veintiséis

SIN que hubieran aparecido las primeras luces el capitán Manuel Barreda, de acuerdo a las órdenes recibidas por el coronel García Escámez, mandó formar en el patio del cuartel del batallón de montaña a la compañía de cazadores Sicilia, con su capitán Martín Rubio Sanjuán al frente. Clareaba la noche y, en Capitanía, Mola, achicharrado de humo y sudor, marchaba camino del baño para refrescar las carnes antes de salir a la calle y tomar posesión de la ciudad. A la vez que dos soldados iban abriendo las ventanas del caserón para orear las estancias, los conspiradores fueron desapareciendo del palacio dejando solo al Director con sus últimas consignas: los militares a los cuarteles, los civiles a la plaza del Castillo en cuanto amanezca. Eran las seis de la mañana del diecinueve de julio de mil novecientos treinta y seis y de los ventanales sombríos del palacio del Virrey migraba un humillo hacia las alturas que iba desamparando en el ambiente vahos con aroma de café rancio y tabaco de cuarterón; estaba remontando la luz del día cuando el general Mola dejó escapar una última perla a la plana mayor de la conspiración:

—Señores —les dijo—, recordemos lo que Napoleón mencionó la víspera de Waterloo: Que les destins s’accomplisent, cúmplase aquello que decretó el destino. Que sea lo que Dios quiera porque el futuro está en sus manos. Nosotros ya cumplimos con nuestro deber. Caballeros, gritad conmigo: ¡Viva España!

—¡Viva! —retumbaron las paredes del palacio.

Un cuarto para las siete la compañía de cazadores Sicilia, con el capitán Martín Rubio en cabeza de la formación, llegó a la plaza del Castillo, todavía revuelta y con mobiliario por los suelos a consecuencia de la trifulca que horas antes se había producido cuando un grupo de carlistas uniformados suspendieron por la tremenda la verbena que los feriantes habían organizado para resarcirse de las pérdidas que el mal tiempo les había ocasionado, unos días atrás, en las fiestas de San Fermín. No hubo ni música, ni baile, ni vino, ni licores, ni jarana ni fiesta y sí una ensalada de tiros en una esquina de la plaza, junto al pasadizo de la Jacoba, que acabó con seis paisanos heridos de bala, uno de los cuales, apellidado Lozano, murió al llegar al hospital.

Encaramándose a lo más alto del quiosco el capitán Rubio comenzó a recitar el bando sin levantar la voz, quizá para no romper el silencio de la alborada:

Don Emilio Mola Vidal, general de brigada y jefe de las fuerzas armadas de la provincia de Navarra, hago saber: Una vez más el Ejército, unido a las demás fuerzas de la nación, se ve obligado a recoger el anhelo de la gran mayoría de los españoles. Se trata de restablecer el imperio del orden, no solamente en sus apariencias externas sino también en su misma esencia; para ello precisa obrar con Justicia, que no repara en clases ni categorías sociales, a las que ni se halaga ni se persigue, cesando de estar dividido el país en dos bandos, el de los que disfrutan el poder y el de los que son atropellados en sus derechos. La conducta de cada uno guiará la de la Autoridad, otro elemento desaparecido de nuestra nación, y que es indispensable en toda colectividad humana. El restablecimiento del principio de Autoridad exige inexcusablemente que los castigos sean ejemplares, por la seriedad con que se impondrán y la rapidez con que se llevarán a cabo, sin titubeos ni vacilaciones… Para llevar a cabo rápidamente la labor anunciada, ordeno y mando:

Artículo Primero: Queda declarado el Estado de Guerra en todo el territorio de la provincia de Navarra y, como primera providencia, militarizadas todas sus fuerzas, sea cualquiera la autoridad de quien dependían anteriormente, con los deberes y atribuciones que competen a las del Ejército y sujetas igualmente al Código de Justicia Militar…»

El capitán Rubio fue enunciando el farragoso texto de la proclama mientras dos soldados con botes de engrudo que estaban a las órdenes del brigada Eulogio Gutiérrez lo iban pegando en las columnas de los soportales de la plaza acompañados, de lejos y con la vista, por un pequeño grupo de tradicionalistas que aguardaban en formación frente a su sede, el Círculo Carlista. El bando no despertó gran interés porque la plaza, en tan temprana hora de domingo, estaba casi vacía y la cúpula conspiratoria no había salido todavía de sus casas ya que el primer acto del movimiento sedicioso no fue exhibir la fuerza de las armas sino quedar a bien con Dios y las conciencias relatando los pecados tras las celosías de los confesionarios para, más tarde, sin el dolor de la culpa, escuchar misa y comulgar. El carlista —maldecirán sus adversarios los próximos meses— es un animal de cresta roja que, confesado y comulgado, mata al hombre.

El general Mola no se dio prisa por echarse a la calle. Sobre las seis pasó al servicio y descansó en la bañera por espacio de una hora —dormitando mientras memorizaba algunas frases que iba a utilizar horas después— antes de tumbarse en la cama y abandonarse a un nuevo golpe de sueño. Poco antes de las nueve desayunó con su ayudante y leyó los periódicos de la plaza: Diario de Navarra publicaba en su portada el bando íntegro, mientras que el portavoz del carlismo, El Pensamiento Navarro, lo daba en la última bajo un titular que llamó la atención por su arcano: «Ha estallado en toda España un movimiento de carácter militar». Mola, como era su costumbre, ojeó la prensa sin detenerse en una página concreta, aunque se quitó los lentes cuando llegó a un suelto en Diario de Navarra que decía: «Ayer, a las ocho y cuarto, a consecuencia de un accidente desgraciado ocurrido en el cuartel, dejó de existir el comandante jefe de la Guardia Civil de Navarra don José Rodríguez Medel. Descanse en paz». Luego se limitó a comentar:

—Esto pita, Emiliano. Esto pita… y no ha hecho más que empezar.

Un cuarto para las diez pidió su coche y ordenó al chófer:

—Vamos a Radio Navarra.

