veinticinco

ACABO de retirarme al planchatorio y he pedido a mis colaboradores que permanezcan en Capitanía, pero ahora sin meter tanto ruido. Llevo en pie, a base de humo y café, ya no sé cuántas horas (y las que me quedan todavía), consciente de que hay ocasiones en las que la misión del jefe consiste, simplemente, en dejarse ver porque todas las órdenes están dadas y los peones han de colocar las tejas —por poner una expresión— con cuidado sumo pero sin tutela; este es el caso y mi labor, en estas horas finales, consiste en vigilar sin intervenir y servir de referencia visual (nada de lo que haya quedado sin concretar —si hubiese quedado algo— se puede modificar ahora; el río ha de seguir su cauce y tiempo habrá para corregir los grados del disparo, si fuera menester). El movimiento liberador de la patria ha dado en las últimas horas los primeros pasos y, aunque con cierta descoordinación, puede decirse que es imparable a la vista de los hechos. Los cimientos se han establecido en África, que es donde residen las únicas fuerzas que pueden exhibir el carácter genuino de un ejército como tal. Tras África, siguiendo el plan establecido, seguíamos todos los demás, como había quedado marcado en las instrucciones que desde Pamplona hemos ido enviando a los mandos comprometidos con nuestra lucha. Ha sucedido, sin embargo, que en algunas capitales los hechos han ido por delante de la voluntad (es el caso de Queipo de Llano en Sevilla, por lo que parece) y, una vez que la bola de nieve ha comenzado a deslizarse desde la cumbre, han sido tantos los apoyos y tan grande el entusiasmo que nuestro movimiento ha ido generando —inclusive entre los más indecisos o escépticos— que aquello que era una simple pelota de tennis ha acabado convertida en una fantástica mole que nadie ha querido (ni podido) parar. A veces sucede así: el entusiasmo derriba cualquier estrategia —por muy perfeccionada que estuviera— y supera con hechos las previsiones más risueñas, de manera que uno se ve desbordado por una realidad tozuda a la que nadie con un mínimo de seso puede poner barreras. La sublevación en África ha sido tan rápida y contundente que algunos compañeros, al tener conocimiento de lo que estaba pasando allí, han creído oportuno no esperar un segundo más y sumarse con sus fuerzas al impulso centrípeta que nuestro movimiento va adquiriendo, en la confianza de que el cáncer que ha diezmado la salud de la patria tiene ya sus horas contadas.

En Burgos, ciudad en la que se encuentran expectantes muchos madrileños de renombre que han huido de la capital —adonde piensan volver cuando esté clarificado el panorama—, las ganas han sido tantas y tan fuertes los apoyos que el general Dávila ha adelantado los planes para hacerse con el control de la División y ha detenido a Batet Mestres y a sus secuaces (me lo acaban de comunicar hace unos minutos), con lo cual la cabeza de la VI División Orgánica está en nuestro poder con horas de anticipación. ¿Que yo podía haber hecho lo mismo en Pamplona? Podía, sin dudarlo, pero la cronología prevista no estaba diseñada a boleo: en un movimiento de estas características lo peor hubiese sido que la euforia y la improvisación acabaran contagiando todos nuestros actos. Pamplona se movilizará el diecinueve de julio, como estaba previsto, y hasta que eso suceda (faltan unas pocas horas) nuestra labor es impulsar, coordinar y mantener un hilo de comunicación entre todos los alzados en armas, por más que sea difícil cuando no imposible en algunos casos. El movimiento no se va a parar —nadie que no sea el noble pueblo español lo puede parar— y los gestores de la cosa pública, siempre tan duros de mollera, deben comenzar a asumir esta nueva realidad. Hago estas reflexiones al hilo de lo que me acaba de suceder. Mariezcurrena (que lleva en el tajo más horas que yo mismo) me ha pasado una comunicación con el aire que le caracteriza:

—Mi general —ha dicho—, una llamada desde Madrid. Disen que es no sé qué presidente del Gobierno. ¿Le paso comunicasión?

—Adelante, sin duda.

Era el —hasta hace unas horas— presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio. En previsión de lo que pudiera suceder me alejé el auricular un par de dedos de la oreja porque, como temía, la llamada era para barnizar los oídos con proposiciones fuera de tiempo y lugar. Dijo Martínez Barrio que Azaña acababa de nombrarle presidente del Gobierno en sustitución de Casares Quiroga, un diletante (y masón) de tomo y lomo, y que su primera medida era presentar mi nombre como ministro de la Guerra. Ahí tuve que plantarme porque el simple enunciado parecía un planteamiento —indecente— de soborno en toda regla. Le dije:

—Señor Martínez Barrio: se lo agradezco, pero quiero darle mi opinión. Lo que está proponiéndome no es sino un intento fútil más que únicamente sirve para empeorar la situación; o quizá la necesidad, por su parte, de ganar tiempo. Pero, sépalo claramente, ya no hay vuelta atrás posible.

