HE hablado con mi padre, que es hombre que está de vuelta de muchas cosas; diría que de casi todo. Ahora se encuentra en Pamplona acompañando a Consuelo y a los niños pero es un muerto viviente porque el trance de Ramón lo ha dejado inerme, como un vegetal, y repite que ha visto tantas desgracias en su existencia que únicamente desea marchar de esta vida para reunirse en el otro mundo con nuestra madre. Creo que habita en ese punto al que las personas llegan con desapego por lo terrenal y se revisten de un aura mística que los mantiene vivos pero etéreos, de carne y hueso aunque ausentes. No es ni sombra de lo que fue. Me ha preguntado por la gestación del nombramiento de Franco como Jefe de Gobierno del Estado Español, que es la fórmula que adoptamos para que el movimiento liberador tuviera cara y ojos frente al mundo que nos observa, al tiempo que escudriña y registra los tiempos de nuestros tránsitos.
—Espero que no se haga realidad el pensamiento de Macaulay cuando dijo aquello de nuestra patria: «España es un país que reserva sus energías íntegras para el día de la desesperación». Lo espero porque el paso que habéis dado es de una importancia extrema para el futuro.
—Mira, papá, yo mismo era partidario de que hubiese un mando militar único porque la experiencia indica que en situaciones extraordinarias se requieren decisiones fuera de lo común. En estos momentos Franco es la persona capaz de aglutinar la ayuda externa que el movimiento necesita y es el que mejor prensa tiene; incluso el más conocido. Ya sabes que a mí no me gusta la cosa pública.
—Pero es que le habéis nombrado Jefe del Estado español, que equivale a hacerlo rey o presidente de la república.
—Mira, lo que acordamos tras muchas discusiones fue que ostentará el mando único del Ejército, que es quien gobierna la parte de España que está bajo nuestro control. Pero la camarilla que le rodea —porque Franco es un especialista en buscarse un colchón de aduladores— está yendo más allá y se refieren a él no sólo como generalísimo sino como Jefe del Estado, o faraón de España, que da lo mismo. Nosotros únicamente le nombramos jefe del gobierno.
—A eso iba, a eso iba…
—Son interpretaciones temporales…
—No seas lila, Emilio, que esto tiene más calado de lo que presupones. Si comienza por atribuirse funciones que nadie le ha otorgado el siguiente paso será revestirse de emperador y convertiros, a ti y a los pardillos como tú, en eunucos.
—Papá, ahora estamos en guerra y mientras dure no hay que desviar la atención hacia cuestiones superfluas. Yo mismo propuse a Franco para que fuese el mando militar único porque considero que es lo que procede. Mi misión es estar en el frente y limpiar el Norte de tanta escoria acumulada. Tiempo habrá mañana de establecer la fórmula de gobierno que requiera España.
—Pero, Emilio, que los monárquicos te tienen enfilado desde la decisión que tomaste sobre el hijo de Alfonso XIII…
—Bah, habladurías… Los carlistas, que son los más sanos, todavía están por hacerme un comentario.
—Es que ellos tienen su propio rey. Por si no lo acabas de ver todavía, a tu sombra, a tus espaldas, hay gentes que mueven peones para el día de mañana.
—El día de mañana, Dios dirá. De lo que se trata ahora es de avanzar sobre Madrid y conquistar Bilbao.
—Puedes decir lo que quieras pero en esta batalla has descubierto un flanco que no podrás tapar. Ojalá no te conviertas en un general incómodo.
—¿Para quién?
—Coño, Emilio, a veces tengo el pálpito de que andas por las nubes. Para los que quieren mandar. ¿Para quién va a ser si no?
—Yo mando sobre mi tropa y que otros se preocupen de suministrarnos armamento. Que esta guerra no se gana publicando decretos en el Boletín del Estado. Papel, papel. ¿De qué sirve el papel cuando falta artillería, aviones, munición, barcos…? A eso se tiene que dedicar Franco, y los que le rodean, que son una caterva de melifluos. A mí que me consigan los medios. Mañana, cuando haya acabado esta catástrofe, ya veremos. Sin renunciar a nada, estimo que las cosas tienen un orden: hoy ganar la guerra, barrer al enemigo de España, porque esto se va a arreglar pero después de muchos tiros. Mañana, administrar la victoria. Se lo dije a los dirigentes del carlismo y no he cambiado un milímetro de posición.
