veintiocho

LOS primeros días de la sublevación fueron de bochinche, las semanas siguientes de combates por demostrar el valor de las milicias, los meses posteriores trajeron el preludio de la gran batalla que se libró en torno a Bilbao y cuando el mundo pensaba que en España había estallado una guerra entre facciosos y republicanos de todo pelo, el cardenal arzobispo de Toledo, monseñor Isidro Gomá Tomás, desde su refugio en el balneario de Belascoáin, a poco más de una docena de kilómetros de Pamplona y acreditado por su reputada agua de mesa vagamente salina, puso las cosas en su sitio al enhebrar la analogía a la concordancia y dejó dicho por escrito: «La guerra es civil porque es en suelo español y por los mismos españoles donde se sostiene la lucha, pero en el fondo debe reconocerse en ella un espíritu de verdadera cruzada en pro de la religión católica, cuya savia ha vivificado durante siglos la historia de España y ha constituido la médula de su organización y su vida».

Cuando Mola abandonó Pamplona a media mañana del día veinte, san Elias, profeta, para instalar su cuartel general en la sede de la VI División marchó en coche hasta Logroño, revisó la tropa, conoció el parte del aeródromo de Recajo, fue en avión a Zaragoza para acordar con Cabanellas sobre armas, municiones y carburante, y ya de tarde voló en un Dragon bimotor que pilotaba el capitán Luis Navarro Garnica hasta Burgos para tomar tierra en Gamonal; allí le esperaba una compañía con bandera y banda de música para rendir los honores de ordenanza al jefe de la conspiración que llegaba con una máquina de escribir en la mano y una Leica al hombro, como si fuese un reportero de prensa enviado para seguir sus pasos. Burgos —para entonces— estaba pintado de rojo y gualda ya que los monárquicos habían tomado la precaución de adornar los balcones con banderas bicolores para que no quedaran dudas sobre los fines últimos de la asonada. A medida que fueron pasando los días de las primeras semanas España anduvo cambiando de color y por el camino de la historia fue quedándose el morado de la enseña republicana hasta desaparecer de la faz tres años después, con Franco instalado ad aeternum en un devastado Madrid.

El problema más acuciante los primeros días de despliegue de las tropas que Mola mandaba fue la escasez de armas y municiones. El carlismo proseguía reclutando efectivos aunque cada vez con menos formación y sin experiencia alguna en el manejo de las armas; movilizar una tropa de estas características resultaba, a la postre, una rémora porque el entusiasmo no suplía las carencias que este ejército de voluntarios aventaba en cada una de sus acciones. Era verano, hacía calor y los coroneles García Escámez (de excursión por la sierra madrileña) y Beorlegui (recién incorporado a la linde de Navarra con Guipúzcoa) habían sacado —sin hablar entre ellos— otra conclusión más palmaria: esta tropa, además, necesita vino, morapio, porque está acostumbrada a beber y es el mejor combustible para afrontar situaciones extremas. Y a ello se aplicaron enviando mensajes a Pamplona para que, junto a los refuerzos, llegaran fudres rebosantes de mol porque la soldadesca se movilizaba con mayor contento si templaba los nervios trasegando morapio tres o cuatro veces al día.

—Los carlistas han fallado en San Sebastián —comentó Mola nada más pisar la Capitanía de Burgos—. Tenemos el flanco norte en pelota y hay que cerrar esa vía de agua antes de que los izquierdistas franceses se den cuenta del pasillo que ha quedado libre y comiencen a colar armas al enemigo.

—¿Es tan grave? —preguntó un coronel.

—Más.

En San Sebastián los movimientos tácticos y la falta de huevos del coronel Carrasco hicieron posible que, después de escaramuzas, tiroteos, muertos y muchas amenazas, el control de la ciudad quedara de manos de las partidas leales a la República, tras diez días de lucha callejera. El carlismo tenía gentes y armas pero no pudo sacar a la calle ni una cosa ni otra a pesar del ambiente que habían ido creando los monárquicos de la ciudad, todos avisados de la inminencia de una sublevación que encabezaba Mola. Era tanta la confianza en sus posibilidades que hasta El Diario Vasco, portavoz por entonces de la derecha local, se atrevió a titular en primera el día dieciocho con la señal que los conjurados estaban esperando: «Mañana buen tiempo», reseñaba un recuadro en primera (así fue, pero la climatología no obró otros milagros). El carlismo tenía repartido por la provincia en pisos, caseríos e iglesias un arsenal a la espera de que llegara la orden con la fecha para rebelarse, pero no tuvo oportunidad de orear el armamento porque erró de bulto camuflando la impedimenta. Sus conjurados conocían de la sublevación por avisos telefónicos (recogieron ejemplares del bando de guerra que les llegaron de la capital navarra en autobús, pero ni llegaron a distribuirlos ni se decidieron a pegarlos en las paredes) y porque, incluso, el gobernador civil de Pamplona, a quien los conspiradores habían dejado escapar sin una magulladura, se había dirigido a esa ciudad huyendo de la quema que se preveía en toda Navarra y largó de plano la que se les venía encima si alguno plantaba cara a Mola. Incluso el general Musiera estaba al cabo de la calle en cuanto a los movimientos del carlismo y se encargó de hacer sonar el cornetín cuando llegó la fecha de dar el paso al frente, aunque con escasa fortuna.

La mayor parte de las armas carlistas estaban en escondites de la iglesia del Buen Pastor y allí Musiera logró reunir a más de doscientos voluntarios que no tuvieron tiempo para gran cosa porque el sacristán, que conocía de la martingala, avisó a un grupo de nacionalistas que con la ayuda de militantes de organizaciones sindicales, comunistas y anarquistas desbarataron el intento hasta apoderarse del arsenal, que acabó en Azpeitia distribuido entre los no sublevados. La escaramuza por mantener San Sebastián junto a los sediciosos costó la vida a Carrasco (asesinado por milicianos bajo el puente del Urumea, de un tiro en la nuca) y a Musiera, pero también murieron otras doscientas personas en los combates callejeros, entre ellas la mujer del cónsul de Finlandia, Hauxine Harmens, que falleció cuando era conducida herida en una ambulancia municipal (había recibido un balazo en el vientre tras asomarse al balcón de su domicilio) y se cruzó con las ametralladoras de los soldados que el coronel había mandado para tomar la ciudad desde el cuartel de Loyola; murió de varios disparos que atravesaron el coche y se incrustaron en su cabeza. A pesar de los malos augurios los tradicionalistas no cejaron en el empeño y un grupo dirigido por Elías Querejeta y Pablo Echeverría consiguió salir de San Sebastián y marchó hasta Leiza, donde formaron el tercio de San Miguel y mataron el tiempo cantando con sus homónimos navarros el Oriamendi y el Gernikako arbola hasta que recibieron el encargo de hacer el camino inverso para colaborar con las tropas que estaban llegando desde Pamplona para asaltar las principales poblaciones guipuzcoanas y conquistar la capital.

El canciller alemán Bismark había dejado escrito algo que Emilio Mola recordaba a sus colaboradores muy a menudo: «Nunca se miente más que antes de unas elecciones, en la guerra y después de una cacería». Previamente a salir camino de Burgos, el general hizo llegar un recado a los directores de los diarios locales, Raimundo García y Francisco López Sanz, para que tanto Diario de Navarra como El Pensamiento Navarro no cayeran jamás en el juego de las palabras y se atuvieran a los partes que la autoridad militar hiciera públicos desde su cuartel central. Como quiera que ambos periódicos no eran ya sino parte de la maquinaria que los sublevados habían puesto en marcha, El Pensamiento Navarro no esperó un minuto más y advirtió a sus lectores el veinte de julio, con una nota en su primera página, de los peligros que conlleva no mamar de la fuente oficial para conocer la exactitud del avance de las tropas hacia la victoria final: «Tengan presente todos los navarros que hay un interés grandísimo por parte de algunas emisoras de radio de desorientar a la opinión, y esto es debido a la reiterada forma de dar noticias absolutamente falsas». Diez líneas más abajo el periódico rescataba su propia versión de la realidad patriótica: «Comunica de Logroño el comandante militar de aquella plaza que por noticias radiotelegráficas el general Franco se encuentra en Córdoba con dos tabores de Regulares, tres banderas del Tercio, dos batallones, fuerzas y servicios. Se asegura que el Gobierno español ha pasado la frontera francesa».

Abundando en la misma línea de adoctrinamiento el periódico volvía a la carga el día siguiente —una constante mientras duró la guerra— publicando otra entrega de morralla: «Para que pueda apreciar el pueblo español las falsedades a que en estos momentos se recurre por las fuerzas del Frente Popular y por los enemigos de España, la Radio España ha tenido la osadía de transmitir esta tarde la noticia de que el general Mola había sido detenido y enviado a Barcelona, y la del mismo modo falsa de que el general Sanjurjo, que había salido de Portugal y se dirigía a España, tuvo un accidente a consecuencia del cual falleció».

En la carrera por deformar la realidad hasta acomodarla a la conveniencia propia La Gaceta de Tenerife aseguró que el presidente Azaña había sido detenido en Santander («cuando se disponía a pasar al extranjero»), Mola había tomado el ministerio de la Gobernación y el teniente coronel Agustín Muñoz Grandes iba a hacer lo propio, en cuestión de horas, con el palacio de Comunicaciones, y todo ello antes de que llegara la tarde del lunes veinte de julio. Mientras Mundo Obrero titulaba sobre el fracaso total de la revuelta militar y la victoria absoluta de las fuerzas leales a la República, ABC de Sevilla, en un suplemento extraordinario publicado a los tres días de la sublevación, acotó los términos de la contienda que estaba por llegar con once palabras patibularias: «Guerra a muerte entre la Rusia roja y la España sagrada».

