veinticuatro

BERNARDO Félix Maíz cruzó la frontera con una boina sentada en el asiento de al lado y una bola morrocotuda que se le había formado entre la garganta y el estómago; esta presión le entorpecía respirar como de costumbre porque notaba cierta aceleración en el ritmo cardíaco y sufría por el encogimiento que padecía en los frunces del estómago. No llevaba un solo documento que pudiese comprometerle más allá de dos estampas de la virgen de Lourdes que transportaba, desde tiempo atrás, al fondo de su cartera de bolsillo tras una tarjeta de visita de la empresa familiar; incluso esta seña devota le incomodaba porque pensaba que tanto España como Francia eran países donde corrían malos tiempos para la iconografía católica. En la aduana española el policía que selló el pasaporte reconoció su cara (era la cuarta vez que atravesaba la muga en los últimos seis días) y ambos bromearon con las vacaciones —a causa del calor que ya arrastraba la mañana—, puesto que el motivo oficial del viaje era alquilar un apartamento en lugar cercano a San Juan de Luz para pasar el mes de agosto con la familia a los pies del mar. Maíz cruzó Dancharinea y cargó el depósito del Buick en una gasolinera de Espelette antes de enfilar el tramo hasta San Juan de Luz y ver la mar un día de cielo radiante. En la Ville La Ferme esperaban su visita con la humedad de la impaciencia Manuel Fal Conde, el diputado y portavoz en el Congreso José María Lamamié de Clairac, el patricio Rafael Olazábal y un carlista de devoción con las horas contadas: el general Mario Musiera, antiguo integrante del Directorio en la dictadura de Primo de Rivera, ahora en el retiro pero con unas ganas enormes de orear la pistola en San Sebastián. Tras saludar a la camarilla, Maíz pidió agua para calmar el buche y anunció convencido:

—Es cuestión de horas.

El general Musiera puso su grano de información:

—El general Ponte me ha informado de que únicamente falta la orden de Mola.

Fal Conde se acercó hasta un secrétaire de estilo Biedermeier, levantó la tapa de un vade de piel Burdeos repujada, extrajo una cuartilla de color crema doblada por su mitad y la entregó a Maíz:

Voilà. Este es el documento solicitado. Puede usted leerlo.

La carta decía:

La Comunión Tradicionalista se suma con todas sus fuerzas en toda España al Movimiento Militar para la salvación de la Patria, supuesto que el Excmo. Sr. General Director acepta como programa de Gobierno el que en líneas generales se contiene en la carta dirigida al mismo por el Excmo. Sr. General Sanjurjo de fecha de 9 de último.

Lo que firmamos con la representación que nos compete.

Javier de Borbón Parma

Manuel Fal Conde.

Maíz, abrumado por la responsabilidad, no acertó con las palabras y, alterado como nunca, dijo algo ininteligible camino de la puerta. Los carlistas entendieron que llevaba prisa y se quedaron con las ganas de conocer qué planes tenía Mola para las capitales más pobladas de España.

—Nos vemos en Pamplona —comentó nervioso—. Ahora debo regresar de inmediato porque el general Mola espera este documento para reunir a la tropa y tocar generala. Ustedes sabrán disculparme.

—No faltaba más, señor Maíz —contestó Fal Conde—. Cada uno debe cumplir con el papel asignado y hacerlo con diligencia; mucho más en estas horas críticas… Que tenga usted un feliz viaje. ¡Nos veremos en Pamplona!

En el coche Maíz dobló la cuartilla de nuevo, deshizo el forro de la boina —que llevaba sujeto con dos imperdibles— y colocó la carta entre la tela de raso y el paño; tras comprobar que el escondite era perfecto puso la gorra boca abajo en el asiento y arrancó el Buick. Luego rezó un padrenuestro, se santiguó tres veces y marchó hacia la frontera repasando jaculatorias; tenía miedo de que la velocidad del coche pudiese estropear el resultado del viaje. Cruzado el puesto de Dancharinea bajó la ventanilla, sacó el codo y conduciendo con una mano no paró la marcha hasta Pamplona sin perder de vista el paisaje.

En la villa de la vizcondesa de La Gironde Manuel Fal, pletórico de ilusiones, desabrochó la tensión contando sucedidos e hizo que Lizarza recibiese un mensaje para reunirse con él al día siguiente y continuar los planes pronosticados desde tiempo atrás. Quienes le rodeaban, tanto en San Juan de Luz como en Madrid o Sevilla, comentaban que haciendo previsiones y distribuyendo encargos Manuel Fal Conde era único.

—Tienes que ir en avioneta hasta Lisboa para traer al general Sanjurjo —le dijo a Antonio Lizarza cuando se vieron muy de mañana—. Es preciso alquilar otro aparato porque el que estamos utilizando estos meses ahora está en revisión y no podremos disponer de él hasta mediados de la semana que viene.

—Acabo de dejar en San Sebastián al general Musiera y al teniente coronel Baselga, a resguardo en un domicilio seguro. Antes de salir me ha informado un contacto de que Mola prepara la sublevación primero en África, para mañana, y un día después en Pamplona y toda España.

—El plan es el previsto: recoger al general en Estoril y regresar a San Juan de Luz con el objetivo de cruzar la frontera el día diecinueve, domingo, y entrar en Pamplona a media mañana para colocarse al frente de las tropas.

—Voy a llamar al aeródromo de Burdeos y contratar el aerotaxi.

La misión no resultó sencilla porque ni en Burdeos ni en París había aparatos desocupados, pero sí en Toulouse. Allí Lizarza localizó tres aviones que estaban disponibles y acordó con un representante del héroe francés de la aeronáutica Pierre-Georges Latécoére el alquiler de un Breguet comandado por un piloto belga que partiría a las diez de la mañana desde el aeropuerto de Biarritz. El propio príncipe don Javier de Borbón lo condujo en su coche hasta el aeródromo y una hora después de lo previsto el avión, con Lizarza como único pasajero, despegó para Lisboa con un plan de vuelo que contemplaba regresar a última hora de la tarde al punto de partida. Pero el albur o el azar (esta conspiración apoya una de sus patas en la suerte o la fatalidad) resolvió acortar el viaje y, sobrevolando Burgos, el piloto del avión francés comunicó a Lizarza que necesitaba tomar tierra para repostar porque el viento que soportaba de cara hacía que el aparato consumiera más combustible del inicialmente previsto para el vuelo; una vez en la pista del aeródromo de Gamonal, con el motor parado, dos policías se acercaron hasta el aparato, pidieron la documentación de la avioneta y sus ocupantes y ordenaron:

—Que no se baje nadie hasta que hagamos las preceptivas comprobaciones.

Minutos después llegó una furgoneta con una docena de guardias de asalto y rodearon el aeroplano. Un oficial le dijo a Lizarza:

—Se están realizando unas gestiones con el Gobierno Civil y hasta que no llegue la autorización no pueden pisar tierra ni llenar el depósito ni despegar.

—¿Podemos hacer algo?

—Estar quietos y no armar bronca.

Quien apareció en Gamonal, una hora más tarde, fue el propio gobernador civil, Antonio Fagoaga Reus, con una escolta que se encargó de detener a Lizarza y a su piloto. Los dos fueron trasladados a los calabozos del cuartel de la Guardia de Asalto en Burgos donde, casi de noche, el director general de la Seguridad del Estado, Alfonso Mallol, que se había trasladado ex profeso desde Madrid en cuanto conoció la detención, interrogó personalmente a Lizarza ya que la policía había recibido una confidencia asegurando que el carlista llevaba documentos que podían probar la existencia de una conspiración entre Mola y la Comunión Tradicionalista. Antonio Lizarza se hizo el sueco hasta que le tocaron la fibra sensible y confesó con orgullo que era delegado regional de requetés (la policía lo sabía antes de que saliera de Biarritz) y que el viaje era de placer, una mentira que repitió varias veces con auténtico aplomo pero que no acabó de colar.

—¿Conoce al señor Fal Conde?

—Por supuesto: es nuestro jefe.

—¿Y al teniente coronel Rada?

—También.

—¿Qué hacía usted en Portugal los días siete al once de este mes?

—Viajé por motivos familiares.

—¿Cuáles?

—Bueno…

—No mienta más —dijo Mallol—. Lo vamos a trasladar a la Dirección General de Seguridad en Madrid, ahora mismo. El aterrizaje en Burgos no ha sido casual porque teníamos controlado su vuelo; sabemos que usted, y el partido de usted, conspiran contra el Gobierno legítimo en compañía de militares sin escrúpulos.

Lizarza primero fue detenido e interrogado, luego encarcelado, más tarde condenado sin juicio, meses después canjeado y al final liberado; volvió a Pamplona un veintiocho de enero de mil novecientos treinta y ocho, cuando la sublevación llevaba ya dieciocho meses de batalla sangrienta en los cuatro puntos cardinales y un centenar de miles de muertos, muchos de ellos enterrados de cualquier manera, aprisa y corriendo, en fosas comunes.

La detención de Lizarza no alteró plan alguno pero tampoco disipó las incertidumbres de Mallol. El carlismo no pregonó el incidente y en Pamplona Joaquín Baleztena hizo rápidamente circular entre los oficiales del Requeté una cuartilla con un texto que quería expandir a todas las capitales de provincia donde tenían presencia. La notificación dirigida a los jefes provinciales tradicionalistas decía:

«Obtenidas las prudentes garantías posibles, se ha acordado nuestra colaboración, por lo que, en el plazo brevísimo de contadas horas, dispondrá todo lo necesario para que prestemos esa colaboración del modo más eficaz ajustándose a las siguientes normas y supliendo cuanto sea necesario en cada sitio para el mayor éxito:

1.º Estamos a la obediencia del Ejército y aceptaremos cuantos objetivos nos encarguen, allí donde sus unidades inicien o secunden el movimiento.

2.º Cuando actuemos encuadrados en unidades militares, no se consentirá que vaya otra bandera que la bicolor, o ninguna.

3.º Cuando actuemos en unidades nuestras, llevaremos nuestra bandera, símbolos, “vivas”, organización y jerarquía.