En las afueras de la emisora había una gran concentración de curiosos y partidarios, a partes iguales; Diario de Navarra había adelantado en uno de los titulares de portada que el general tenía previsto dirigirse a la nación a través del micrófono de la emisora local y las gentes estaban junto al portal del edificio unas horas antes, de vigilia, para ver de cerca al Director de la conspiración ahora que había llegado el momento de gloria. Pero Mola llegó y sin mirar hacia atrás, sorprendido por unos tímidos aplausos y algunos vivas a España, subió a zancadas hasta los estudios de Radio Navarra donde fue recibido por la plana mayor del carlismo y el muñidor de toda la teoría conspiratoria, el diputado y director de Diario de Navarra, Raimundo García. La emisora interrumpió la programación y sonó una marcha militar antes de que Mola, al micrófono, anunciara urbi et orbe que el movimiento estaba ya en la calle con un destino inmediato: marchar hasta Madrid para restablecer el orden en España. El general llevaba una cuartilla que desplegó frente al micrófono aunque habló sin un guión previo y sin fijar la vista en parte alguna, ni siquiera en los apuntes:

«—Estoy aquí —dijo— para agradecer al noble y heroico pueblo de Navarra el apoyo que tan virilmente ha prestado, presta y prestará al movimiento salvador de la patria que hace unas horas ha estallado en toda España y para expresar la confianza plena en los destinos emancipadores de la nación, usurpados y maltratados por el desgobierno y la anarquía. Ha llegado la hora de hacer frente al caos y devolver a los españoles su fe en los valores eternos que representa la patria. El Ejército no va a cejar en su empeño por restituir el orden…»

Mola siguió con la retahíla de lugares comunes que adornaban sus frases en público y acabó la plática, breve y tajante, dando vivas a Navarra, España y el Ejército, cuyas unidades estaban formadas desde primeras horas en los patios de los cuarteles. De nuevo en la calle el general Mola, con fajín y guantes blancos, escoltado a su izquierda por Raimundo García y a su derecha por el capitán Carlos Moscoso, guarecido en la retaguardia por el jefe provincial del carlismo, Joaquín Baleztena Azcárate y el teniente coronel Alejandro Utrilla, se dio un baño de masas al frente de una cáfila que cruzó de sur a norte la ciudad, cansinamente, entre aplausos y vítores, para llegar de nuevo al palacio de Capitanía donde, en uno de los balcones de la fachada principal, el Director de la conspiración, al modo de los actores, saludó a la caterva que había seguido sus pasos levantando los brazos al cielo y dando vivas a España hasta quedarse afónico (de manera simultánea una partida carlista ajustaba cuentas con seguidores del Frente Popular que trataban de hacerse fuertes en el barrio de Rochapea, desafiando al destino con revólveres arcaicos, y a resultas de la refriega cinco personas fueron heridas de bala y dos de ellas murieron días más tarde).

La movilización patriótica comenzó en Pamplona el día diecinueve con el asalto de una escuadra de falangistas a las oficinas de Izquierda Republicana, en la plaza del Castillo, desde cuyos balcones tiraron a la calle un busto del presidente Manuel Azaña, un cuadro que simbolizaba la República, cartelones y todos los libros que encontraron en los anaqueles de la estancia. La masa falangista había probado sus fuerzas a primera hora del día con el latrocinio del periódico La Voz de Navarra, órgano de expresión del nacionalismo vasco, y de su edificio, en la calle Zapatería, a escasos cincuenta metros de Diario de Navarra, de donde arrancaron muebles, máquinas, troqueles, tipos, plomo, papel, tinta, documentos y la biblioteca entera, que ardió en la calle protegida por la mirada retorcida de sus atacantes, vestidos de azul y negro, salvaguardados con el correaje de pistolas automáticas. A medida que fue avanzando la jornada las sedes de los partidos leales al régimen constitucional fueron asaltadas, expoliadas, destrozadas y requisadas en beneficio de los impulsores del nuevo orden patriótico que reclamaban para España, al mismo tiempo que la plaza del Castillo se convertía en el patio de armas que el movimiento de Mola necesitaba. El carlismo, sintiéndose dueño de una situación que anhelaba años ha, tomó la plaza y mandó formar sus huestes para demostrar que, organizando la masa enfebrecida, nadie, ni siquiera el Ejército, podía disputarle una posición señera. Eran muchos (aunque menos de los que pregonaban) pero, con la excepción de los cuadros dirigentes, nadie en su juicio hubiera podido considerar que aquellos jóvenes vestidos en su mayoría de domingo, con camisa blanca, alpargatas y boina roja, sin otras armas que las ganas de salir del pueblo, fuesen el ejército disciplinado al que Fal Conde aludía cuando refería el poderío militar de la Comunión Tradicionalista. El general Mola los vio en formación mientras encabezaba el río humano que acompañaba sus pasos la mañana del diecinueve y, aunque no llegó a detenerse para no perder el paso, le impresionaron dos cosas: el gentío en ringlera y la escasez de armamento, características ambas que García Escámez había comprobado ya cuando conversaron sobre el particular.

Igenerá: tengo organizadas las columnas que han de salir para Madrid. Las encabezan nuestras fuerzas y los carlistas van a rebullón. Son muchos, pero ni tienen armas para luchar ni costumbre de manejarlas.

—Tienen una cosa mejor, don Curro, que nos viene de perlas: ganas de ganar, fe en la victoria. Ya lo dijo Napoleón: en la tropa, la moral lo es todo.

—En eso no hay duda, igenerá. Pero necesitamos armas.

—Están acordadas con Zaragoza. Insista con el ayudante del general Cabanellas.

En esas estaban cuando el comandante Fernández Cordón anunció la llegada del sumo pontífice del carlismo, el abogado andaluz Manuel Fal Conde, que acababa de aterrizar en Noáin, adonde viajó desde el sur de Francia en el avión que el piloto Juan Antonio Ansaldo Bejarano tenía previsto transportar al general Sanjurjo de Estoril a Pamplona. Mientras Ansaldo se cuadraba ante Mola, Fal, histriónico como nunca antes, se abalanzó sobre el general y le propinó un par de empellones antes de dar a voz en grito vivas a España, al Ejército y al propio director de la conspiración. El general no estaba acostumbrado a semejante fuerza efusiva y se dejó estrujar por Fal para comentar de seguido:

—Las cosas marchan según lo previsto. ¿Tienen ustedes novedades? ¿Alguna información que desconozcamos?

—Todas nuestras gentes están movilizadas esperando sus órdenes, mi general. El aviador Ansaldo parte ahora mismo hacia Estoril en busca de nuestro jefe natural, el general don José Sanjurjo, a quien esperamos esta noche en Pamplona.

—¿En Pamplona?

—Esos eran los planes, general.

—Creo que deberemos ajustar el itinerario.

Mola fue para la mesa del despacho y extrajo un plano de la península Ibérica que extendió en el suelo.

—Veamos —dijo—. Usted, Ansaldo, recoge al general Sanjurjo en el punto que hayan acordado…

—En Estoril, mi general —se adelantó el aviador.

—Correcto, en Estoril. Desde allí tiene que regresar a Burgos, no a Pamplona, porque es en aquella capital donde va quedar instalado el cuartel general de las tropas patriotas. Si cuando llegue usted a las inmediaciones del aeropuerto de Gamonal (con la vara de mando señaló el punto en el mapa) observa en el suelo un aspa blanca, será la señal de que puede aterrizar. De no ver usted esa cruz continúe el viaje hasta Pamplona. Si tampoco en esta ciudad observa el señuelo, transporte al general hasta el sur de Francia y que sea lo que Dios quiera porque significará que nuestro movimiento no ha triunfado, algo realmente improbable pero no imposible. Ansaldo: el veintiuno de julio le esperamos en Burgos para recibir al general Sanjurjo. ¿Ha quedado claro?

—Absolutamente, mi general. El veintiuno en Burgos.

—Señores, cada uno a sus puestos. Nada más y buenos días.