La primera batalla por la desinformación se libró en los medios de comunicación y a ellos tuvieron que recurrir quienes vieron peligrar su vida porque estaban en zona hostil; así ocurrió con el Partido Nacionalista Vasco (PNV), cuyos órganos de Álava y Navarra (no así los de Guipúzcoa y Vizcaya, que se pusieron al lado de la legalidad republicana ab initio) prefirieron en las primeras horas de la marea carlista sumarse a la corriente patriótica aun a costa de quedar en ridículo para la historia. El veinte de julio el Napar Buru Batzar, la ejecutiva regional del PNV en Navarra, cuya sede había sido destrozada, las instalaciones de su periódico destruidas, el director detenido y sus dirigentes (algunos ya en la cárcel) señalados con la mirilla de los fusiles de los facciosos, entregó a la luz pública una nota que reconfortó los ánimos tradicionalistas, hermanos de leche en creencias religiosas. «El PNV de Navarra», decía el aviso que publicaron los diarios de Pamplona, «hace pública declaración de que, dada su ideología católica y fuerista, no se ha unido ni se une al Gobierno en la lucha actual, declinando en sus autores toda responsabilidad que se derive de la declaración de adhesión al Gobierno aparecida en la prensa, sobre la que podemos asegurar no ha sido tomada por la autoridad suprema del partido». El sindicato Solidaridad de Trabajadores Vascos (ELA-STV) hizo lo propio, y en otro comunicado que apareció en los diarios pidió a sus afiliados que fueran a trabajar con normalidad «ya que, si no, esta Junta Directiva incurrirá en la sanción prevista en el bando del general Mola».

Las confesiones públicas de quienes —como el PNV— finalmente apoyaron la República no fueron impedimento para que grupos de facinerosos locales, que provenían del carlismo y de los camisas azules de Falange Española, remarcaran el odio sobre todo aquello que no fueran sus propias creencias y de noche, alevosamente, formaran partidas de matones revestidos de armamento justiciero y asesinaran en Navarra con una mezcolanza de odio, rencor y gusto en el regodeo a casi tres mil inocentes a lo largo de los treinta y tres meses siguientes, sin distinguir entre socialistas, comunistas, nacionalistas o simplemente republicanos: unos de un tiro en la nuca, otros de un disparo en la espalda, aquellos arrojados vivos a simas profundas y los menos frente a fusileros que habían recibido órdenes de la superioridad. Fue tan burdo el escarnio de los sañudos verdugos que, a sólo cuatro días de la sublevación de Mola, el jefe regional del carlismo en Navarra, Joaquín Baleztena, que tenía ojos para ver, oídos para escuchar y corazón para sentir, mandó a los periódicos el día veintitrés, santa Brígida, viuda y pobre, un texto oficial que los familiares de las víctimas asumieron como la más completa prueba inculpatoria: «Los carlistas, hijos, nietos y biznietos de soldados, no ven enemigos más que en el campo de batalla. Por consiguiente ningún movilizado voluntario ni afiliado a nuestra inmortal Comunión debe ejercer actos de violencia, así como evitar que se produzcan en su presencia. Para nosotros no existen más actos de represalia lícita que los que la autoridad militar, siempre justa y ponderada, se crea en el deber de ordenar».

El general Mola llegó a Burgos con una ayuda de la Diputación Foral de Navarra de dos millones de pesetas, el remanente de la aportación del partido de Gil Robles (prácticamente los cien mil duros) y la promesa carlista de iniciar una colecta de dinero y joyas por doquier cuyo destino fuese la compra de armamento. Habían bastado tres días de combates esporádicos para que el general estuviera agobiado por lo que veía; pero más por lo que presagiaba para el futuro. Instalado en Burgos reunió a un grupo de notables exiliados madrileños, monárquicos en su mayoría, y habló en un tono a veces tartamudeante, a veces cortado y autoritario, todo lo claro que su carácter le permitió:

—Los militares a sus puestos en la batalla y ustedes a buscar armas y apoyos —le dijo a José Ignacio Escobar Kirkpatrick, marqués de Valdeiglesias, director de La Época, diario suspendido por el Gobierno diez días atrás.

—Mi general —preguntó Escobar—, ¿conoce usted los planes de Franco? ¿Cómo piensa llegar a la península?

—El general Franco ya se está moviendo con emisarios en Italia y Alemania. Ustedes deben conseguir los apoyos en Italia, sobre todo, porque la situación de gravedad ha pasado el Rubicón: únicamente tenemos veintiséis mil cartuchos para todo el Norte. Si ahora mismo nos atacaran por la retaguardia, señores, todos muertos.

—¿Y Franco? —insistió Escobar.

—Olvídense de Franco, que se orienta muy bien él solo y no es el motivo por el que les he convocado. Están ustedes aquí —dijo con cara de vinagre—, porque si Francia ayuda a la República, la victoria caerá del lado republicano. Pero si a nosotros nos socorren Italia y Alemania, la cosa cambia radicalmente de orientación. Franco ya ha hecho gestiones en Alemania pero no sé si rematarán en algo positivo. El Ejército español, en los dos bandos, tiene tantas carencias materiales que una pequeña ayuda externa desequilibra la balanza. Como quiera que de política internacional no entiendo mucho les he llamado a ustedes —aseguró mirando en dirección a Pedro Sainz Rodríguez y Antonio Goicoechea—. Averigüen qué va a hacer el gobierno francés, si va a suministrar armas a Madrid y de qué tipo. Y si Alemania va a atender la petición de Franco. De momento, para nuestras operaciones más inmediatas, me conformo con diez millones de cartuchos del siete.

El diputado de Renovación Española, Antonio Goicoechea, experto en limosnear ayuda italiana, exclamó en voz baja:

—Casi nada al aparato.

Franco estaba en Ceuta meneando perinolas de aquí para allá con la esperanza de conseguir aviones en los que transportar las tropas africanas hasta la península. Las Instrucciones Reservadas que había redactado Mola como si de un manual para la sublevación se tratase no servían para nada desde el día diecisiete y la tarea en la que el futuro caudillo estaba volcado era procurarse el medio de transporte que Kindelán había recomendado, aunque lo hacía sin dinero y fiando la anhelada ayuda a la proximidad ideológica que trataba de exudar con Mussolini y Hitler. En Europa se estaba viviendo una partida de ajedrez en la que Alemania pretendía extender peones mirando de reojo los movimientos de Gran Bretaña, hasta que estalló la guerra en España y los dos dictadores vieron la necesidad de ayudar a Franco para ampliar su catálogo de adictos a la causa totalitaria antes que otras potencias —Gran Bretaña, Francia o Rusia— decidiesen hacer lo propio con el Gobierno republicano, que día tras día mendigaba una ayuda que los franceses denegaron en su mayor parte y los rusos entregaron —a cambio de ingentes cantidades de oro— tarde.

En ese ir y venir el gobierno italiano dio un paso al frente, optó por comprometerse en la contienda y los tres últimos días de julio Franco tuvo a sus órdenes doce bombarderos Savoia-Marchetti S.81, si bien lo que de verdad alegró su cara fue la noticia de que Hitler enviaba treinta Junkers JU-52, el avión de transporte que el general golpista necesitaba para desplazar las tropas; llegaba la guerra. El propio Franco fue de los primeros en utilizar el puente aéreo que Kindelán había discurrido y el dos de agosto, san Eusebio de Vercelli, obispo, salió de Tetuán para cruzar el estrecho y aterrizar en el aeródromo de La Tablada, en Sevilla, donde Queipo —ambos se tenían una antipatía mutua de proporciones considerables— escenificó su servilismo dando abrazos a su nuevo jefe hasta dejarlo doblado. Como no había tiempo que desperdiciar y los planes estaban muy claros Franco dio la orden de movilización (que tan sólo su estado mayor conocía):

—Hay que pasar el convoy y lo haremos mañana, día cinco. Que la tropa embarque de noche.

La tropa (unos dos mil quinientos hombres que proceden de la Legión y los Regulares, soldados indígenas que causan miedo con sólo pronunciar su nombre) consigue llegar a Algeciras en barcos mercantes y de pescadores —sorteando la deficiente Armada republicana— propinando un soberbio bofetón a los planes del Gobierno de Madrid, que contaba con mantener aislado el ejército peninsular de las unidades africanas hasta sofocar la rebelión planificada por Mola. Atiborrado de frenesí, Franco está a lo que está y ordena de nuevo el transporte de más efectivos utilizando exclusivamente los Junker alemanes que tan excelso resultado han recogido: en diez días más de quince mil soldados llegarán al sur de la península (junto con medio centenar de cañones y casi trescientas toneladas de munición) y comenzará la marcha sobre Madrid de la que tanto hablan las gentes que apoyan la asonada. Con esta tropa a sus órdenes, Franco resolvió instalarse un tiempo en Sevilla, en el palacio del marqués de Yanduri, don Pedro Zubiría e Ybarra, una vez requisado para el servicio de las tropas que se autodenominaban nacionales (aunque sus principales efectivos fueran moros, su aviación italo-alemana, sus tanquistas italianos, los bombarderos alemanes, los espías portugueses…). Allí emerge un remedo humano, el general Millán Astray, fundador de la Legión —al que le falta un antebrazo, un ojo, media mandíbula, parte de un pómulo, de la dentadura, los huesillos del oído izquierdo…—, que ha llegado en barco desde Buenos Aires, donde le sorprendió el levantamiento cuando estaba de gira pronunciado conferencias para ganarse un sobresueldo (siguiendo los pasos del ayudante de Alfonso XIII, el coronel Juan Vigón Suerodíaz, retirado por la Ley Azaña). Mola, que lo considera un tipo histriónico y bastante indiscreto, no contó con él en los preparativos de la sublevación y se enteró de la revuelta por la radio bonaerense, según pavoneó nada más llegar:

—Le comenté a mi mujer: Elvirita, dice la radio que la Legión se ha sublevado en España y que Franco está en Tetuán al mando de las tropas. Aquello fue como escuchar: ¡A mí la Legión! Ahora mismo nos volvemos para España, Elvirita, consigue un par de billetes en el primer barco que vaya a Lisboa —contó el mutilado al general Franco para revelar su retraso de incorporación a las unidades africanas.