4.° En este caso, cuando ya se esté actuando, se consagrarán al Sagrado Corazón de Jesús y según sea posible se harán los actos de piedad o de práctica de sacramentos que se pueda.

5.º La orden de actuar la darán los elementos militares, con quienes ya están en relación, y ellos iniciarán el movimiento, y en caso de que tarden se procurará estimularlos a decidirse.

6.º Si en algún sitio fracasa la empresa, nosotros hemos de quedar actuando, concentrándonos.

7.° Apenas se triunfe, procurarán permanecer en armas en actitud expectante para, en lo posible, esperar orden especial para rendirlas todos a la vez, solemnemente, frente al nuevo Gobierno.

Manuel Fal Conde».

El general Mola, después de despedir a su familia, que marchaba para la costa vasca buscando refugio ante un mañana contingente, se puso a trabajar. A las teclas de la Remington redactó una nota por enésima vez con instrucciones para Yagüe, de quien admiraba su valentía y empeño pero temía por su ímpetu a veces irracional (el jefe de la Legión tenía ya en su poder las cuartillas con las claves secretas que debería utilizar a partir de la sublevación para comunicarse directamente con Pamplona, según el plan trabajado por el capitán Barreda). Mediante el correo de una enviada de Kindelán, que en esas fechas era conocido por su alias, Eduardo, el teniente coronel recibió un telegrama en su domicilio de Ceuta la tarde del dieciséis de julio, Nuestra Señora del Carmen, patrona marinera, cuando acababa de regresar de una celebración en el puerto. El texto decía: «El viaje es largo. Voy con el niño. Di a Juan que conteste. Firmado: Eduardo». Yagüe no tardó en responder con otro telegrama que salió a la mañana siguiente para Kindelán, vía Algeciras y Cádiz: «Me encarga Jacinto Leal te felicite por tu santo. Firmado: Fernando Gutiérrez». El nombre y el apellido sumaban diecisiete letras: el golpe estaba previsto para las cinco de la tarde del día diecisiete, aunque para esa hora las prisas del incondicional de Yagüe, el teniente coronel retirado e industrial de la zona, Juan Seguí, habrían resuelto la situación después de algunos sobresaltos.

La mañana del diecisiete de julio, san Alejo, el mendigo de Dios, Bernardo Félix Maíz rindió su último servicio a la causa del general cuando, después de cruzar la frontera sobre las siete, apareció de nuevo en Ville La Ferme con un mensaje verbal para Fal Conde («El general Mola le comunica que está todo listo, hoy mismo las tropas de Marruecos se habrán sublevado y el diecinueve será el alzamiento de Pamplona») y el texto de tres radiogramas que transportó de nuevo en el forro de la boina. Maíz estaba sereno pero inquieto porque la misión consistía en enviar desde la oficina de Telégrafos, en Bayona, tres mensajes: uno para Franco, en Tenerife; otro para Sanjurjo, en Lisboa, y el tercero para el teniente coronel Juan Seguí, en Melilla.

El general Mola le había comentado dos días atrás, tomando una confianza que jamás había exhibido antes —apoyó la mano derecha sobre el hombro de su colaborador—, que el día que le dijese: «Maíz, mañana tiene que ir a Bayona», entendiese que ese era el último viaje a Francia y, posiblemente, su último servicio. Realmente era el último viaje para cruzar la frontera y Maíz sentía la presión de la historia porque los radiogramas, cifrados, comunicaban que la sublevación se iniciaba en Melilla esa misma jornada, seguía en la península un día después y proporcionaba los nombres que encabezaban la rebelión en cada una de las ocho divisiones orgánicas del Ejército: en Madrid, Fanjul; en Sevilla, Queipo de Llano; en Valencia, González Carrasco; en Barcelona, Goded; en Zaragoza, Cabanellas; en Burgos, el propio Mola; en Valladolid Saliquet; y en La Coruña, un oficial del que no se facilita el nombre porque el Director de la conspiración lo desconoce.

Maíz dijo en La Ferme que necesitaba ir a Bayona de manera inmediata y el príncipe don Javier de Borbón, solícito, colaboró con sus recursos a la conspiración —por vez primera— llevando en su Alfa Romeo al enviado de Mola hasta la oficina de telégrafos; incluso se encargó de hablar con el empleado y pagó de su bolsillo los treinta y cinco francos que costaron los envíos (parece que Maíz, con los nervios, había olvidado en su coche los billetes con fondo azulón de cincuenta francos que siempre acompañaban sus andares por la zona vascofrancesa; había descuidado la cartera en un recoveco de los asientos traseros del Buick, bastante a la vista de los curiosos).

Hechos los recados, el prócer carlista llevó al chófer de Mola hasta San Juan de Luz y decidió regresar otra vez a Bayona donde, en casa de un correligionario y amigo desde la infancia, frente a la Chambre d’amour, viendo pasar las olas del mar, esperó mordiéndose las uñas las primeras noticias fidedignas que llegaban de España.

En la villa de Jacqueline de la Gironde a los conspiradores las horas se les transformaban en siglos y mataban el tiempo hablando de hazañas personales para despegar el rictus de miedo que llevaban pegado al cuerpo. A media tarde, después de almorzar en un restaurante de Biarritz y conversar por teléfono, Javier de Borbón apareció en La Ferme y dijo en su español afrancesado:

—Señores: tengo que comunicarles que, según mis informaciones, el Ejército ya se ha sublevado en África. Su alteza el rey don Alfonso Carlos ha sido informado y comienza hoy una nueva página en la historia de la patria.

—Alteza, señores —respondió Fal con toda la solemnidad que su voz le permitía—, acompáñenme en este grito que sale de lo más profundo del alma: ¡Viva España!

—¡Viva! —respondieron a coro.

Dirigiéndose a Maíz, Javier de Borbón hizo un ruego:

—Creo que por bien de todos es mejor que regrese usted ahora mismo a Pamplona porque lo más probable es que las autoridades francesas cierren la frontera. Comunique al general que la Comunión Tradicionalista ha dado orden a sus tropas dando cumplimiento al mensaje que nuestro augusto monarca, mi tío el rey don Alfonso Carlos I, ha enviado para que todas nuestras unidades se pongan al lado del Ejército salvador de la patria. Será usted más útil a la causa en Pamplona que bloqueado en la frontera de este país.

—Yo también lo creo así. Señores, gracias y suerte. ¡Viva España!

—¡Viva! —atronaron.

En Capitanía, el general, que se encontraba aislado del mundo en el planchatorio, recibía visitas de su estado mayor mientras anotaba en cuartillas frases sueltas, ideas, esquemas, aquello que por su imaginación iba pasando y quería recordar, especialmente la arquitectura del bando por el que pensaba proclamar el estado de guerra en la provincia. En esas laboraba cuando recibió la visita inopinada, sin previo aviso, como esperaba, de su hermano Ramón, capitán jurídico en Barcelona, que bajó a tierra los sueños del Director:

—No veo posible que el movimiento triunfe en Barcelona.

—Pero hombre de Dios… Goded, que va a salir de Palma en un hidroavión, dice que un golpe de mano enderezará el rumbo, que Barcelona cae seguro de nuestro lado.

—Eso es fiarlo todo a la suerte.

—Fiando muchas cosas a la suerte hasta aquí hemos llegado, Ramón.

—Un movimiento como el que has preparado, si no triunfa en Madrid y Barcelona puede tener sus horas contadas.

—¿Quién dice eso?

—Lo digo yo.

—Es mejor que mueran una docena que van a hacer una descubierta que luego mil. El arte de vencer se aprende en las derrotas, como reseñó Simón Bolívar.

—También dijo Séneca que vencer sin peligro es ganar sin gloria; ya lo sé. Lo que sucede es que fiarlo todo a la suerte, como pretende Goded, es llegar al precipicio y tirarse al vacío a ver qué pasa.

—No sigas por este camino, Ramón, que el pesimismo es cosa de débiles. Quiero que salgas para Barcelona y venzas los temores. Está escrito que vamos a triunfar.

—Que Dios te escuche, Emilio.

Ambos se abrazaron y al general se le nubló la vista por la emoción de despedir a su hermano pequeño, que partía poco después en un tren nocturno camino del martirio que supone descerrajarse un tiro en la sien a las primeras de cambio parapetado en la silla de su despacho. Aun y todo Emilio Mola seguía a lo suyo, y lo suyo aquella noche era dar las últimas puntadas al tapiz que llevaba tejiendo, con altibajos ajenos a su cordura, desde meses atrás. Repasando un texto ya escrito a máquina entró en el planchatorio el coronel García Escámez, que traía noticias de Francia.

Igenerá: nos informan que al enlace carlista que viajaba hacia Estoril para transportar al general Sanjurjo, el señor Lizarza, lo han detenido en el aeródromo de Burgos. Debemos tomar las riendas de ese asunto porque si este hombre, Lizarza, es débil y habla tendremos problemas graves.

—¿Cómo has previsto arreglar el contratiempo?

—Dice el capitán Moscoso que los carlistas pueden localizar al aviador Ansaldo y que habrá que alquilar un nuevo aparato en cuestión de horas.

—¿Ansaldo? ¿No es Ansaldo ese tipo singular, hijo del vizconde de San Enrique y amigo de Ruiz de Alda, que fue expulsado de Falange Española por violento?

—El mismo, igenerá. Ahora se dedica a la fotogrametría aérea. Es monárquico hasta decir basta.

—Pues nada, don Curro, adjudicada la misión si no hay más candidatos. Tenemos cuarenta y ocho horas de margen. Si esta operación se retrasa más, Sanjurjo deberá ir desde Estoril a Burgos, que es donde tengo previsto instalar el cuartel general. ¿Alguna novedad sobre África?

—Todo bajo control, igenerá. Nuestra gente ha roto aguas. Nos acaban de remitir un telegrama sin cifra que dice: «Este Ejército de Melilla, levantado en armas, se ha apoderado de todos los resortes de mando en este territorio. La tranquilidad es absoluta. ¡Viva España!». Parece que lo está enviando a todas las guarniciones de África la Estación Radiotelegráfica Militar de Melilla. ¡Esto pita, igenerá!