—¿Desconfía usted de la capacidad del Gobierno para enderezar el rumbo?

—A estas alturas no hay posibilidad alguna para que un Gobierno que ha tenido el apoyo del Frente Popular sea capaz de arreglar aquello que, con sus actos, contribuyó a empeorar de manera previa. Ha pasado el tiempo de componendas políticas y es hora de la acción.

Martínez Barrio insistía en que su gobierno no iba a ser rehén de nadie, que lo iban a formar personas decentes y de centro, y reclamaba mi colaboración para frenar lo que él consideraba una catástrofe si los mandos militares que apoyan la sublevación no deponían su actitud. Tuve que afirmar lo siguiente:

—Ustedes tienen sus masas y yo tengo las mías. Sólo el Ejército puede, en estos momentos, devolver a España la paz que tanto ansían los ciudadanos de bien. ¿De verdad piensa usted que va a poder contener a esos revolucionarios que piden a voz en grito la disolución de las esencias más respetables mientras continúan quemando iglesias? Esos van a poder con ustedes y con todos, si antes el Ejército no cumple con su sacrosanta misión.

—¿Cuál es esa misión, general Mola?

—¿Acaso lo duda? Liberar España de las garras del comunismo internacional, acabar con la anarquía y el caos, restablecer el orden.

—¿Sabe la locura que está cometiendo al sublevarse contra el orden establecido?

—Escúcheme, señor Martínez Barrio: en España no hay orden, ni establecido ni por establecer, si continúan ustedes. Nosotros nos levantamos en armas para crear una España nueva. Sabemos que la batalla será dura, penosa y larga, pero es nuestro deber.

—Su deber es defender la República y sus leyes, general.

—Mi deber es defender España.

La conversación acabó ahí, pero tres cuartos de hora después recibí una nueva comunicación de Diego Martínez Barrio, que volvía a la carga con monsergas como las anteriores: reconsidere usted la postura, se ha quedado solo en el Ejército, todo se puede reconducir desde las reglas constitucionales y cuestiones similares. Ante semejante avalancha de argumentos sin fuste respondí de la única manera que mi honor permitía:

—Señor Martínez Barrio: los gestores de la cosa pública tienen sus masas y yo, nosotros, las nuestras. Si, volviéndome loco, yo acordara con usted ahora una transacción, los dos habríamos traicionado a nuestros ideales y a nuestras gentes, y ambos mereceríamos que nos arrastrasen públicamente por felones. No, no hay posibilidad de arreglo porque la suerte está echada.

—¿Es su última palabra?

—Es la última y la única, porque no tengo otra.

Parece que Martínez Barrio no se quedó conforme con nuestra conversación porque una hora después llamó a Capitanía el general Miaja, viejo conocido mío al que siempre profesé amistad y aprecio.

—Le llamo —dijo de entrada— para que sea usted el primero en conocer que me acaban de nombrar ministro de la Guerra y quiero enviarle un saludo muy afectuoso.

—Que sea enhorabuena, mi general.

—Quiero proponerle que se venga usted a Madrid y sea mi segundo en el ministerio.

—Mi general: mi puesto ahora no está en Madrid, está en Pamplona. En Madrid entraré con las divisiones que se han levantado en armas para restituir el orden en España.

—¿De modo que se subleva usted contra la República?

—Contra la República no, mi general. Contra un Gobierno que lleva España a la ruina.

Creo que Miaja cortó la comunicación porque ya no escuché nada más.