—General —grita Fal Conde camino de las escaleras—, ¿novedades sobre Madrid?

—Sin novedad, señor Fal. Bueno o malo, no lo sé, es lo que hay.

En Madrid los más valientes han ido cogiendo el portante los últimos días y se han marchado mayormente a Burgos para ver el espectáculo desde platea, porque ninguno tiene madera de héroe aunque pavonean —aventando las palabras— su desmedido amor por la patria. Carlos Miralles, sus hermanos y su grupo —en total cerca de cincuenta personas— desafiaron al destino y siguiendo órdenes del general Kindelán marcharon hasta Robregordo, en la base del puerto de Somosierra, al norte de Madrid, y allí, en el túnel que se estaba perforando para la nueva vía del ferrocarril, establecieron la posición con el propósito de impedir la comunicación de la capital con Burgos en tanto no llegaran las tropas de Mola. Su primera acción fue subir hasta la ermita de la fundadora de las adoratrices, santa María Micaela del Santísimo Sacramento, en el pueblo de Somosierra, rezar un rosario y encender velas frente al altar; luego regresaron a Robregordo y tomaron posiciones en el túnel. Contaban con fusiles, pistolas y un ardor guerrero que les duró un par de días porque las fuerzas republicanas los barrieron del mapa, falleciendo la mayor parte a consecuencia de un bombardeo aéreo. Desde Burgos otros voluntarios de Renovación Española lograron rescatar varios cadáveres —entre ellos el del propio Carlos Miralles— y los transportaron hasta la capital castellana, donde fueron tratados como los primeros mártires de la cruzada y expuestos en la sede de Renovación Española cubiertos con las banderas monárquicas que tanto amaron en vida.

Mola desconocía qué estaba pasando en Madrid —si es que ocurría algo— y el general Fanjul, movido por el mismo ímpetu que sus correligionarios en el norte de África, asumió la responsabilidad comprometida ante sus compañeros y se lanzó a una aventura imposible en el Cuartel de la Montaña, frente a los jardines del Campo del Moro y al otro lado del Palacio Real. El diecinueve por la mañana, después de haber permanecido escondido los dos días anteriores en el piso de un amigo, Fanjul recibió a un correo del general Villegas y asumió el encargo de ponerse al frente del Cuartel de la Montaña, donde estaba la tropa acuartelada y el depósito de armas más importante de la ciudad. Tras almorzar llamó a su hijo José Ignacio, teniente médico, y le puso en antecedentes del plan que había ideado: tomar el acuartelamiento y resistir hasta que las tropas de Mola entraran en Madrid.

—A estas horas —le dijo—, sobre poco más o menos calculo yo, deben de estar llegando a Guadalajara.

—Hemos de aguantar como podamos.

—Mola lo viene diciendo: resistir es la victoria. Esta es la oportunidad.

A continuación se puso una camisa blanca de manga larga, pantalones grises y se echó a la calle en compañía de su hijo para llegar hasta el cuartel poco antes de las cinco.

Por Madrid ya hay movilizaciones de obreros y estudiantes y las gentes que apoyan al Gobierno piden armas para defender las instituciones republicanas y la ciudad porque la amenaza —creen— viene de la periferia por Burgos, Valladolid, Guadalajara y Segovia. En el barullo sideral que rodea al Gobierno tanto Casares Quiroga como Martínez Barrio estiman que la asonada se corta de cuajo aplicando las resoluciones que publica la Gaceta de Madrid (ya han sido destituidos de sus cargos, por Decreto que firma el Presidente de la República, Manuel Azaña, los generales Franco, Queipo de Llano y Cabanellas) y sosteniendo entre algodones el artículo sexto de las disposiciones generales del Título Preliminar de la Constitución, que dice: «España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional». A Mola, todavía en la tarde del día diecinueve, el Gobierno le concede el beneficio de la duda y no le aplica la gaceta oficial porque no es consciente del papel real que tiene en el movimiento ni asume que las unidades sublevadas en la periferia tengan capacidad de marchar sobre Madrid. Eso es lo que piensa el Gobierno (Casares Quiroga se está quedando sin voz de tanto repetir: «No hay que agrandar los ecos ni multiplicar los errores»), pero no las gentes que están en las calles reclamando armas y control sobre todo quisque. Ni tampoco los comunistas, uno de cuyos dirigentes, la diputada Dolores Ibárruri, Pasionaria, ha lanzado al aire desde los micrófonos de una radio local la consigna que va a presidir los próximos meses de la capital de España: «No pasarán». En ese hormigueo de rumores el general Fanjul llega hasta el corazón del Cuartel de la Montaña con su hijo José Ignacio, toma el mando sin oposición y, aclamado por un numeroso grupo de jefes y oficiales cree, optimista, que con el apoyo de los falangistas, monárquicos de todo tipo, gentes de orden y nuevos oficiales advertidos desde Burgos para que formen un caparazón y resistan como sea un par de días, el tiempo ya está de su lado. Al cuartel se acercan los avisados y una pléyade de curiosos que deambulan por Madrid los calores del verano, como hacen otros domingos de sol plomizo. En la capital los veranos son de bigote y las gentes pasean por las tardes recorriendo el centro de la ciudad siempre a la sombra; es la costumbre.

Fanjul lleva preparado el bando por el que asume la jefatura de la I División Orgánica del Ejército y declara el estado de guerra: «El Ejército español, dispuesto a salvar España de la ignominia y dispuesto a que no lo sigan gobernando bandas de asesinos y organizaciones internacionales, toma, por plazo breve, la dirección política de España con el exclusivo objeto de mantener el orden público y el respeto a la propiedad y a las personas… Para evitar un día de luto al pueblo de Madrid espero que todos colaborarán a la obra de patriotismo que inicia el Ejército, que no sale de sus cuarteles combatiendo a ningún régimen sino a los hombres causantes de la situación actual que lo han deshonrado. ¡Viva España! ¡Viva la República! ¡Viva el Ejército!».

El tercer ministro de la Guerra que tiene el Gobierno republicano en menos de dos días, el general de brigada Luis Castelló Pantoja, de quien sus adversarios consideran que debía estar ingresado en un frenopático por mor de sus perturbaciones mentales (acabará huyendo de Madrid en menos de dos meses), conoce que Fanjul ha tomado el Cuartel de la Montaña y ordena un asedio por tierra y aire que le haga desistir de su bizarra tentativa. El acuartelamiento comienza a ser rodeado por cañones y, tras las octavillas que han caído del cielo conminando a la rendición, llegan los primeros obuses; es la señal que el Gobierno envía a Fanjul para que comprenda que la aviación del Ejército español, aunque modesta, está con el poder constituido legalmente y no tiene posibilidad alguna de salir con vida si persiste en su empeño. Pero el general golpista lleva metido entre ceja y ceja el mensaje que su correligionario Miguel García de la Herrán, general de brigada que simultáneamente trata de hacerse fuerte en el acuartelamiento de Carabanchel, le ha mandado por teléfono:

—Aguanta la posición medio día que las tropas de Mola están a menos de cien kilómetros. Resistir tiene como recompensa la victoria.

