HAY viento del sur, caliente, bochorno. La ciudad espera que los cohetes anuncien a las doce del mediodía desde la plaza del Castillo que las fiestas, los Sanfermines, vuelven como cada seis de julio desde tiempo inmemorial. Al general Mola le han dicho que estos festejos son únicos, que la gente está en las calles bailando y bebiendo hasta reventar, que por las mañanas, a eso de las siete, los toros que se lidian en la plaza marchan por las calles, desde el Hospital Militar hasta el coso, y que por delante corren los jóvenes de Pamplona desdeñando al destino ya que los morlacos son de lidia, bravos, con astas como agujas y tiran derrotes con la cabeza porque ellos también corren, pero más atemorizados si cabe. Pasan de la dehesa al adoquín de Pamplona, del silencio al bullicio, del pasto al albero de una plaza monumental, de la vida en el campo a la muerte ante diez mil espectadores que esperan su derrota (ayer, en Sevilla, los más desheredados de la fortuna atraparon y dieron muerte en un cortijo a un toro de lidia, al que descuartizaron para repartir sus carnes entre cien familias de las islas del Guadalquivir que pasan hambre y calamidades desde las últimas inundaciones de mayo).
A las doce —como cada seis de este mes de julio— el empleado de una pirotecnia que está junto al café Iruña apoyado en un atril de madera prende fuego a un cohete con la brasa de su cigarro. ¡Sssssshhhhhhh puuuuuuuuummmmm! La fiesta ha comenzado (los locales llaman a este chupinazo la inauguración) y las campanas de las iglesias —este año sólo las de San Lorenzo— retumban repicando con sus badajos un coro metálico que se esparce al aire y que suena —así lo creen algunos— a funeral. De seguido vigorosos voluntarios locales continúan lanzando cohetes al cielo de la ciudad que explotan dejando un reguero torcido de humo blanco. Entre ellos, el primero, un estanquero, Juanito Echepare Aramendía, soltero, cincuenta y cinco años bien trabajados y que hoy viste un chupín oscuro, ajeno a las dos semanas de vida que le restan por ser militante de Izquierda Republicana: para los matones de Falange Española es un delito que se paga con un tiro detrás de la oreja derecha en una acequia de la Fuente del Hierro, extramuros, a las horas de proclamarse la rebelión de Mola.
La fiesta comienza y la plaza del Castillo se llena de curiosos que van por los bares tomando chiquitos de vino fresco de la tierra, que llaman clarete, y también chacolí, el vinillo blanco que tanto envenena los ánimos cuando se bebe en demasía. Los conspiradores, con Mola a la cabeza, están repartidos por las sillas de las terrazas de la plaza del Castillo observando cómo una ciudad se echa a la calle a pesar de que el cielo está esculpido con nubarrones oscuros y un viento de bochorno está barriendo las esquinas. A eso de la una del mediodía un grupo de bailarines, que en Pamplona llaman dantzaris, desfila por la plaza acompañado por una banda de chistularis y gaiteros que, a su vez, arrastra una marea humana con chiquillería que sigue la comparsa danzando al son de la música. Hay música, voces, gritos, cantos y bailes que se van improvisando a medida que por la calle van desfilando los gigantes, unos personajes con cabeza de cartón que llaman kilikis y otros con cuerpo de caballo a los que denominan zaldikos. Mola pregunta por el colorido de la fiesta y un comandante local, apellidado Esparza, explica al general el significado de cada una de las piezas que forman el espectáculo y la traducción de sus nombres del vasco al castellano.
Mientras la fiesta principia quienes conspiran no detienen sus esfuerzos. Manuel Fal Conde, inquieto por los desencuentros que observa entre el Ejército y la tropa carlista, ha ordenado a Antonio Lizarza que viaje a Portugal y converse con el general Sanjurjo sobre la marcha de la revolución patriótica que hay en circulación. Pero, ante todo, Fal quiere un apoyo por escrito, de su puño y letra, que manifieste a las claras que el general del exilio es el arbotante del movimiento y que respalda a los hombres que gobiernan la Comunión Tradicionalista en su estrategia. Lizarza ha hablado con el oficial de enlace de Sanjurjo, el capitán de Ingenieros Capitolino Enrile, y sabe que el golpista exiliado cuenta los minutos para volver a España encabezando la tropa, pero poco más puede hacer desde Estoril solo y aislado. Don Capitolino ha comentado a Lizarza:
—Vaya usted a conversar con el general porque estos días está contento pero apesadumbrado; le sale su ciclotimia crónica. No ve la hora de calzarse el uniforme y regresar.
—Por lo que parece, capitán, todos estamos de los nervios.
Raimundo García ha contactado con el diputado y jefe de los carlistas en España hasta mayo de mil novecientos treinta y cuatro, Tomás Domínguez Arévalo, conde de Rodezno, campeón de la lucha por la unificación en suelo patrio de todos los monárquicos que hubiese, un político apartado del liderazgo carlista por aquellos que quieren acción para imponer la dinastía y dejarse de tanta zarandaja política que a ninguna parte conduce. Domínguez está en horas bajas frente a la nueva dirección de su partido pero es hombre que cuenta con cierto apoyo entre la masa carlista a pesar de que su mirada lánguida, el trato recatado y la pátina de señorito aristócrata y terrateniente lo mantienen distante. García ha comentado al conde que es necesaria su mediación para lograr un entendimiento entre las partes, y Domínguez se ha vuelto loco de contento porque alguien se haya acordado de él ahora que ya no es siquiera portavoz de los tradicionalistas en el Congreso de los Diputados.
Los capitanes Moscoso, Barreda, Vicario y Diez de la Lastra, antes de incorporarse a la fiesta, están en la peregrinación que iniciaron a principios de año por las guarniciones cercanas sumando nuevos apoyos a la asonada. García Escámez se trabaja la oficialidad de Zaragoza y ha dicho a su general que vuelve a Pamplona como espectador de los Sanfermines y de la última corrida de toros porque la terna es de campeonato: Jaime Pericás, Curro Caro y Rafael Ponce, Rafaelillo, con toros de Antonio Pérez de San Fernando, de Robliza de Cojos, en Salamanca. En Madrid, el teniente coronel Galarza vive sin vivir en él porque se le amontona el trabajo de convencer a compañeros y vigilar con el rabillo del ojo la gestión que tiene encomendada el director de ABC, Juan Ignacio Luca de Tena, para alquilar el avión que conduzca a Franco hasta Tetuán. Yagüe… el teniente coronel Yagüe prepara sus legionarios para las maniobras del Llano Amarillo pensando que la semana que viene se promulga el estado de guerra y se acaba de una vez por todas la incertidumbre. De no ser así, aseguran sus íntimos, Yagüe es muy capaz de declarar la guerra al mundo y hacerla por su cuenta.
La fiesta ha comenzado para la ciudad pero la climatología también está en campaña. A media tarde del día seis el cielo se parte a gajos y descarga una tromba de agua y granizo de tal proporción que inunda las calles, convierte el albero de la plaza de toros en un pantano, corta carreteras de acceso a la ciudad y complica los movimientos a todo el mundo. Los partidos del Euskal Jai se suspenden porque el granizo, que tiene el tamaño de huevos de paloma, ha roto una esquina del tejado; la circulación del Plazaola se interrumpe porque la tormenta ha tumbado siete postes de la línea Pamplona-San Sebastián, el Lawn Tennis Club cierra sus instalaciones porque el viento arrancó una pérgola y volteó todos los toldos de la sociedad, y en Huarte y Berriozar los accesos a Pamplona están cortados porque la tromba de agua y ventarrón ha arrancado de raíz más de cincuenta olmos y chopos. No se recuerda en la ciudad un comienzo de los Sanfermines con tanto infortunio ya que los fuegos de artificio que decoran el cielo las noches de fiestas no se habían suspendido nunca, hasta este seis de julio de mil novecientos treinta y seis, santa María Goretti, virgen y mártir. Son fiestas, pero una buena parte de la ciudad está sin luz, a oscuras, escuchando truenos y viendo relampaguear la terrible fuerza de la naturaleza. Hasta la primera corrida y la charlotada infantil del día siete han de aplazarse porque las trombas de agua no dan un minuto de respiro a la ciudad. Además hay algo que flota en el ambiente de Pamplona, un regusto de que la catástrofe del mal tiempo es sólo el preludio de la gran hecatombe final, y eso lo percibe una parte de la juventud porque han decidido que las peñas de mozos, que tanto colorido dan a las fiestas, este año no desfilen por las calles; todas excepto una, formada por requetés que entre canciones de juerga van gritando por las noches: «¡Viva el Rey!» («de bastos», contestan los republicanos).