Ahora estoy a las teclas de la Remington (tengo una radio de fondo y escucho las noticias que van dando sobre nuestro movimiento, algunas falsas de toda falsedad. Aseguran en Unión Radio que un pistolero fascista ha asesinado en Pamplona al jefe de la comandancia de la Guardia Civil. Qué fantasía, qué descaro, qué desinformación) redactando en limpio lo que hasta hace unas horas eran simples ideas. Dicen desde el Gobierno que nos estamos rebelando, que no respetamos el orden constitucional. Todo eso es discutible porque el orden hace tiempo que dejó de existir en este país y lo nuestro no es una rebelión al uso sino un movimiento patriótico; que quede claro por si todavía existe alguien en el mundo que no ha sabido comprenderlo. ¿Por qué lo hacemos, adónde vamos? A crear una España grande, una España fuerte, una España unida, cristiana… A crear un Ejército y una Armada modelos en cuanto a sus efectivos pero bien organizados para su defensa. A crear escuelas donde los maestros enseñen a amar a Dios y a la patria. A obligar al que tenga mucho que lo reparta entre el que tenga poco. Queremos una España libre… libre de ataduras, libre de comunismo, libre de masonería, libre de anarquía, libre del caos. Llevamos años padeciendo la inoperancia de nuestros dirigentes, tan ajenos al sentir real del pueblo, y nadie debe extrañarse de que hayamos llegado hasta el límite: España está exhausta pero no acabada, y nuestra misión es volver a edificar lo que otros han destruido para consolidar un proyecto nuevo. El Ejército se subleva porque es la única salida que le queda y porque así nos lo demandan muchísimos compatriotas que, al igual que nosotros, no desean permanecer más tiempo como espectadores de esta ceremonia macabra que vivimos desde tiempo atrás. ¿Acaso quieren los gestores de la cosa pública que yo aguante en mi despacho esperando que una banda de asesinos me secuestre para acabar con dos tiros en la nuca, como ha sucedido con el insigne Calvo Sotelo? Mi vida vale poco, no así mi esfuerzo por acabar con el caos y la anarquía. Somos legión los que estamos dispuestos a morir —a la vanguardia de las mejores unidades de nuestro ejército— si con ello conseguimos el ideal de una España nueva. La patria ha sido y será por siempre el objetivo de nuestros ideales.

Hace unos minutos que he solicitado a Mariezcurrena comunicación con Bilbao y San Sebastián, para saber cómo van las cosas en esas dos capitales. Don Curro está trabajando en el diseño de unidades (han de ser mixtas Ejército-civiles, llámense requetés, falangistas u otros) que deberán marchar sobre los objetivos que designemos, porque en cuestión de horas hay que dar cauce a estas desbordantes ganas de trabajar por España que veo en derredor. De San Sebastián tengo noticias indirectas porque no ha sido posible la comunicación. Parece ser que el coronel León Carrasco Amilibia ni se subleva ni deja de sublevarse: queda en posición expectante, como no podía ser de otra manera en un diletante como él, y ha dado orden de acuartelar la tropa. Si en cuarenta y ocho horas no se ha resuelto su postura, el primer objetivo de las unidades que se formen en Pamplona será tomar San Sebastián y todos los puntos importantes de la provincia; sobre todo, y en primer lugar, la zona fronteriza de Irún. Con Bilbao he logrado hablar de una manera altamente extraña porque, a lo que se ve, las comunicaciones de los cuarteles se han redirigido hacia el Gobierno Civil en un intento de aislar a las fuerzas armadas de esta sublevación. El caso es que cuando he pedido Bilbao he podido comprobar que estaba hablando con su gobernador civil, José Echeverría Novoa, a quien no conocía más que de referencias.

—Aquí el general Mola, desde Pamplona.

—Aquí José Echeverría, gobernador civil de la plaza —me ha contestado.

—He pedido el cuartel de Garellano.

—Las comunicaciones pasan ahora por el Gobierno Civil.

—¿Quién ha dado esa orden?

—Yo mismo, general.

—Sepa entonces que el Ejército, en todos los puntos de España, se está sublevando contra, el caos y la anarquía.

—En Bilbao, general, hay orden absoluto.

—Debe usted comunicar con el coronel Rosendo Piñeiro y proclamar el estado de guerra, de acuerdo al bando que yo, como general en jefe de toda la región, haré público mañana.

—¿Estado de guerra? —me contestó—. ¿Contra quién hay que sublevarse?

—Contra quienes están aniquilando España.

A continuación vociferó:

—¡Viva la República!

La comunicación se cortó y desde entonces no he vuelto a poder establecer contacto con esa capital. Así se lo he comunicado al teniente coronel Camilo Alonso Vega, en Vitoria:

—Bilbao, al menos de momento, se cae del cartel y misión suya será conquistar la plaza en el plazo más breve posible —ordené.

—Ahora mismo nos ponemos a trabajar con ese objetivo. Siempre a sus órdenes, mi general. ¡Viva España!