Mientras el puente aéreo dure, Franco prepara con su estado mayor la estrategia para alcanzar Madrid y el modo de auxiliar a las tropas de Mola, que tiene varios frentes abiertos pero no progresa como hubiera podido deducirse de su antigua y acreditada eficacia. La ayuda militar italo-alemana prospera de tal manera que a la entrega inicial de aviones seguirán otras con armas, municiones, tanques y, finalmente, unidades militares que se incrustan en la guerra hasta las corvas, mientras la tropa republicana recibe mucha solidaridad internacional pero poco apoyo material; en esta carrera sin límite por sumar pertrechos de guerra que ayuden a ganar las batallas los militares sublevados llevan ventaja y más pronto que tarde se habrá de notar. Las entregas de sus aliados —que pasarán a ser quincenales— hacen que Franco controle de hecho todo el ejército sublevado aunque todavía no sea su jefe efectivo, y se convierta en el foco internacional de una guerra que, a la postre, acabará siendo un ensayo experimental de lo que está por llegar más al norte de Europa.

Hace unos días, el general habló por la radio dirigiéndose a su parroquia —pero sobre todo al mundo exterior— para fijar dónde radica el meollo de la cuestión: «Ya no hay duda para nadie porque, o se está con el comunismo y Moscú, sacrificando a España y su civilización cristiana, o con los cruzados de una patria grande, poderosa y respetada», dijo mordiendo las palabras, a lo que el dirigente socialista y futuro ministro de la Armada cuatro semanas después, Indalecio Prieto, responderá con un nuevo ninguneo: «¡Están locos! ¿Adónde van? ¿No ven que los medios para conseguir la victoria están en nuestras manos: dinero, utillaje, industria, la flota, la aviación, el material, los hombres? El levantamiento, al no haber conseguido su triunfo por la sorpresa, está fatalmente condenado al fracaso. Nosotros tenemos todo y ellos nada. El triunfo de la causa republicana es seguro».

Para aunar criterios entre los sublevados, aun a costa de levantar ronchas en aquellos que no lo consideran decisorio, Franco preparó una ceremonia de símbolos en el balcón principal del ayuntamiento de Sevilla y el quince de agosto, festividad de la Asunción de la Virgen, entronizó la bandera monárquica junto a Queipo de Llano, que disfrutaba de una mirada aviesa que no podía ocultar por más esfuerzos que hiciese. A su lado estaba el desecho humano que fundara la Legión —al que Franco acababa de encomendar la misión de dirigir la nueva oficina de prensa y propaganda—, que no dejó pasar la oportunidad de hablar a la multitud y se estrenó con una pantomima gritando:

—No les tenemos miedo. Que vengan, que vengan y verán de lo que somos capaces a la sombra de esta bandera.

De la muchedumbre se escuchó una voz que daba vivas a su apellido. El general legionario respondió colérico:

—¿Qué es eso? Nada de gritar viva Millán Astray. Gritad todos conmigo, con toda la fuerza de que seáis capaces: ¡Viva la muerte! ¡Viva la muerte! ¡Vivaaaaaa laaaaaaaaaaa mueeeeeerteeeeeee!

La audiencia respondió con más vivas. Y Millán, mirando a Franco, contestó:

—Ahora, que vengan los rojos. ¡Todos a morir! ¡Viva la Legión! ¡Viva la Legión! ¡Viva la Legióooooooooooooooon!

El último grito lo acompañó lanzando su gorra de general legionario a la multitud, con un gesto de desprecio histérico por la muerte.

Mientras Franco está por Sevilla pavoneando su hazaña al cruzar el estrecho, Emilio Mola se encuentra en Burgos tratando de poner un parche a lo que algunos de su entorno han denominado el «problema Sanjurjo». Desaparecido el marqués del Rif por un accidente de aviación ridículo, el movimiento levantisco se ha quedado inicialmente sin referencia jerárquica y Mola solicita del general Cabanellas que asuma la presidencia de un órgano colegiado que deberá marcar la pauta de lo que será el nuevo orden patriótico. Cabanellas, que es masón, republicano, incluso bienintencionado, acepta el envite y a Mola le falta tiempo para correr hasta Radio Burgos con el propósito de abastecer el primer parte de guerra, en el que proclama:

«Españoles, el ímpetu arrollador de vuestro entusiasmo y de vuestro heroísmo comienza rápidamente a cristalizar en bienes espléndidos que os agradece la patria. Más de las ocho décimas partes del territorio nacional lo habéis reconquistado para la historia. Tan pujante triunfo, tan definitiva conquista, requiere ya, con premura, que la nueva España se reincorpore al concierto de los países civilizados y dialogue con ellos. El Gobierno de la República, disuelto al corrosivo de la barbarie que tutelaba, ha entregado el poder de la capital de la nación a las turbas abandonadas a sus odios. Por imperativo patriótico, por deber inexcusable, hemos de apresurarnos, seguros ya de la victoria, a asomar los ojos por encima de la frontera y decir al mundo que España está en pie. A estos fines, en el día de hoy, en la gloriosa ciudad de Burgos, y hasta la formación del Gobierno provisional queda constituida la Junta de Defensa Nacional de España, en la cual se resumirán el pensamiento y el sentido que os embravece para poder, mediante una acción vigorosa y rectilínea, serena, fuerte y responsable, desarrollar las medidas primeras de reconstrucción, de orden y de disciplina que reclaman millones de pechos españoles. El presidente de la Junta de Defensa Nacional de España es el ilustre general de División del Ejército don Miguel Cabanellas, el más antiguo de los generales de División afectos al movimiento, figura venerable y patriótica, que ya prestó a la nación muy altos servicios. En estos días de radiante resurgimiento nacional no debéis ninguno de vosotros ahorrar un hecho, por nimio que sea, que os demande vuestro bien probado patriotismo. ¡Viva España!».

El siguiente avance de los sublevados fue constituir la Junta que presidió Cabanellas y que, de acuerdo a las preferencias de su gestor, la formaron los generales de División Andrés Saliquet, de Brigada Miguel Ponte, Fidel Dávila y Emilio Mola, y los coroneles de Estado Mayor Federico Montaner y Fernando Moreno Calderón (ninguna referencia a Franco, Queipo de Llano o Yagüe). Al día siguiente, veintitrés de julio, la Junta tomó posesión de las tierras conquistadas por las armas haciendo público un nuevo pregón dirigido a los españoles (redactado por Mola) en el que anuncia que asume transitoriamente el poder hasta que se constituya en Madrid el Directorio Militar que pretende gobernar el país —algo que nunca verá la luz— y dice que, «con el espíritu sereno y disipados de los entendimientos las nieblas del rencor y de la fatiga» su misión inicial será «elevar el corazón por encima del torbellino fragoroso de la lucha dolorosa para mostrar y garantizar a los pueblos hermanos del mundo que nos contemplan: España no ha roto el hilo de su continuidad gloriosa y reivindica su derecho a un puesto en la comunidad de naciones más ilustres. Cada uno cumpla con su deber en este momento con firmeza y con la fe con que nosotros nos disponemos a cumplirlo. ¡Viva España!».

Por si hubiera alguna duda, y con el objetivo de unificar criterios, el primer paso de la Junta fue firmar un decreto en el recién creado Boletín Oficial del Estado por el que se vuelve a declarar el estado de guerra, aunque esta vez en todo el territorio nacional, estuviera o no bajo su control.

El segundo movimiento será nombrar a Franco jefe del Ejército de Marruecos y Sur de España, y ratificar a Mola como general jefe del Ejército del Norte; el tercero fue un brindis al sol porque Cabanellas destituyó al general Sebastián Pozas en su cargo de inspector general de la Guardia Civil (estaba en Madrid trabajando al servicio del gobierno legítimo) y, para redondear la faena, un cuarto Decreto nombró al general de Brigada Federico de la Cruz Boullosa nuevo inspector general del benemérito cuerpo, con residencia y mando en Valladolid, ciudad bajo el control sedicioso. ABC de Sevilla, el legítimo diario monárquico (la edición de Madrid estaba bajo control del gobierno, incautada), siguiendo el hábito de ningunear a Cabanellas por republicano y masón, publicó la información sobre la constitución de la Junta de Defensa Nacional de España en un suelto oculto de pocas líneas.

Ajeno al ajetreo burocrático que enfervorece Burgos, el coronel García Escámez, con sus voluntarios navarros, a los que se han sumado otros, castellanos, que llegan de provincias cercanas al frente, ha soslayado Somosierra y a fin de mes está ya en Lozoya con ganas de guerrear para tomar Navafría y ver, al fondo de sus prismáticos, la ciudad del deseo que llaman Madrid. No deviene asunto fácil: el avance de sus tropas es extremadamente pesado porque la aviación republicana no sólo causa bajas sino que infunde un pánico terrorífico entre los voluntarios, la mayoría de los cuales no ha visto —ni de lejos— un avión en su vida. La marcha es lenta, la moral decae entre quienes se han apuntado a la excursión pensando que viajan de gratis a Madrid y, además, no hay munición (Mola lo acaba de reconocer: «Tengo veinticinco mil cartuchos para todo mi ejército»), El coronel García Escámez y sus columnas están varados en la sierra de Madrid, y a Mola principia a hinchársele la vena de la frente, lo cual presagia tormenta futura.