Mola, que recorre Pamplona de paisano con su Leica retratando personajes, está sorprendido por el derroche de agua que está tirando el cielo y comenta con su ayudante, el comandante Fernández Cordón, que una festividad popular que no pueda desarrollarse en la calle a causa de las inclemencias no es sólo un fastidio: es mucho más, una jodienda para todo el mundo. El general estaba invitado a las corridas, pero la primera tuvo que suspenderla el presidente porque el ruedo era una balsa con cuatro dedos de agua rebosando los burladeros.
—Tendremos que ir al cine, Emiliano —dice el general—. En la calle uno no para de mojarse.
—Me han dicho —comenta su ayudante— que hay una película en el Coliseo que se titula El espía número trece que es muy interesante.
—¡Ah, qué título tan fascinante! Sí, sí, tendremos que ir.
—¿Tiene usted previsto, mi general, ver mañana el encierro?
—Si está lloviendo, no. Con lluvia las fotos son un asco.
—¿Y a los toros?
—Lo mismo. A los toros hay que ir con sol y moscas.
Entre los visitantes de la ciudad está el general Joaquín Fanjul Goñi, subsecretario del Ministerio de la Guerra con Gil Robles, encargado por Mola para encabezar la revuelta en Madrid, que se encuentra en Pamplona saludando a su familia y disfrutando de las fiestas, aunque el único objetivo real del viaje es hablar de lo mal que están las cosas por la capital de España para los conspiradores. Fanjul es hombre con más formación intelectual que la media de sus conmilitones y ha tenido una visión del Ejército que poco o nada tiene que ver con lo que piensan de él los gestores de la cosa pública, como dice Mola (Fanjul dejó escrito cuando era capitán: «El Ejército de hoy no puede representar al capital y, en cambio, tiene sus raíces en el proletariado; no representa al patrono pero tiene relación con el obrero; su intervención en las huelgas, como en cualquier manifestación del problema social, tiene que inclinarse del lado del débil, del oprimido, del necesitado, de sí mismo, del obrero»). Ahora, en julio de mil novecientos treinta y seis, el general y ex diputado conservador cree que el Ejército tiene que echarse a la calle y defender España, sin más adjetivos. Por esa circunstancia conspira para lograr un cambio en el Gobierno que sepulte la anarquía que, a su juicio, padece la patria.
Al poco de llegar a la fiesta Fanjul se ha dirigido al palacio de Capitanía y allí, repantigado en un sofá, abanicando los sudores con un ejemplar de la revistilla Organización, mando y distribución del Ejército, que edita anualmente el Ministerio de la Guerra, expone al Director su pesimismo sobre la situación.
—No hay posibilidades de que el movimiento triunfe en Madrid —acaba de decir—. La única eventualidad que contemplo es que el Ejército no se subleve y se mantenga a la expectativa de lo que vaya sucediendo en el resto de España. Si las tropas que marchen sobre Madrid consiguen su objetivo en menos de una semana, entonces quienes estemos en la capital saldremos a su encuentro y todos juntos la conquistaremos. Para este objetivo estamos trabajando.
—Nosotros —responde Mola— vamos a marchar sobre Madrid en el plazo más breve posible. Si mantenéis la capital entretenida…
—¿Cómo?
—Consiguiendo que algunas guarniciones se acuartelen y no respondan las órdenes del Gobierno.
—Vaya papeleta, Emilio, vaya papeleta.
—Prosigo: si mantenéis la capital entretenida, caeremos sobre Madrid desde el norte y el sur y el movimiento habrá triunfado.
Es en Madrid donde este ocho de julio se está gestando un cataclismo para los conspiradores. El general Kindelán ha conseguido hablar con Franco desde el teléfono privado del director de la Compañía Telefónica Nacional de España, John Bengz, un americano que ha sido coronel del ejército de su país y que ve con ojos excelentes un cambio político en España. El aviador entiende, por las palabras que Franco va soltando con cuentagotas y que le llegan con mucha reverberación metálica, que el gobernador militar de Tenerife no está dispuesto a sublevarse todavía. Este contratiempo, que Kindelán considera gravísimo, va a ser puesto en conocimiento de Mola mediante un escrito que decide enviar de urgencia a Pamplona con dos de sus hijas en el coche de Carlos de Salamanca, cosido al pliegue de las faldas de la mayor, Lola. Sin embargo, para cuando llega a las manos del conspirador cubano este ya tiene información más amplia que acaba de remitirle Galarza en un mensaje cifrado: Franco no se suma a la rebelión y pide más tiempo.
—¿Tiempo? —pregunta Mola mirando a su ayudante—. ¿Tiempo? ¿Ahora pide tiempo? Cojones, aquí no hay tiempo para nadie. El avión que lo va a trasladar está alquilado y sale en dos días para África.
¿Y ahora Franquito pidiendo tiempo…? Aquí el tiempo es el mismo para todo el mundo y no se va a parar el movimiento porque una persona entre en dudas en el último instante. Emiliano, contesta a Galarza que el movimiento sigue en marcha con Franco o sin él, y que así se lo haga saber al general. No hay más cojones.
En esta diatriba suena el teléfono:
—Mi general —dice el soldado Mariezcurrena—, le llama don Raimundo García.
—Póngame al aparato.
—En este momento, mi general.
—¿Don Raimundo? Encantado de saludarle. Usted me dirá.
—Don Emilio: aprovechando la temperatura le propongo tomar un granizado de café en casa Marceliano. ¿Qué le parece? —pregunta el periodista y diputado.
—¿Ahora?
—Ahora mismo, en cinco minutos. Si salimos al terminar esta conferencia, llegamos los dos a la vez.
—Conforme.
El general cuelga el teléfono y pone cara de asombro. Si el director de Diario de Navarra le ha llamado por teléfono para una cita, con las precauciones que ambos llevan adoptando para comunicarse, es que la cuestión no tiene demora.
—Emiliano —dice a su ayudante—, acompáñame a casa Marceliano.
—A sus órdenes, mi general.
Mola toma su chaqueta de lino y ambos se tiran a la calle, cuesta abajo, para acercarse hasta la tasca, que está rebosante de gentes que refrescan el gaznate del calor que, al fin, reina en la ciudad. Los militares deciden esperar afuera y antes de un suspiro aparece Raimundo García en compañía de su subdirector, Eladio Esparza. Los cuatro deciden conversar en la calle.
—Mi general —comenta García—, el conde de Rodezno ha llegado a Pamplona, yo mismo he ido a buscarle a la estación de Alsasua y juntos hemos viajado hasta aquí, y propone una entrevista para mañana después del almuerzo. A causa de este importante motivo he decidido llamarle por teléfono y emboscar nuestra conversación en la toma de un refrigerio. Si no hubiese sido tan urgente no habría conferenciado con usted.
—Ha hecho bien. ¿Dónde quiere el señor conde que nos veamos?
—Hemos acordado que sea en la capilla barbazana, en el claustro de la catedral, a las cuatro y media de la tarde. A esa hora no habrá nadie.
—Comunique al conde de Rodezno que a esa hora estaré en el punto acordado.
—Extraordinario. ¿Tomamos el refrigerio? —pregunta el periodista.
—Sea —responde el general airoso—. Corre de mi cuenta.
—¡Ah! Eso sí que no, mi general —exclama Esparza—. En Pamplona, por Sanfermines, siempre invitamos los locales.
—Bueno, no vamos a discutir por estas cuestiones. Para usted la perra gorda.
El conde llegó después. A las cuatro y media el general Mola llevaba diez minutos sentado en el banco de madera que jalona la parte izquierda de la entrada observando la talla gótica de la virgen del Consuelo y el cenotafio del obispo Barbazán, en un lateral del claustro gótico de la catedral capitalina. A las cuatro y media, miró de nuevo al reloj y se acordó de la frase que su padre pronunciaba los domingos cuando había que levantarse temprano para ir a misa: «En mi casa todo anda al reloj porque soy esclavo de la exactitud». El general Mola estaba cortado por el mismo patrón ya que prefería que le diesen dos tiros por la espalda antes que llegar un minuto tarde y soportaba con cara de vinagre los desplantes en las citas. Pero este diez de julio, san Cristóbal, mártir y patrono de los chóferes, con un calor insufrible por la ciudad, el claustro de la catedral le pareció que era el mejor sitio no sólo para esperar un encuentro sino para respirar aire fresco y tranquilidad interior, algo impensable desde tiempo atrás.
Por fin, a menos cuarto, el general escuchó pasos firmes y una sombra alargada entró en la capilla llevando tras de sí un remolino de viento templado; detrás, un hombre alto, ojeroso, con porte real, vestido por el mismo alfayate que lo hiciese a Petronio antes de abrirse las venas, se disculpó lanzando su mano al encuentro del brazo de Mola:
—No sabe usted cuánto siento este retraso, debido, como podrá entender, a que he tomado todas las precauciones posibles para evitar que me siguieran —comentó el conde con una voz extremadamente baja.