—Esto, como tú dices, no ha hecho más que comenzar.

La fe de los conspiradores consiguió que, en una misma tacada, fuera posible controlar en Marruecos la comandancia general, la delegación del Gobierno, la tropa acuartelada en Melilla y todo el protectorado español. A Manuel Romerales Quintero, general jefe de la Circunscripción Oriental, el más ingenuo entre los jefes del Ejército español, lo detuvo pistola en mano el teniente coronel Seguí vestido con un uniforme que le prestó el teniente coronel de Estado Mayor Darío Gazapo, jefe de la Comisión Geográfica en Melilla, porque los suyos, para no despertar sospechas, seguían en la embajada de España en París, donde había sido agregado militar. Seguí, con una cara de vinagre que apestaba (y que presagiaba su muerte treinta días después en un pueblo pacense víctima de un atentado), entró en el despacho de Romerales seguido por el teniente de Ingenieros Carlos Samaniego Ripoll y una pareja armada del grupo de Regulares de Alhucemas apuntando a la cabeza cuando aquel hablaba por teléfono con el delegado del Gobierno, Jaime Fernández Gil, sobre el movimiento de armas y tropas que había por la ciudad. Sus únicas palabras fueron:

—Preso inmediatamente, mi general.

—Pero ¿quién va contra mí? —preguntó desde su infinita candidez el general en jefe.

—Toda la oficialidad de este Ejército —respondió Seguí.

A continuación los golpistas ordenaron al teniente de la Legión Aureliano Bragado que detuviera al delegado del Gobierno en su despacho de la calle Cervantes:

—Dese preso —dijo Bragado con la pistola encañonando al civil.

—¿Qué está pasando, teniente?

—El Ejército se ha sublevado.

Fernández tornó a lívido, se le atraganta la saliva y esputa.

—¿Podremos salvar la vida?

—Por supuesto. Este es un movimiento patriota y no una revolución bolchevique.

El Gobierno primero tiene el runrún y más tarde la certeza de que en Melilla las armas han salido a la calle porque han llegado a Madrid informaciones asegurando que un grupo de jefes y oficiales acaba de rebelarse contra el poder establecido y hay tiros por los viales cercanos al puerto. Para atajar esta gangrena en tiempo y forma el ministro de la Guerra, Santiago Casares Quiroga, presidente a la vez del Gobierno, ha conferenciado con el Alto Comisario, Arturo Álvarez Buylla, que está sesteando en la calurosa tarde africana, y al comprobar que sigue en Babia le suelta una bronca que lo deja demudado. El ministro ordena:

—Búsqueme ahora mismo, donde sea, al general Gómez Morato, que Melilla está ardiendo.

Media hora después el ministro puede hablar telefónicamente con el mando militar en Marruecos, el general Agustín Gómez Morato, que se encuentra de visita en Larache tomando un refresco en el casino; la tarde africana está haciendo estragos en sus carnes después de un almuerzo copioso. Sin preliminares Casares pregunta al jefe de los ejércitos en África qué está pasando en Melilla.

—En Melilla… nada —asegura el general sin salir de su asombro.

El ministro, de natural tranquilo y algo flemático, subió el tono.

—¿No se ha enterado usted? En Melilla se ha sublevado la guarnición.

Gómez Morato se quedó de piedra.

—Ahora mismo, señor ministro, salgo en avión para allí. Le informo en cuanto llegue a la ciudad.

El avión del general aterrizó en el aeródromo de Tahuima cuando la sublevación militar ya no tenía vuelta atrás porque los conjurados copaban todos los puntos estratégicos. Gómez Morato lo comprobó tras ser recibido a pie de pista por un capitán de Regulares apellidado Emperador con la pistola desenfundada.

—¿Pasa algo, capitán? —preguntó pasmado.

—Pasa que queda usted detenido, mi general, según las órdenes del coronel Luis Solans Lavedán, nuevo jefe de la plaza.

—¿Se han vuelto todos locos?

—No, mi general. Estamos iniciando un movimiento liberador de la patria.

—¿Con qué autorización, capitán?

—Con la que da la razón y el patriotismo.

En Melilla, para esa hora, el teniente coronel Maximino Bertomeu tenía en su poder copias del bando de guerra que los tenientes Rojo y De la Torre, de la Primera Legión, habían impreso bajo sus órdenes en los talleres de la Representación del Tercio, en el Foso de los Carneros. Era tal la prisa que Yagüe, desde Ceuta, había impuesto a sus compañeros sublevados que en el bando por el que se declaraba el estado de guerra se hacía referencia a la obligación de restablecer el imperio del orden dentro de la República no sólo en sus signos exteriores sino también en su esencia, se nombraba a Franco general jefe de los ejércitos españoles en Marruecos y, también, se advertía: «El restablecimiento de ese principio de autoridad, olvidado en los últimos años, exige inexcusablemente que los castigos sean ejemplares, por la seriedad con que se impondrán y la rapidez con que se llevarán a cabo, sin titubeos ni vacilaciones». A los detenidos Romerales y Gil Fernández no será necesario que nadie se lo recuerde: unos meses después serán fusilados por los rebeldes bajo la fútil acusación de actuar contra la patria.

Mintiendo —porque en Melilla había resistencia y tiros en algunas calles—, el coronel Solans tomó carrerilla y envió a Las Palmas en cuanto pudo un telegrama dirigido a Franco: «Jefe Circunscripción Melilla a comandante general Canarias. Este Ejército, levantado en armas, se ha apoderado en la tarde de hoy de todos los resortes del mando en este territorio. La tranquilidad es absoluta. ¡Viva España! Firmado: Coronel Solans».

Francisco Franco se encontraba en un hotel de aquella ciudad con su primo el comandante Francisco Franco Salgado-Araujo, al que todos llamaban Pacón, después de asistir al funeral en memoria del general Amado Balmes, comandante militar de Gran Canaria (había muerto de un disparo fortuito en el estómago; él, de quien todo su entorno decía que era un excelente tirador, el mejor manejando armas cortas), fallecido cuando probaba una pistola en un campo de tiro, y desde allí respondió con un telegrama que ordenó enviar a los cuarteles generales de las ocho divisiones: «Gloria al Ejército de África. España por encima de todo. Recibe el entusiasta saludo de estas guarniciones que se unen a ti y a otros camaradas de la península en estos momentos históricos. Fe ciega en tu triunfo. Viva España con honor. General Franco».

De forma casi simultánea apareció en Tetuán un manifiesto de Franco —que es difundido machaconamente por la radio local— a través del cual el general llama a la sublevación con estas palabras: «Francisco Franco Bahamonde, general en jefe superior de las fuerzas de Marruecos. Una vez más el Ejército, unido a las demás fuerzas de la Nación, se ha visto obligado a recoger el anhelo de la gran mayoría de los españoles, que veían con amargura infinita destruir lo que a todos puede unimos en un ideal común: España. Se trata de restablecer el imperio del orden en la República, no solamente en sus apariencias exteriores sino también en su misma esencia (…) El restablecimiento de este principio de autoridad, olvidado en los últimos años, exige inexcusablemente que los castigos sean ejemplares, por la severidad con que se impondrán y la rapidez con que se llevarán a cabo, sin titubeos ni vacilaciones».

La ubicuidad del general que llegaría a generalísimo no quedó ahí ya que en Tenerife surgieron pasquines con un texto que firmaba como comandante general de Canarias a las cinco y cuarto del dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis, en el que después de dar vivas a España y al honrado pueblo español finalizaba con este acápite: «Como la pureza de nuestras intenciones nos impide yugular aquellas conquistas que representan un avance en el mejoramiento político-social, y el espíritu de odio y venganza no tiene albergue en nuestros pechos, del forzoso naufragio que sufrirán algunos ensayos legislativos sabremos salvar cuanto sea compatible con la paz interior de España y su anhelada grandeza, haciendo reales en nuestra Patria, por primera vez, y por este orden, la trilogía FRATERNIDAD, LIBERTAD E IGUALDAD».

Émulo de los ideales de la Revolución Francesa, Franco marchó en el Dragon Rapide que sufragaba el empresario y contrabandista de tabaco Juan March hacia el aeródromo de Sania Ramel, a dos kilómetros y medio de Tetuán y a cinco del mar, ajeno a los cañonazos que los barcos leales a la República, incluso un avión comercial transformado sobre la marcha en bombardero, habían estado disparando contra ciudades de la costa.

Asegurar el aeropuerto no fue materia intrascendente porque el jefe de Sania Ramel, Ricardo de la Puente Bahamonde, primo hermano de Franco, jefe de la fuerza aérea española en África y que conocía la sublevación en Melilla dispuso que el aeródromo no capitulase ante los sublevados y bloqueó la carretera que conducía a Tetuán con varios camiones que volcó sobre un puente: había hablado con el Alto Comisario en Marruecos, el capitán de Artillería y piloto Arturo Álvarez Buylla, y este le aseguró ayuda aérea porque así se lo había prometido el propio ministro de la Guerra. Con este ánimo —y con veinticinco soldados leales (había detenido a seis golpistas y los tenía encerrados junto a un hangar)— organizó la defensa de la zona encendiendo teas con gasolina para señalar el aeródromo, mandó colocar cuatro ametralladoras sobre una torreta y plantó los vehículos disponibles a ambos lados de la carretera de acceso con los motores en marcha y las luces encendidas. A pesar de todo la ayuda prometida no llegaba y pasaban las horas en una angustia interminable capaz de procurar el desmayo al soldado más audaz. Poco antes de las tres de la madrugada el comandante De la Puente recibió una llamada del jefe de la sublevación en Tetuán, teniente coronel Eduardo Sáenz de Buruaga Polanco, que le dijo escuetamente:

—Si no depone su actitud en una hora rodearé el aeródromo con una columna de artillería y una sección de Regulares y abriremos fuego hasta conquistar la posición.

—¿En nombre de quién me manda usted esa orden, por qué precepto tengo que entregar el aeródromo?

—Se lo repito: si no acata usted esta orden pasaremos a todos por las armas.