En Pamplona las nuevas autoridades han comenzado a impartir doctrina con una mano y con la otra a perseguir a quienes consideran no afectos. El gobernador ha prohibido las fiestas de los pueblos porque no es patriótico que unos se diviertan mientras otros mueren por España, la Diputación ha hecho pública una orden en la que no se autoriza a las mujeres para ejercer de camareras ya que no es trabajo femenino, y el ayuntamiento de la capital está purgando a sus funcionarios sin otra distinción que no sea la afección o no que profesan al nuevo orden patriótico: ha destituido, en un mismo acto, al médico municipal, al sepulturero, a un barrendero, a varios maestros, a un matarife, al conserje…; otros correligionarios del alcalde van más allá y a medida que de los frentes de batalla vuelven a casa los cadáveres de los primeros voluntarios —que son tratados como héroes— suman más muertes con las personas que asesinan por no pensar como ellos creen que piensan. La retaguardia navarra es más peligrosa que el frente para quien no aplaude con alharaca el nuevo orden que los facciosos proclaman.

El objetivo de los voluntarios que los carlistas están reclutando los primeros días para marchar sobre San Sebastián es la población navarra de Vera de Bidasoa, junto a Irún, ya que los carabineros del puesto se han declarado leales a la República y no quieren rendir el cuartel sin presentar batalla. A tal efecto el día veinte salió de Pamplona una columna de requetés en camiones y autobuses (los voluntarios pasaron la mañana en los bares de la capital haciendo acopio de vino para los próximos días) que consiguió llegar hasta Sumbilla, donde pernoctó al raso, y a la mañana siguiente entró en Vera de Bidasoa sin disparar un cartucho ya que los carabineros habían abandonado la posición tras conocer que los carlistas habían jurado tomar la villa a sangre y fuego. Los fugados lo han hecho cruzando el puente de Endarlaza pero en su huida han colocado cargas de dinamita que explotan antes de que lleguen las tropas que manda el teniente coronel José Cabello, carabinero y leal a Mola, cortando de cuajo las posibilidades de llegar a Guipúzcoa por la vía más rápida. Conquistar Vera de Bidasoa es una victoria pírrica porque los requetés no pueden seguir adelante al estar volada la única carretera de acceso a Irún (ninguno quiere echarse al agua y cruzar el río a nado, porque la mayor parte de los voluntarios ni flota ni sabe nadar) y optan por quedarse en el pueblo, en la salida, recostados en las acequias; aunque no han sudado el uniforme hace mucho calor y se toman la guerra como un juego de escaramuzas.

A Mola, que tiene permanentemente un ojo mirando a la frontera con Francia, la noticia que recibe desde Vera de Bidasoa le encabrona de tal forma que envía un motorista con una orden firmada de destitución del teniente coronel Cabello y encarga al coronel Beorlegui que se haga cargo anticipadamente de la columna (no había acabado todavía de establecer el plan de vigilancia policial de la capital navarra) y tome Irún sin dilación alguna.

—Te libero ahora mismo de la obligación de mantener el orden público en Pamplona y sal pitando para Vera porque tenemos ya los primeros problemas. ¡Has de llegar hasta Irún y cortar las comunicaciones con Francia echando hostias. Nos va la vida en ello, Beorlegui, no me jodas!

—A sus órdenes, mi general. Si hay tropa, estaremos en Irún en dos días.

—¿Cómo que si hay tropa?

—Mi general: no todos los que estos días llevan uniforme pueden ser considerados soldados. Usted ya me entiende.

—Arrégleselas como pueda, pero avance sin parar. Esa es mi decisión.

—A sus órdenes, mi general.

El coronel Beorlegui llegó a Vera y su primera medida fue abroncar a los mandos y a todos los integrantes de la columna, a los que hizo formar en el centro del pueblo antes de marchar de nuevo hacia Endarlaza para tratar de cruzar el río Bidasoa de la manera que fuera. La tarde del día veintiuno comenzaron a escucharse en suelo navarro los primeros disparos de la larga guerra que estaba por llegar, que provenían del otro lado del puente destruido, donde los carabineros fugados, ayudados por milicianos guipuzcoanos, hicieron frente a las unidades enviadas desde Pamplona usando ametralladoras ligeras y fusilería. Beorlegui, a la vista del panorama que tenía delante, tomó dos decisiones: ordenó a los únicos militares profesionales que formaban parte de la columna, mandados por el capitán Macarro, que dieran instrucción a los voluntarios al borde de la carretera y reorientó el ataque girando a la izquierda para iniciar una marcha hacia Oyarzun, en Guipúzcoa, con doscientos cincuenta hombres que seleccionó a rebullón. Mola, que estaba al tanto del cariz de las operaciones, desde Logroño ordenó el envío de armamento ligero hasta Vera de Bidasoa y dio instrucciones para que se formase en Pamplona una nueva columna de voluntarios (cuyos mandos, como otras a las órdenes de García Escámez, son los párrocos de algunos pueblos de Navarra: Miguel Larrañeta, Nicasio Ochoa, Juan Munárriz, Cosme Andueza, que se distinguen a veces por la sotana y siempre por la boina morada. La mayor parte de los clérigos están cambiando el crucifijo por la pistola) que vaya en apoyo de la tropa de Beorlegui. La improvisación y las prisas de esta novata formación militar son tan considerables que el convoy tiene un accidente, vuelcan dos coches y muere el primer voluntario, Máximo Albizu, un joven de diecinueve años y natural de Azcona, sin que hayan disparado una bala, aunque su cuerpo fue recibido en Pamplona como los restos del héroe que acababa de fallecer en la gran batalla.

—Hay que tomar Irún como sea —repite Mola para sus adentros cuando marcha en avión hacia Burgos—. Como sea.

La nueva columna, al mando del coronel Ortiz de Zárate, salió para Vera el día veintidós equipada con armamento de Logroño y con la misma falta de formación que todas las anteriores. La orden era asistir a Beorlegui y llegar hasta Hernani, en Guipúzcoa, desde Goizueta, en Navarra, como primer paso para alcanzar el cuartel de Loyola, a las afueras de San Sebastián. Pero todos los intentos que hicieron fueron al traste porque los puentes y accesos estratégicos estaban reventados con dinamita y avanzar por el monte resultaba un martirio, cuando no una temeridad, para aquellos voluntarios sin formación; por ese motivo Ortiz de Zárate decidió regresar a Vera de Bidasoa y al llegar recibió el aviso urgente de un enlace de Beorlegui —que estaba sitiado en Oyarzun— pidiendo ayuda. El coronel consultó con su jefe de Estado Mayor, Carlos Martínez de Campos y Serrano (llegará a ser conde de San Antonio, duque de la Torre y marqués de Lloverra y es sobrino nieto de uno de los más ilustres guiris, el general Serrano, el general bonito, amante de Isabel II, el hombre con más poder en España durante años), qué estrategia seguir para avanzar, esta vez sí, por el monte.

—Creo, mi coronel, que hay que requisar todos los animales de carga que haya en esta zona y avanzar con el armamento a peso, sobre sus lomos. Para mí que no hay otra.

—Organice ahora mismo una partida y confisque los bueyes que sean menester. Hay que llegar a Oyarzun.

La marcha dura una jornada y la columna semeja una romería, con sus voluntarios que llevan la bota al hombro, el fusil a la espalda y carretas de bueyes que transportan por veriles una batería de montaña entre un mar de helechos. Para su fortuna llegan hasta la posición de Beorlegui en tiempo y lo liberan del asedio, tras un día de combate cruel que deja muertos en los dos bandos. Y también un botín de guerra que habrá de minar la moral de los republicanos guipuzcoanos: en su huida hacia San Sebastián han dejado en camilla el cuerpo del jefe que mandaba las tropas, el comandante de Estado Mayor Augusto Pérez Garmendia, herido de extrema gravedad en el vientre. Beorlegui ha sufrido varias bajas entre heridos y muertos —aunque llevan el escapulario que propaga «Detente bala, el corazón de Jesús está conmigo», advierten que el fieltro no es coraza suficiente frente a los disparos y el mortero— porque las tropas enemigas han resistido con un valor que le sorprende; por este motivo, tras conocer que tienen preso a Pérez Garmendia, marcha a las afueras de Oyarzun para recoger al cautivo y se encuentra en una camilla desvencijada un cuerpo rebozado en sangre, lívido, que está esperando la muerte sujetando los intestinos con la poca fuerza que tienen sus brazos.

—Quiero que entregue esto a mi mujer en Tafalla —ruega el moribundo bisbiseando antes de expirar.

Alfonso Beorlegui, de quien todo el mundo dice que es un tipo duro y bregado en muchas batallas mientras sirvió en el Marruecos español, acepta desconcertado un sobre prendido a una maraña de cordeles con la última voluntad de Pérez Garmendia que, de seguido, cierra los ojos, vomita un hilillo de sangre y da los últimos estertores, broncos, secos, antes de morir: contiene mil ciento veinticinco pesetas que el coronel hará llegar a su mujer junto con el cadáver, cinco días después.

La primera batalla ha sido una experiencia para una tropa sin apenas formación y también una descarga de adrenalina que las próximas cuarenta y ocho horas se va a incrementar porque los requetés, bajo las órdenes de Beorlegui, reciben el mandato de fusilar a quienes, en los caseríos próximos a Oyarzun, hubiesen ayudado a los milicianos que defendían la posición. Orean tanto las armas contra caseros que nada entienden y que desconocen qué es una guerra que son asesinados cerca de una docena de civiles por la simple sospecha de no abrazar la sagrada causa de los sublevados, aunque fueran tan católicos, fueristas y meapilas como ellos. El eco de estas muertes es de tal calibre y profundidad que llega pronto a las autoridades de San Sebastián y la columna de Beorlegui adquiere el calificativo de carnicera por los muertos que van quedando en las cunetas al paso de sus gentes. El propio coronel, que capta en la radio de campaña emisoras de la capital guipuzcoana que vocean sus hazañas sangrientas, se encoleriza y da gritos a su estado mayor en medio del campo:

—¡Pero, sandios, que esto es una guerra. Que aquí o matamos o morimos, la hostia. Que si yo no mato, me matan, cojones!