Con las primeras luces del día veinte el Cuartel de la Montaña, donde se apiñan más de mil cuatrocientos efectivos, está rodeado por fuerzas de la Guardia Civil, Asalto, milicianos sin preparación militar armados con fusiles y una leva de curiosos que contempla los movimientos como si estuvieran en el balconcillo de un cinema. Hay un griterío enorme que avanza conforme la mañana adelanta y los sitiados disparan contra los obuses, las granadas y las bombas que una escuadrilla ha dejado caer sobre el conjunto de edificaciones. En la primera oleada de fuego, sobre las siete de la mañana, una explosión de granada deja herido a Fanjul en un brazo; no es de extrema gravedad aunque el corte le produce una pequeña hemorragia que impresiona a sus ayudantes. Una hora después, y por orden del ministro de la Guerra, los atacantes cesan en los disparos y envían a un oficial con bandera blanca para que comunique a Fanjul que debe rendirse o las consecuencias serán terribles. El coronel Bartolomé Sierra, portavoz del general, dice que las cartas están sobre la mesa y la partida echada.

—Si disparan, nos defenderemos. Si no disparan ustedes, nosotros tampoco lo haremos. Rendirnos, jamás.

A la vista de que no hay acuerdo ni rendición los sitiadores incrementan el fuego de los ataques y el cuartel es bombardeado sin piedad desde tierra y aire. Casi al mediodía en un balcón de la fachada principal aparece colgada una sábana blanca —que los leales a la República interpretan como señal de rendición— y un grupo numeroso de atacantes marcha hacia la entrada, a la descubierta, en la creencia de que el asedio ha terminado. Pero son recibidos por una descarga enorme de fusilería y ametralladoras que deja junto al portón de entrada regueros de sangre y muertos por decenas; todo ello encoleriza de tal modo a los atacantes que en la hora siguiente el cuartel es asediado con granadas, obuses, metralla y bombas desde el aire que van destrozando la fachada al mismo tiempo que desde altavoces situados en el extrarradio de las edificaciones militares los sitiadores piden a los sediciosos que se rindan para evitar males mayores.

Por los balcones de los frentes comienzan a asomar sábanas blancas (algunas oscurecidas por el rojo de la sangre de los heridos) y en la confusión un oficial leal a la República logra escapar del cuartel llevando consigo un pequeño grupo de soldados y algo más valioso, como es la información de lo que está sucediendo dentro. El comandante que dirige las compañías de la Guardia Civil ordena entonces un ataque combinado de sus efectivos y la Guardia de Asalto, que logran entrar en las instalaciones y detener a Fanjul —herido en el brazo izquierdo y la cabeza— y al coronel Sierra. La masa que va detrás de los guardias, enfebrecida y colérica, borracha de sangre que clama venganza, penetra en los edificios y provoca una carnicería tirando los cuerpos de los heridos desde los balcones y disparando sin control sobre todo aquel que lleve uniforme. Antes del mediodía acaban los disparos, pero el patio del acuartelamiento es terreno yermo alfombrado de cadáveres y sangre que el calor de la jornada convierte en un vapor irrespirable, amargo y denso. Fanjul ha salvado la vida por los pelos —no así su ayudante el coronel Sierra, asesinado en un pasillo y su cuerpo lanzado al patio desde el segundo piso—, y los milicianos que han tomado el cuartel creen haber hecho justicia, a su manera, eliminando a tiros a un centenar de jefes y oficiales de la guarnición. De paso han conseguido arramplar los cerrojos de los fusiles (dicen que en el cuartel se almacenan más de cincuenta mil) y armar un pequeño ejército de voluntarios sin más formación que el ímpetu que demuestran cuando, en columna de a dos, desfilan por la Puerta del Sol dando gritos contra los militares sediciosos y de apoyo a la República. La toma del Cuartel de la Montaña acaba convirtiendo el movimiento de Mola en una guerra sin tregua que durará casi tres años y es el paradigma de que en julio de mil novecientos treinta y seis no hay en España posibilidad alguna de zanjar las diferencias entre las partes como no sea eliminando físicamente al adversario.

El general Mola ha tenido conocimiento de la masacre de Madrid y volcará todo su empeño en vengar el arrojo de Fanjul y sus gentes, aunque para ello tenga que movilizar a miles de requetés sin armas, formación ni municiones que el carlismo reclutará —por las buenas y por las peores— en los pueblos navarros hasta dejar los campos sin brazos que los trabajen (los exegetas del movimiento dirán entonces, verano del treinta y seis, que en Navarra están segando las monjas; los curas, muchos curas, están en primera línea de batalla repartiendo por igual bendiciones, obleas y estopa).

Fanjul queda en el imaginario de los patriotas como un héroe y la legalidad republicana lo fusila medio en cuclillas (no es capaz de mantenerse en pie a causa de un temblor que le recorre el cuerpo) en el patio de la cárcel Modelo, junto con García de la Herrán, un mes después del asalto, de paisano, tras haber contraído matrimonio con una señora viuda que le había servido de enlace las semanas anteriores al levantamiento militar, porque la sala VI del Tribunal Supremo condena con pena de muerte la sublevación que protagoniza contra el orden establecido. Es tanta la inquina que su nombre levanta entre los milicianos madrileños que el diecisiete de agosto de mil novecientos treinta y seis, san Roque, enfermero de los más pobres, cuando estaban enterrando su cadáver en el cementerio de la Almudena, un grupo de descerebrados asesinó a su albacea, Luis Vales Álvarez, y al hijo de su viuda disparándoles a la cabeza. «Tres por el precio de uno», dijeron cuando abandonaban el camposanto dejando sobre la tierra un féretro y dos cadáveres más.

Franco está en África y Mola en Pamplona rumiando las malas noticias que le llegan por todos lados: el movimiento patriótico se mueve a sus anchas en una diagonal que va desde Pamplona a Cáceres, pero las grandes ciudades, las que inclinan la balanza (Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao), continúan bajo el control del Gobierno y eso representa un fracaso que los sublevados tratan de minimizar diciendo que el auténtico Ejército, el único cuerpo de Ejército completo que hay en España, con sus mandos, clases, tropas y armamento, formado por la Legión Extranjera y los Regulares, está bajo su control y en cuestión de días, ayudados por las columnas que Mola envía desde el norte, tomará Madrid. «No hay vuelta atrás entre el martirio y la gloria», ha vuelto a señalar el general a su camarilla de íntimos exhibiendo una mueca sonriente que le sale del alma.