Sáenz de Buruaga jugaba de farol porque lo principal en aquellas horas para los amotinados era tomar la pista —sin inutilizar las instalaciones— con el objetivo irrenunciable de que el avión en el que viajaba Franco pudiera aterrizar en Sania Ramel unas horas más tarde y pisara el primer bastión de tierra rebelde.

El comandante De la Puente no se echó atrás: organizó la defensa, mandó sabotear los depósitos y el tren de aterrizaje de la media docena de Breguet XIX que estaban estacionados en el aeródromo y resistió las dos primeras oleadas de disparos y morteros, hasta que cayeron heridos tres soldados. Poco después de las cinco de la madrugada, movido por el convencimiento de que el auxilio ofrecido por el ministro no llegaría jamás, sin poder conectar con el alto comisario Arturo Álvarez Buylla —detenido a esas horas de forma humillante por el teniente coronel Eduardo Sáenz de Buruaga, su sucesor en el cargo, y ocho meses más tarde fusilado—, empuñó una bandera blanca y salió del aeródromo para entregar su pistola al capitán de Regulares Jacinto Serrano Montaner. Fue detenido y ejecutado dieciocho días después en los arrabales del monte Hacho, en Ceuta, junto a un pino piñonero y de cara al mar, al poco de haber almorzado una sopa y un vaso de vino, sin que su primo hermano moviese un solo dedo para evitarlo. Francisco Franco Bahamonde se limitó a decir:

—Cuando una guerra es justa, como esta lo es, todos nuestros soldados son héroes que luchan contra villanos. Aquí no hay compasión, sólo personas que bregan por un ideal superior como es liberar la patria.

La sublevación en África había triunfado antes de que las sombras de la noche anunciaran el dieciocho de julio. Franco aterrizo en Tetuán la mañana del domingo diecinueve cuando quedaban rescoldos de resistencia que no iban a durar un par de días y fue recibido al pie del Dragon Rapide por el teniente coronel Sáez de Buruaga, desmedido en efusividad y sonrisas. Juntos viajaron hasta el campamento de Dar Riffien, sede de la segunda Legión del Tercio, jaleados por vítores a España que soltaban las gentes a lo largo del recorrido, y allí el conspirador Yagüe expulsó por su boca el almíbar que llevaba macerando tiempo atrás para la ocasión:

—¡Legionarios, firmes, aaaarrrrrrrrrr! —gritó el militar falangista a la tropa formada.

Dirigiéndose a Franco, que estaba todavía medio dormido, lanzó este alegato:

—Mi general: aquí los tienes como tú los dejaste, fuertes, fuertes hasta lo imposible. Tú, Franco, que tantas veces los llevaste a la victoria, tómalos de nuevo y condúcelos a ella por el bien de España. Legionarios: gritad conmigo ¡Viva España!

—¡Viva! —se escuchó retumbar por el patio de armas cuando un sol africano comenzaba a calentar el alma de los traidores.

Ese mismo día, el diecinueve de julio de mil novecientos treinta y seis, Franco comenzó a estimular los resortes del único ejército de fuste que había en España; quedaba la misión más difícil, transportar la tropa hasta la península sin sufrir más bajas que las mínimas de una operación breve, como los conspiradores pretendían. El general tenía los hombres, el espíritu y voluntad de victoria; faltaba la intendencia de aviones y barcos, materia que había quedado, como otras muchas, a la improvisación del azar. Discutiendo sobre esta cuestión Franco escuchó al general Kindelán una idea que no le dejó indiferente por su novedad: «Las tropas hay que llevarlas a la península por aire, que es el procedimiento más rápido y el único que permite colocar las unidades cerca de donde se necesiten. Un trasvase de esta naturaleza», dijo Kindelán, «no se ha hecho nunca en Europa ni posiblemente en el mundo». «Vamos a trabajar en ello», respondió Franco encandilado, «vamos a ponernos ahora mismo el traje de faena, Kindelán».

Por Pamplona, ajeno a los embrollos africanos, el general Mola encargó al director de Diario de Navarra la noche del diecisiete al dieciocho de julio que confeccionara en sus talleres quinientos ejemplares del bando por el que proclamaba en la provincia el estado de guerra. El general tenía guardado entre toallas el texto que había redactado a las teclas de la Remington y mandó llamar al periodista para que lo revisara de ortografía y estilo antes de que un linotipista de confianza compusiera, en cien líneas que cuadró a dos columnas de cuerpo siete, título centrado del noventa y seis, y subtítulo en bandera, el bando por el que declaró el estado de guerra y que finalizaba así:

«Por último, espero de la colaboración activa de todas las personas patrióticas amantes del orden y de la paz que suspiraban por este movimiento sin necesidad de que sean requeridas especialmente para ello, ya que siendo sin duda estas personas la mayoría, por apatía, falta de valor cívico o por carencia de un aglutinante que aunara los esfuerzos de todos, hemos sido dominados hasta ahora por una minoría de audaces sujetos a órdenes internacionales de índole varia, pero todas igualmente antiespañolas. Por todo ello termino con un solo grito que deseo sea sentido por todos los corazones y repetido por todas las voluntades: ¡VIVA ESPAÑA! Pamplona 19 de julio de 1936.

El General,

EMILIO MOLA».

Raimundo García hizo dos correcciones de estilo y suprimió una coma; el general se lo agradeció cuando marchaba, escaleras abajo del caserón de Capitanía, camino del periódico:

—Lo más importante ahora —dijo— es que este bando se confeccione por persona de confianza y se imprima sin que ningún trabajador de sus talleres lo descubra. Tengo preparado otro pasquín que ha de salir de Pamplona hoy mismo para las provincias limítrofes y que todavía he de corregir; en cuanto esté preparado se lo haré llegar. ¿Podrán ustedes con los dos trabajos, será posible la discreción?

—No se preocupe, general. Hay personas de confianza en nuestra empresa que saben componer en la linotipia y poner en marcha una Minerva. Yo le aviso en cuanto estén los ejemplares impresos.

—Tinta negra, claro.

—Tinta negra sobre papel caqui.

—Vamos a ver si localizamos un par de resmas de ese color, aunque sea la hora que es y estemos a viernes.

—Agradecido, don Raimundo. No sé qué hubiera hecho yo en esta ciudad sin usted.

—Y los españoles sin su generoso patriotismo, general. Ambos trabajamos para un mismo objetivo: devolver la dignidad a España.

Hasta las seis de la mañana del diecinueve de julio, festividad de las santas Justa y Rufina, vírgenes, mártires y béticas, Emilio Mola vive a sorbos de café cargado y del humo que él y todos los que le rodean insuflan en los pulmones. Su despacho, como el del gobernador civil, Mariano Menor, es un hervidero: las noticias que llegan a Capitanía, especialmente las de Marruecos, que son ya de dominio público, devienen obuses que van cayendo sobre los ánimos de las gentes locales del Frente Popular (Bengaray, Osácar, Félix Goñi, García Larrache, Salinas…), que están reunidos sin saber qué hacer, con tanto miedo en el cuerpo como vergüenza, en un salón del Gobierno Civil, pegados al teléfono y a la radio. Tan sólo, ya entrada la mañana del dieciocho, santa Marina, gallega y mártir, el comandante de la Guardia Civil, José Rodríguez Medel, aporta un rayo de esperanza entre tanto pesimismo de congoja.

—El general Pozas, nuestro director general, acaba de llamar y ordena que acuartele a mis hombres y que permanezcamos vigilantes. Dice que una parte del Ejército se ha sublevado en África pero que el Gobierno ya ha enviado barcos de la Armada para controlar la situación y van a salir tropas y bombarderos desde el aeropuerto de Tablada para sofocar la rebelión. Sus últimas palabras han sido: Resistan por todos los medios porque la vuelta a la normalidad es cuestión de horas.

—¿Qué piensas hacer? —pregunta el gobernador.

—Cumplir las órdenes y estar vigilantes hasta el extremo que sea necesario. Desde hace semanas en la comandancia están anulados los permisos, los viajes y las vacaciones. La guarnición sabe que llegan horas difíciles porque el enfrentamiento va a ser inevitable. Es más: a la vista de que en Pamplona está todo copado, he propuesto al general Pozas que toda la fuerza de la comandancia se desplace al puesto de Tafalla. Y es lo que voy a hacer.

—¿Cuándo?

—Hoy mismo, por la tarde sin ir más lejos.

Ramón Bengaray, que puede escuchar sin esfuerzo el silbido de las balas que lo van a dejar seco unos días después, fusilado en los fosos de la Vuelta del Castillo junto a su hermano Francisco, al igual que Goñi, el secretario de Izquierda Republicana, pide la palabra.

—Nosotros resistiremos, pero ¿qué hace el Gobierno? ¿Quién nos va a ayudar?

—Si paramos el primer golpe, como así lo espero, el general Pozas me ha asegurado que el Gobierno tiene medios para controlar la rebelión —responde Rodríguez Medel.

—El Gobierno está en Madrid. Nosotros en Pamplona, casi cercados.

—Mientras yo sea el comandante de la Guardia Civil en esta plaza nadie, ni el Ejército ni los carlistas, por muchos que digan ser, podrá suplantar al poder legalmente establecido. Empeño la palabra y mi propia vida en ello. Tendrán que matarme a mí y a mis guardias si quieren sacar adelante sus planes golpistas; debemos resistir y es lo que vamos a hacer. Voy para el cuartel y si alguno tiene miedo que venga conmigo; la comandancia es lugar seguro.

Mola tiene el viento soplando a su favor desde primeras horas de la mañana del dieciocho, algo que es interpretado por su entorno como la confirmación de que la sublevación marcha y lo hace conforme a las previsiones. Saben los conspiradores que en África son dueños de aeropuertos, puertos, la Legión y los Regulares, que Franco está a punto de llegar a Tetuán; que la primera fase, la extrapeninsular, ha cumplido sus objetivos. Tan crecido está el Director que hace unas horas, de madrugada, ha llamado al general jefe de la IV División en Barcelona, Francisco Llano de la Encomienda, y le ha dicho que se va a sublevar con un plan que consiste en marchar sobre Madrid con las tropas de la divisiones V, VI y VII mientras Franco hace lo propio desde el sur.