—No se disculpe, señor Domínguez, porque esta capilla posiblemente sea el mejor sitio de la ciudad para esperar. No le voy a decir que agradezco el retraso porque sería ir en contra del criterio que tengo sobre la puntualidad, pero en esta ocasión he disfrutado de la espera. Propongo que hablemos en este banco.
—Me parece bien.
—En fin, vayamos al grano. Le supongo enterado de las gestiones que hay en marcha para organizar un gran movimiento nacional que acabe con el caos y la anarquía que sufre nuestro país.
—Estoy enterado en la medida en que uno puede enterarse de estos asuntos tan reservados. La información que poseo ha llegado por conducto de mi correligionario el señor Oriol. Sé que ustedes se han entrevistado un par de veces estas últimas semanas.
—Voy a ampliar los datos: está previsto, señor Domínguez, que el Ejército se levante en toda España y ponga fin al cáncer con el que convivimos desde años atrás, y que lo haga en cuestión de días. Llevamos tiempo trabajando en silencio porque organizar un movimiento como el que se pretende no es sencillo ni está al alcance de cualquiera. Creemos que ha de ser el Ejército en su conjunto, en su gran mayoría, quien acabe con el desorden y que a él deben subordinarse todos los demás, especialmente el elemento civil.
—Parece lo correcto, general.
—Pues bien, en esta ciudad, señor Domínguez, hemos mantenido contactos con los miembros de la Comunión Tradicionalista para que se sumen a la iniciativa que nosotros propiciamos y, hasta el día de hoy, no hay posibilidad de acuerdo alguno porque nos plantean cuestiones que ahora mismo no está en nuestras manos resolver.
—¿Por ejemplo?
—Pretenden que la sublevación militar tenga como objetivo no acabar con el caos sino con la República, por ejemplo. Que el movimiento tenga carácter monárquico en la figura del rey de los carlistas, que la cuestión religiosa sea el motor de la asonada… En fin, cuestiones todas ellas que están en el ánimo de casi todos los españoles de bien pero que no deben ser objeto ni de transacción ni de impedimento. Primero hay que hacer triunfar el movimiento; luego, acordar entre todos los términos del día después. Lo contrario nos lleva al barranco. Creo que poco más se puede decir.
—¿Con quiénes ha hablado usted que representen a la Comunión Tradicionalista?
—Si no recuerdo mal con el señor Fal Conde, dos veces con el señor Zamanillo y también con dirigentes locales.
—¿Me puede especificar con cuáles?
—Con los señores Ezcurra, Lizarza, Baleztena y Martínez Berasáin. El señor Zamanillo me hizo entrega unos días atrás de un documento en el que se advierte que la Comunión Tradicionalista no puede sumar sus fuerzas a ningún ejército que no encabece su marcha con la bandera bicolor. Y claro, esta simple cuestión no es asumible por nosotros ya que en el Ejército de España la cuestión monarquía o república no está a debate. La bandera es la que es. Otra cosa es que la cambiemos más adelante. Pero hoy es la que es. También me han entregado una nota con propuestas sobre la dirección política que debe imperar en España.
Rodezno mira al suelo, respira profundo y mide con precisión lo que va a decir.
—General, le puedo certificar que yo, que he sido el máximo representante en España del carlismo hasta mil novecientos treinta y cuatro, no he sido consultado y dudo que la masa de nuestro partido sepa realmente qué traman sus dirigentes. Puedo asegurarle que en Navarra y Álava, que son las dos provincias que mejor conozco, si el Ejército de España sale a la calle, nuestras gentes irán detrás para luchar contra los males de la patria.
—Disculpe, señor Domínguez: ¿están las milicias carlistas tan preparadas como dicen sus dirigentes?
—Puedo confirmar, general Mola, que el carlismo navarro tiene un ejército de casi ocho mil hombres perfectamente entrenado y listo para movilizarse ahora mismo, si menester fuera. De eso no tenga duda alguna. Diré más: creo que esas gentes no han de vacilar un solo segundo qué han de hacer si el Ejército toca el clarín y llama a rebato. La masa carlista no dudará si el Ejército pide su concurso, general.
—Sus dirigentes quieren que, de manera previa, suscribamos una proclama que no nos es dado aceptar porque ni yo puedo hacerlo, ya que no está en mis atribuciones, ni debo, porque significa hablar del día después sin haber pasado por el día antes.
—Si me lo permite, general, voy a hacer las gestiones que crea conveniente entre mis correligionarios y veo provechoso que se reúna de nuevo con los dirigentes locales, porque son ellos los que controlan la tropa, el Requeté. Convengo con usted que primero es acabar con la anarquía, que tiempo habrá de hablar de otras cuestiones, sin duda importantes para todos nosotros, en especial los que profesamos la fe del carlismo. Si a usted le parece bien yo mismo me encargo de concertar una entrevista estos días de fiesta.
—Me parece correcto, y dígales que convengan con mi ayudante, el comandante Fernández Cordón, el lugar y la hora.
—Perfecto.
—Bueno, y por Madrid, ¿cómo se ven las cosas, señor Domínguez?
—Revueltas, general, para qué vamos a decir lo contrario. España está sumida en el caos y este gobierno es incapaz de dar una sola solución porque está prisionero de los extremistas. Con los actuales gobernadores no hay solución posible.
—Me temo que la única solución posible sea la fuerza.
—Yo también lo creo así, general.
—¿Estará usted por Pamplona en estas fiestas?
—Tenía previsto quedarme hasta mañana, pero a la vista de lo que hemos hablado no creo que me mueva hasta no ver resuelta la situación. No sé; quizá haga un viaje en el día y regrese para esperar aquí los acontecimientos… En Madrid no hay nada que hacer que no sea aguardar, y menos con lo que me acaba de contar usted. ¿Tiene fecha asignada este movimiento?
—Tiene fecha prevista.
—¿Puede saberse cuál?
—Hasta hace unos días, el domingo día doce. Hoy, la verdad sea dicha, no se puede hablar de un día concreto porque son muchos los flancos que tenemos ahora mismo sin cubrir. Será cuando sea posible: la semana que viene, la próxima…
—Cuente conmigo para lo que necesite, general.
Mola, como era su costumbre, dio por concluida la conversación, se levantó primero del banco y estiró la mano:
—Celebro haberle conocido, señor Domínguez, y espero que nos veamos con más tranquilidad. De todos modos, gracias por su colaboración. La conversación ha sido muy interesante. Ahora, confío en que pueda ser práctica.
—En lo que a mí respecta, téngalo por seguro. Buenas tardes, general.
—Buenas tardes.
Mola cedió el paso al conde, que abandonó la catedral cruzando el arcedianato y por aquellas edificaciones salió a la calle Dormitalería, donde le esperaban dos guardaespaldas que vestían blusa oscura y alpargatas con suela de esparto. El general, como había ensayado Martínez Erro, recorrió el claustro a zancadas, entró en el interior de la catedral santiguándose, cruzó la nave central a la altura de las estatuas yacentes —talladas en un alabastro que a esa hora brillaba de manera mortecina— de Carlos III el Noble y Leonor de Trastámara, su esposa, reyes de Navarra en el siglo quince, se arrodilló frente al baldaquino neogótico que enmarca la talla románica de santa María La Real y salió por la puerta de San José bajo los treinta tubos cilíndricos del órgano catedralicio. En la calle, junto a las escaleras, dos oficiales de paisano escoltaron sus pasos hasta el palacio de la Capitanía, donde le esperaba un coche para llevarle, muy tarde, a los toros. Allí, de palco a palco, saludó al gobernador civil, don Mariano Menor, y conversó distendido con el general Fanjul aunque llevase la procesión de nervios por dentro. Entre faena y faena, ambos generales acordaron esperar a que el movimiento triunfara primero en Marruecos y, veinticuatro o treinta y seis horas después, levantar todas las divisiones que fueran posibles.
—¿Qué hacemos con Madrid? —preguntó Fanjul ya en el sexto toro.
—Creo que esperar. Si Marruecos sale adelante, si triunfamos en la periferia, lo correcto es esperar acontecimientos si la plaza no se ha sublevado. Eso, o abandonar la ciudad.
—Eso nunca —respondió Fanjul picado por un aguijón.
—No me refiero a nosotros; estoy hablando de los civiles. Lo prudente es que la gente que nos apoya salga de Madrid para regresar con las tropas liberadoras.
—Sabes bien, Emilio, que nosotros vamos a intentar tomar las guarniciones, si es factible, en cuanto tengamos noticia de que el movimiento ha triunfado en Marruecos. ¿Hay alguna fecha prevista?