—Ya hablaremos más adelante —acabó mi padre moviendo la cabeza como el péndulo de un reloj.
—Hablaremos —añadí por mi parte.
De esta conversación he sacado una moraleja: quienes se preocupan por mis actos tienen más interés en la proyección exterior que nuestro movimiento ha despertado que yo mismo. Quizá esté obcecado por lo que advierto a pie de obra y no tenga una visión tan cosmopolita como otros; puede ser. Soy un militar a quien únicamente preocupa —y le ocupa— la gangrena que ha corroído la patria. Tiempo habrá para otras cuestiones.
Refería mi padre los avatares que rodearon la aparición en Burgos del heredero de Alfonso XIII, Juan de Borbón, que afloró en España con aspaviento propio de una estrella de cine. Según las referencias que tengo, un grupo de monárquicos (diré mejor: alfonsinos, que los carlistas también son monárquicos pero de otra rama) fue a visitarle hasta Cannes, donde reside con su esposa, que por esas fechas estaba embarazadísima de su primer hijo, para sugerirle que se incorporase como un combatiente más en las columnas del coronel García Escámez.
Parece que quienes se desplazaron hasta Francia luego lo hicieron a Italia para conversar con su padre (entre ellos, Goicoechea, al que suponía haciendo gestiones de mayor calado para solventar el problema de armamento y munición. Qué le vamos a hacer) y entre todos convinieron que el muchacho —tiene veintitrés años— viajara a España para entrar con nuestras tropas en Madrid. Cruzó la frontera navarra de Dancharinea con identidad falsa a nombre de Juan López, ingeniero industrial, el uno de agosto acompañado, entre otros, por el coronel Vigón (Jorge), y partieron hacia Pamplona. Allí visitaron al ilustre aviador Ansaldo, que se repone de las heridas tras el fallido intento de transportar al general Sanjurjo a Burgos, luctuoso sucedido del que no somos conscientes todavía de las tremendas consecuencias que tuvo y seguirá teniendo (él sí era el mando único, el general que estaba llamado a organizar este caos que se llama España).
Por lo que sabemos la esposa de Ansaldo vio al heredero de Alfonso XIII tan poco preparado para dirigirse al frente que le procuró un buzo azul y una boina roja (a los que él añadió un brazalete de la enseña bicolor), que desentonaban un poquito con el negro brillante del Bentley Sport Saloon que conducía su chófer. La comitiva marchó después hacía Somosierra y se detuvo en el palacete de los señores de Besga para tomar unas fotos. Casi de noche llegaron al parador de Aranda, donde estaba organizada una cena de bienvenida a la que habían sido convocados monárquicos incondicionales, militares en retiro y aduladores varios.
Tuve información de su llegada desde el momento mismo en que cruzó Dancharinea y la postura que adopté era la que corresponde a una situación de este tipo: por la misma frontera que entró deberá salir, por las buenas o por las peores, para evitar consecuencias más drásticas. La tarde noche del uno de agosto, di las pertinentes instrucciones al general Dávila para que pusiera punto y final a esta tournée, aunque de ello pudiesen derivarse tensiones que ni yo mismo quería; pero mejor era cortar a tiempo veleidades y espectáculos que sólo a sus patrocinadores interesan. Creo que un capitán de la Guardia Civil se presentó en el parador con la orden de Dávila y aguó la fiesta que habían preparado los seguidores del hijo de Alfonso XIII porque, sin cenar y escoltado por dos coches, hubo de regresar a la frontera. Juan de Borbón pidió parar en Pamplona para cambiarse de ropa y tomar un baño, a lo que el capitán accedió. Sobre las siete de la mañana del dos de agosto llegó a Dancharinea, bajó del automóvil, conversó con algunos correligionarios que le seguían (otros estaban esperando su llegada), se fotografió de nuevo —esta vez de traje cruzado— y regresó a Cannes. Antes de pasar a Francia saludó militarmente a sus seguidores y, con el brazo a cuarenta y cinco grados, como gustan en Alemania e Italia, dio vivas a España.
