo.
El caso es que Javier Imízcoz llegó a la sierra madrileña y lo primero que vio fue la cresta roja de Mariezcurrena, de quien se hizo inseparable aunque parecían el punto y la i por sus diferencias en altura y anchura. El chaval no sabía nada de nada, ni siquiera qué se dirimía a tiros, pero por no aguantar la cantinela de su madre era capaz de ir a la guerra y de cuestiones peores; Mariezcurrena estaba en el monte porque le gustaba viajar mucho más que cuidar las vacas del caserío familiar, siempre solo y salpicado de mierda. Podría decirse que eran almas gemelas, como muchos de los voluntarios que el carlismo había estado reclutando desde tiempo atrás. Pero la guerra era la guerra y en el frente había mucho movimiento —sobre todo las primeras semanas—, y quien no andaba listo corría el riesgo de perder la vida en cualquier escaramuza. Como quiera que Mariezcurrena no podía disparar pero sabía utilizar sus brazos en la cocina, para cuando llegó Imízcoz a Navacerrada era ya el amo de los pucheros y nada más verlo se fijó en aquel chaval que acababa de arribar con alpargatas de esparto y cara de no haber roto un plato en su vida.
—Qué, ¿al frente? —preguntó el gigante carlistón.
—Bueno, eso parece. Me manda la madre porque en casa no ha podido venir nadie. Yo soy el mayor de los hermanos.
—¿Y tu padre?
—Bueno, es que mi padre tiene asma y se asfixia. Si anda cuatro pasos mal contados se tiene que sentar y esperar.
—¡Ah, bueno!
—¿Tienes instrucción?
—¿Y eso qué es?
—Si te han enseñado a manejar armas.
—No, no —contestó Imízcoz apurado—. Yo no sé manejar nada. Me han entregado este fusil que da un miedo enorme.
—Nada, chaval, ni te preocupes. Voy a hablar con el capitán y te vienes a la cocina de ayudante. Guerra, lo que se dice guerra, vas a ver poca, aunque los obuses te pueden caer en la cabeza igual; pero no vas a tener que disparar un tiro. En la cocina manejamos sólo munición de boca y no hacemos carne.
—¿Que no hacéis qué?
—Carne, coño. Que nosotros no matamos a nadie. Alguna vaca, algún ternero, quizá un caballo… poco más.
—¡Ah, bueno!
—Entonces, ¿te interesa el trabajo?
—Creo que sí. Yo no quiero utilizar este fusil, a mí no me interesan las guerras.
—¿Qué hacías antes? Me refiero a qué hacías antes de venir al frente.
—Estudio para perito mercantil, que es lo que quiere mi padre. Pero lo que de verdad me gusta es escribir. He leído muchas novelas de Pío Baroja y de Valle-Inclán. Es lo que más me atrae.
—Uy, a mí también —contestó Mariezcurrena hinchándose—. Me he tragado, enteros, los Episodios Nacionales de Pérez Galdós, no te digo más.
—A mí me gustaría escribir algo de esta guerra.
—A mí también.
—Pues podíamos hacer algo.
—¿Como qué?
—No sé, quizá una revista…, quizá un periódico…
—Coño, ¿con qué? Aquí no hay nada de nada que no sean armas, munición, cañones, uniformes…
—Digo yo que habrá papel y lápiz, ¿o no?
—Eso, sí. Yo dispongo de lápiz y algunos papeles. Pero le puedo pedir a un cabo de confianza que nos facilite hojas más grandes. Las que tengo son pequeñitas, tamaño cuartilla.
—Con eso no hacemos nada.
—Déjalo de mi cuenta, que yo conseguiré papel y buenos lápices.
—Y ¿de qué escribimos?
—Nos podemos inventar la vida en el frente y contarla, pero de broma. A mí me gustan mucho las bromas. Y los chistes. Aquí, ni te cuento: tengo una fama de juerguista…
—Muy bien. ¿Qué nombre le ponemos?
—Buena pregunta. ¿Propones alguno?
—Ahora mismo no se me ocurre ninguno.
—Aquí nos reímos mucho con los que no saben beber de la bota; se les cae el vino por la pechera y son una risión.
—Pues ya está. Le ponemos La Bota. Y ya está.
—Pues ya está. No se hable más.
Imízcoz no hizo instrucción porque su amigo el salsero apañó el encargo y se incorporó directamente a la cocina, donde llegó a despuntar debido al pulso que exhibía cuando había que lograr el punto de sal. El chaval era callado, discreto y no llamaba la atención; pasaba tan inadvertido que, de no ser por el uniforme que llevaba, nadie hubiese dicho que aquel joven estaba en una trinchera militar. Ni siquiera llevaba pistola.
Y cuando acababa de fregar el último cuenco de metal se reunía a la luz de un candil de carburo con Iñaki Mariezcurrena y discutían sobre los asuntos que el primer número de La Bota iba a publicar; aunque no lograban arrancar nunca.