—¿Cuándo? —pregunta Llano.

—En el momento oportuno.

—Reflexiona, Emilio. Quiero recordarte que he defendido y defenderé el poder legítimamente constituido, y no voy a cambiar ahora de opinión. Reflexiona porque esto que acabas de mencionar es muy grave.

—Está todo decidido —contesta el Director.

Mola sabe qué está haciendo y no es otra cosa que mandar al jefe de la IV División un mensaje para que se lo transmita al Gobierno, en la capital de España: o capitula, y se ahorrará la sangre de muchos, o que se atenga a las consecuencias porque mañana comienza una marcha, desde el norte y el sur, con columnas motorizadas, que rodeará Madrid si antes los propios insurgentes no se han hecho con el control de los principales cuarteles de la provincia, como muchos de los golpistas esperan. Pero el Gobierno, en Madrid, está a verlas venir y minusvalora la fuerza real de la asonada hasta encabritar todavía más a sus promotores. El propio Emilio Mola lo acaba de decir a su equipo de colaboradores:

—Se van a enterar estos ablandahigos de Madrid de lo que es una batida en condiciones de nuestro Ejército.

Entre cafés y humo el general cosecha otro buen anuncio. Los ruidos con los que Pamplona ha despertado esa mañana provenían de los motores que tres aparatos Breguet XIX, que habían despegado de la base de Getafe y, desobedeciendo las órdenes que tenían de dirigirse a los Alcázares para cargar munición y bombardear Melilla y Tetuán, han girado al este hasta aterrizar en el aeródromo de Noáin, a seis kilómetros de la ciudad. Los pilotos Salas, Taso y Alonso de Pimentel, una vez en tierra, han pedido a un grupo de falangistas que estaba de guardia en Noáin que les conduzcan hasta el cuartel general de Mola porque se suman a la sublevación.

—Mi general —dice el capitán Ángel Salas Larrazábal enseñando las órdenes escritas que ha recibido—, hemos desertado de nuestra patrulla aérea para sumarnos al movimiento salvador que usted encabeza. Tiene usted los primeros aviones del Ejército sublevado.

—¿Cómo está la situación en Madrid? —pregunta Mola sin atender los documentos que exhibe el aviador.

—Muy confusa, mi general.

En esta conversación el general recibe noticia de que el gobernador civil quiere conferenciar con él.

—Venga, Mariezcurrena, pase usted la llamada.

—General —dice Mariano Menor—, le llamo para informarle de que tres aparatos de nuestra aviación militar han aterrizado en Pamplona desoyendo las órdenes recibidas de sus superiores. Los pilotos están en paradero desconocido, pero he puesto el hecho en conocimiento del ministro y he recibido la orden de destruir los aviones.

Mola reacciona con la rapidez de reflejos que proporciona vivir esperando que lleguen noticias.

—Pero hombre, don Mariano, destruir tres aviones es una barbaridad porque en cualquier momento pueden ser útiles a los intereses de la nación. Admito que sus hombres los inutilicen temporalmente, pero de ahí a destruirlos hay un gran paso. ¿No opina usted igual?

—No lo había pensado hasta ahora, pero lo voy a considerar. Por cierto, ¿sabe usted algo de lo que está pasando en África? ¿Le ha llegado a usted alguna noticia que quiera comentar?

—Estará usted mejor informado que yo, señor gobernador. Este es un edificio sin mucho contacto con el exterior.

—Me han dicho en el ministerio que en algunas guarniciones de África se ha producido un chispazo.

—Ah, bueno —responde Mola distraído—. Si es un chispazo, como usted dice, eso se controla rápido.

El gobernador, a continuación, llama al jefe de la Guardia Civil y le ordena que mande efectivos al aeródromo con conocimientos de mecánica para que procedan a desmontar las hélices de los tres aparatos. Rodríguez Medel encarga esta misión al capitán Domingo Auria Lasierra, sin percatarse de que es el felón de la comandancia, el tapado, porque viene siendo el contacto de los guardias con el coronel García Escámez, además de su dedo acusador. Auria, que ya sabe por qué están los aviones en Noáin, manda desmontar las hélices, que quedan apiladas en el hangar del aeródromo bajo la vigilancia discreta de un grupo de falangistas que llevan varias horas apostados en la zona, con dos coches, sin que a los guardias esta presencia les infunda sospecha alguna.

Es ya media mañana y el general Mola tiene una única preocupación: los cuatrocientos cuarenta y nueve pasos que dista la comandancia de la Guardia Civil del palacio de Capitanía y la forma de controlar el cuartel sin hacer carne. Tal es la desazón que hace llamar a don Curro y entre ambos convienen que la fórmula más efectiva es contar a Rodríguez Medel que el Ejército se va a sublevar mañana en Pamplona, como lo está haciendo en otras partes de España, y pedirle que se sume al levantamiento. García Escámez insiste ante su general que si el jefe de la Guardia Civil ignora la advertencia, alguno de sus oficiales le impedirá por la fuerza que movilice a los guardias.

—¿Estás seguro de que la comandancia no será un grano que se nos enquiste?

—Totalmente seguro, igenerá. Tanto como que ahora es de día y estamos a dieciocho de los corrientes. Voy a ser claro: el capitán Auria ha sido mi contacto en la comandancia desde que llegué a Pamplona y me asegura que tiene controlada la tropa y que con él están varios oficiales más. Antes de enfrentar a los guardias contra el movimiento que preconizamos, Auria dice que el teniente coronel será anulado. Son sus propias palabras.

—¿Cómo? Mira que a mí, que soy hijo del cuerpo, no me gustaría que en un cuartel de los civiles hubiese un tiroteo…

—Eso no lo he preguntado, pero lo supongo igual que tú, igenerá: o por las buenas o por las peores. A mi entender no han de pasar muchas horas antes de que averigüemos qué procedimiento han escogido.

—Voy a pedir la conferencia con Rodríguez Medel.

Capitanía era un hormiguero por el que iban desfilando personajes que estaban en la trama y querían dejarse ver en horas que consideraban tan solemnes. Hasta dos militares en el retiro, a los que la policía llevaba siguiendo las pisadas los meses que llevaba el año, los tenientes coroneles Rada y Utrilla (este último había sido detenido en la última visita del director general de la Seguridad del Estado y puesto en libertad dos días después), fueron al despacho de Mola para rendir pleitesía y recibir la primera orden para el carlismo en guerra:

—Mañana, diecinueve, a las siete, en la plaza del Castillo. Está previsto que del cuartel del Batallón de Montaña salga una compañía con bandas y cornetas para proclamar el estado de guerra. Desde ese momento la plaza se convierte en el patio del gran cuartel que será Pamplona y confiamos ver a las fuerzas carlistas llegar en formación —dijo el coronel García Escámez.

—Allí estará el Requeté como un solo hombre —respondió Rada.

—Estamos preparando la composición de las columnas y en dos días sabremos a qué lugares han de marchar. Sólo esperamos ver qué guarniciones del país dan el paso al frente y se colocan del lado de los patriotas. A partir de ahí comenzará la movilización de la tropa.

—Mañana a las siete el Requeté estará al lado de su Ejército, mi coronel.

Cuando el general Mola estaba dando el último repaso a un nuevo bando por el que decidía asumir el mando militar no sólo en Navarra sino también en Guipúzcoa, Álava, Vizcaya, Santander, Burgos, Logroño y Palencia, sonó el teléfono.

—El general Mola al aparato.

—Mi general, llaman desde la comandancia de la Guardia Civil. Dicen que el teniente coronel Rodríguez Medel quiere parlamentar con usted.

—Páseme la comunicación.

El general Mola pidió silencio a sus colaboradores.

—Dígame.

—General: Soy el teniente coronel…

—Sí, sí, Rodríguez Medel, dígame.

—Me informan de que quiere tener una conversación conmigo esta mañana.

—Así es. Me gustaría que nos viéramos en el despacho de Capitanía, donde ahora me encuentro.

—No sé si va a ser posible, mi general.

—¿Por qué?

—Creo que usted y los carlistas preparan un golpe contra el Gobierno.

—No se crea nada que yo mismo no le cuente. Para eso le he llamado.

—Déjeme que lo piense y llamo más tarde.

—Como usted guste.

—Buenos días, mi general.

Al acabar la conversación el comandante Fernández Cordón informó a los presentes de que en Burgos un grupo de militares, encabezados por el general retirado Fidel Dávila, acababa de apoderarse del Gobierno Civil y de que en Zaragoza el general Cabanellas había conversado con el general Núñez de Prado, enviado desde Madrid como nuevo inspector general del Ejército para sondear el ambiente, y después había ordenado a oficiales leales a la sublevación que lo detuvieran (de allí saldrá con los pies por delante en una caja de madera de pino). Para el grupo que estaba recluido en el despacho de Mola coordinando el movimiento conspiratorio no podía haber mejores noticias. En esas estaban cuando el capitán José María Atauri, jefe de la Guardia de Asalto en Pamplona, llamó por teléfono:

—He conversado con el teniente coronel Rodríguez Medel —comentó al coronel García Escámez—, y me ha dado su palabra de honor asegurando que antes del almuerzo pasará por Capitanía. Llamo para que el general lo sepa y estén preparados.

—Por lo que me dice parece que tema usted que venga con una sección de guardias…

—No, no, no se trata de eso, coronel. Lo que sucede es que, con él fuera de la Comandancia, mis gentes y algunos oficiales de la Guardia Civil que nos apoyan podríamos dar un golpe de mano.

—Espere un momento, Atauri.

El coronel consulta con Mola el mensaje que acaba de escuchar, pero el general hace gestos con la cabeza que indican un no rotundo.

—Capitán, petición denegada. Siga usted en contacto. Buenos días.

—A sus órdenes, mi coronel.