Con todo, aconsejado por el capitán Vázquez Miñarro redacta un escrito de su puño y letra que envía a los periódicos de Pamplona con un emisario para que sea publicado de inmediato y lo aventen de la manera que estimen conveniente, porque las acusaciones de matarife le sublevan hasta el paroxismo. La nota dice:

«Guipuzcoanos, no hagáis caso de falsas noticias ni de informaciones tendenciosas facilitadas por los que os quieren mal; yo por mi parte sólo os digo que, con todas las fuerzas de mi corazón, estoy esperando el momento de que, terminada la lucha, podamos apretarnos en un abrazo fraternal y recordar nuestra antigua e imperecedera amistad al grito de ¡Viva España! Ni somos facciosos ni medievales. Somos nobles e hidalgos patriotas. ¡Viva España! ¡Viva Vasconia!»

Cuando Beorlegui, días después, leyó su comunicado en los periódicos respiró profundo, pidió la bota de vino, se santiguó, echó un trago de clarete fresco y luego comentó a sus oficiales:

—Y ahora a la trinchera, que lo nuestro es dar explicaciones a tiros.

La movilización de voluntarios navarros es una constante los primeros días del levantamiento porque allí donde Mola considera que no están cubiertos todos los flancos —es el caso de Zaragoza— tira de la leva pidiendo nuevos combatientes, que van brotando cada vez más a regañadientes y para evitar males mayores, ya que negarse a la recluta obligatoria conlleva dos inconvenientes: tener que huir del domicilio y arriesgarse a ser fusilado, no por falta de colaboración con los sublevados sino por auxilio a la República. Con estas premisas, quien tiene sólo dos dedos de sesos en la frente se va al frente, aunque acongojado y de muy mala gana, para sumar efectivos con los que Mola quiere taponar los costados de aquellos puntos que, a los siete días de haberse levantado en armas, resulta evidente que no están cubiertos.

El caso de Zaragoza es palmario, según explicó en Pamplona al coronel Solchaga el jefe carlista de Aragón, Jesús Comín, comisionado por el Estado Mayor de la Capitanía General de aquella región, cuando reclamó ayuda para defender el flanco este de la ciudad, desnudo en sus defensas y dejado temporalmente al desamparo. Ante una petición de semejante urgencia para una capital de tamaña importancia, el carlismo navarro estiró el banderín de enganche y en horas veinticuatro formó una nueva columna de casi mil doscientos efectivos que marchó hasta la capital aragonesa el día veintidós, santa María Magdalena, en un tren especial donde viajaron oficiales profesionales, un puñado de sacerdotes de boina morada, el diputado foral Jesús Elizalde y el jefe carlista local Ignacio Baleztena; el tren era una fiesta porque la tropa marchaba, bullanguera y borrachuza, cantando (repiten: «¡Viva el follón, viva el follón, bien organizado!») y saludando al paso de las poblaciones que sorteaba en su camino hacía Aragón.

El convoy, como casi siempre en las marchas carlistas, resultó un aglomerado de sensaciones, inquietud, miedo, curiosidad y ganas de sacar las armas a pasear, aunque el viaje fuese un tormento. Con todo, tras más de cinco horas de un traqueteo capaz de desencajar las costillas a cualquiera, Baleztena anunció a voz en grito que el viaje estaba llegando a su fin porque se adivinaban, a los lejos, las torres de la basílica del Pilar, el icono que cualquiera podía reconocer como propio de esa ciudad. Los voluntarios se inquietaron y los oficiales que mandaban la columna pidieron sosiego y disciplina para cumplir las órdenes.

—De aquí no se mueve nadie hasta nuevo aviso —comunicó un capitán.

Sin embargo, al llegar a las inmediaciones de Zaragoza el tren aminoró su marcha hasta avanzar al paso y se frenó frente a las agujas de la estación, so pretexto —dijo el maquinista— de que parecían estar fuera de lugar.

—Es cuestión de unos minutos solventar el problema. Una cuadrilla de compañeros que hace el mantenimiento de los accesos va a salir de las cocheras para revisar las vías —cuenta el maquinista bajándose del convoy—. Estarán aquí en un santiamén.

Los carlistas que dirigen la columna no acaban de creerse la excusa porque sospechan de todos los ferroviarios y el teniente coronel que comanda la tropa, Alejandro Utrilla, instructor de requetés en la clandestinidad los últimos años —estaba retirado de la milicia, acogido a la Ley Azaña—, se malicia algo peor y pistola en mano, seguido por su ayudante Benito Fernández Lerga, descendió del vagón de cola y se plantó en la cabeza tractora sin dar tiempo a que los ferroviarios salieran de naja. Con el arma apuntando a la sien de un maquinista cárdeno que está soltando vapor por la chimenea y haciendo sonar la sirena, ordenó que el tren siguiera la marcha hasta la estación.

—No se puede, general —contesta el ferroviario—. Las agujas están cambiadas y, si continuamos, el tren puede descarrilar.

—Déjese usted de monsergas y de mandar señales con el vapor. Siga ahora mismo.

—Le digo que hasta que no vengan los compañeros no es posible avanzar.

Al teniente coronel Utrilla se le revuelve la sangre y suelta un bramido:

—O mueve usted el convoy, o ahora mismo ordeno que lo fusilen con todos sus compañeros. Benito —dice dirigiéndose a su ayudante—, forme un piquete y vuelva con los fusiles amartillados.

—A sus órdenes, mi teniente coronel.

El maquinista comprende que tiene su vida pendiente de un hilo, por lo que manda a los compañeros del fogón hacer un paripé revisando las vías, volcar más carbón en la caldera y él mismo, incrédulo, acaba por liberar el freno cuando ve asomar por un lateral la expedición patibularia que consigna el carlismo.

—Vamos a ver si marchando al paso, sin soltar totalmente el freno, pasamos las agujas… —dice limpiándose la cara con un trapo—. Vamos a ver…

—Así me gusta —responde Utrilla—, siempre obedeciendo las órdenes de la superioridad.

—Yo no soy militar, general —machaca el maquinista.

—Eso es lo que usted se piensa. Cuando lleguemos a la estación, usted y todos los que están con usted se van para el frente a defender España de tanto cabrón que anda suelto.

Mirando a su ayudante ordena:

—Benito, escolte a pie con el piquete la cabeza del tren hasta que paremos por completo. Luego, organice la movilización de estos ferroviarios. Por cierto, joven —comenta dejando que su mirada se clave en los ojos del maquinista—, yo no soy general, al menos por el momento. Me conformo con ser teniente coronel.

Dicho esto, Utrilla regresa al vagón de cola y revela a Baleztena:

—Nos estaban preparando una trampa. Las señales de humo eran para la aviación. Si no estamos rápidos nos hubiesen bombardeado.

—¿Está usted seguro? —pregunta con el rostro demudado el diputado Elizalde.

—Si tiene dudas, quédese aquí.

—No, no, por Dios, vamos a la estación ahora mismo. ¡Ay señor!, estos ferroviarios…

—Estos ferroviarios, señor Elizalde, van a bajar del tren y de seguido, con la ropa que les entreguemos esta noche, marcharán a primera línea de fuego. O quizá los mande fusilar. Lo tengo que pensar.

Los voluntarios están desplegados por toda la zona que los sediciosos controlan pero no avanzan como el general Mola quisiera, ya que la forma de oponerse al ejército republicano responde a la vieja práctica de origen colonial de las columnas y los enfrentamientos, las jornadas iniciales, son en zonas montañosas que dificultan, todavía más, el progreso de las unidades. Al Director de la sublevación le preocupa la inactividad y le corroe la falta de determinación en algunas columnas, sobre todo las del Frente Norte en su camino hacia Irún, primero, y San Sebastián, después. Desde Burgos, donde trata de poner una estructura administrativa capaz de organizar nada menos que un nuevo estado, el Estado Español —punto equidistante de monarquía y república—, Mola reclama los partes del frente y se consume cuando, sobre un mapa cartográfico, advierte que el coronel Beorlegui avanza, al paso de la tortuga, en zigzag.

La realidad de las primeras jornadas de combates por los valles y montes de los límites invisibles que separan Navarra de Guipúzcoa es que aquellos que estaban radicalmente en contra de la sublevación militar que capitaneaba Mola, aunque muy inferiores en número, se encontraban estratégicamente situados, mientras que las columnas sediciosas deambulaban perdidas en la orografía y sin comunicación entre ellas. Esta circunstancia adversa fue descubierta por Beorlegui tras un despliegue rápido, a veces caótico en sus resultados, y fue motivo para que el coronel pusiera freno en la ofensiva para dedicar tiempo a la instrucción, hasta lograr una tropa algo más disciplinada de lo que había salido de Pamplona. Al general Mola, siempre tan impaciente, siempre nervioso, siempre celoso de transmitir órdenes para ser cumplidas de inmediato, estos retrasos le sacaban de sus casillas.

A finales de julio la frontera franco-española quedó cerrada por decisión del gobierno de París, y para los visitantes de la costa vasca, en especial los de San Juan de Luz, el hecho de que unos kilómetros más al sur hubiese estallado un conflicto bélico no era sino un motivo más de visita turística: todos los días grupos de curiosos y veraneantes peregrinaban hasta el alto de Ibardin —al otro lado de Vera de Bidasoa— y desde allí, con catalejos y aparatos ópticos, disfrutaban de un espectáculo en el que los contendientes se mataban a tiros por conquistar lomas de escaso valor estratégico si con ello lograban incrementar su moral y ser reseñados en los periódicos. Al igual que iba a pasar en la sierra madrileña con los enfrentamientos entre la tropa del coronel García Escámez y los combatientes republicanos, los inicios de la guerra estaban siendo considerados por muchos ciudadanos como la oportunidad para hacer una excursión al campo (en Madrid, los fines de semana, casi había más curiosos por las inmediaciones de la sierra que contendientes), habida cuenta que era verano, estaba apretando el calor y los entretenimientos en la España de mil novecientos treinta y seis eran escasos.