De Barcelona, para más inri, han llegado muy malos vientos que nadie quiere explicar al general porque la desafección de las unidades que esperaban ha traído consecuencias dramáticas: no sólo está detenido el general Goded sino que Ramón Mola, el hermano del Director, ha muerto en el primer embiste, además de un tiro en la cabeza que él mismo se disparó en las Atarazanas cuando un grupo de paisanos armados que capitanea, entre otros, un anarquista que se hará famoso, Buenaventura Durruti, rodeó el edificio y abrió fuego de intimidación. El propio Goded, que viajó en la mañana del día diecinueve desde Palma de Mallorca en un hidroavión Savoia y había conseguido llegar hasta el viejo edificio de Capitanía en Barcelona, desde donde esperaba controlar la situación con la ayuda del general Álvaro Fernández Burriel y hacerse con el mando efectivo de la División Orgánica, se dio cuenta en cuestión de minutos de que su propósito era un imposible y que estaba solo frente a la adversidad, sin posibilidad de ayuda exterior. Barcelona, en huelga revolucionaria convocada por los anarquistas de la CNT, tampoco se suma al movimiento salvador y aunque Goded está en el despacho de mando no hay tropas que le sigan ni oficiales que lo secunden. Al contrario: a media tarde, con el edificio de Capitanía rodeado y tras haber recibido el impacto de un obús lanzado desde un cañón del 7,5 que maneja el panadero anarcosindicalista Manuel Lecha, Goded intentó suicidarse para no sufrir la afrenta de rendirse, pero se lo impidieron los oficiales que se encontraban en su despacho y ya, sobre las siete, se entregó a las fuerzas que encabeza el comandante Enrique Pérez Farrás (condenado a muerte dos años atrás por sublevación y después indultado), humillado y exhausto.

Pero el vía crucis de Goded —un hombre seco de carácter, que ha participado en casi todas las conspiraciones militares de la monarquía— no acabará con la entrega puesto que, detenido y esposado, es conducido al palacio de la Generalidad de Cataluña donde su presidente, Lluís Companys Jover, le conmina a que anuncie su rendición por radio y ponga fin a cualquier hostilidad. El general, sumiso, cabizbajo, presagiando el futuro, habla por Radio Barcelona desde el despacho del presidente y asegura humillado hasta el tuétano que para evitar que la sangre corra debe cesar la lucha porque el movimiento ha fracasado. «Os ruego que depongáis las armas», dice casi sin voz ni fuerzas. Veintidós días después, el once de agosto de mil novecientos treinta y seis, santa Clara bendita, se celebró un consejo de guerra sumarísimo en el buque Uruguay, fondeado en el puerto de Barcelona, y el general Goded, de cincuenta y tres años, fue condenado a muerte junto a Álvaro Fernández Burriel, su compinche en la asonada. Veinte horas más tarde de conocer la sentencia, en los glacis de Santa Elena, al pie del castillo de Montjuïc, Manuel Goded, que viste de militar pero sin gorra ni insignias, está de espaldas al muro de piedra donde le van a fusilar y, después de dar una calada al último cigarro que fumará en vida, pide al jefe del piquete que, por favor, no le dispare a la cara. «Es usted hombre muerto, qué más le da», le responden. Se hace un silencio, se escucha una voz que grita: «Así mueren los generales traidores a la República» y suena una descarga que ensordece como ruido de trueno. Los ajusticiados caen al suelo tal si fueran fardos de alfalfa y el general Fernández Burriel, que viste de paisano y lleva chancletas, queda boca arriba mirando al cielo con un mohín de horror que le abraza la cara.

Mola conoce los fracasos de Madrid y Barcelona pero se consuela con las comunicaciones que le llegan de África y, sobre todo, con la conversación que mantiene con Queipo de Llano desde Sevilla. Queipo, un optimista enfermizo, alienta al Director para que los efectivos previstos salgan hacia Madrid en cuanto sea posible porque las tropas del norte de África y sus voluntarios sevillanos no van a tardar muchos días en dirigirse hacia la capital de España para liberarla.

—Yo me quedo en Sevilla unos días porque le he cogido gusto a hablar por radio —dice jocosamente.

—En cuanto llegue a Burgos tengo previsto hacer lo propio —responde Mola—. Creo que hay que dirigir un mensaje a los españoles dando cuenta de la situación, mandando ánimo a todas nuestras gentes y explicando al mundo que el movimiento liberador del Ejército está en pie contra el desorden, la anarquía y el comunismo internacional.

—Mucho ánimo, general, que es cuestión de días. A fin de mes nos vemos en Madrid.

—Que Dios te oiga, Queipo.

La consigna es glorificar la gesta de los sublevados: —«Controlamos Marruecos, Sevilla, Valladolid, Zaragoza, Burgos, Pamplona, Vitoria…»— y minimizar los fracasos en el resto de España porque en estas horas primerizas de la asonada lo más importante es subir la moral de nuestras gentes y prepararse para un combate extenso en el tiempo, piensa Mola. Nadie de los que le rodean en el palacio de Capitanía conoce lo que está pasando por su cabeza y el propio general hace esfuerzos imposibles por mantener un gesto sonriente que confirme la buena marcha del negocio. En esa tarea le ayuda un animoso incorregible, el coronel García Escámez, que acaba de presentar los planes para marchar hacia Madrid.

—Pamplona, Logroño, Soria, Guadalajara y Madrid, igenerá; esa es la ruta. Entre nuestras fuerzas, los apoyos del carlismo y algunos falangistas tengo mil cuatrocientos hombres armados, aunque con munición escasa, que en cuatro días se plantan en las puertas de Madrid. Para Guipúzcoa…

—Para Guipúzcoa —se adelanta Mola—, hay que formar columnas que marchen en tres o cuatro frentes distintos. El primer objetivo es controlar la frontera.

—A eso iba, igenerá. Desde Vitoria, Alonso Vega marchará hacia Vergara y Éibar, de Alsasua partirá una columna hacia Beasáin, al mando del coronel Cayuela. Latorre irá a Tolosa, Ortiz de Zárate a Urnieta y el teniente Cabello hacia Vera e Irún. Pero no hay armamento ni munición para todo el mundo.

—¿Qué dicen desde Zaragoza?

—Que mandan cinco mil fusiles y cartuchos. Y que desde Jaca también nos van a apoyar.

—No se hable más, don Curro. Ya tienes la orden de marchar.

Zordeneigenerá.

El mesianismo del carlismo respecto del papel que Navarra debe tener en el movimiento que preconiza el general Mola se refleja en la plaza del Castillo —sitial del banderín de enganche tradicionalista—, donde se han ido reuniendo los miembros del Requeté con toda su parafemalia, los curiosos que ignoran la magnitud de la escabechina que está por llegar, los desocupados y muchos adversarios políticos caridolientes que sienten pavor ante lo que estas gentes armadas (unos con pistolas y otros, además, con un odio pavoroso que se refleja en hilos de sangre que marcan sus ojos) serán capaces de hacer. Entre la masa vestida de caqui destacan decenas de voluntarios que llevan boina morada y están agrupando a sus fieles por los lugares de procedencia: son los párrocos de muchos pueblos navarros que van a poner en práctica la prédica que llevan exhibiendo en los púlpitos desde años atrás, porque estos curas guerreros no responden de sus actos —ni pasados, ni presentes, ni futuros— ante su obispo o ante su superior. Lo hacen ante su conciencia y frente a su Dios y por ello reparten bendiciones y escapularios de fieltro con el dibujo de un corazón coronado de espinas que lleva enmarcada una leyenda que hará fortuna —«Detente bala. El corazón de Jesús está conmigo. Reinaré en España»—, acto seguido de confesar sus pecados a la multitud de iracundos que van a salir para el frente.

