veintisiete

TIENE bemoles la cuestión, pero los carlistas consideran que han iniciado la cuarta guerra por la causa y estiman que yo, Emilio Mola Vidal, nacido en Cuba de padre guardia civil, soy su Tomás de Zumalacárregui. Tiene bemoles, digo, porque soy un biznieto, nieto e hijo de guiris que a estas alturas de la vida, a punto de llegar a la cincuentena, marcha en fraternal compañía con los descendientes de aquellos contra los que lucharon mis ancestros; ironía del destino, bromas que amasa la vida. Mi bisabuelo formó en la escolta que en abril de 1808 acompañó a Carlos IV y a su esposa María Luisa en su viaje hacia el exilio de Bayona. Cuando los franceses invadieron España mi bisabuelo volvió a su país, se batió en Zaragoza junto a las compañías de voluntarios catalanes del capitán general de Aragón, don José de Palafox y Melci, nombrado más tarde por Fernando VII duque de Zaragoza, y fue hecho prisionero por el enemigo extranjero en Mequinenza, primero, y luego trasladado a cárcel francesa. Volvió a España cuando acabaron las contiendas y se retiró con el grado de teniente coronel. Mi abuelo Joaquín fue jefe de los somatenes de Cataluña, periodista del Diario de Barcelona, del que llegó a ser corresponsal en la guerra de África de 1859 y en la de Italia. Junto a Mañé y Flaquer escribió Historia del bandolerismo y la camorra en Italia, peleó contra los carlistas en la guerra de 1846 a 1849 por tierras catalanas, fue condecorado y se retiró como general de brigada, el empleo que yo mismo ostento ahora. Mi padre luchó contra los carlistas en el sitio de Bilbao, pasó luego a la Guardia Civil y marchó a Cuba, donde nací. Ahora está retirado, también es general y vive en Barcelona. Con estos antecedentes cualquiera puede preguntar qué estoy haciendo en este pesado verano del treinta y seis junto a la masa carlista, movilizada en España a mis órdenes. La respuesta es sencilla: compartimos los mismos ideales, idénticas ilusiones y, por si esto no fuera suficiente, son gente inasequible al desaliento, capaces de dar ánimos en estos momentos difíciles al más timorato. Cierto que en esta aventura fantástica en la que estamos inmersos hay gentes que quieren desfilar bajo los colores de una bandera, de una religión y de un rey, mientras otros únicamente queremos reintegrar a la patria el orden y la dignidad perdidas. Todo eso es cierto, pero no lo es menos que si de patriotismo hay que hablar, el carlismo, sus gentes, están en primera línea batiéndose con los mejores. Tienen, además, algo que es difícil encontrar en la sociedad actual: una fe ciega en su trabajo y un entusiasmo desmedido para alcanzar las metas. La amalgama de estos factores hace que, a día de hoy, el carlismo sea una fuerza insustituible y de gran valor para los objetivos que los militares patriotas nos hemos fijado. Son menos de los que dicen y aparentan, están peor formados de lo que creen, disponen de menos armamento del necesario pero, con todo, están dispuestos a morir por la causa sin mostrar un mal gesto y, hasta donde han podido, se han mostrado generosos y confiados. Hoy es así; mañana, con la victoria, veremos qué sucede porque hay que concitar muchas voluntades para no reeditar errores funestos en la pasada historia de España. Quién me lo iba a decir, mandando tropas carlistas, yo, que soy guiri por los cuatro costados…

La tropa multicolor que manda don Curro ha llegado a Logroño y la primera medida ha sido detener a un diletante y traidor, el gobernador militar, Víctor Carrasco Amilibia, que no se ha sumado a la causa como debiera a pesar de haber decretado el estado de guerra (los sindicatos, que tenían la ciudad en huelga, se había apoderado de todos los puntos estratégicos ante la pasividad de la autoridad militar) y que es un tipo que siempre me pareció peligroso por su forma de actuar. Este general, y su hermano, el coronel León Carrasco, que está al frente de las unidades de San Sebastián, nos han hecho perder tiempo y gastar más fuerzas de las estrictamente necesarias en estos primeros días, y han de pagar por ello.

Con el general Carrasco han venido detenidos el alcalde (y dentista mío en la época que viví en la ciudad) Basilio Gurrea y el gobernador civil Carlos Fernández Shaw; los tres han sido trasladados a dependencias militares y veremos qué responsabilidades determina el tiempo. Cuando Carrasco fue conducido a mi presencia me negué a estrechar su mano y él, con cara de sorprendido por el ludibrio, se atrevió a preguntar por qué había ordenado la detención.