—Habíamos hablado del domingo, pero a la vista del cariz que van tomando los acontecimientos lo más seguro es que todo se posponga unos días. Franco todavía no ha dicho que sí.
—Hombre, Emilio, pareces nuevo… Franco dará su aprobación el último día, en la última hora, al filo del último segundo. Con eso, algunos ya contábamos.
—Tendrás novedades por el conducto habitual.
—Las espero.
Sin acabar la faena de Bienvenida (la corrida era un mano a mano con Noáin y uno y otro salieron a hombros de millonarios), ambos generales abandonaron discretamente el palco. Afuera, se dieron un abrazo y Fanjul susurró al oído del Director:
—Ahora más que nunca, Emilio, ¡Viva España!
—Viva —respondió este en voz baja y los ojos cargados de emoción.
En Capitanía esperaban el regreso de Mola con impaciencia porque el teléfono no paraba de sonar. El general Batet, su jefe, intentaba comunicar que era su deseo mantener una conversación vis a vis a la mayor brevedad y en Logroño, por ejemplo. Pero Mola desconfiaba porque creía que pudiera ser una encerrona para detenerle.
—Mi general, estamos en fiestas, en los Sanfermines, tengo muchos compromisos a los que atender y no desearía ausentarme de la ciudad por gran espacio de tiempo —comentó Mola a su jefe cuando logró comunicar por teléfono—. Si a usted le parece bien podríamos reunimos en un lugar más cercano, a medio camino.
—Dígame cuál —cortó Batet.
—No sé… quizá junto a Estella, en el monasterio de Irache.
—No conozco el lugar, pero si a usted le parece bien, allá estaré mañana a las nueve.
—Conforme, mi general. A las nueve de la mañana en el monasterio de Irache. Yo me encargo de todo.
Mola colgó el teléfono y llamó a su ayudante.
—Prepara un dispositivo para mañana en tomo al monasterio de Irache. Me voy a reunir allí con el general Batet y quiero que esté todo bajo nuestro control.
—Ahora mismo voy a llamar al capitán Moscoso para que tome las medidas necesarias.
Con cinco minutos de anticipación llegó el séquito de Mola a la explanada del monasterio. El general bajó del coche oficial, saludó al capuchino que esperaba en la puerta y siguió al capitán Moscoso hasta la misma habitación donde se había entrevistado días atrás con el carlista Fal Conde. En un par de minutos apareció el general Batet seguido por su jefe de Estado Mayor y un ayudante; no podría decirse que tuviese la mejor de las expresiones en el rostro, porque miró a Mola con cierto desdén y entró directamente en materia después de un parco saludo.
—¿Viene usted por aquí a rezar? —preguntó Batet con retranca.
—Más bien a coger cerezas, mi general. Toda esta zona es pródiga en frutales; no digamos en vino, como usted mismo puede comprobar en los alrededores del monasterio.
—Lo he visto por la carretera. De Logroño aquí no hay más que viñedos.
—Así es, pero supongo que no me ha llamado con tanta urgencia para hablar ni de viñedos ni de vinos.
—Supone bien. El motivo de esta entrevista es comunicarle que el Gobierno sabe que usted conspira contra el orden establecido y mi deber es decirle que o cambia de postura o cambia de ciudad y de destino o tendré que detenerle. En nuestras últimas reuniones he hecho referencias a esta cuestión, pero hoy vengo aquí para decírselo de manera oficial.
Mola acaba de encajar muy mal el puñetazo al mentón que ha soltado el general Batet, de modo que ajusta los pliegues de su cara y se coloca las gafas pegadas a las cejas antes de comenzar a hablar, mientras recorre en diagonal la habitación del cenobio (el mejor síntoma de que está nervioso). Luego se pone en pie y comienza a disparar una diatriba que ha preparado la noche anterior en el planchatorio, porque el gobernador militar de Pamplona sabía a la perfección que una visita tan precipitada de su jefe no podía ser para cuestión distinta que leerle la cartilla antes de utilizar la Gaceta Oficial y propiciar un nuevo destino.
—Mi general, desde que apareció por segunda vez en Pamplona el director para la Seguridad del Estado, señor Mallol, intuí que el Gobierno veía en esta ciudad un peligro, no sé de qué proporciones, pero peligro al fin y al cabo. Y que me situaba a mí en el centro de la amenaza. Frente a esto debo decir que no estoy comprometido en ninguna aventura, que estoy harto de estar en boca de todos, harto de tanta vigilancia, harto e inquieto por las múltiples amenazas que recibo.
—Usted no puede decir, general, que ni mis colaboradores más cercanos ni yo mismo hayamos proferido amenaza alguna contra usted porque, en ese caso, estaría faltando a la verdad.
—No he mencionado a mi general en ningún momento.
—¿A quién se refiere entonces?
—Usted sabe que hay muchas y muy variadas fórmulas de amenazar. Algunas muy sutiles. Yo he recibido muchas amenazas anónimas, de valientes que no dan la cara jamás.
—Eso, general, va en la nómina. Todos los que vestimos uniforme estamos expuestos al anónimo y a la injuria. Pero son cuestiones que no hacen al caso en estos momentos porque nos desvían la atención.
—Prosigo, entonces. Afirmo que no estoy en venta para esta o aquella veleidad y que no bato palmas frente a una situación en extremo confusa como la que nos está tocando vivir. Pero si el Gobierno cree que todo esto se resuelve con un cambio de destino, bienvenido sea.
—En ese caso, sería conveniente que fuera usted quien solicitara el traslado.
—¿Adónde?
—A Cartagena, por ejemplo.
A Mola se le iluminaron los ojos. Nunca había sugerido Cartagena, excepto en la entrevista que mantuvo con Alfonso Mallol, menos de dos semanas atrás. ¿Existen vasos comunicantes en las altas esferas del poder? Mola se respondió: existen y ahora mismo hay que dar muestras de que un general está a las órdenes del mando pero sin bajar un grado la cúspide de la cabeza.
—Si ha de ser Cartagena, que sea Cartagena. No me disgusta un destino con mar. Pero antes, mi general, quiero que sepa que cuando acepté la plaza de Pamplona tuve que escuchar comentarios a mis espaldas en los que algunas víboras decían: «Que se pudra Mola en Navarra». Y a eso estoy totalmente dispuesto, a pudrirme en esta tierra aunque me cueste la carrera. Es necesario que mi general lo sepa.
—A la vista de lo que estamos hablando, me parece conveniente que reflexione sobre lo que anteriormente le comentaba. Usted, Mola, nunca ha sido amigo de aventuras.
—Siempre cumplí con mi deber y acato cualquier régimen excepto uno, que disuelve todas las conquistas de la civilización. Me refiero al comunismo. Usted quizá sepa que cuando fui nombrado director general de la Seguridad del Estado una de las medidas que adopté fue la creación de una unidad de estudio para el control del comunismo, la Junta Central Contra el Comunismo, conocida por sus siglas «JCCC», en la primavera de mil novecientos treinta, porque considero que es el sistema político que lleva directamente a la destrucción de la sociedad y de la patria. Y eso ninguna persona en sus cabales, y menos un militar de honor, puede consentirlo. Si viera que esa posibilidad está a punto de triunfar en España saltaría a la calle, pero no como militar, sino como Emilio Mola, el ciudadano que no quiere ver su país sojuzgado.
—¿Está diciendo, Mola, que no está usted comprometido con ninguna asonada?
—Mi general, no estoy comprometido con ninguna aventura, si es lo que quiere saber.
—Es su última palabra.
—Es la palabra de honor de un militar español.
Ahí se acabó la conversación. Y comenzó la asonada militar porque Mola ordenó al chófer que regresara a Pamplona con la mayor rapidez que el motor permitiese porque no estaba dispuesto a perder un segundo más. En su despacho de Capitanía reunió a su estado mayor y afirmó con vehemencia:
—Señores, el movimiento ya ha empezado. Con carlistas o sin ellos, con más o menos apoyos, con esta o aquella División, con lo que podamos, pero nuestro trabajo es ya imparable y va a emerger en cuestión de muy pocos días, casi podría decirse que horas.
Mirando al capitán Barreda prosigue:
—Tenga preparados los telegramas cifrados porque quizá mañana salgan las órdenes. Quiero que envíe un coche a Zaragoza para que recoja al coronel García Escámez. Hasta que llegue el día «J» el coronel se instalará en una de las habitaciones vacías de mi residencia. Su estancia aquí debe permanecer en secreto.
—Mi general, ¿tiene previsto salir esta noche?
—Hoy no voy a ninguna parte porque la cosa no está para juergas. Tengo previsto redactar instrucciones y dirigir un último escrito a los carlistas para saber si sí o si no. Mañana necesitamos una respuesta.
Mola se quita las gafas.