Mientras preparo un discurso que tengo previsto dirigir desde los micrófonos de Radio Navarra acabo de tener una conversación con don Curro acerca de la trascendencia que tiene para todos el hecho de que la comandancia de la Guardia Civil en Pamplona esté de nuestra parte después de la muerte de Rodríguez Medel. Desde que llegué a esta capital hemos trabajado en la coordinación del movimiento que ahora ve la luz y de esta misma máquina de escribir han salido las instrucciones que eran necesarias para aunar los esfuerzos de tantos y tantos patriotas repartidos por toda la geografía nacional. A partir de esta esquinita de la patria, ayudado por la generosidad de todos los que me rodean, he preparado las bases del movimiento en la seguridad de que los esfuerzos de muchos —por pequeños que sean— acabarán por derribar al monstruo y España verá, mañana, un nuevo amanecer. Nuestra importancia ha sido esa, la coordinación, porque Pamplona, con la tropa que tiene, resulta insignificante en la gran marcha sobre Madrid que vamos a iniciar si, como todos nos tememos, Fanjul y sus gentes no consiguen plenamente los objetivos. ¿Ha pensado alguien lo que hubiera sucedido si en el último momento las fuerzas de la Guardia Civil de Pamplona —en un golpe de suerte— neutralizan este palacio de Capitanía y me detienen con todo mi estado mayor? Sé que lo que acabo de plantear es algo altamente improbable, muy difícil, pero no imposible. Los efectivos de Rodríguez Medel en Navarra son algo menores a los del Ejército —en tomo a trescientos hombres— pero más profesionales, con más celo y, por mucho que los carlistas se hubieran echado a la calle, a la postre lo único que se habría conseguido es sembrar la ciudad de muertos. Y con ello poner en riesgo el éxito final de tantas jornadas de trabajo. Por el contrario, con la comandancia en nuestro poder y los guardias de nuestro lado, sin disparar más tiros que los necesarios para neutralizar a Rodríguez Medel (estaba avisado y suya ha sido la responsabilidad de lo que ha pasado), puede decirse, sin temor a equivocaciones, que desde esta capital saldrán las columnas que van a liberar la patria y que la conjunción de civiles en los batallones y compañías de nuestro Ejército son la garantía de un nuevo orden, la vanguardia de lo que todos esperamos en esa nueva España que vamos a edificar. De ahí la importancia que había dado a la comandancia de Pamplona, los famosos cuatrocientos cuarenta y nueve pasos de riesgo, aunque algunos de mi entorno hayan tachado de exageradas estas apreciaciones. Con alharaca o sin ella resulta indudable que la situación en que nos encontramos es la óptima para afrontar mañana, dentro de unas horas, el futuro que nos espera. Por cierto: si Franco hubiese tenido que tratar con los carlistas y haber acordado algo creo que todavía estaríamos esperando nuevas. De buena se ha librado Franquito (siempre hay tontos como yo que han de bailar con la más fea).

Me ha preguntado don Curro qué vamos a hacer con los tres aviones que han aterrizado en Pamplona.

—Incorporarlos a nuestras fuerzas. En Pamplona ya tenemos aviación —he contestado con una media sonrisa.

—¿Cómo distinguimos nuestros aparatos de los que tiene el Gobierno?

—Buena pregunta, don Curro. Seguro que has pensado algo.

—Dice el teniente coronel Utrilla que lo suyo es pintar un aspa negra en el timón de cola, sobre fondo blanco.

—¿Aspa como la de San Andrés?

—Algo así. Ya digo: negra sobre fondo blanco. Si pintamos los colores rojo y gualda se pueden confundir con los republicanos.

—Que así sea. Puedes dar la orden.

—¿Hay noticias sobre Madrid?

—Ninguna, igenerá.

—Eso depende.

—¿De qué depende?

—De quién las facilite.

—Nuestra gente no facilita nada. El Gobierno dice que tiene todo bajo control.

—Entonces hay que creer la mitad de la mitad. No tengo duda de que el general Fanjul está trabajando para mañana. El diecinueve es la fecha. Entre tanto no creas nada de lo que escuches en las radios. Habrá que empezar a decir aquello de: «Sé sincero, no digas nunca la verdad». ¿No te parece?

—Estoy de acuerdo. A esperar tocan.

—Dentro de unas horas salimos de dudas, don Curro.

—Que así sea, igenerá. En un par de horas tengo preparada la movilización de la tropa y los destinos. ¿Hay noticias de Bilbao, de San Sebastián?

—Me temo que con Bilbao no vamos a poder contar. Respecto a San Sebastián soy optimista. De todos modos, y como quiera que hay que consolidar la frontera, en el plan de movilización hay que incluir esa plaza.