El carlismo, después de tres guerras fracasadas, es experto en liturgias y conoce como nadie el valor de la taumaturgia celestial hasta el extremo de proveer a sus requetés de munición para el espíritu antes que entregarles un gramo de pólvora. Cada miliciano nacionalista es guarnecido de una ordenanza tipo carné con su fotografía, nombre, apellidos, domicilio, grado, fecha de incorporación y visto bueno del delegado regional; un devocionario de trece páginas que lleva implícito cien días de indulgencia a quien lo pusiere en práctica y un ejemplar de los reglamentos del Requeté. Este opúsculo, de ciento seis carillas en octavo menor, principia con un exordio: «Tú, requeté, soldado de la Fe y de la santa causa tradicional. Tu ordenanza fija tus deberes, exalta tus principios y te encuadra para ser útil. Tu trilema permanente: Dios, Patria, Rey. La Fe fundamenta todas las virtudes del soldado requeté. Refuerza el espíritu, necesario a tu azarosa vida, con el culto a Dios. Sírvele siempre. Muere por Él, que morir así es vivir eternamente. Ante Dios nunca serás un héroe anónimo».

El requeté Ignacio Mariezcurrena, hermano del telefonista de Capitanía, carlista de conveniencia porque era la única manera de marchar los fines de semana a Pamplona so pretexto de hacer la instrucción en la falda del monte Ezcaba, supo del levantamiento cuando estaba en Leiza preparando un hatillo para marchar a San Sebastián y bañarse en la playa de La Concha. Un amigo de la infancia se presentó en taxi, guarnecido por una boina roja que llevaba bordadas tres flores de lis, y le instó a montar en el coche y partir hacia Pamplona: «Ha comenzado el levantamiento», dijo con cara de circunstancias. Llegaron a la capital a media tarde y a la misma hora en que los requetés de Tafalla, en formación, arribaban a Pamplona portando en cabeza el estandarte de la virgen de Jerusalén, patrona de Artajona, con una liturgia propia de pasadas cruzadas. Ellos no sabían quiénes eran los del pendón, pero en ese pueblo amurallado, tras entregar el párroco la enseña patronal a los voluntarios enfebrecidos que salían para Pamplona, los carlistas que no irán al frente arremetieron contra los bienes y propiedades de un modesto comerciante, Luis Armendáriz, a quien se la tenían jurada por una anécdota que en las fechas fervorosas de julio de mil novecientos treinta y seis a cualquiera que no sea del agrado de la causa le puede costar la vida: era el propietario del cine y allí se exhibían películas que no gustaban al párroco (la asociación de padres católicos promulgaba un bando con cada estreno de película, advirtiendo de sus pecados). Armendáriz salvó la vida por los pelos y huyó del pueblo, pero la turbamulta no quedó satisfecha con apoderarse de sus propiedades y embistió contra su amigo Javier Domezáin, también huido en los albores de la gran cruzada que el carlismo había desatado, a quien despojaron por la tremenda de todo el patrimonio: catorce vacas, seiscientas once gallinas y tres mil ciento cincuenta pesetas que los sublevados hicieron entrega a sus superiores como donativo, nunca incautación.

La comunión tradicionalista ha arrancado la movilización de sus efectivos montando el cuartel general en las aulas del colegio de los padres escolapios, junto a la plaza de toros, y desde allí va ordenando la marea humana que está llegando a Pamplona para sumarse a la causa: no hay armas para todos y establece un principio en virtud del cual los más antiguos en el escalafón, siempre que sean mayores de veinte años y traigan de casa el uniforme militar tradicionalista, tienen derecho a pistola y son remitidos al cuartel de Ingenieros para que los encuadren en las unidades en formación. Ignacio Mariezcurrena, conocido como Iñaki, ni tiene el uniforme ni lleva consigo su carné de carlista porque no lo necesita ya que es hermano del telefonista de Mola, quien le arregla su enganche a la columna de García Escámez con una llamada y para las siete de la tarde ha cambiado el ropaje por uniforme militar, un fúsil Mauser, cartuchera, correaje, macuto, una manta y ciento cincuenta cartuchos que le tiemblan en la espalda: no ha disparado un tiro en su vida (tiene veintiocho años) porque fue declarado inútil para la milicia a causa de una malformación en el antebrazo derecho, aunque en este diecinueve de julio nadie ha advertido el detalle ya que lleva una boina roja con borla dorada de dimensiones tan rumbosas que las miradas de los reclutadores van directamente a su generosa cabeza (en el pueblo le llaman, a sus espaldas, buru haundi, cabeza grande en vasco, porque de frente, con sus casi dos metros de largo por uno de ancho, no hay dios que se atreva a decírselo aunque tenga medio brazo derecho tonto).

La primera fase de la movilización acabó en el atardecer del día diecinueve junto a la explanada de la estación de autobuses cuando el coronel García Escámez dio la orden de marchar hacia el frente («¡En una semana, en Madrid!», gritaban los carlistas desaforados) a la excursión de camiones militares, autobuses de La Ulzamarra, La Villavesa, La Burundesa, La Izagaondoarra, La Pamplonesa, coches particulares y seguidores que van en bicicleta doquiera que los soldados marchen. Los militares van por sus medios y agrupados mientras los voluntarios —carlistas en su inmensa mayoría— marchan a la guerra en autobuses de línea dando a la partida un aire de excursión colegial que a don Curro le espanta y le produce dolores de cabeza.

Es tal el barullo y la descoordinación que García Escámez, a los tres kilómetros de marcha, ordena parar en Zizur para organizar a los casi mil quinientos efectivos que lleva tras de sí, y establece un orden en virtud del cual los militares van en cabeza y el resto, separados una cincuentena de metros y en autobuses comerciales, a sus espaldas (en Pamplona se queda Mola organizando las tropas que han de salir para Guipúzcoa, porque es evidente que la sublevación no ha triunfado en San Sebastián ni en las grandes poblaciones de la provincia). Los autobuses dejan asomar por las ventanillas los fusiles de los voluntarios, algunos de los cuales han recibido incluso granadas de mano que llevan en los macutos. El desconocimiento de lo militar es tan grande que los voluntarios llevan la mira de los fusiles en las ventanas y nadie se atreve a fumar por miedo a provocar una explosión; hablan poco y únicamente se alegran cuando echan al coleto un trago de vino empinando la bota que casi todos llevan al frente, ya que es la única munición de boca que esta tropa bullanguera y multicolor transporta.