—No sé por qué me retienen —balbuceó con la cara insípida que acompañaba sus actuaciones.

—Usted no, pero yo sí y con eso basta. Coronel —respondí dirigiéndome a Ortiz de Zárate—, lleve a estos hombres a la ciudadela y que permanezcan presos hasta nueva orden.

Parece que a estas alturas todavía hay personas que no se han percatado de la gravedad de la situación porque están jugando al gato y al ratón con nuestros ideales. Llegada esta hora quienes no están con el movimiento salvador están contra él y contra nosotros, de lo que se deduce que serán tratados como desafectos y enemigos de la patria (sobre ellos y sus conciencias caerán las responsabilidades que se determinen cuando esto haya acabado). Apenas han pasado cuarenta y ocho horas desde que dimos el primer paso en la marcha por liberar España del yugo que la oprime y algunos de nuestros mejores jefes han sido hechos prisioneros por el enemigo después de resistir la posición hasta el límite de las fuerzas. Me cuentan que, especialmente, la actuación del general Fanjul al frente de jefes y oficiales en el Cuartel de la Montaña ha sido heroica porque la chusma revolucionaria ha hecho una escabechina asesinando heridos y disparando por la espalda contra militares que habían decidido rendirse para evitar que más sangre inocente se derramara. Francamente, no esperaba otro comportamiento: nuestras gentes se han batido el cobre y los izquierdistas, donde han podido, los han asesinado a mansalva. Como también han seguido incendiando iglesias y matando religiosos, simplemente porque visten hábitos. Me quema la sangre cuando recuerdo estas salvajadas pero tengo una esperanza desmedida en la fe de nuestros soldados para que la batalla que acabamos de comenzar concluya de un plumazo con este estado calamitoso y veamos renacer una nueva patria.

El carlismo, ya lo he dicho anteriormente, ha movilizado sus efectivos y me comunican sus jefes que seguirán con la recluta hasta donde necesario fuera (por cierto: acabo de ver un pasquín suyo donde, junto a otras consideraciones, dicen una cosa bien curiosa: «Español, tú eres sin saberlo un requeté no movilizado». No sé si será para tanto). El problema que se nos plantea es que no hay ni municiones ni armas para todos. Ni son unidades con formación militar. Me acaba de contar el coronel Ortiz de Zárate que los requetés que van en la columna de Escámez, al llegar a Logroño, han bajado de autobuses y camiones frente a los cuarteles y allí, de manera improvisada, han recibido de un capitán nuestro una teórica sobre el funcionamiento de los ejércitos e, incluso, han realizado algunos ejercicios de tiro. Esto sucedía mientras don Curro y una compañía del Regimiento Sicilia se desplazaban hasta Alfaro, que había sido tomada por los izquierdistas aprovechando la indefinición de González Carrasco, para poner orden y liquidar el foco de rebelión.

Las armas y su munición son el problema más acuciante que tenemos a la vista. Desde Zaragoza el general Cabanellas ha dado la orden de enviar hasta Tudela un convoy con cinco mil fusiles y su munición, pero es insuficiente porque no hay cartuchos para un ataque que dure varios días. No es que este sea un problema que se derive de la improvisación en nuestro actuar, no (sabido es que, en tiempos de guerra, todo agujero es trinchera). Es que el Ejército español está extraordinariamente mal dotado de armamento hasta el punto de que hoy mismo, ahora mismo, cualquier potencia extranjera que, con motivo de nuestro levantamiento, decidiera invadir el país se iba a dar un paseo militar porque apenas podríamos oponer resistencia. Esta es la realidad de nuestra defensa nacional. Tan sólo en África hay unidades y armamento (y más que eso, fe en las propias posibilidades) pero tenemos sin establecer el modo de transportar la tropa hasta la península. Creo que será cuestión de pocos días: más de los que nos gustaría pero menos de los necesarios en situación normal. Tan pronto como llegue a Burgos tengo previsto tratar de urgencia esta cuestión.

Respecto al fallecimiento del glorioso general don José Sanjurjo Sacanell pocas palabras puedo decir en estas horas tan tremendas. El penosísimo accidente que le ha costado la vida no ha de ser sino el acicate que nos impulse a finalizar la obra que empezamos tiempo atrás y que él, desde el exilio portugués, seguía con tanto interés y entusiasmo. No han de sacar provecho alguno de su muerte los traidores a España porque, tras Sanjurjo, somos millones los que mantendremos los mismos ideales, la misma tradición, iguales deseos de reconquistar la patria. Su muerte es el golpe más doloroso que podía llegar en estas horas iniciales pero no hay nada ni nadie que nos haga separarnos un milímetro, o un segundo, de los objetivos acordados. Nos hemos quedado sin referente de mando —eso es verdad— pero habremos de encontrar el modo de cubrir su inestimable baja con un directorio colegiado del que emanen las órdenes que todos los patriotas han de cumplir, sin importarles nombres ni graduación, por el supremo bien que se llama España. Quiero, además, que sus restos sean transportados a Pamplona tan pronto como posible fuera y tengan cristiana sepultura en la ciudad que le vio nacer, donde es tan querido. Descanse en paz el general más laureado del ejército español.