Aunque directamente nadie me ha hecho comentario alguno, conozco que la decisión que adopté no ha gustado a ciertos compañeros de armas, sobre todo Kindelán y Orgaz. Me cuentan que han ido con la cantinela a Franco y tampoco han encontrado mayor receptividad. Mi padre dice que podía haber actuado de otra manera más diplomática pero he de señalar que ante espectáculos como este que acabo de referir lo que procede es actuar con firmeza. No estamos ahora para frivolidades de ninguna especie ni soy persona a la que guste el pasatiempo gratuito. Si Juan de Borbón ha de regresar a España que sea cuando proceda y por la vía que se determine; nunca de esta forma —casi de vodevil— a espaldas de quienes tenemos la responsabilidad de poner orden en el caos. No soy el culpable de que la monarquía tuviese que abandonar la patria años atrás y tampoco ha de achacárseme animadversión alguna. Ahora estamos a lo que estamos.
A finales del mismo mes apareció en Valladolid don José María Gil Robles, con quien trabajé cuando era ministro de la Guerra. Tengo la impresión de que no acaba de encontrar su sitio porque en las gentes de su entorno hay algunos que le reprochan falta de bemoles a la hora de apoyar el movimiento que hemos preconizado para salvar la patria. Así ha sucedido en Pamplona, donde residen temporalmente su mujer e hijos en casa del ex ministro de Justicia Rafael Aizpún. Gil Robles no ha dado mayor importancia a los insultos que recibió en la capital navarra y, según me contó, estuvo en las líneas del frente (en concreto cerca de Irún) para mostrar su apoyo a la causa.
—Llevé suerte a la tropa porque esa misma tarde las columnas del coronel Beorlegui tomaron el fuerte de San Marcial —comentó en mi despacho.
—Nuestras fuerzas necesitan suerte, que es el resultado del esfuerzo, don José María, pero sobre todo armamento y munición. A esa tarea deberían dedicarse ustedes, los que no tienen responsabilidad militar.
—Antes de que estallara el movimiento nuestro partido puso a su disposición gran parte de los fondos electorales del remanente de tesorería. Yo mismo firmé el libramiento y le supongo enterado de ello.
—Perfectamente. Y agradecido, don José María. Pero en estas fechas cualquier apoyo es poco. El enemigo tiene resortes económicos que ahora mismo nosotros no podemos conseguir así lo intentemos cien veces. Necesitamos ayuda para acabar la tarea cuanto antes, porque si la guerra se prolonga el coste para España puede ser tremendo.
—Ayudaré en la medida de mis posibilidades. En cualquier caso, créame general Mola, estas son exiguas. En Pamplona el cardenal Gomá me ha pedido una intervención ante los militares fieles al gobierno de Madrid para que eviten más casos de barbarie contra miembros de la iglesia católica y he tenido que responder lo mismo.
—El cardenal está haciendo una gran labor…
—Él tiene su propio ejército de fieles, entre los que obviamente me incluyo. Pero en estas fechas estoy algo solo y con nuestras gentes muy desperdigadas. Tengo previsto marchar a Portugal y desde allí veré cómo contribuir a la causa.
—En Portugal ha estado el general Ponte y las autoridades de ese gran país están al lado de nuestra empresa. Pero necesitamos algo más que solidaridad, como ya he comentado.
—Su petición no caerá en saco roto, general. Estoy seguro.
—¡Ay, don José María…! Uno es impaciente de por sí y más en estas fechas. Ahora cualquier apoyo es poco. Pero ahora, no mañana o pasado.
—Tomo nota, tomo nota —finalizó Gil Robles.
Apenas dos semanas después de esta entrevista el coronel García Escámez, de acuerdo a lo previsto, lanzó un ataque en toda regla para conquistar Navafría, enclave que tiene enorme valor estratégico. Su valentía y pundonor hizo que los rojos abandonaran la posición tras bombardeos tremendos que nos han producido bajas de gran importancia. He propuesto a don Curro para la medalla militar individual y así se lo he hecho saber. Él, que es de una generosidad sin tacha, me ha comentado:
—Igenerá, ha pasado tan sólo un mes y ya han caído algunos de nuestros mejores. Entre ellos uno de muy difícil olvido: el capitán Gerardo Diez de la Lastra.
He sentido esta pérdida como si se tratara de un familiar propio; no quiero pensar lo que estará pasando Félix Maíz. Eran como hermanos.