En tanto los sublevados despliegan sus fuerzas para tomar Madrid, el aviador Ansaldo ha atravesado la península en un De Havilland DH 80A, Puss Moth, matrícula EC-VVA, con los cinco sentidos alerta porque no se le escapa que está cruzando un territorio en pie de guerra donde los aviones militares al servicio del Gobierno son mayoría y no han de hacer señales antes de disparar. Esta tensión le impide centrarse en el objetivo del vuelo —aterrizar en Lisboa— y acaba tomando tierra en el aeródromo de Santa Cruz, al oeste de Portugal y a sesenta kilómetros de la capital, fuera de uso desde tiempo atrás. Al darse cuenta del extravío, ya en suelo firme, Juan Antonio Ansaldo Bejarano, nervioso de impaciencia, consigue convencer a un paisano que se ha acercado hasta la pista —sorprendido tras ver aterrizar el avión— y marcha en el coche de este a Lisboa y desde allá en taxi hasta Estoril temblando por la posibilidad de haber hecho el viaje en balde: se malicia que el carlismo pueda haber sacado al general José Sanjurjo en otro avión sin dar más explicaciones, habida cuenta de la hora que es. Pero no es así. El orondo militar está en su residencia de Estoril (cuyo alquiler paga religiosamente la suegra de Paco, su hermano mayor, porque Sanjurjo está tieso de dinero) con un grupo de cuarenta personas esperando la forma de regresar a España. Entre ellos se encuentra el dirigente carlista huido de Madrid Aurelio González de Gregorio, que ha recibido una llamada desde San Juan de Luz en la que le indican que tenga preparado un plan alternativo para evacuar al general ya que Ansaldo, a las seis de la tarde, todavía no ha llegado a Portugal y se desconoce su paradero; quizá el aparato haya sido derribado por la aviación republicana. González de Gregorio ha hecho bien el recado y tiene apalabrado el Percival Gull Six, matrícula G-ADZO, del acreditado piloto británico James Alian Mollison, en el que su ex mujer, Amy Johnson, la aviadora más famosa de Gran Bretaña y Europa entera, hace dos meses acaba de batir un récord mundial al viajar desde Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, a Croydon, en Londres, sola, en poco más de tres días.

—Tenemos un nuevo avión —ha comentado al oído de Sanjurjo en la sobremesa del almuerzo del diecinueve de julio, entre sopor y sopor—. En realidad, mi general, tenemos el mejor avión posible y un piloto excepcional: Lacombe.

—Iré donde ustedes me digan, pero considero oportuno esperar a conocer qué ha sido de Ansaldo. Su familia siempre ha tenido conmigo un trato excelente.

—Si hoy no llega, al alba deberá marchar usted para Lisboa y volar en el avión de Mollison. España le aguarda, mi general.

—Ya, ya… Pero vamos a esperar.

De noche —son más de las diez— Ansaldo llega a la villa donde reside Sanjurjo y le recibe el grupo de incondicionales que está con el general desde el día anterior, todos pegados a la radio y al teléfono. El aviador se abre paso entre los seguidores del marqués del Rif y cuando llega a su presencia estira la cazadora de cuero negro que acompaña siempre sus vuelos, da un taconazo soberbio, se cuadra y dice mirando al techo con los músculos del cuello y la cara en tensión extrema:

—Mi general: a la orden de vuecencia. Se presenta el comandante Ansaldo al jefe del Estado español.

Del fondo del salón un entusiasta lanza la consigna:

—¡Viva España!

—¡Viva! —responden todos.

—¡Viva el general Sanjurjo! —grita Ansaldo.

—¡Viva! —clama la sala.

Sanjurjo le toma del brazo, hace un aparte con el aviador para conocer noticias de los sublevados y pregunta en qué aparato volarán a España, habida cuenta que el Puss Moth está atascado en un aeródromo fuera de uso y en Lisboa González de Gregorio ha apalabrado, con piloto, el avión de Mollison, que es hombre de moda cuando se habla de viajes intrépidos. Ansaldo muestra un gesto de sorpresa.

—He venido para llevarle a Burgos por mandato del general Mola y so pena que muera en las próximas horas, Dios no lo quiera, cumpliré la orden regresando en el Puss Moth que he pilotado, si vuecencia me lo permite.

—Como usted bien sabe, Ansaldo, yo no conozco de aviones y la única información que he retenido es que González de Gregorio ha apalabrado uno mayor y más seguro que el De Havilland, del que tengo un pésimo recuerdo. Le cuento todo esto porque volar me produce pavor, máxime cuando algunos me dieron por muerto en mil novecientos veintitrés. ¿Conoce usted la historia?

—Realmente no, mi general.

—Venga a la biblioteca para que charlemos sin agobios. Hay demasiada gente esta noche en casa.

El general se lleva a Juan Antonio Ansaldo hasta una habitación contigua y le ofrece un licor, que este rechaza amablemente porque no ha probado bocado desde el desayuno. A Sanjurjo eso le tiene sin cuidado porque está de charleta.

—Resulta —dice aplicándose un oporto seco—, que en mil novecientos veintitrés, el veintitrés de octubre precisamente, mi ayudante tuvo un accidente en un De Havilland, del modelo DH 9C, que estaba bautizado si mal no recuerdo con el nombre de Sevilla, y a mí me dieron por muerto. Realmente por aquellas fechas yo era el general jefe de la IX División con sede en Zaragoza, pero había pedido a Primo de Rivera regresar a África y por eso mi ayudante estaba en viaje exploratorio, de Sevilla a Tánger, ya que el presidente del Directorio me había comunicado verbalmente que tenía previsto nombrarme jefe de las fuerzas españolas en el norte de África. Como digo, mi ayudante iba en un De Havilland con matrícula M-AAAG, pilotado por Juan José Estegui, aviador argentino, cuando una tormenta de arena fortísima —según me contaron— hizo que el avión capotara junto a unas colinas situadas al sur de Tánger, falleciendo los dos ocupantes. La prensa pensó que si viajaba el ayudante —por cierto, llevaba dos maletas mías con ropa— también lo hacía su general y me dieron por muerto, ya ve usted, con cincuenta y un años y muerto en accidente de avión. Qué cosas, ¿verdad?

—Pues sí, mi general, qué cosas tiene la prensa. Volviendo a lo que nos ocupa, nada ha de temer usted porque el avión, que está alquilado en Francia, es seguro y si no lo fuera yo no habría despegado de Pamplona para cumplir esta misión tan determinante en la historia de España. He venido a las órdenes del general Mola y si usted no tiene reparo, como espero, mañana aterrizaremos en Burgos, como está previsto.

—Bueno, Ansaldo… será como usted dice.

—Si usted me lo permite, mi general, me retiro a descansar porque mañana nos espera un día de abrigo. Primero he de traer el avión hasta Estoril y cuando esté listo yo mismo vendré a buscarle.

—¿A qué hora puede ser eso?

—Media mañana, mi general. Me comentaron en Pamplona que condujera a vuecencia el veintiuno a Burgos (el aviador omite que recibió una orden expresa de Mola) pero, a la vista de las peripecias del viaje, entiendo que debemos salir mañana y llegar, por tanto, con un día de antelación. Es mejor para todos.