—Capitán Vicario, quiero que entregue un mensaje verbal a don Raimundo García: dígale que mañana le espero en el balcón de costumbre, el que me facilitó el subdirector del periódico, para ver juntos el encierro. Es muy importante que asista. Señores, esto es todo.
El general Mola se retira al planchatorio con la idea fija de no darse un respiro hasta no redactar las órdenes a las divisiones con la declaración del estado de guerra y una última misiva al carlismo. Pero las horas pasan y el general, nervioso hasta el aburrimiento, no consigue centrar las ideas que le llegan al cerebro desbordadas, a borbotones. Tan sólo puede escribir una carta que dirige a la Comunión Tradicionalista, de cuyo contenido no está satisfecho porque entiende que no plasma en su totalidad, negro sobre blanco, la postura del Ejército que él dirige. Aburrido, a las doce se retira a la cama y vuelve a la carga media hora antes de las siete, todavía sin que el amanecer haya clareado la ciudad. Luego, con un nudo por las tripas, sale del palacio para ver el encierro de los toros junto al director de Diario de Navarra, su consuelo en la ciudad.
—Don Raimundo, tengo que pedirle el último favor. Quiero que viaje a San Juan de Luz y se entreviste con los dirigentes carlistas. Aquí tiene esta carta que debe hacer llegar a sus manos. Le prevengo que la suerte está echada. Con carlismo o sin él, antes de cuarenta y ocho horas está el Ejército sublevado.
—General, ¿puedo hacer una observación?
—No sólo puede, amigo García, es que debe. Adelante.
—Me pongo en marcha en este mismo momento para viajar a San Juan de Luz. Pero antes de leer su ultimátum, déjeme intentarlo a mi modo. Creo que puedo hacer algunas gestiones de gran interés. Esta es la observación que quería hacer.
—¿Puedo preguntar cuáles?
—Puede. Voy a hablar con Baleztena. Es la persona más sensata de todas. También quiero llamar a Rodezno. Trato de exprimir las últimas posibilidades de acuerdo.
—Queda en sus manos —murmuró Mola con voz resignada.
Entre tanto sin vivir hay una persona que recorre Pamplona —ahíto y escrutando— en busca del general. Es Antonio Lizarza Iribarren, el jefe militar de los carlistas navarros, que acaba de regresar de Lisboa con una carta del general Sanjurjo destinada al director de la conspiración; hace pocas horas ha entregado una copia personalizada de este escrito en San Juan de Luz a Fal Conde, que la ha leído con tanta satisfacción como empacho. Lizarza está sin dormir, atacado de los nervios, porque cree que en el bolsillo de su pantalón viaja la clave de la revuelta que preconiza Mola y la solución a los últimos desencuentros entre sus jefes y el responsable militar de la plaza. Pero la suerte le es adversa porque el Director se ha esfumado, con su Leica al hombro, sin advertir a nadie cuál es su destino. Recorriendo la ciudad de nuevo Lizarza tropieza en un golpe de fortuna con el comandante Fernández Cordón y le suelta un sobre amarillento advirtiendo que contiene un escrito de valor extraordinario que debe entregar al general, de quien espera una respuesta antes de que anochezca.
—Estaré aguardando en casa —concreta Lizarza.
—Se lo comunicaré al general tan pronto le vea. Quede usted tranquilo que la carta llegará a destino.
—Así lo espero, mi comandante —dice con cara de circunstancias.
—No desespere, Lizarza. Considere que entregándome la carta puede decirse que está en manos del destinatario.
El día fue de campeonato para las gentes de la conspiración. Raimundo García partió para San Juan de Luz después de conferenciar a uña de caballo con Rodezno y Baleztena. En la villa vascofrancesa habló con Fal Conde y, lejos de leer la misiva de Mola —consideró que el texto podía avivar un incendio en lugar de aplacar los rescoldos de fuegos anteriores—, pidió al dirigente carlista, con su habitual facundia, generosidad entusiástica, anchura de miras, mesura en sus decisiones y tiempo para tratar de llegar a un acuerdo, siquiera de mínimos, entre patriotas. Luego regresó a Pamplona y se vio en la calle con el general, cuyo rostro lo decía todo: estaba encolerizado y decidido a acabar con tanta conspiración de capilla, tanto juego de guerras que lo habían puesto fuera de sus cabales.
—Fíjese lo que le voy a decir, amigo García. Si yo sé que Fal Conde está en Pamplona ahora mismo lo mando detener y lo fusilo en el patio de Capitanía sin perder un minuto; luego me tomo un coñac y me fumo un puro habano. No le digo más. Me acaban de entregar una supuesta carta de Sanjurjo, que llevaba copia para Fal, y es volver a echar agua al mar. Además, hace unos días gentes de Madrid que yo mismo envié a San Juan de Luz para que parlamentaran con Fal me hicieron llegar un recado en el que informan que este carlista dice que sus gentes se suman si la tropa desfila a los sones de la Marcha Real. Joder: nada menos que la Marcha Real. ¡Esta gente está jugando a la guerra y me están tocando los…! Disculpe, señor García, pero esta cuestión me supera.
—¿Tan grave es lo que dice la carta de Sanjurjo?
—No es cuestión de gravedad, es que considero que nos están tomando el pelo. Y si ahora usted me dice que los carlistas piden más tiempo… ahorro cualquier otra explicación.
—¿Puedo leer la carta?
—Aquí la tiene.
Raimundo García desdobló dos cuartillas y ojeó un texto manuscrito que estaba ansioso por conocer; le vencía su curiosidad de periodista aunque no pudiese hacer mención del contenido. La carta decía:
«9 de julio de 1936
Querido Emilio:
Enterado de su noble y patriótico trabajo de organización y de unión de pareceres, tanto para la preparación del Movimiento como para la estructuración del país, una vez que hayamos triunfado. Ratos desagradables son estos, pues siendo varios los que intervenimos, y más siendo españoles, es difícil el empeño de aunar, pero no imposible, dado el patriotismo de todos. Mi parecer sobre la Bandera debía por tanto solucionarse dejando a los tradicionalistas usen la antigua, o sea la española, y que aquellos Cuerpos a los que hayan de incorporarse fuerzas de esta Comunión no lleven ninguna. Esto de la Bandera, como Ud. comprende, es cosa sentimental y simbólica, debido a que con ella dimos muchos nuestra sangre y envuelto en ella fue enterrado lo más florido de nuestro Ejército, y se dio el caso de que en nuestra guerra civil entre carlistas y liberales unos y otros llevaron la misma enseña. En cambio, la tricolor preside el desastre que está atravesando España. Por eso me parece bien lo que me dicen, que Ud. ha prometido que el primer acto de Gobierno será la sustitución de la misma.
Ya veo que hay alguno de nuestros compañeros a quienes no agrada esta solución, pero no dudo de que han de convencerse y en todo caso habrán de someterse, teniendo en cuenta esta razón y que la inmensa mayoría de los Oficiales desean este cambio. Comprendo desde luego que en el Ejército debe buscarse el mayor número de adhesiones, pero no quiere esto decir que todos los adheridos tengan el derecho de hacer cambiar la opinión de la mayoría de nosotros, pues Ud. bien sabe que a alguno de ellos se les han hecho indicaciones, no porque el Movimiento dejase de triunfar sin ellos, sino por presentar al Ejército más unido y hasta más disciplinado dentro de sus Jerarquías.
El Gobierno tiene que constituirse en sentido puramente apolítico por militares y ha de procurarse que el que lo presida esté asesorado por un Consejo de hombres eminentes, no pudiendo formar parte de él aquellos que no hubiesen cooperado de manera decisiva en la acción del Movimiento. Desde luego e inmediatamente habrá que proceder a la revisión de todo cuanto se ha legislado, especialmente en materia de religión y social hasta el día, procurando volver a lo que siempre fue España. Como ya indico antes, es necesario que cesen las actividades de los partidos políticos para que el país se encalme, tomando para desempeñar los cargos a aquellos señores que sean idóneos y patriotas.
Ir a la estructuración del país, desechando el actual sistema liberal y parlamentario, que es en definitiva el que ha llevado a la Patria, como a otros países, a los trastornos que hoy lamentamos y tratamos de remediar, adoptando las normas que muchos de aquellos están siguiendo, para ellos modernas, pero seculares en nuestra Patria. La duración del gabinete Militar ha de ser la necesaria hasta encauzar el país por las normas indicadas. Le reitero mi felicitación por lo bien que lleva su cometido, lo que no me extraña nada conociendo su patriotismo e inteligencia.
Ya sabe Ud. que iré en cuanto me llame. Un poquito de paciencia, pues tenga la seguridad de que el triunfo será nuestro. Comprendo que no desarrollo toda una política a seguir, pero sí creo que son puntales muy fundamentales para la dirección de ella el día de mañana. Parecido a esto escribo al amigo Fal, esperando lleguen a un acuerdo tan necesario y que no debe demorarse.