Ahora que estoy a punto de dejar temporalmente Pamplona (la idea es volver cuando haya finalizado nuestra campaña) no voy a pasar por alto el apoyo y el trabajo que ha prestado mi querido amigo don Bernardo Félix Maíz Sarasa en la preparación, hombre discreto y eficiente. Su entrega ha sido tanta y su colaboración tan desinteresada que la historia ha de recompensar este trabajo anónimo de importancia extrema en el devenir de la patria. Acabo de estar con él para despedirme y a ambos nos brillaban los ojos por tener que separarnos (jamás le hubiese pedido que viniera conmigo a Burgos porque, a partir de ahora, necesito a mi lado casi un profesional). He quedado que en el primer viaje que haga a Pamplona iremos a almorzar y me ha pedido que le mantenga informado de aquello que considere oportuno porque quiere seguir apuntando en el diario que empezó en abril sus impresiones hasta que todo esto finalice. Qué gran persona, no puedo decir otra cosa de él.

De manera casi simultánea he conocido a un joven abogado local, José María Iribarren, al que me habían propuesto como secretario y ayudante civil algunas gentes locales, entre ellos Raimundo García. Es un muchacho joven, que le gusta el oficio de escritor y que ha tenido algunos escarceos con la política local. Mi intención es que recoja la información diaria de lo que acontece en nuestro entorno para que haya constancia de los pasos que vamos dando, siempre con la máxima discreción. También tendrá que ocuparse de responder las peticiones que puedan formular los periodistas porque esa materia, témome, va a ser de capital importancia. Cuando llegue a Burgos lo haré llamar para que se incorpore al cuartel general de las operaciones.

Los carlistas no han esperado un minuto más de lo que podían y han comenzado a sustituir las banderas de la España republicana por las propias de la monarquía (habrá que decir, también, que la bicolor fue enseña en la primera república, durante el escaso periodo de tiempo que duró). En Pamplona lo han hecho en los edificios oficiales y sus unidades desfilan tras la bandera monárquica, circunstancia que ha causado alguna confusión entre los militares porque no hay decisión alguna tomada al respecto. Ya se sabe que en asunto de símbolos los tradicionalistas no hacen excepciones porque es parte de su esencia misma, como lo son también sus creencias religiosas. De todos modos —por abundar un poco más en la cuestión— no seré yo quien les amoneste por su postura (que no la comunicaron con anterioridad; simplemente lo han hecho y punto pelota) aunque me hubiera gustado que las circunstancias hubiesen discurrido de diferente manera para no desviar la atención hacia el objetivo final: devolver la dignidad a España, con monarquía o con república. En mi opinión, tanto da.

El tradicionalismo ha recreado una demostración palmaria de que, en la movilización, posiblemente no tenga rival. Sus unidades (ya lo he comentado in extenso en otra parte de estas reflexiones) no ostentan la consideración de militares, más allá del uniforme y de la parafernalia, aunque es preciso admitir que sobre el papel han debido de trabajar de lo lindo para conformar una organización que dispone de medios más modernos que los del propio Ejército. Me refiero, por ejemplo, a lo que ellos denominan unidades de transmisión y las voluntarias de Frentes y Hospitales. Respecto de los primeros he de confesar que disponen de radiotransmisores comprados en el extranjero, muy recientemente, que van a ser de extraordinaria utilidad en algunos frentes donde las comunicaciones sean especialmente dificultosas. De las segundas añadiré que las señoritas que se ocupan de esos menesteres (que las llaman margaritas, en memoria de alguna de sus princesas o quizá de alguna reina) llevan boina marfil y uniforme blanco de enfermeras; algunas pasean en la mano el libro del doctor don Manuel Bastos Ansart Las heridas en el campo de fuego, que es como la Biblia para las curas que han de hacerse en combate. A lo que se ve estas unidades son herederas de pretéritas partidas que trabajaron en las pasadas guerras carlistas; aquellas en las que, como he dicho, mis ancestros lucharon a muerte en el bando contrario. Qué cosas. Qué bemoles.