Los conspiradores se preparaban para almorzar cuando recibieron el aviso de que el teniente coronel Rodríguez Medel estaba en la garita de guardia con su coche oficial y pedía permiso para entrar hasta el patio. Mola indicó a García Escámez que bajara a recibirlo y ordenó a sus colaboradores que abandonaran el despacho. Al poco don Curro se presentó ante Mola seguido por el jefe de la Guardia Civil.

—Mi general, buenas tardes, por decir algo. Hoy no es un buen día para nadie.

—Buenas tardes, teniente coronel. ¿Piensa usted que no es bueno por alguna circunstancia en concreto?

—Usted lo debe saber mejor que yo, general. El rumor ha dejado de ser rumor y ya está la noticia: las guarniciones de Melilla se han sublevado y supongo que no van a ser las únicas.

—Exacto, así va a ser y por eso le he llamado. ¿Cree usted que el Ejército debe permanecer de brazos cruzados ante las agresiones, poner la otra mejilla per saecula saeculorum? De lo contrario, ¿cómo se arregla esta situación prerrevolucionaria que vive España?

—No es misión de este teniente coronel, mi general, dar soluciones de carácter universal. Mi trabajo es que los guardias bajo mi responsabilidad en Navarra cumplan con su misión, que no es otra que preservar el orden público, proteger bienes y personas dentro del ordenamiento constitucional. Lo demás, la cosa política, corresponde al Gobierno. Le recuerdo que los actuales gobernantes llevan tan sólo cinco meses ejerciendo sus funciones y en ese período de tiempo no es posible atajar los males de España.

—Voy a ser muy claro, teniente coronel Rodríguez Medel, porque el tiempo no nos sobra a ninguno de los dos: el Ejército a mis órdenes se va a sublevar mañana porque no es posible aguantar tantos ataques a la patria. Por el bien de la nación hay que decir basta. Quería hablar con usted para que se sume a este movimiento patriótico que vamos a iniciar por toda España.

—¿Quiere usted que me subleve contra el orden establecido, contra las leyes de la República, contra la Constitución?

—Le estoy proponiendo que se una a la lista infinita de patriotas que han decidido cambiar España.

—Mi general: he prometido fidelidad al poder establecido y a la Constitución. No puedo admitir que un grupo de militares se subleve e intente por la fuerza cambiar el orden constitucional.

El general Mola encoge la faz y se le hincha la vena que recorre su frente.

—Pero qué orden ni qué orden. ¿Orden es los muertos y asesinatos, las iglesias quemadas, las huelgas, el desorden, el comunismo, la revolución anarquista? ¿De qué orden habla usted, teniente coronel?

—Me temo, mi general, que hablamos idiomas distintos. Yo he prometido fidelidad y respeto a la Constitución y de ahí no me pienso mover. Ni yo ni mis guardias de las comandancias de Navarra; eso también quiero que lo sepa.

—¿Va usted a usar la fuerza?

—Voy a defender la legalidad. Si es necesaria la fuerza, con la fuerza.

—Está usted solo en esta provincia.

—Solo o en compañía, las leyes son leyes para todos; para quienes somos servidores públicos con más motivo.

—Creo que no hay más que hablar. He querido que usted, como compañeros que hemos sido de armas, tuviera la oportunidad de estar del lado de quienes anteponemos la patria a cualquier objetivo personal y no queremos ver a España cayendo en las garras de un comunismo aniquilador. Esto era cuanto tenía que comentar. Nada más que añadir. Buenas tardes.

—¿Me va usted a detener, mi general?

—No era ese el objetivo de esta charla. Puede usted salir cuando le convenga.

—Ahora mismo.

—Sea.

Rodríguez Medel marcha de Capitanía con la certeza absoluta de que sus guardias han de abandonar Pamplona antes de que las tropas de Mola, y los carlistas, tomen la ciudad, y ordena al chófer que lo lleve hasta el Gobierno Civil para dar traslado a Mariano Menor del contenido cabal de la conversación que acaba de mantener con el jefe militar de la plaza.

El gobernador continúa en su despacho acompañado de correligionarios del Frente Popular que discuten, en cónclave, y se acaloran sin encontrar la forma de parar el cataclismo que ven cernir sobre sus cabezas para dentro de unas horas si no llega antes el milagro que el Gobierno, desde Madrid, anuncia pero no concreta. El jefe de la comandancia de la Guardia Civil ha comunicado al sanedrín del gobernador que sus guardias van a abandonar la ciudad a media tarde para tratar de afianzarse en Tafalla, a menos de treinta kilómetros al sur de la capital, donde pueden resistir mejor un ataque del Ejército mientras ganan el tiempo que desde Madrid reclaman. Menor está de acuerdo y con resignación pide a sus correligionarios que abandonen el despacho y procedan como mejor convenga a cada uno porque, a la vista de las informaciones de que ya disponen, la suerte parece que está echada y resulta inútil hacerse el héroe en la ciudad, so pena de tener madera de mártir y estar dispuesto al sacrificio. Voluntariamente, no es el caso.

—Señores —dice con los ojos encharcados—, salgan de este edificio para ser útiles al Gobierno y a la República; aquí no queda nada por hacer. Yo permaneceré en el despacho porque es mi obligación, hasta que no reciba otras órdenes.

Después de insuflar aire grita con vehemencia:

—¡Viva la libertad, la democracia y la República!

—¡Viva! —responden todos.

Sin que dieran las cuatro de la tarde, recién acabado un almuerzo de ensalada y pechugas de pollo que llegó desde la fonda Marceliano en tres cazuelas, el general Mola recibió un aviso del director de Diario de Navarra en el que, por persona interpuesta, le comunicaba que el bando de proclamación del estado de guerra en Navarra estaba impreso y listo para ser entregado donde procediese, y requería información sobre nuevos trabajos de ese tipo, si los hubiera. Mola ordenó al coronel García Escámez que fuera en persona hasta el edificio del periódico para recoger los pasquines y, de paso, entregara un segundo texto, que debía componerse de igual forma, tamaño, papel y tinta, por el que el general ampliaba su radio de acción y proclamaba el estado de guerra en Burgos, Santander, Guipúzcoa, Álava, Vizcaya, Navarra, Logroño y Palencia, un cuarto del territorio español. La redacción de este nuevo bando era custodiada por el propio Mola en un bolsillo del uniforme y había sido objeto de numerosas correcciones y enmiendas porque el general, en nueve artículos, pretendía dar a conocer todo el argumentario de la sublevación y marcar las líneas de la asonada sin dejar resquicio a la duda (el punto sexto, puestos a reprimir, prohíbe la formación en la vía pública de grupos de más de tres personas: el bando dejará sin salir a la calle a los matrimonios con dos o más hijos). «Ordeno y mando la proclamación del estado de guerra», dice la amonestación después de hacer saber que el fundamento de la sublevación radica en el apocalipsis: «Que por exigirlo imperiosa, ineludible e inaplazablemente por encima de otra consideración la salvación de España, en trance inminente de sumirse en la más desenfrenada situación de desorden, he resuelto asumir por mi Autoridad el mando de las provincias… en las que queda a partir de este momento declarado el estado de guerra».

Don Curro llegó a la sede de Diario de Navarra, revisó el primer bando, exhibió el texto del segundo y pidió a Eladio Esparza que se compusiera e imprimiese a continuación, ya que los pasquines debían ser distribuidos en las provincias afectadas dentro de un par de horas a lo sumo.

—¿Número de ejemplares? —preguntó el subdirector del diario.

—Buena pregunta —respondió García Escámez—. No tengo indicación alguna del general. Pero pongamos… quinientos.

—Mejor: pongamos mil —indica Esparza—. La tirada es lo que menos cuesta. Lo importante es la redacción del original, que vaya sin una sola falta ni de ortografía ni de composición.

—¿De cuánto tiempo hablamos, Esparza?

—Si todo va bien, de un par de horas. Una para fundir los tipos y hacer la caja y otra para ajustar la Minerva e imprimir. Si usted se espera puede volver a Capitanía con los ejemplares en tres o cuatro paquetes.

—Mejor regreso ahora con el bando para Navarra y mando al capitán Barreda dentro de dos horas. En Capitanía hay mucho tajo.

—Como quiera.

En tanto llegan los ejemplares que dan aspecto formal a una sublevación en regla, un ayudante del general Queipo de Llano, el comandante César López Guerrero, ha logrado llamar telefónicamente desde Sevilla para informar de que el inspector general del cuerpo de Carabineros, con el atrevimiento que acostumbraba en su actuar, sin disparar un solo tiro dentro de edificios militares, controlaba ya los acuartelamientos de la ciudad, había detenido a la cúpula de la División y tenía previsto dirigirse por radio a la población con un mensaje muy simple: «Queda declarado el estado de guerra y quien se oponga, se declare en huelga, tenga armamento o circule a partir de las nueve de la noche será pasado por las armas». El paternalismo de Queipo, sin embargo, se escapa en el último párrafo del bando que el capitán Rodríguez Tresellas ha leído esa tarde en la puerta del edificio de la Compañía Telefónica para dar cuenta del nuevo estado de la ciudad: «Espero del patriotismo de todos los españoles que no tendré que tomar ninguna de las medidas indicadas en bien de la Patria y de la República. El general de la División, Gonzalo Queipo de Llano».

La llamada de López Guerrero, que se corta sin terminar de explicar la situación a orillas del Guadalquivir, es recibida en Capitanía con aplausos y vítores como si Queipo de Llano fuese un torero en tarde de gloria y Mola, que rebosa satisfacción aunque no se refleje en los pliegues de su rostro, no puede por menos que soltar un comentario en voz baja a don Curro:

—Es el más osado y el único capaz de tomar una ciudad andando al paso. Será un inconsistente o un chisgarabís, como dicen algunos, pero a ingenio para salir a flote no le gana nadie. No sé cómo se llevará con los carlistas, él que siempre ha sido tan republicano…

Cuando Barreda llegó con el bando para provincias, el general Mola, que ya tenía prevista su distribución, ordenó que salieran los coches de Maíz y Eúsa para las rutas conocidas de antemano: uno distribuiría ejemplares a los correos en Logroño y Soria, el otro en Vitoria y Bilbao (y desde allí al resto de capitales), porque a San Sebastián se mandaron en autobús de línea por las gentes de Martínez Erro, habituadas a utilizar ese medio de transporte para otros menesteres relacionados con su propia organización. Al general le preocupan, sobre todo, Bilbao y Logroño, pero habida cuenta de la marcha meteòrica en África y de la sorpresa sevillana considera que la suerte está tan escorada hacia su lado que, pase lo que pase en Madrid o Barcelona, el triunfo de la asonada es cuestión de días, quizá de unas pocas semanas. No más. Así lo comenta de viva voz cuando, inesperadamente, por los pasillos del caserón se oyen pasos, voces, gritos, barullo, bochinche. Mola, instintivamente, se echa mano a la funda de la pistola y se produce un silencio que queda roto por dos golpes de nudillos en la puerta del despacho, sede de la plana mayor de la conspiración.