Esta situación de ridículo patetismo y espectáculo cruel comenzó a cambiar en la zona navarra fronteriza con Francia cuando los especialistas del carlismo, acoplados a los ingenieros de Mola, pusieron en marcha el sistema de transmisiones Ericsson que los sublevados necesitaban y un mediodía el sargento Olaizola pegó un grito que pudo escucharse en kilómetros a la redonda:

—¡Hay teeeeeeeeeee­léééééééééééé­fooooooooooooooo­nooooooooooo!

Mediante las unidades que Lizarza había comprado en Bélgica y el ingenio que se aviva cuando los humanos están al límite del raciocinio, las fuerzas de Beorlegui consiguieron una vía de comunicación que no sólo conectaba gran parte de sus efectivos desperdigados por los montes, sino que también lo hacía con Vera, Lesaca, Pamplona y Burgos. Al enterarse Mola de la buena nueva pidió comunicación urgente con Beorlegui y durante la conversación, junto a los ánimos que el coronel estaba necesitando, le coló de rondón una morcilla:

—Venga, Beorlegui, no me jodas, que en Marruecos ya habrías acabado cinco guerras.

—Mi general, que esto ni es tropa, ni tenemos armas, ni hostias benditas consagradas. Cualquiera que estuviese en mi posición no haría más que jurar, blasfemar y maldecir a su gente. Estoy rodeado de aficionados, mi general, y así no se puede ir a ninguna parte.

En esa primera ocasión el general Mola calló lo que pensaba y únicamente dio ánimos. Pero los días siguientes, a eso de la hora de comer, llamaba puntualmente para conocer los avances y, de paso, soltar un chorreo al coronel, que estaba hasta más arriba de la coronilla de aguantar una bronca diaria por parte de quien era la autoridad suprema, pero se encontraba a trescientos kilómetros sentado en la butaca de un despacho, eso decía Beorlegui, mirando las musarañas. Hasta que una mañana, de sorpresa, cuando estaba paseando bajo el robledal donde había instalado su Estado Mayor —que recorría machacando la cachaba que utilizara en Drius, en las fechas que mandaba una compañía de la Legión— a punto de ordenar un ataque en toda regla, su ayudante interrumpió la arenga y dijo con bastante acojono amarrando el auricular de baquelita:

—Mi coronel: Burgos al aparato, el general Mola.

Beorlegui se apartó del teléfono de campaña e hizo un gesto indicando que no le molestaran.

Por el auricular se pudo escuchar con claridad la voz del general:

—¿Por qué no avanza esa columna, Beorlegui? Cojones, que ya está bien de tanto retraso. ¡Hay que tomar San Sebastián echando hostias, Beorlegui, echando hostias, que está usted hormigonado en esa posición!

El coronel no se puso al aparato, pero rugió con su enorme vozarrón:

—¡Que tome Madrid, la hostia, que ya está bien de pedir a los demás lo que él no consigue, copón! ¡Que yo no tengo legionarios, sandios, que estoy con una tropa que acaba de dejar la azada y no sabe qué hacer con el fusil, mecagüen la puta de oros! ¡Tengo un ejército de labriegos, no de soldados, cagüenlaputa!

Mola respondía por teléfono baladroneando:

—Me cago en sus voluntarios y en la madre que los parió: no sirven para nada. Para nada, Beorlegui. Si usted no tiene cojones, dígalo para que mande otro…

—Que no tengo cojones, sandios… Que no tengo cojones… —repetía dando mandobles al aire con la cachaba—. Hasta que no tome Madrid que no me llame. Dígaselo, comandante, que no me llame hasta que no esté en la mitad de la Plaza Mayor pasando revista a la tropa, que me tiene aburrido con tanto sermón.

La comunicación se cortó. Beorlegui dijo entonces al comandante Martínez de Campos:

—Se piensa el general que yo tengo cinco compañías de la Legión, tres tabores de Regulares, dos batallones de infantería y toda la caballería imaginable. Pero si estamos aquí tres y el del tambor con una ametralladora que se encasquilla cada cien disparos… A mí ni Mola ni san Mola me dice cómo debo atacar. Que quede claro. Joder, que yo soy de Pamplona, he pasado siempre los veranos en Donostia y sé lo jodido que es avanzar un metro por estos putos andurriales… Dígale de mi parte que se lea el libro La geografía militar de España, del comandante Díaz de Villegas, porque allí lo pone muy clarito: «La región vasconavarra constituye un caos montañoso levantado sobre el camino tradicional de las invasiones que buscan la ruta directa al corazón de España». Me lo sé de memoria, dígaselo, a ver si nos deja tranquilos. De memoria sé qué hay que hacer para llegar a Irún.

Al final, tras cuarenta y cinco días de combates, Beorlegui, con un ejército de casi mil seiscientos hombres —entre ellos, una bandera de la Legión— que Mola fue reclutando mayormente de la mano del carlismo y equipando con armamento que llegó a enviar de todas partes donde pudo (los voluntarios llegaban al frente en mangas de camisa y alpargatas, con una hora de instrucción y los fusiles sin calibrar), tomó Irún, población protegida por un fuerte, muros de hormigón, alambre de espino y búnkeres. Conquistar esta ciudad fue el principal dolor de cabeza de Mola, que llegó a abandonar Burgos para instalarse provisionalmente en Pamplona y coordinar los ataques para rendir las principales poblaciones guipuzcoanas: en ellos utilizó armamento y aviación italianos y la pléyade de obuses que desde la mar lanzaron el crucero Almirante Cervera, el destructor Velasco y el acorazado España, la única flota que los sublevados tenían por aquellas fechas en la mar del norte peninsular. A resultas de los combates por ganar la posición, Beorlegui resultó herido en la pierna derecha el día anterior a conquistar Irún y falleció un mes después devorado por la gangrena; el coronel Ricardo Ortiz de Zárate, también legionario, fue alcanzado por un disparo mortal cuando se acercaba con su columna a las puertas de San Sebastián, tomada diez días más tarde.

El coronel de la cachaba que tantos juramentos vertió los casi dos meses que estuvo al frente de una columna se fue de este mundo al otro barrio sin haberle dicho a Mola lo que pensaba de él ni de los voluntarios que mandó reclutar para incrementar los efectivos, que acabaron llegando a la frontera de Irún con más bajas de las que nunca hubiera imaginado (el general estuvo agobiando a Beorlegui hasta sacarlo de sus casillas ya que, nada más pisar la población fronteriza, le mandó una comunicación que decía: «Ahora que están desmoralizados por la paliza que han recibido, no hay que parar. Venga, a conquistar San Sebastián»). Las prisas de Mola le costaron la vida y los republicanos guipuzcoanos tomaron aire por la desaparición de un militar sedicioso al que consideraban un jifero[4] sin escrúpulos.

Aunque el objetivo de los carlistas era alcanzar Madrid en una semana el plazo se fue alargando a un mes, primero, y luego se pospuso la meta para antes de que finalizara el año: «En navidades, todos a casa», repetían para animarse cuando los sueños bajaron del cielo. España estaba en guerra de norte a sur con frentes en los cuatro puntos cardinales pero el foco lo estaba acaparado Francisco Franco que, desde Sevilla, había enviado hacia la capital una columna integrada por legionarios, regulares (soldados nativos del norte de África, auténticos mercenarios que mataban por dinero, muchas veces a cuchillo con una sangre fría que infundía pavor), voluntarios de cualquier condición y guardias civiles, todos al mando del más falangista de los militares españoles, el teniente coronel Juan Yagüe Blanco.

Esta columna pudo haberse presentado a las puertas de Madrid en un pispás porque recorría, en su mayor parte, tierra calcinada para las aspiraciones republicanas, pero no era esa la intención de su comandante en jefe ni la del propio Franco, que había dado una indicación siniestra:

—Allí donde pasemos, lo que procede es arrasar para que el enemigo no levante cabeza nunca; no hay victoria completa sin persecución.

Yagüe no necesitaba carga ideológica de semejante porte ya que él mismo destilaba suficiente odio como para reventar las entrañas de quien se pusiera enfrente y fue así que, teniendo conquistada gran parte de Extremadura y sin que Badajoz fuera un objetivo estratégico, tomó la ciudad después de un bombardeo por tierra y aire terrorífico, aplicándose más tarde en una escabechina contra todo y contra todos que se llevó por delante la vida de casi dos mil personas y dejó el suelo de la ciudad laqueado de sangre. Yagüe justificó el pogromo mencionando que, por avanzar contra reloj, ni podía cargar con miles de prisioneros ni dejar la retaguardia con algún rescoldo que pudiera avivar un posterior incendio. A sus soldados les dijo sobre el campo de batalla una vez conquistada la ciudad: «Legionarios: merecéis el triunfo porque frente a los que sólo saben odiar, vosotros sabéis amar, cantar y reír. Allá lejos está Madrid, legionarios, y allí llegaremos todos porque para guiar nuestros pasos en la lucha resucitarán los que aquí cayeron luchando por España. Legionarios de la decimosexta Compañía: ¡qué pocos habéis quedado y qué orgulloso me siento de vosotros! Gritad conmigo: ¡Viva España, Viva la República, Viva el Ejército!». Luego, reconfortado por la arenga y con la respiración entrecortada, celebró la escabechina ordenando que fuera repartida una ración de vino dulce de Málaga y tabaco de cuarterón a tutiplén.