—Si usted así lo cree no seré yo quien ponga pegas al adelanto. Hasta mañana, Ansaldo.

—Siempre a las órdenes de vuecencia, mi general.

El aviador fue a dormir a un hotel pero no pegó ojo pensando la forma de llegar desde Santa Cruz sin sobresaltos. Cuando despuntó la mañana ya estaba camino del aeródromo acompañado de su hermano Paco, ajeno al trasiego de llamadas y advertencias que desde Madrid el Gobierno había hecho llegar a las autoridades de Portugal para que impidieran la salida de Sanjurjo por tierra, mar o aire. La mañana era espléndida pero sobre Santa Cruz una manta de niebla espesa como el algodón ocultaba las formas hasta tal extremo que Ansaldo tardó casi un cuarto de hora en orientarse para llegar al aparato. La niebla impedía el despegue y tocaba esperar sin posibilidad de conectar con Sanjurjo que, harto de aguardar en casa, sobre las doce dio orden de marchar hasta el hipódromo de Marinha —donde estaba prevista la salida— y aguardar la llegada del avión desde una pequeña tribuna, junto a un grupo de seguidores que lo acompañaba días atrás. Para añadir más intriga al viaje un coche de la policía portuguesa se presentó en Santa Cruz para interrogar a Ansaldo sobre los propósitos del vuelo (las autoridades lusas, en las primeras horas del levantamiento militar en España contra el Gobierno legítimo, ya eran partidarias fervientes de los militares sublevados) y hacer el paripé de controlar sus movimientos y la hoja de ruta para no estimular un incidente diplomático.

En ese ir y venir esperando que la niebla se disipara Ansaldo conoció la intención de un capitán de la policía lusa de acompañarle en el avión mientras volase por Portugal, lo cual contribuyó a establecer una estrategia, pactada, en virtud de la cual el Puss Moth volaría hasta La Alberca para cumplir las formalidades aduaneras que había incumplido y desde allí debía regresar a su punto de origen en España o Francia. Sobre el papel, Portugal cumplía con las autoridades españolas aunque en la realidad cuando Ansaldo, libre de niebla, despegó de Santa Cruz tras haber conferenciado telefónicamente con un ayudante de Sanjurjo, voló a La Alberca, firmó los documentos que los aduaneros portugueses requirieron, dejó en tierra al capitán de policía y orientó el avión no a España sino en dirección al hipódromo de Marinha, en la zona que los locales llamaban Boca do Inferno, adonde llegó mediada la tarde y fue recibido como un héroe entre gritos, aplausos, alegría y lloros.

—Ansaldo —le dijo Sanjurjo cuando estrechó su mano en la mitad de la pista de caballos—, me ha tenido usted con el corazón en un puño. De tanto esperar se me han puesto los congojos a la altura de la laringe, mi querido amigo.

—Formalidades de los portugueses y una niebla que se podía amasar con las manos, mi general. Pero ya está todo listo y el avión dispuesto para volar a Burgos. ¿Equipaje?

—Ese baúl.

Sanjurjo iba vestido con un traje que debía haber sido confeccionado en su época de coronel, que en el verano del treinta y seis le quedaba chuscamente estrecho, corto y ridículamente desproporcionado a su oronda figura.

—Tiene aspecto de pesar un quintal, mi general.

—Bueno: lleva ropa de verano e invierno y uniformes que voy a tener que utilizar nada más llegar.

—Vamos a ver cómo metemos la impedimenta en el avión…

El general se despidió de su esposa, besó a los niños Pepito y Carlota, estrechó las manos de tres docenas de incondicionales y quiso decir unas palabras de despedida pero Paco Ansaldo abrevió la ceremonia dando un viva a España, seguido de otros al Ejército y a su futuro general en jefe que Sanjurjo no pudo contestar por una emoción que enrojeció sus ojos. A punto de entrar en la cabina el general saludó con las manos levantadas, sudoroso y resignado, y dio dos gritos:

—¡Viva España! ¡Viva Portugal!

Luego dijo:

—Venga, Ansaldo, lléveme a Burgos.

Y sonrió.

El Puss Moth de color rojo despegó en menos de doscientos metros aplaudido y vitoreado por los compatriotas que quedaban en tierra pero cuando trataba de tomar altura Ansaldo escuchó, primero, un golpe seco y luego sintió una vibración que le cambió la cara porque el avión ni se elevaba ni respondía al mando de gases. En segundos el aviador decidió volver a tomar tierra ya que presagiaba que la hélice se había roto en alguna de sus partes, pero una pequeña cerca de piedra alzada que no llegaba a los dos metros apareció en la maniobra y el aparato acabó chocando de frente con su panza. Entre el lugar de despegue y el de aterrizaje forzoso había apenas un kilómetro y en tan escasa distancia acabaron los sueños del general para dirigir los destinos de España porque el avión se incendió al chocar con las piedras del murete y quedó reducido a un amasijo de hierros ennegrecidos donde la policía portuguesa descubrió un esqueleto carbonizado que fue identificado como los restos de José Sanjurjo Sacanell, marqués del Rif, que enterraron provisionalmente dos días después en un nicho del cementerio de Estoril. Ansaldo salvó la vida por los pelos ya que logró salir del avión antes de que comenzaran las detonaciones y quedó tendido en el suelo con la cabeza ensangrentada, inconsciente, y semiasfixiado. Un pastor lo arrastró unos metros del avión evitando que le alcanzaran las explosiones de los depósitos de combustible y en Marinha feneció su aventura histórica chamuscado y ennegrecido por fuera y por dentro.

Mola recibió noticia del fallecimiento de Sanjurjo cuando estaba en el despacho de Capitanía desplegando la cartografía del río Bidasoa para puntear instrucciones al coronel Beorlegui sobre la manera de llegar hasta Irún y controlar la frontera, su obsesión en las primeras jornadas de guerra sin cuartel que se había levantado en España. El comandante militar de Cáceres le hizo ese favor enviando un telegrama en el que informaba del mortal accidente, y el Director sacudió la impaciencia que estaba comenzando a consumir su estómago con un tazón de café; a continuación se despidió telefónicamente de Maíz, saludó a su nuevo colaborador, el abogado de Tudela José María Iribarren —que será el encargado de tomar notas de todo cuanto suceda los próximos meses— y entregó el mando de la plaza al coronel Solchaga.

El día veintiuno, san Lorenzo de Brindis, capuchino y predicador, el general Mola salió en coche hacia Logroño con una maleta mediana, la Remington portátil en la mano y la máquina de fotos, su Leica, colgada al cuello (tenía el aspecto de un expedicionario) y llegó en avión casi de noche a Burgos para instalar su cuartel aclamado por los devotos y prosélitos madrileños que habían llegado a la ciudad antes de que la capital de España quedase convertida en una jaula con casi un millón de rehenes en sus entrañas.