Un fuerte abrazo,
José Sanjurjo».
—No veo aspecto alguno que sea censurable en esta carta, general.
—La carta no es censurable, señor García. Lo que le han dicho a Sanjurjo, sí. Por ejemplo, que el primer acto después de consolidado el movimiento será la restauración de la bandera bicolor. Eso no lo he dicho jamás, porque no está en mis atribuciones. Yo no represento al Ejército sino que dirijo un movimiento patriótico que lucha por salvar España del caos. He repetido hasta la saciedad que la cuestión, ahora, no es república o monarquía. Pero, a lo que se ve, hay personas que no lo pueden, no lo quieren ver.
—¿Dónde estamos entonces?
—En el mismo lugar que hace un mes, pero con treinta días más a nuestras espaldas. Y con el Gobierno pisándonos los calcañares. Hace un par de jornadas que el capitán Imaz, que ha venido de Melilla, espera un aviso para viajar hasta África y entregar al teniente coronel Yagüe la orden de sublevación y la proclamación del estado de guerra. Los carlistas, algunos dirigentes carlistas, para ser más exacto, no han comprendido que es el Ejército quien decide el cómo, el cuándo y el dónde. No sé cómo hacer ver la realidad a estas gentes.
—¿Le importaría que los señores Baleztena y Martínez Berasáin se reúnan de nuevo con usted?
—¿Servirá para algo, don Raimundo?
—Seguro.
—Dígales que vengan cuando quieran. Estaré en Capitanía.
El general Mola se sentía nervioso y con una irritación que no le entraba en la guerrera porque en cuestión de marcar el tiempo de los acontecimientos veía que estaba perdiendo la batalla sin haber disparado un solo tiro. El enfado iba incrementándose a medida que por su mesa pasaban informes donde se reflejaba que aquella guarnición no daba el paso al frente, que ese coronel vacilaba, que la Armada no daba las señales que los conspiradores esperaban o que los más firmes querían echarse, ahora, ya, a la calle. «¡Joder, a día once y todavía estamos con hilvanes!», se repetía a sí mismo en el despacho cuando circulaba en diagonal, a zancadas de percherón, tratando de descargar la bilis que había estado acumulando durante semanas.
—Emiliano —ordenó a su ayudante cuando logró bajar la cólera—. Vaya usted a casa del señor Lizarza y le dice que su general reconoce la carta de Sanjurjo, también su firma, pero no el contenido. Añada igualmente que falta el procedimiento de autentificación establecido por el propio general Sanjurjo, y que no es otro que este que usted ve —Mola exhibe medio recordatorio de borde enlutado que recuerda la muerte, dos años atrás, del canciller de Austria, Engelbert Dollfuss—. El general Sanjurjo le manifestó al señor García que entregaría la otra mitad al portador de su conformidad para encabezar este movimiento. Y en la carta que he recibido no estaba la otra parte de esta tarjeta. Dígale esto también.
—Ahora mismo salgo para el domicilio del señor Lizarza.
El jefe militar de los carlistas estaba esperando en el salón de su vivienda una respuesta que, sin ningún género de duda, debía ser afirmativa. Lo esperaba tanto que acababa de dar la orden de repartir todas las camisas caqui que faltaban en el uniforme de los requetés (más de dos mil) y había estado hablando con un sastre de apellido Sarobe, muy conocido en la plaza, que se había encargado de comprar, a su peculio, las mil boinas rojas que todavía se necesitaban para cubrir en su totalidad la cresta de las tropas carlistas. Lizarza miraba inquieto por la ventana de su casa cuando vio que se acercaba el comandante Fernández Cordón con paso ligero y literalmente se echó a la puerta para esperar en el descansillo al militar, que comenzó a subir las escaleras hasta el segundo piso dando brincos por la prisa que tenía.
—Pase, pase, mi comandante, le estaba esperando. ¿Habemus papam?
—Me temo que no, señor Lizarza —respondió el comandante con un rostro extremadamente serio—. El general Mola me encarga decirle que reconoce la carta del general Sanjurjo, su firma, pero no el contenido. Y que falta el procedimiento de autentificación. No son palabras mías, son las que me manda el general Mola que le diga. Y no puedo añadir más.
Lizarza se echó las manos a la cabeza, entornó los ojos, bajó el tono de su voz.
—Me deja usted de piedra, mi comandante. Creo que ahora mismo voy a marchar a San Juan de Luz para conversar con los dirigentes de la Comunión y expresar lo que acaba de comunicarme. Dios quiera que lleguemos a tiempo. Buenas tardes, mi comandante.
—Buenas y santas tardes, señor Lizarza.
La suerte estaba echada aunque sus protagonistas, ofuscados con banderas que no acababan de desplegar las velas, creían que la adversidad era un mal que enviaba el Gobierno hasta el palacio de Capitanía, en Pamplona, para castigar a los conjurados. El tiempo iba pasando y ese mismo tiempo estaba a punto de dar con la solución del problema que entre conspiradores se había enquistado.
De noche llegó Lizarza a San Juan de Luz y de noche se acercaron los carlistas Baleztena y Martínez Berasáin para conversar con Mola. En el sur de Francia Manuel Fal Conde reaccionó con ira cuando Lizarza explicó de viva voz que el gobernador militar de Pamplona no daba por bueno el sentido que Sanjurjo había dado a su misiva:
—Tras la conversación que ha mantenido Lizarza con el ayudante de Mola se acaba toda relación con el general —dijo Fal en presencia del príncipe regente, don Javier de Borbón—. El carlismo no va a secundar otro movimiento que no sea el que encabecen sus requetés. Es más, Lizarza, mañana cruzará la frontera por los pasos habituales un piquete del Requeté con emisoras y equipos de transmisión que han sido adquiridos en Bélgica. Toda la tropa en alerta y a la espera de la orden para movilizarse; esta es la consigna que hay que transmitir, amigo Lizarza.
En Pamplona, los dirigentes políticos del carlismo Baleztena y Martínez Berasáin se entregaban con armas y bagajes al verbo de Mola cuando el general decía entre sorbos de un café negro y espeso:
—En este momento histórico, cada uno debe estar a la altura de las circunstancias. El carlismo a la suya, el Ejército a la que le corresponde por historia propia.
—Nosotros, general Mola —dijo Baleztena con toda la severidad que la noche imponía—, venimos a decirle que los carlistas de Navarra, a quienes representamos si el Ejército se alza en armas, le seguiremos como un solo hombre.
—Creo, señor Baleztena, que esto que acaba usted de decir aquí debe repetirlo ante la cúpula de su organización, en San Juan de Luz, y acabar de una vez por todas este baile de declaraciones y contradeclaraciones que a todos confunde.
—¿Piensa usted, general, que es menester una nueva reunión?
—A lo que se ve, parece que sí.
—¿Nos autoriza usted a decir que, respecto de la bandera, se adoptarán las medidas una vez que haya triunfado el movimiento?
—Le autorizo a que, en mi nombre, afirme que el Ejército responderá a esta sensibilidad una vez concluya el alzamiento.
—¿Habrá nuevos ayuntamientos en Navarra de acuerdo a lo que el carlismo preconiza?
—Eso ya dependerá de ustedes, señor Baleztena. No es misión del Ejército quitar o poner alcaldes.
—José —dijo Baleztena mirando a Martínez Berasáin—, creo que hay que coger el coche y marchar a San Juan de Luz. Esto se arregla mañana o no se arregla. Pero no vamos a estar ni un minuto más en la indefinición.
—Así lo espero, señores. Buenas noches.
—Buenas noches, general.
De noche y por la puerta de atrás salieron del palacio de Capitanía los señores Baleztena y Martínez Berasáin y por el mismo portillo entró una hora después el coronel García Escámez, que acababa de llegar en el coche de Félix Maíz desde Zaragoza, escondido tras un chal de señora. Escámez subió al despacho de su general y allí estaba Mola, meditabundo, ojeroso, con todo el organismo revuelto de inquietud y desasosiego, a punto de arrojar la toalla y rendir la espada. Hasta que vio llegar a su coronel y, sacando fuerzas de quién sabe dónde, cambió las letanías por la arenga patibularia.
—Zordeneigenerá.
—Pasa, don Curro, siéntate. ¿Tomas café?
—Y lo que se tercie.