Un domingo, tras la misa mañanera, Imízcoz le dijo a su amigo:
—Creo que lo tengo. Como se llamará La Bota, le pondremos de lema: «Guerra y vino. Viva el santo porrón». He pensado que tenga noticias, anuncios, la cartelera del cine, deportes, versos y acertijos.
—Coño, Javier, no dices nada. Si queremos hacer eso que dices nos vamos a tirar un año.
—Tú déjame a mí, que yo me apaño con las cosas que me van contando. ¿Hacemos una prueba de caligrafía para ver quién escribe mejor?
—Ocúpate tú directamente. Tengo una letra endiablada.
—Conforme. Mañana comenzaré a escribir. Tú me das ideas, las discutimos y yo, por las mañanas, antes de ir a la cocina, me pongo a escribir.
Fue pasando el tiempo y la posición del coronel García Escámez no cesaba de recibir refuerzos; los encargados de la cocina tenían pocos ratos libres para el descanso porque en el frente se trabajaba de sol a luna, de lunes a lunes. Aun así, los dos escritores casi siempre encontraban unos minutos para discutir sobre la revista y, cuando estaba llegando el frescor de finales de otoño, por fin salió el primer número —cuatro páginas de una caligrafía primorosa— con una portada que contenía: «Presentación», «Artículo de Fondo» y «Gesto de Campaña»; esos eran los titulares de las informaciones. Y un rótulo al bies: «Nuestro deber de español: ¡Hoy, el fusil y el parapeto!». Como Imízcoz no andaba sobrado de conocimientos políticos la portada tenía un faldón —sin texto— con este título: «España-Franco-Falange». A Mariezcurrena no le hizo gracia.
—Debías haber puesto «Dios, Patria, Rey», que es el lema carlista.
—Sí, ya, pero me parecía poco original. Creo que queda mejor este.
—Pero Franco no es falangista.
—Bueno, eso da igual. Los falangistas, según me dice un cabo que lleva camisa azul, apoyan a Franco.
La revista tuvo gran éxito y fue pasando de mano en mano hasta que llegó, rota y sobada, a las del coronel García Escámez. Al jefe de la tropa le llamó la atención una nota que La Bota llevaba en su última página y que, bajo el título de Radio Pasionaria al servicio del pueblo. Ondas corta, larga y extra de las dos, con una barbaridad de voltios, voltímetros y quilociclios, decía: «Este es el programa para hoy noche de la mejor radio al servicio del pueblo. En primer lugar, conferencia sobre el amor libre, por M. Nelken. A continuación se ofrecerá la siguiente programación: “Formas y maneras de hacerse rico”, por I. Prieto. “La pasa del hambre”, por Un hijo del Pueblo. “Los adelantos en la España roja”, por J. Negrín. Conferencia en ruso, por Vorochiloff. Funerales por el resultado de San Sebastián. Himnos patrióticos ruso-franceses. Ayes desgarradores por el pueblo. Cierre de emisión». También carcajeó al leer, junto a un sumario que proclamaba: «Nuestro grito ahora: Vino y guerra; después, ¡Vivan las viudas y las feas!», un anuncio que denominaban barato: «Se venden varias novias que tenemos en la “Gloriosa” por llevar varios meses de relaciones con el fusil».
Escámez mandó llamar a los redactores y aparecieron Imízcoz y Mariezcurrena, ambos con delantal azul raído, cuchillo en las manos y restos de mondas de patata por la pechera.
—De modo que son ustedes los graciosos que han escrito esto, ¿no?
—Así es, mi coronel. ¿No le ha gustado?
—Mucho. Les he llamado para felicitarles. Aquí se necesita mucho humor para seguir vivos.
—Estamos a sus órdenes, mi coronel.
Imízcoz no hablaba.
—¿No tiene usted nada que decir, soldado?
—Nada, mi coronel. Únicamente que hemos escrito esto porque nos gusta la Literatura y teníamos ganas de sacar una sonrisa de los compañeros.
—Sigan, continúen por ese camino. Felicidades. Que les den una ración extra de tabaco.
—No fumamos, mi coronel.
—Entonces, mañana tienen el día libre.
—Como nos deje el día libre —aseguró Mariezcurrena—, mañana aquí no come nadie.
—Hagan lo que quieran. Felicidades.
Los fríos llegaron cuando Imízcoz estaba pergeñando el segundo número. No contaban con ropa de invierno ni calzado al uso, estaban recubiertos por un churre de mugre, tenían piojos en la cabeza, chinches en el cuerpo, ladillas en las pelotas, caries y muchas ganas de huir de aquella posición en la que llevaban varados casi desde que el frente era frente y la guerra una escabechina diaria. Por eso una mañana, de común acuerdo, Imízcoz y Mariezcurrena montaron en un camión de suministro, convencieron al chófer para que les llevara lo más cerca de Burgos, llegaron a la capital castellana, tomaron un autobús a Logroño y desde allí se plantaron en Pamplona en el coche de línea, sucios, desastrados y hasta descoloridos, para celebrar la llegada de la navidad con las familias. Nada dijeron a sus superiores porque jamás pensaron que alguien les reclamase nada. Marcharon a la guerra por su voluntad y de la misma regresaron a casa. No fueron los únicos que desertaron en el primer invierno que las tropas de Mola pasaron al raso, luchando por llegar a Bilbao y avistar Madrid.