Zordeneigenerá.

Ahora hace una semana que tuvimos constancia del conocimiento que el Gobierno escondía —no sabemos en qué grado— sobre alguno de nuestros planes. En el ministerio se maliciaban algo, sin especificar qué ni cuándo, y nosotros temíamos que algún compañero estuviera cerdeando con las instrucciones que iban saliendo desde Pamplona. Por eso ordené al capitán Barreda un nuevo esfuerzo en la cifra y mandé una directiva a los puntos principales para que fueran conscientes de la discreción que era necesario mantener en los días finales. Estuvimos jugando con el ministerio al gato y al ratón porque era la fórmula de ganar tiempo y consolidar posiciones mientras llegaba la fecha final. Ahora, cuando el movimiento es imparable, no deja de hacerme gracia la ocurrencia (por más que yo sea su autor) que enviamos a un grupo de jefes y oficiales con los que no estábamos del todo seguros. El texto decía así:

«Directivas para CARCAGENTE

Las indiscreciones cometidas han dado como resultado que el Gobierno esté enterado de todo y en su consecuencia es preciso cambiar radicalmente el plan inicial que va a desarrollarse, iniciándose en CARCAGENTE.

A partir de EPIGASTRIO estarán ustedes dispuestos siempre y cuando las fuerzas estén en disposición de secundar en cantidad. A partir de la fecha indicada se cerciorará por NICOMEDES o enviado suyo que los PÁJAROS están en el puerto, y en ese momento pondrá un telegrama NICANOR diciéndole ALELUYA, lo cual indicará que debe emprender viaje y presentarse en CARCAGENTE. Si a las cuarenta y ocho horas no lo ha hecho en ÉCIJA o UTRERA, lo iniciará desde luego procurando rápidamente DORMIR, para OPORTO, OSLO u otro sitio apropiado. Esto es indispensable para causar impresión en los enemigos. ANASTASIO cree que OPORTO es lo indicado porque allí está todo dispuesto, incluso CONDUCTORES. La presencia de amigos en ÉVORA será de una gran impresión. Yo creo sería conveniente hacerlo en uno de los puntos antes indicados y además en PEÑÍSCOLA. Pero es preciso el acuerdo entre GUTIÉRREZ y ANASTASIO.

Al iniciar el negocio debe ponerse un telegrama al director que diga: ROMUALDO. Este telegrama debe ponerlo RODRÍGUEZ.

Se dejarán pasar dos o tres días para ver cómo reaccionan los de la acera de enfrente y entonces será el momento de iniciar el asunto en COÍN y LLAGOSTERA, que seguirá a ORDAZ y demás puntos. Es decir: hay que cambiar completamente el plan.

La orden a COÍN la dará el director.

Dígale GUTIÉRREZ al portador cuál es el punto ACOTADO para tener allí enlaces que vengan a dar la noticia por si fallaran otros medios. Estos enlaces se encargará de ponerlos el mismo NICOMEDES, con personas de absoluta garantía y discreción. Estos enlaces tendrán por misión llegar por caminos extraviados a ORDUÑA con objeto de que el director esté enterado de que ya se ha puesto pie en BILBAO. Desde luego hay que contar con que el Gobierno ha de emplear la radio para despistar y es necesario no hacer caso de cuanto diga. Indispensable decirle a NICANOR que es precisa su presencia en CARCAGENTE y base primordial del éxito.

Enlace de todos los MANGANTES debe ser BEATRIZ, quien dirá y pondrá en marcha a todos en el momento preciso. El director pondrá en marcha lo convenido, o sea COÍN, ORGAZ, ORDUÑA y demás inmediatas, pero BEATRIZ ha de poner a LLAGOSTERA, ITURBE, VILLAMEDIANA y ALORA.

Nada de decir a los MANGANTES el plan sino que Ud. va a tal sitio y se hace cargo de aquello tal día a tal hora. Tengan presente que una indiscreción puede hacer fracasar todo otra vez. Que GUTIÉRREZ y BEATRIZ digan si quedan enterados y el primero está conforme. Tan pronto se inicie el asunto debe hacerse una demostración en el mayor número posible de puntos con fuerzas adictas.

Urge que el asunto se haga lo más inmediato a EPIGASTRIO excluido esa facha. ¡Viva España!».

Si llegó a manos extrañas, ¿alguien cree que pudo entender algo? ¿Pensaron que estábamos locos? Que piensen lo que quieran, porque mientras ellos ladran nosotros cabalgamos.