La noche no estaba para llantos estériles sino para centrifugar los ánimos que segregan las victorias; así lo creyó Mola cuando comenzó a explicar, con un tono de triunfo que para sí lo hubieran querido los mercachifles del Gobierno, qué pasos se habían dado en la ausencia del coronel y cómo, vencidas todas las dificultades excepto una, el movimiento avanzaba como una ola por encima de la tormenta. El general se iba creciendo con el relato porque ya no le quedaba otro remedio que fiarlo todo a la mejor imaginación, al encantamiento de los salmos. García Escámez, a su vez, escuchaba la narración como si de un cuento se tratase porque entendió desde el inicio que su general, además de ponerle al día con más o menos malicia, estaba en un proceso pleno de catarsis del que nada malo podía derivarse. Así pasó casi una hora hasta que don Curro se atrevió a preguntar:
—Bueno, ¿y qué es lo que falta para transmitir la orden a nuestra tropa?
—Que los carlistas dejen de marear la perdiz con los símbolos y se sumen de una vez al movimiento militar.
—¿Entoavía andamo azín, igenerá?
—Todavía, don Curro. Son gente dura de mollera.
La conversación siguió por esos derroteros mientras las gentes, en Pamplona, apuraban la última noche de fiestas. Casi a las cinco de la madrugada Mola dejó al coronel García Escámez frente a su nueva habitación y descargó en el aire un deseo:
—A la cama, don Curro, que mañana puede ser otro día. Tú ya me entiendes.
—Perdona, igenerá, pero no.
—Coño, don Curro, que pareces carlista… Mañana, bueno, hoy, dentro de unas horas, es el día. Seguro.
El día trece fue el día y las palabras de Mola fueron, sin haberlo querido, premonitorias. La noche anterior, en Madrid, cuatro pistoleros reclutados por Falange Española asesinaron en la puerta de su domicilio al teniente José del Castillo Sáenz de Tejada, de la Guardia de Asalto, cumpliendo la amenaza que llegara a su esposa, meses atrás, cuando todavía eran novios, en una carta: «¿Para qué quieres casarte con un hombre que dentro de poco sólo será un cadáver?». Del Castillo era el jefe de la fuerza que en abril, el día que se festejaba la proclamación de la República, había reprimido las manifestaciones que grupos de exaltados habían organizado en la capital de España para protestar por el asesinato del alférez de la Guardia Civil Anastasio de los Reyes a manos de un descerebrado. Su nombre figuraba en una lista que los facciosos habían hecho circular sin pudor ya que quien la encabezaba, el capitán Carlos Faraudo, ingeniero y socialista, llevaba meses bajo tierra, desde el ocho de mayo, tras ser asesinado a quemarropa de un tiro en el corazón en plena calle Lista esquina a Alcántara.
El asesinato de Del Castillo reavivó la llamada de la sangre, siempre doliente y estéril. En la madrugada del día siguiente, trece de julio de mil novecientos treinta y seis, san Enrique, fiesta en Teruel, salió del cuartel de Pontejos el autocar número 17 de servicio en el Cuerpo de Asalto conducido por Orencio Bayo Cambronera, en el que viajaban trece personas más al mando del capitán de la Guardia Civil, Femando Condes Romero, que viste de paisano (y tiene el propósito de vengar la muerte de su amigo el guardia Del Castillo en las carnes del fundador de Renovación Española, partido integrado en las derechas del Bloque Nacional). Tras ellos, un Fiat con dos capitanes y tres tenientes de Asalto sigue la ruta mortal de la camioneta que dirige a la comitiva hasta el portal número 89 de la calle de Velázquez, residencia del diputado y jefe del Bloque Nacional, el ex ministro de Hacienda José Calvo Sotelo. Con engañifas se llevan al político de su casa, a la fuerza aunque sin violencia, y el capitán Condes ordena que lo sienten en la tercera fila de asientos, por delante de un civil llamado Victoriano Cuenca que, a los cien metros de ponerse en marcha el vehículo, saca un revólver y dispara dos tiros paralelos en la nuca del diputado, de cuarenta y tres años, que se desploma muerto en el acto y cae al suelo del furgón como un fardel de virutas de plomo.
Los asesinos de Calvo Sotelo acababan de echar gasolina sobre las brasas del incendio que los conspiradores alimentaban desde meses atrás creyendo que han vengado la muerte de su compañero el teniente Del Castillo y que han puesto firmeza allí donde sólo queda odio y un deseo infinito de revancha (pensaron que la frase lapidaria pronunciada por Félix Edmundovich Dzerzhinski, el director de las checas que Lenin mandara organizar después de la revolución de octubre del diecisiete, «Matar a uno es aterrorizar a mil», habría de dar resultado). A partir de hoy, trece de julio, van a llegar en los próximos meses decenas de miles de muertos más, asesinados en todos los rincones de España, y luego una ola de sordina que es la que precede al silencio crudo de los cementerios: van a morir miles, decenas de miles, y han de quedar atemorizados, muertos en vida, millones de españoles más.
El general Mola ha llegado a su despacho al filo de las nueve de la mañana, con cuatro horas de sueño sobre el espaldar, y se encuentra encima de la mesa una nota de su ayudante: «Llámeme cuando pueda».
—Emiliano —dice el general cuando recibe a Fernández Cordón—, dame el parte.
—Mi general: el avión que ha de trasladar al general Franco a Marruecos ya ha salido de Londres.
—¿Y Franco? ¿Sabemos algo nuevo?
—Nada nuevo, mi general. El avión está en vuelo pero del general no sabemos nada; al menos, el coronel Galarza no informa de más.
A eso de las once de la mañana, el telefonista le pasa un recado.
—Mi general, llama el director de Diario de Navarra.
—Adelante.
—Mi general: voy para su despacho —dice Raimundo García con la voz quebrada—. Ha ocurrido una desgracia.
Mola se queda pensativo. Si García dice que va para Capitanía es que la desgracia debe tener carácter de catástrofe; de lo contrario no se entiende. Y así es. Cuando el periodista diputado llega al despacho del general lo hace con la cara desquiciada, transpirado y con cierto temblor al hablar.
—Aquí no hay quien viva —suelta de carrerilla dejándose caer en un sofá—. Aquí, general Mola, ya no hay quien viva. Esta madrugada han asesinado en Madrid a mi compañero y amigo el diputado don José Calvo Sotelo.
El general Mola se queda boquiabierto y patidifuso. Casi no acierta con las palabras.
—¿Cómo dice? ¿Calvo Sotelo asesinado? Esto es el acabóse. ¿Han asesinado a Calvo Sotelo?
—Lo malo no es eso, general. Lo malo, lo peor es que, según me informan, han sido gentes del Gobierno, guardias de asalto.
—Hasta aquí hemos llegado, señor García. Hasta aquí mismo. Antes de que el Gobierno nos mate, nosotros nos echamos a la calle. O ellos o nosotros.
Raimundo García ya no escucha las explicaciones. Por su cabeza da vueltas la última conversación telefónica con Calvo Sotelo, dos días atrás, cuando le propuso que viajara hasta Pamplona para pasar unos días en un pueblo del valle de Baztán, alejado de lo que veía caer sobre Madrid. Y la respuesta de este: «Iré encantado porque mis compañeros me acaban de regalar un coche blindado y hay que estrenarlo». Habían quedado para el día catorce en un restaurante madrileño, donde pensaban almorzar con Gil Robles y Domínguez de Arévalo, antes de salir hacia Azpilicueta, en Baztán, a un poco más de medio centenar de kilómetros de Pamplona.
—General: este asesinato marca un antes y un después. A partir de hoy, ya no hay tregua. Se han acabado las contemplaciones. Como usted bien dice, o ellos o nosotros.
—Si me lo permite, voy a llamar a Madrid. Quiero saber qué reacción hay en el Ministerio de la Guerra.
Mola lo intentó, pero sin éxito alguno. El soldado Mariezcurrena se hinchó las yemas de los dedos metiendo y sacando las clavijas de la centralita telefónica, pero lo único que consiguió fue buenas intenciones de las operadoras de la Compañía Telefónica que, desbordadas, sudaban tinta ante una avalancha de conferencias; Madrid estaba incomunicado para las llamadas de provincias. Con todo, el soldado Mariezcurrena perseveró en el empeño hasta que, por el mediodía, su general le ordenó que comunicara con el gobernador civil.
—Señor Menor, le llamo porque me han llegado noticias de que la situación en Madrid es extremadamente grave como consecuencia del asesinato del señor Calvo Sotelo. ¿Dispone usted de alguna información que me pueda facilitar?
—General, conferenciar con Madrid resulta un imposible. Es cierto que el cadáver del señor Calvo Sotelo ha aparecido en el Cementerio del Este, pero nada más puedo añadir. De mi cosecha he de decir que esta muerte me parece un hecho de suma gravedad, sean quienes sean sus autores.
—Hombre, señor Menor —corta Mola resoplando—, los autores sabemos todos quiénes han sido: enemigos de la patria, traidores a España. No voy a señalar a nadie porque llevan una marca roja bien visible en la frente; hasta un ciego que pasara corriendo y de espaldas los podría distinguir.