—Pase quien sea —responde Mola.

Al abrirse la puerta aparecen tres guardias civiles que preceden al capitán del cuerpo Domingo Auria, la antena del coronel García Escámez.

—¡Viva España! —grita el brigada de la Benemérita Serapio Nuin levantando los brazos al cielo.

—¡Viva! —responden todos.

El capitán se cuadra, saluda dejando ver hileras de sudor por los costados y pide la palabra:

—Mi general: la comandancia de la Guardia Civil está ya al servicio de España. El teniente coronel Rodríguez Medel ha muerto y el cuartel espera instrucciones para ponerse junto a los salvadores de la patria, a la vanguardia de sus tropas.

—¿Muerto el teniente coronel Rodríguez Medel? —pregunta Mola con cara de susto.

—Muerto de dos disparos, mi general.

—¿De quién?

—Fuenteovejuna, mi general. Todos a una —responde el capitán Auria.

—Tome asiento y cuéntenos, capitán. ¿Quiere agua o café?

—Las dos cosas mi general, que vengo seco como la mojama.

El relato del capitán Auria interesa a los conspiradores pero no tanto como el resultado final de la operación: en el camino de liberar España hay una piedra menos en el zapato, como acaba de señalar el comandante Fernández Cordón.

—Ya no hay cuatrocientos cuarenta y nueve pasos hasta el peligro, mi general —comenta su ayudante—. Desde ahora contamos con una línea recta que une la dirección de este movimiento regenerador de la patria con un cuartel en donde lo único que esperan sus oficiales son las órdenes para luchar allá donde designe el mando.

—En media hora vamos para la comandancia —consigna Mola.

El teniente coronel Rodríguez Medel, al poco de comer en solitario —su esposa e hijos seguían viviendo en Madrid—, ordenó a la plana mayor de la comandancia reunirse en su despacho para dar cuenta de los planes que tenía si la rebelión de Mola, como todo parecía indicar, estallaba en cuestión de horas. Rodríguez acababa de conferenciar con su director general, Sebastián Pozas, y había recibido la orden expresa de no ser cazados como ratones en el cuartel por quienes se sublevasen contra el orden constitucional, para lo cual debían abandonar la capital camino de una comandancia donde pudiera mover los efectivos. Ese punto era Tafalla, ciudad de tres mil habitantes sin guarnición militar y con tradición de lucha obrera, y allí debería trasladarse todo el armamento de Pamplona, los medios de transporte, la documentación administrativa y contable, la caja con los fondos monetarios y toda la fuerza disponible. Ese era el plan que Rodríguez Medel comunicó al comandante José Martínez Friera, su segundo jefe, que había llegado a la ciudad en comisión de servicio ocho días atrás, y a los capitanes Ricardo Fresno y Domingo Auria. Este escuchó todos los pormenores del guión: recoger el armamento, cargarlo en camiones, reunir a los guardias y salir de la ciudad sin meter ruido, pero cuando recibió el aviso de formar la tropa para las siete de la tarde mandó llamar a los hermanos Francisco y Manuel Nuin Mutilva, alféreces y de paso en el cuartel, ya que el primero estaba destinado en Asturias y el segundo en expectativa de destino por haber ascendido dos semanas atrás, y les puso en antecedentes de las órdenes que había recibido para esa tarde.

—No podemos consentir que ni las armas ni los guardias salgan de Pamplona —dijo Auria—. Los guardias nos seguirán si ven que Navarra entera está al lado del general Mola y de su Ejército.

—Dice nuestro hermano Serapio —comentó Manuel Nuin— que hay algunos guardias dubitativos pero que mayormente están todos a favor de apoyar al Ejército. Y aunque así no fuera, aunque toda la comandancia estuviera apoyando al teniente coronel, si se descabeza al grupo aquí no habrá quien rechiste. La cuestión es: ¿cómo lo hacemos?

—No dejando que el teniente coronel se salga con la suya. Si hay que usar las armas, con las armas.

—¿Hay otra manera?

—Retenerle en su despacho y desobedecer las órdenes —indica Francisco Nuin—. Si mis guardias me hubiesen quitado la pistola en Asturias porque deciden sublevarse, un suponer, a mí me dejan desnudo frente a todos. Aquí podemos hacer lo mismo.

—El teniente coronel no se separa un paso ni del comandante Martínez ni del capitán Fresno. Tampoco de su chófer. Hacerlo como dices supondría arriesgar demasiado porque un movimiento en falso supone llevarse un tiro entre las cejas.

—Entonces no queda otro remedio que anular al teniente coronel con plomo. ¿O no? —pregunta Francisco Nuin.

—Con plomo y sin riesgo por nuestra parte —matiza el capitán Auria—. Yo me encargo de Martínez y de Fresno. Vosotros, mezclados con los guardias, del teniente coronel.

—Vamos a proponérselo a Serapio, que es quien más contacto tiene con ellos.

Como había previsto el teniente coronel Rodríguez Medel, al declinar la tarde mandó formar los efectivos de la comandancia después de cargar en media docena de camiones —que estaban estacionados en la plaza de San Francisco orientados al sur— el armamento de la casa cuartel. En el zaguán del patio del acuartelamiento, una vez organizada la tropa, dio la orden de salir en formación y dirigirse a los furgones casi al mismo tiempo que una voz ronca preguntó desde el fondo del patio:

—¿Adónde nos manda, mi teniente coronel?

—Adonde sea. Silencio y en formación —respondió Rodríguez Medel sin mirar para atrás, ya camino de la calle.

—De aquí no se mueve nadie —respondió la voz.

El teniente coronel no se inmuta por la amenaza y gira un cuarto a su derecha para sacar la pistola, una Astra 300 del año veintiuno, mirando de reojo al comandante Martínez. Con la mano en la empuñadura le sorprende la parca porque dos guardias que esperan con el dedo suelto, al unísono y por la espalda, disparan sus Mauser y el jefe de la comandancia cae al suelo desplomado y muerto, sangrando por el tronco como si le hubiesen abierto en canal el grifo de la incontinencia, y queda tirado en el zaguán sin que nadie se atreva a dar un paso de socorro. El capitán Auria, en la confusión que produce el desplome de su jefe, detiene pistola en mano a Martínez Friera y a Fresno y desde el fondo aparecen los hermanos Nuin dando el grito de ¡Viva España!, que nadie responde por el temor del momento. Auria, aprovechando el silencio del miedo, ordena a los guardias:

—Deshagan la formación. Cada uno a su puesto hasta que llegue la nueva autoridad.

El cuartel de la Guardia Civil deja de ser un problema para los sublevados cuando el capitán Auria conduce a los dos oficiales leales al asesinado Rodríguez Medel y a su chófer hasta el despacho del jefe del puesto y allí, desarmados y las muñecas sujetas con cordel de esparto, quedan bajo la vigilancia de Francisco Nuin y dos guardias de facial renegrido que bien pudieran ser los autores de los disparos. De nuevo en el patio Auria localiza al brigada Serapio Nuin y en compañía de dos números que siempre le han sido leales marchan los cuatro para el palacio de Capitanía porque quiere ser él quien ofrezca al general Mola la cabeza de su jefe en bandeja de plata, el primer interfecto que el movimiento se va a cobrar en Pamplona antes de que se haya proclamado siquiera el estado de guerra.

A Mola la muerte de Rodríguez Medel le produce un alivio proporcional a la satisfacción que lleva por las noticias que va recibiendo desde África y con esas alforjas de entusiasmo prepara una expedición para tomar posesión de un cuartel ajeno a su jurisdicción pero clave en sus planes. Por Capitanía se encuentra el coronel Alfonso Beorlegui —avisado como tantos y tantos para que se desplace a lugar seguro porque el movimiento es cuestión de horas—, para quien Mola tiene una primera misión efímera que le comunica cuando ambos, en compañía de García Escámez, Fernández Cordón, Moscoso y Vicario llegan hasta la comandancia de la Guardia Civil, en cuya puerta, boca abajo y empapado en sangre espesa, junto a la acera, está el cuerpo de su último jefe, el teniente coronel Rodríguez Medel. Mola ordena que cubran el cuerpo del difunto con mantas y allí mismo nombra a Beorlegui jefe de la fuerza pública de Navarra, con mando sobre la policía, los guardias civiles y los de asalto. Después encarga a su ayudante que el comandante Martínez Friera y el capitán Fresno sean conducidos hasta la prisión militar y luego al fuerte de San Cristóbal —de allí, cinco semanas después, saldrán para ser fusilados—, y antes de marchar para Capitanía ordena a Beorlegui dos cuestiones: que el cadáver de Rodríguez Medel sea trasladado hasta la morgue y que se dirija al Gobierno Civil para dar conocimiento al señor Menor de que la magnanimidad de los insurgentes ha tocado su puerta por primera y última vez: puede abandonar la ciudad ahora mismo merced a la indulgencia de los alzados en armas. Si, por el contrario, hace caso omiso de la bagatela y decide resistir, lo probable es que sea fusilado esa misma noche.

—Que él mismo elija —dice Mola ajustándose las gafas.

Acto seguido el general manda formar los guardias en el patio y les salpica una arenga patriótica en la que repite una síntesis de las proclamas que tiene previsto dirigir a la opinión pública en los próximos días, que acaba con vivas a España que los guardias, como si hubiesen ensayado la escena, repiten con más vivas al general y al Ejército que representa.