Desde su exilio en Burgos el general Mola observa con desazón los pasos que está dando Franco y el escaso éxito que sus propios enviados a Italia y Alemania (Escobar, Goicoechea, Sainz y Zunzunegui) están consiguiendo, y eso que cuentan con dinero que les ha entregado un naviero cántabro, Ángel Pérez, y el apoyo —incluso logístico, ya que utilizan su avión— del financiero Juan March. Adquirir armas resulta una tarea trabajosa y casi peor es comprar munición, puesto que los sediciosos buscan, fundamentalmente, cartuchos del calibre siete, que no son los que utiliza el ejército alemán. Además, en la tarea de mercadear armamento, munición y aviones los enviados de Franco tropiezan sin saberlo con los de Mola (actúan como espías, pero se nota que son principiantes), y los proveedores, sobre todo el intermediario alemán Josef Weltgens (un tipo de siniestro recorrido que había sido SS-Oberführer —entre coronel y general—, expulsado del Partido Nacionalsocialista por el propio Hitler, y a quien sus compañeros continuaban utilizando para negocios de cloaca), comienzan a no fiarse de nadie aunque Escobar haya entregado, tras la primera visita, medio millón de francos como señuelo. Así van pasando los días y Mola asume que la tarea de avanzar sobre Madrid es un imposible para su ejército, enfrascado en combates tácticos de los que no se derivan avances sustanciosos. Por eso el once de agosto, santa Clara de Asís, mística, cuando se produce la primera conversación telefónica entre los dos generales (Burgos y Sevilla han restablecido las líneas telefónicas a través de Mérida), Mola le dice a Franco que se ocupe de las relaciones con las potencias amigas —porque no es labor para su carácter— y que le consiga munición.

—Me bastan diez millones de cartuchos para llegar a Madrid.

—Carajo —responde Franco con retranca—, eso no puede ser. Habría que esperar un milagro.

—Pues allá te las compongas tú para tomar Madrid. Yo me centro en el norte, que hay tajo suficiente. Escámez está en la posición y conoce las órdenes, pero no hay munición. Algunos días los nuestros disparan con balas de fogueo; no te digo más.

—Mira, Mola, en unos días instalaré nuestro cuartel general en Cáceres —contesta Franco—, y veremos qué se puede hacer. Cuando haya novedades te las haré saber.

Sin obtener respuesta, cuatro días después el director de la asonada envía a Franco mediante enlace una carta en la que vuelve sobre lo hablado y le comunica que ha conseguido media docena de aviones: «Los hemos adquirido a precio de oro, y eso a pesar de su escaso valor militar, pero me he visto impelido a hacerlo de esta manera ya que era necesario para mantener la moral de la tropa, que si no vuelan por encima de ellos se me arrugan. Ya que tú estás en buenas relaciones con Italia y Alemania es necesario conciertes un crédito ilimitado, porque el empréstito de Portugal se está agotando rápidamente». No exageraba Mola: las avionetas compradas en un incipiente mercado negro —junto con los Breguet XIX de su embrionaria aviación, incautados en aeródromos leales a la causa de los sublevados— había jornadas que bombardeaban a mano, volando a baja altura para soltar sobre los objetivos obuses de artillería, proyectiles de la armada, granadas y bombas caseras que habían fabricado los carlistas; causaban bajas, pero sobre todo aterrorizaban.

En la mitad del estancamiento que tanto alteraba sus nervios Mola recibió una excelente noticia cuando el comandante Fernández Cordón le dijo un mediodía:

—Mi general: su esposa y los niños están ya en Pamplona. Quieren llegar esta tarde a Burgos para encontrarse con usted.

Mola arqueó las cejas y soltó un mohín:

—La buena nueva del mes, Emiliano. Ocúpate de encontrarles acomodo hoy y mañana. El lunes regresas con ellos a Pamplona: prefiero que estén allí y sea yo quien vaya a verles.

—A sus órdenes, mi general.

Aquella tarde fue la mejor de todo el año y a Mola se le vio como nunca, con su Leica al hombro disparando fotos a porrillo, además sin aquilatar el fotómetro. El contento era tan grande que el general mandó a su Estado Mayor que desfilara por el salón de Capitanía y se entretuvo haciendo retratos sobre un fondo de cortinas púrpura que esa misma noche mandó revelar y al día siguiente entregó en mano como recuerdo de la jornada: algunas estaban sin foco y casi todas mal cortadas, sobre todo la de su sombra aquellos días de calor sofocante, el abogado José María Iribarren. Pero el general jefe del Ejército del Norte no le dio importancia.

Mola estalló en odio cuando supo por la prensa que los generales Goded y Fernández Burriel había sido pasados por las armas al cabo de un juicio sumarísimo en un trasatlántico que los republicanos habían fondeado en el puerto de Barcelona tiempo atrás para que sirviera de cárcel —después de transformar las cabinas de primera, segunda y tercera—, tras confiscarlo y cambiar su nombre (hasta mil novecientos treinta y cuatro era el Infanta Isabel de Borbón; a partir de entonces se denominó Uruguay). Acababan de marchar Consuelo y los niños de nuevo para Pamplona cuando Mola se aisló, abrió la Remington y se puso a escribir hasta bien entrada la noche. De mañana ordenó que pasaran a limpio el escrito y salió hacia Radio Castilla para responder al Gobierno de Madrid, el gobierno de los rojos, el terror y la barbarie en la sarta de mentiras que llevaba pregonando desde que estallara la asonada, según propia expresión.

Frente al micrófono de la radio el general comentó con despecho:

—Hay quien ha dicho que el movimiento militar ha sido preparado por unos generales ambiciosos y alentados por ciertos partidos políticos doloridos de una derrota electoral. Esto no es cierto. Nosotros hemos ido al movimiento seguidos ardorosamente del pueblo trabajador y honrado para librar a nuestra patria de la anarquía, caos que desde que escaló el poder el llamado Frente Popular iba preparándose con todo detalle al amparo cínico de este con la complacencia morbosa de ciertos gobernantes. De no haber salido nosotros al paso con el tiempo y en fecha oportuna, la historia de la humanidad hubiera conocido en pleno siglo XX la más sangrienta de las revoluciones que nos hubiese llevado forzosamente a desaparecer del mapa de Europa como nación libre y como pueblo civilizado. Lo ocurrido en todos los lugares del territorio nacional en que los rojos han dominado es pequeño botón de muestra de lo que habría sido lo otro, lo que se proyectaba para el veintinueve de julio, bajo los puños cerrados de las hordas marxistas y a los acordes tristes de La Internacional. ¡Sólo un monstruo de la compleja constitución psicológica de Azaña pudo alentar tal catástrofe! Monstruo que parece más bien la absurda experiencia de un nuevo y fantástico Frankenstein, que fruto de los amores de una mujer. Al final de nuestro triunfo, pedir su desaparición me parece injusto. Azaña debe ser recluido para que escogidos frenópatas estudien su caso, quizá el más interesante de degeneración mental ocurrido desde Cronstand, el hombre primitivo de nuestros días (…). Ni rendimiento, ni abrazos de Vergara, ni pactos ni nada que no sea la victoria aplastante y definitiva. Después, si el pueblo lo pide, habrá piedad para los equivocados, pero para los que alentaron a sabiendas una guerra de infamia, crueldad y traición, para esos, jamás. Antes que la justicia de la Historia, la nuestra, la de los patriotas, que ha de ser inmediata y rápida. De todo eso respondemos nosotros con nuestro honor y, si es preciso, con nuestras vidas. ¡Viva España! ¡Viva siempre España!

A finales de agosto el general tragó parte de su propio veneno cuando fue notificado del asesinato de su amigo y confidente, «el más leal», había dicho, el comisario Santiago Martín Báguenas, su antena en Madrid. La información que Mola recibió fue que la Cárcel Modelo —donde estaba recluido el policía tras ser detenido, acusado de colaborar con los militares sublevados— había sido incendiada primero y asaltada después por una banda de milicianos que no buscaban otra cosa que tomar la justicia con la mano. En la tarde del veintitrés de agosto, santa Rosa de Lima, patrona de la América Latina, los asaltantes de la cárcel obligaron a los funcionarios a que dejaran el trabajo y salieran de la prisión; luego, de madrugada, llevaron a una cincuentena de reclusos hasta la primera galería y allí, sin más testigos de cargo que sus fusiles, los fueron ajusticiando a tiros en filas de a diez, que fueron desplomándose como castillo de naipes. Murió Santiago Martín Báguenas pero también Melquíades Álvarez, decano de los abogados de Madrid, político y ex diputado; José Martínez de Velasco, ex ministro de Industria, Comercio y Agricultura en el gobierno de José Chapaprieta; Julio Ruiz de Alda, cofundador de Falange Española y héroe de la aviación española; Fernando Primo de Rivera, hermano de José Antonio; Manuel Rico, ex ministro de Hacienda con Portela Valladares, y de Gobernación con Lerroux y Martínez Barrio; Ramón Álvarez Valdés y Castañón, ex ministro de Justicia con Lerroux; Rafael Esparza, ex diputado a Cortes; el conde de Santa Engracia, Francisco Javier Jiménez de la Fuente; los generales Oswaldo Fernando Capaz y Rafael Villegas Montesinos; el doctor José María Albiñana Sanz, jefe supremo del Partido Nacionalista Español, médico y ex diputado… (el dirigente carlista Antonio Lizarza, que se encontraba recluido en esta cárcel, escapó a la masacre, así como a otra posterior que los comunistas más enrocados organizaron en Paracuellos del Jarama, en las afueras de la capital, donde fueron asesinados miles de presos que tenían la condición de políticos y que habían sido evacuados ante la inminencia de un ataque faccioso sobre Madrid; Ramón Serrano Súñer, cuñado de Franco, también salvó la vida y nueve meses más tarde logró fugarse).