El telefonista Mariezcurrena recibió la visita de su hermano cuando llegó a Pamplona camino del pueblo y comentó sin aspereza:
—Anda con ojo que te has ido del frente sin permiso y eso es muy grave.
—Yo no pedí permiso a nadie para ir y creo que nadie me lo debe dar para volver. Les he dado de comer durante cinco meses y creo que ya he cumplido. Esto de la guerra, el frente, los militares, las bombas, los cañones, los fusiles, las pistolas, los caballos, las mulas, los aviones, los heridos, los muertos… creo que no es lo mío.
—¿Y qué es lo tuyo, Iñaki?
—Vivir tranquilo. Y en paz.
—Pues no sé si lo vas a conseguir. Al que deserta, en cuanto lo cogen, marcha de nuevo a un grupo que llaman el Tercio de Sanjurjo, donde están los represaliados políticos, la gente de la que no se fían, los desertores, algunos chiflados y unos mandos que deben dar miedo, por lo que dicen. Ese tercio es una punta de lanza en esta lucha y el que más bajas tiene.
—¿Una qué?
—Una punta de lanza, la vanguardia de las tropas, los que marchan a la descubierta.
—Menudo lío… Pero si yo no puedo disparar con este brazo…
—Eres un desertor y para ellos un cobarde.
Iñaki Mariezcurrena volvió a casa de los padres, pero al cabo de cinco días un piquete carlista se presentó en el caserío y a la fuerza lo llevaron hasta Pamplona en un coche particular. En la capital fue conducido hasta el colegio de los Escolapios para que un alférez requeté lo interrogase con malos modos, ya que sobre él pesaba la sospecha de que no sólo era un cobarde desertor sino que había pasado información al enemigo, algo que Mariezcurrena no hubiese podido hacer por mucho que lo intentara, que no era el caso. A la vista de que no soltaba prenda porque nada podía decir y estaba obnubilado con la historia que le estaba tocando vivir, un teniente falangista que había dirigido el interrogatorio lo sacó al patio esa misma tarde, llamó a cuatro voluntarios y se lo llevaron esposado hasta los glacis de la ciudadela, cerca del cuartel del Regimiento Sicilia. Con la muralla a sus anchas espaldas el teniente insistió para que contase quiénes eran sus enlaces.
—No sé nada de lo que me está preguntando, mi teniente. Yo era carlista y como tal me fui a la guerra, aunque no pudiese disparar a causa de la minusvalía en el brazo. He sido cocinero en el frente, a las órdenes del coronel García Escámez.
—Eso lo sabemos. Y también que eres un espía de los rojos.
—¿De quién?
—De los rojos, pedazo de cabrón.
—No digas majaderías, mi teniente, que siempre he sido carlista.
—No me toques más los huevos que acabamos echando hostias.
—¿Qué acabamos?
—Contigo.
—¿Conmigo? ¿Por qué, qué he hecho malo?
—Eres un espía de los rojos y por tu culpa han asesinado a varios de los nuestros.
—Eso es mentira. Yo soy carlista desde siempre. Pregunten en el Círculo.
—Ya lo hemos hecho.
—Entonces sabrán que estoy diciendo la verdad.
—Eres un espía y no me sigas tocando los cojones que acabamos aquí mismo.
—Yo no soy un espía. Lo que dices es falso.
—Es verdad, y como es verdad vas a tener lo que te mereces.
El teniente dio dos pasos para atrás y los voluntarios, con los fusiles amartillados, apuntaron a Mariezcurrena. Sonó un disparo y el cocinero cayó desplomado, con un orificio en la frente por el que chorreaba sangre como un cerdo al degollar.
—Así acaban los chivatos —dijo el teniente enfundando su pistola.
—¿Avisamos al cementerio? —preguntó uno de los voluntarios.
El joven estaba aterrorizado, temblando, por el miedo de la escena turbia que acababa de contemplar.
El teniente le miró con rabia.
—Aquí no se avisa a nadie. Que se pudra.
—A sus órdenes, mi teniente.
—Venga, todos al cuartel que hoy es día de trabajo.
—A sus órdenes, respondieron los voluntarios.
Camino del cuartel el teniente comentó con el grupo fusilero:
—Este individuo se dedicaba a mandar mensajes cifrados a nuestros enemigos en esa hojita que publicaban. Uno de los últimos que descubrimos era un anuncio de chirigota, que no era tal porque decía en clave: «Regalamos toda clase de interiores. Gran saldo en camisetas y calzoncillos amarillos debido al “tiempo”». Está claro, ¿no?
—Sí, mi teniente —respondieron los voluntarios cagados por el miedo.