Con la satisfacción rebosando por todos los poros de la piel Mola y su séquito vuelven cuatrocientos cuarenta y nueve pasos para atrás y regresan a Capitanía, donde hay un murmullo de comunicaciones que el soldado Mariezcurrena no es capaz de controlar así fuera un pulpo y tuviera doscientas manos. Él mismo se encarga de hacérselo saber a Mola en su despacho.

—Mi general, todo cristo quiere hablar con usted, pero yo no puedo atender tanta llamada. Usted entra, sale y me estoy volviendo tarumba.

—Resista, Mariezcurrena, que es cuestión de horas.

—Si no es por resistir, que para eso estamos, mi general. Es que usted no va a poder conferenciar con todo el que llame. Esa es la martingala.

—Me vale con que usted conecte con quien yo le diga. Con eso vale.

—Hay un general, que se llama Batet, que ha llamado tres o cuatro veces, pero no he podido localizarle a usted para que conferenciase con él.

—No se preocupe. Volverá a insistir.

—A sus órdenes, mi general.

Va pasando la tarde y continúan llegando informaciones que reconfortan a la pléyade de conspiradores que se agolpan por todas las estancias del palacio de los virreyes. Primero Queipo, que no sólo se ha hecho con el control militar de Sevilla sino que domina las comunicaciones y hasta la radio (acaba de lanzar por las ondas su primera filípica, metiendo miedo en el cuerpo a casi todo el mundo), luego Burgos, más tarde Valladolid, después Zaragoza, al punto Vitoria, donde el teniente coronel que manda el batallón de Flandes, Camilo Alonso Vega, ya tiene ejemplares del bando de Mola y, de común acuerdo con el general García Benítez, ha hecho público que se suman a la rebelión. De Madrid y Barcelona nada se sabe, pero qué importa eso ahora. Hasta los carlistas se están dando cuenta de la baraka del general conspirador y uno de sus mandos militares ha enviado a las puertas del palacio de Capitanía una compañía con cornetas y tambores que da guardia al edificio y a los inquilinos, que siguen entre papeles, telegramas, despachos con la clave SDD, radiogramas, llamadas, platos de comida, pucheros con café de calcetín y un humo espeso como el hollín que va invadiendo todo el caserón. Hace mucho calor pero Mola ha ordenado que, por seguridad, estén todas las ventanas que orientan a las fachadas principales cerradas y con las cortinas extendidas, de modo que dentro del palacio hay militares que no saben si ya es de noche o ha vuelto el día. Tanto es el ajetreo que Mola, que lleva la iniciativa en todo, como un maestro de escuela, ha puesto treinta duros de su bolsillo para que desde la fonda Marceliano vaya viniendo sin parar café de puchero y más pollo con ensalada, porque el día está siendo tan extenso como intenso, y falta todavía lo mejor por llegar.

—Tabaco, café, munición de boca y vengan guerras —dice con sorna el coronel García Escámez, que lleva preparando una estructura cabal de las fuerzas que se presuponen para caer sobre Madrid, con la ayuda del capitán Barreda.

En esas regresa a Capitanía el coronel Beorlegui, que ha pasado por la comandancia de la Guardia Civil, el cuartel de la Guardia de Asalto y el Gobierno Civil, donde un pobre hombre, el gobernador Mariano Menor, no lo ha pensado dos veces cuando le han ofrecido una rendija para que escape: acaba de huir de la ciudad en un Fiat matrícula NA-4207 conducido por un motorista de la Diputación de Navarra, Salvatierra (al que muchos carlistas hubiesen deseado ver muerto, simplemente porque era socialista) y acompañado de su secretario, Alfaro. Van camino de San Sebastián, donde el general Musiera trata de provocar un levantamiento aunque lo único que va a conseguir es ser detenido y, sin juicio, ejecutado unos días después.

Sin autoridad civil en Pamplona, Mola manda llamar a Modesto Font y le nombra sobre la marcha, en su despacho de capitanía la noche del dieciocho de julio, nuevo gobernador encargado de restablecer aquello que los sublevados llaman orden y llevar un control de todos los presos que, por ser tantos en días venideros, habrán de ser encerrados en el patio del colegio de los escolapios antes de que, a muchos de ellos, las partidas carlistonas y falangistas les den un paseo mortal extramuros de la ciudad y acaben tumbados boca abajo adormecidos de sangre viscosa.

También le ordena:

—Todos los reclusos del fuerte de San Cristóbal y los de la cárcel de Pamplona que lo estén por su vinculación a nuestra causa deben quedar inmediatamente en libertad. Coordine con Beorlegui las medidas a tomar.

—Como usted mande, general.

El coronel Beorlegui, que también tiene sus días contados, vuelve a Capitanía para informar a Mola de que la ciudad está en calma y los cuarteles a su mando bajo control, pero que no es este cometido para un hombre como él.

—Si hay que conquistar alguna posición, si hay que marchar sobre algún objetivo, mi general, yo quiero estar en primera línea. Nada de papeleos ni burocracia. Mándeme al frente; a hacer carne, si es preciso.

—Lo tendré en cuenta —responde Mola—. De momento, que haya orden en las calles; no quiero algaradas anarquistas.

—A sus órdenes, mi general. Así se hará.

Es de noche y el general Mola ha ordenado que todo el edificio de Capitanía permanezca con las ventanas cerradas y las persianas bajadas porque se malicia que el Gobierno puede lanzar un ataque contra este caserón, tan fácilmente identificable no sólo por sus hechuras sino por estar en un punto alto de la ciudad señalando con el mástil de su bandera la posición contumaz de la cabeza de la rebelión. Desde que fue director general de la Seguridad del Estado Emilio Mola toma precauciones que ningún otro de sus compañeros de armas con mando en plaza hubiese previsto jamás; él mismo dice que desde hace seis años es mitad policía, mitad soldado y que su paso por los servicios de inteligencia le ha abierto ventanas a otra visión de lo militar. Eso le hace desconfiar de casi todo el mundo y ha apurado una manía suya que no tiene parangón entre los generales del Ejército porque es el único que no se deja fotografiar aduciendo que su físico es el que es, que no mejora con las cámaras y que no interesa a nadie. Esta fobia a los retratos (sólo Ángel Hilario García de Jalón, conocido por el sobrenombre de Jalón Ángel, en Zaragoza, ha conseguido un retrato suyo, que es el único oficial) desentona con su afición desmedida a la fotografía, por la que siente una devoción extrema que no tiene ilación con ninguno de sus conmilitones. Al paso del tiempo Mola es la caricatura que detractores y partidarios han ido creando de él, porque son pocas las personas que en su larga vida de militar han tenido referencia gráfica de sus actos.

Los conspiradores, atiborrados de café y nicotina, no parecen nerviosos y menos todavía cuando reciben los partes que los soldados van acercando hasta el despacho del general. Hace calor y el telefonista Mariezcurrena alterna las clavijas de su central telefónica con labores de aguador, ya que sube y baja botijos desde la cripta del caserón, unas veces cargados de agua y otras de vino rosado que un cabo guarda en dos toneles bajo su responsabilidad y para consumo de los amigos: su familia es de Mendigorría y vinatera. Mola bebe agua, sorbe café solo y fuma lo que le van pasando hasta que, avanzada la noche, suena el teléfono por enésima vez y avisa Mariezcurrena:

—Mi general, Burgos, el general Batet al habla.

—Pase la conexión.

—¿General?

—Al aparato —contesta Mola.

—Aquí Batet desde Burgos.

—¿Qué se le ofrece, mi general?

—Una sola cuestión: ¿sabe usted que se ha declarado hace unas horas el estado de guerra en Vitoria?

—Por supuesto, mi general. Yo mismo lo he mandado.

—¿Y quién es usted para dar semejante orden, Mola?

—¿No está claro todavía, Batet?

—Usted me dijo en Irache, supongo que lo recordará como yo, que no estaba comprometido en ninguna aventura. ¿Lo recuerda?

—Así es, general. Defender la patria, España, no es ninguna aventura.

—Está usted jugando con las palabras, Mola. Quedó meridianamente claro que, de acuerdo al sentido de su honor, no estaba conspirando contra el Gobierno legítimo.

—Eso que usted dice son interpretaciones que a nada conducen. Dejemos la palabrería a un lado.

—¿Entonces?

—Mañana, a las siete de la mañana, proclamaré el estado de guerra en Navarra como otros generales harán en distintos puntos de España. Todavía tiene usted tiempo…

La comunicación se cortó dejando a Mola con la palabra en la boca y con una idea fija: enviar soldados hasta el edificio de la Compañía Telefónica a fin de asegurar la posición y mantener bajo control las comunicaciones. Así se lo hizo saber al coronel García Escámez, quien ordenó que un fusil ametrallador Hotchkiss del calibre 7 mm con un cabo y seis soldados quedara apostado frente a la puerta del inmueble, mirando en dirección a la calle Estafeta, y no se permitiera el paso a persona ajena a la empresa. También dijo Escámez:

—Que el cabo lleve una libreta y apunte los nombres de los que entren y salgan, que eso impresiona mucho.

—Mande efectivos a la estación del tren, Escámez, que los ferroviarios son gente revoltosa.

Zordeneigenerá.

A lo largo del día dieciocho Mola se convirtió en estratega policial ocultando su faceta militar. El general movió a uña de caballo los resortes y contactos en las unidades comprometidas para que saltaran antes que su propia comandancia militar, desde la que se había organizado todo el levantamiento y que constituía el granero intelectual de la asonada, en la convicción de que así dejaba sus manos libres frente al Gobierno y de esa manera podría continuar siendo el Director del movimiento regenerador que propiciaba un cambio en España. Zaragoza estaba en pie de guerra, Valladolid igual, lo mismo todo el protectorado español en África, qué decir de Sevilla, Valladolid, Soria, Palencia, Vitoria, Burgos… pero ¿qué está haciendo Mola?, se preguntaban desde Madrid los cerebros más agudos del ministerio de la Guerra. ¿Dónde está Mola?: esa era la pregunta.