La prensa madrileña dijo que se trató de un intento fascista por incendiar la cárcel para que los presos más significados intentaran la huida, y remarcó que el director general de Prisiones había felicitado en nombre del Gobierno republicano a los milicianos que acudieron a la Modelo para sofocar la rebelión. Para Mola fue un asesinato alevoso que jamás podría quedar sin vengar y que, a la postre, dio origen a una leyenda que acompañó su vida y muerte ya que, en un nuevo mensaje radiado tras conocer la masacre, el general advirtió a los gobernantes de la República que sus actos no iban a quedar sin respuesta y aclaró: «Me preguntan cuál de las cuatro columnas que los militares patriotas hemos puesto en marcha asaltará definitivamente Madrid y rescatará la ciudad de la anarquía que han impuesto los rojos. Pues bien, yo os anuncio que no ha de ser ninguna de estas sino la quinta columna, la formada por los patriotas que están dentro de la ciudad la que finalmente, con su esfuerzo, logrará liberarla de las garras del comunismo internacional. ¡Madrileños: la quinta columna volverá a hacer de vosotros lo que siempre fuisteis! ¡Madrileño, colabora con los patriotas!».

Esta proclama se vio acompañada por pasquines que la aviación de los sublevados hizo caer sobre Madrid en los que, ora Mola («¡Madrileños: la fecha de la liberación está cercana!»), ora Franco («Sabed, madrileños, que cuanto mayor sea el obstáculo más duro será por nuestra parte el castigo»), trataban de sublevar a la población contra el control férreo que las milicias republicanas, formadas por voluntarios sin otra consigna que limpiar la capital de facciosos, ejercían sobre una población de por sí atemorizada, las más de las veces hambrienta y a diario exhausta. La «Quinta Columna» preocupó tanto al gobierno que presidía el socialista Francisco Largo Caballero, que el ministro de la Gobernación, Ángel Galarza Gago, dispuso la creación de las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia (MVR) como cuerpo encargado por el ministerio para colaborar en el mantenimiento del orden público y, sobre todo, «evitar la filtración de los enemigos del régimen, que tiene como único propósito perturbar la labor de las milicias en la lucha que se mantiene para vencer a los facciosos y desprestigiar a las organizaciones que venían realizándola». Hasta que Madrid no fue conquistada por las tropas de Franco el quintacolumnismo fue la tortura que persiguió cada noche a los defensores de la capital y el mayor éxito de agitación y propaganda que Emilio Mola Vidal pudo imaginar en vida.

A finales de agosto los combates en los montes cedieron paso a una fútil escaramuza de tinta y papel que sediciosos y republicanos llevaron a cabo en sus diarios oficiales. Primero el Gobierno de Madrid destituyó como rector vitalicio de la Universidad de Salamanca, por manifiesta deslealtad, dijeron, al escritor Miguel de Unamuno y Jugo (la Junta de Burgos lo confirmó un mes después en el cargo, lo destituyó en octubre sin mayores explicaciones y el escritor, finalmente, acabó muriendo de asco en Salamanca el último día de ese año, semanas después de haber puesto a escuadra al jenízaro de Millán Astray en el paraninfo de la universidad, tras vociferar el general legionario vivas a la muerte y muertes a la inteligencia), luego creó un tribunal especial para juzgar los delitos de rebelión y sedición, más tarde el ministro de la Gobernación, el general Sebastián Pozas Perea (su hermano Gabriel era el ayudante de Mola en Burgos), firmó un Decreto por el que la Guardia Civil desaparecía como tal y adoptaba el nombre de Guardia Nacional Republicana, y Azaña acabó nombrando un nuevo Gobierno presidido por Francisco Largo Caballero —también ministro de la Guerra— en el que un nacionalista vasco, el estellés Manuel de Irujo, fue designado ministro sin cartera. Desde Burgos, la Junta que presidía Cabanellas, a su vez, decretó nula la salida de oro del Banco de España que el Gobierno republicano iba a emplear para comprar armamento, restituyó, en artículo único, la bandera bicolor roja y gualda como la enseña oficial de España y anuló la ley de Reforma Agraria votada por las Cortes; pura guerra de papel, a la que tan aficionado era el general Mola.

Unos días antes de que sus tropas asaltaran finalmente Irún y tomaran la ciudad para la santa cruzada, el Director de la conspiración tuvo un ataque de angustia tras comprobar que las gestiones que sus enviados estaban haciendo por Europa ni daban resultado en los plazos que el general necesitaba ni se podían prolongar en el tiempo, so pena de retrasar los propios contactos de Franco frente a los gobernantes alemanes. La noche del dos de septiembre de mil novecientos treinta y seis, san Antolín, patrono de los cazadores y fiesta en la conquistada Palencia, el general Mola echó mano de la épica, compuso una carta que firmó manuscrita y resolvió enviarla al cuartel de Franco, que hacía dos semanas se había trasladado a Cáceres para instalarse en el palacio de los Golfines de Arriba, mandado edificar por el matrimonio Isabel de la Cerda y García de Golfín en 1513; el futuro generalísimo cuidaba ya, hasta el extremo, todas las cuestiones relacionadas con el protocolo, la liturgia y la estética.

La carta de Mola, redactada en términos a veces angustiosos, a veces insoportables por lo que dejaba traslucir, finalizaba de esta manera. «Urge me envíes un millón de cartuchos porque en el barco alemán no llegaron los cinco millones y ando muy mal de municiones. También ando mal de ametralladoras porque se van poco a poco inutilizando y no tengo forma de reponerlas. Te ruego que con la mayor urgencia me envíes la mitad de lo que has recibido de Alemania. La gente está un poco “mosca” contra mí porque cree que no hago nada para que se les dote de lo necesario. Dicen que todo va para ahí y que acaparáis la aviación. Algo de razón tienen. Manda el material que te pedí y me ofreciste el otro día. Estoy pasando verdaderos apuros. Creo que no me dejaréis, por la cuenta que os tiene, sin municiones y demás elementos necesarios. Contéstame hoy mismo con Chamorro».

Franco no contestó de inmediato porque estaba a lo suyo, que no era otra cuestión que encaminar tropas hasta las puertas de Toledo, puesto que en su Alcázar estaban resistiendo el asedio de los milicianos republicanos más de un millar de personas al frente de las cuales se encontraba el coronel José Moscardó, director de la Escuela de Educación Física del Ejército; era la fotografía que la opinión pública internacional estaba oteando a diario para ver de qué lado podía decantarse la guerra. Con el teniente coronel Yagüe relevado del mando de la columna que debía tomar Madrid (sus problemas con la aorta le habían dejado inútil para el servicio, tras conquistar Badajoz a sangre y fuego), Franco ordenó al general Valera que pospusiera avanzar hacia la capital de España en tanto no quedara liberado el Alcázar de Toledo, bastión de todas las creencias que los corifeos de la nueva España estaban propagando a los cuatro puntos cardinales.

Tomar Toledo para la santa cruzada fue el objetivo irrenunciable de las tropas enviadas por Franco, que acabaron liberando el Alcázar, soberbia construcción militar que se elevaba sobre la propia ciudad, en una ribera del río Tajo, tras sesenta y ocho días de asedio y marcaron la dirección de la guerra en perjuicio de los republicanos y del propio Mola, que vio encoger su figura hasta quedar subordinada al papel de jefe de un ejército que nunca conseguía conquistar el Norte, en especial Bilbao, la ciudad anatema para los carlistas los últimos cien años. Para exhibir frente al mundo una imagen de fuerza de la que aún carecían, Franco fue nombrado en Salamanca por los integrantes de la Junta de Defensa Nacional —con la abstención de Cabanellas— Jefe del Gobierno del Estado Español, Generalísimo de las fuerzas nacionales de Tierra, Mar y Aire, con el añadido de asumir la jefatura de todos los ejércitos de operaciones que los sediciosos tenían en campaña. Fue la manera de unificar los criterios y disponer de una sola voz (algunos junteros, como Mola, pensaron que era la solución oportuna, aunque de carácter transitorio).

Con este plantel de cargos, revestido por la autoridad que sus triunfos sobre el enemigo le habían proporcionado, el general Francisco Franco Bahamonde apareció en Toledo el veintinueve de septiembre de mil novecientos treinta y seis —en su primer día como jefe supremo de la sublevación— para escalar sobre pedruscos hasta la puerta pulverizada del Alcázar y recibir allí, por boca del coronel Moscardó (que con dos meses de asedio estaba famélico, embarbado, ojeroso, sucio y avejentado), como el día anterior aconteciera con el liberador, el general José Enrique Varela Iglesias, el sermón de las siete palabras que sus propagandistas se encargarán de repicar, en lo sucesivo, por el mundo entero:

—Sin novedad en el Alcázar, mi general.

Franco sonrió con cara de levita y, aunque no dijo nada llevado de la emoción que manejaba para ocultar sus sentimientos, mientras abandonaba Toledo comentó con su amigo Millán Astray:

—Todavía nos queda sufrir, pero creo que ahora sí podemos decir que vamos a ganar esta guerra.

Hasta el cardenal Gomá, desde el micrófono de Radio Navarra, tuvo idéntico pensamiento el mismo día cuando dijo con su voz de flauta:

—Españoles: a mí se me antoja el Alcázar de Toledo como el punto culminante de la guerra actual. Ya no queda más que la rama descendiente de la parábola. El mundo lo ha comprendido así. Et si fractus illabatur orbis, impavidum ferient ruinae (Aunque el orbe estalle, quedará el héroe impávido entre sus ruinas).

La estampa del coronel sitiado junto a sus libertadores Franco y Varela dará la vuelta al planeta, aunque un fotógrafo de Pamplona que se había desplazado a la capital castellana para tirar unas placas estuvo detenido más de un mes en Burgos por vender copias —a una peseta— de una instantánea en la que, henchido de satisfacción, sacando tripa y pecho, ocultando bajo el labio tonto una hilera de dientes afilados, se veía a Franco en una pose inusual y prohibida para los usos del momento: sonreía y tenía media lengua fuera (con la que lamía sus labios; algo habitual en el generalísimo) en un gesto cómicamente ridículo que nunca antes se había hecho público.