—Ya le digo que ignoro datos sobre esta muerte. Si usted quiere, tan pronto como conferencie con el ministerio le llamo.
—Hágame el favor.
Don Raimundo García dijo que marchaba para la redacción y se ofreció al general para que lo visitara en su despacho, ya que al periódico estaban llegando cables de las agencias con información del asesinato del líder de Renovación Española. Mola contestó diciendo que a media tarde, si disponía de tiempo, pasaría por Diario de Navarra y ordenó reunir a su plana mayor. Por Capitanía se acercaron los señores Baleztena y Martínez Berasáin con la indignación marcada en el entrecejo pero sin nuevas sobre los planes de sus jefes, que seguían reunidos en cónclave en la villa La Ferme de la vizcondesa Jacqueline de la Gironde, en San Juan de Luz.
En Madrid, a la sede de Renovación Española, en la calle Marqués de Riscal, 1, no cesaban de llegar muestras de condolencia de todas partes, como la que recibieron vía telegráfica desde Melilla (donde los ánimos de revancha no pueden aguantar un día más):
«Nuestro ánimo por enorme desgracia nacional, por inicuo asesinato insigne Calvo Sotelo, enviamos nombre Renovación Española Melilla pésame, que rogamos transmita familia. Hacemos constar enérgica protesta por atentado, que demuestra situación anárquica vivimos. Telégrafo giramos cien pesetas para corona, tributo póstumo dedicamos al gran patriota y mártir. ¡Viva España! José Sabio González. Rafael Pérez Cervera».
En Pamplona, por los ambientes carlistas, se hablaba ya de un levantamiento militar que estaba maduro, al que se iban a sumar las fuerzas locales del Requeté como si de un solo hombre se tratase. Antonio Lizarza, agobiado por las consultas que recibía constantemente de sus correligionarios acerca de los planes que el carlismo tenía respecto de la posición salvadora del Ejército, tuvo que salir de nuevo para La Ferme, en donde recibió otra dosis de paciencia y una orden con las últimas instrucciones: los requetés no secundarán levantamiento alguno sin el mandato del príncipe don Javier de Borbón y del rey don Alfonso Carlos. Mascullando este recado volvió a casa para reunir en el Círculo Carlista de la capital navarra a todos los jefes locales del Requeté que pudieron localizar ya de medianoche. En el salón del cuarto piso, donde los reclutas del tradicionalismo hacían la instrucción con fusiles de palo los fines de semana desde años atrás, les dijo con angustia:
—El Requeté no puede sumarse a ningún movimiento que no esté autorizado por la suprema autoridad de nuestro augusto jefe su majestad don Alfonso Carlos, el rey. ¿Juráis no acatar orden alguna que no llegue desde la suprema autoridad?
—Sí, juramos —respondieron los más de veinte jefes locales.
Pero la revolución ya estaba en marcha para todos los conspiradores y hasta el general Mola, acosado por sus oficiales, tuvo que dar un golpe en la mesa y decir a voz en grito:
—No hay más que una orden: todo el mundo quieto. No es este momento de cometer locuras.
El día trece acabó tan bronco como había empezado ya que un sobresalto conturbó la marcha de los oficiales conspiradores de los cuarteles de Pamplona cuando, ya de medianoche, un grupo de exaltados que previamente se habían reunido en la Casa del Pueblo marcharon en manifestación hasta el cuartel del regimiento América y gritaron contra todos y contra todo como ellos quisieron. Eran unos trescientos y estaban frente a la fuerza armada vociferando, porque entre las gentes de la izquierda local había quienes tenían información de que en los cuarteles de Pamplona estaba lista una asonada frente a la cual ninguna autoridad del Gobierno acababa de meter mano. La sensación de que nadie, ni en Madrid ni en Pamplona, era capaz de denunciar la impunidad con la que actuaban algunos jefes y oficiales fue la escapatoria para marchar hasta las puertas de los cuarteles y descargar la adrenalina que las gentes de la izquierda local tenían acumulada por los adentros desde meses atrás, cuando veían a los soldados del carlismo desfilar de uniforme, algunos armados, para exhibir su fuerza en nuevos desafíos y un escalofrío les recorría la columna, desde la nuca hasta el ano. Durante más de treinta minutos los manifestantes rodearon un edificio acercándose a dos palmos de las ventanas hasta que un capitán apellidado Vázquez mandó a los soldados formar guardia, cargar los fusiles y abrir las puertas del acuartelamiento. A la cabeza de un pelotón fusilero, en la acera, Vázquez, levantando su pistola hacia lo alto, dio un grito que sonó como un trueno en la noche:
—¡Alto y atrás!
Los manifestantes retrocedieron y los gritos enmudecieron temporalmente; la concentración no se daba por disuelta.
El general Mola fue informado por el capitán Vicario del acoso que estaban padeciendo y, ladino, decidió llamar al gobernador civil.
—Señor Menor, grupos de exaltados están provocando a mis soldados y, por lo que me cuentan, amenazan con invadir los cuarteles. Son varios centenares y parece que hay hombres armados. En consecuencia le pido que despeje los cuarteles de revoltosos ya que, de lo contrario, las tropas actuarán bajo mi responsabilidad y no van a permanecer impávidas ante la agresión.
—General, estaba enterado de los incidentes y he dado orden a la Guardia de Asalto para que una patrulla se desplace inmediatamente hasta esa zona de la ciudad y disperse a los manifestantes.
—Así lo espero, señor gobernador.
—Así se hará, general.
Avanzada la madrugada el general tuvo conocimiento de que la calma, que no la paz, había vuelto al exterior de los cuarteles y se fue a la cama. No pudo dormir más de dos horas seguidas y sin que aparecieran las primeras luces fue al despacho para ordenar sus apuntes y esperar nuevas. Su ayudante, al filo de las ocho, le anunció que un enviado de Serrano Súñer estaba en la garita de guardia con la intención de entrevistarse con él.
—Que venga —resolvió Mola.
El mensajero era José Finat, conde de Mayalde, llamado a ser alcalde de Madrid tras la victoria, que había marchado hasta Pamplona con el encargo de transmitir a Mola que las gentes de Falange Española seguirían los pasos del general sin vacilaciones ni contrapartidas, a la primera orden de movilización. También llevaba otro recado:
—Mi general: la situación en Madrid es muy difícil. Unos se esconden y otros se escapan. Lo poco que habíamos avanzado ha sido desarticulado por las fuerzas del Gobierno.
—Estamos en las horas finales y únicamente podemos pedir fe en lo que vamos a hacer y tenacidad para vencer al enemigo. Comunique esto a sus gentes. El general Mola, el Ejército español, no va a defraudar a nadie en este trance. ¿Alguna otra novedad?
—He de reseñar, mi general, que el señor Calvo Sotelo, otro mártir de esta desgraciada política del Gobierno, ha sido enterrado acompañado de miles de patriotas. Frente al féretro cubierto con la bandera de la España inmortal, su correligionario el diputado Goicoechea ha pronunciado unas palabras que están ya en la historia de la patria. «Ante esta bandera», ha dicho, «colocada como una bandera sobre tu pecho, ante Dios que nos oye y nos ve, empeñamos solemne pensamiento de consagrar nuestras vidas a esta triple labor: imitar tu ejemplo, vengar tu muerte y salvar a España». Se podrá decir más alto pero no más claro. ¿No opina usted igual?
—Por supuesto. Es ahora cuando los patriotas debemos seguir su ejemplo sin partidismo ni politiquería: todo por España. Creo que con eso se dice bastante.
A las diez de la mañana se produjeron en la agitada Pamplona dos hechos simultáneos; uno de ellos iba a cambiar el rumbo de la historia. En la plaza del Castillo el capitán Barrera y sus conmilitones Vázquez y Lorduy se encontraron en un café con Antonio Lizarza. La conversación, en un comienzo, giró sobre equívocos ya que los militares estaban en la opinión de que el carlismo en su conjunto respaldaba el movimiento y únicamente aguardaba la orden de Mola para salir en formación a las calles siguiendo la senda que marcase el Ejército.
—Ahora mismo, queridos amigos, no hay arreglo posible con Mola porque este no acepta un sencillo escrito que le ha enviado el general Sanjurjo, que a día de hoy es el primer comandante de este y de cualquier movimiento patriótico.
—Eso no puede ser, Antonio —respondió Barreda—. Habrá otras cosas… El general Mola siente enorme respeto por Sanjurjo, como casi todos en la milicia. Será que el carlismo pone condiciones inadmisibles para nosotros, cuestiones que el Ejército, o el general Mola, no pueden asumir. Creo yo que, quizá, el carlismo tenga que hacer un examen de conciencia…
—Eso, mi querido amigo, no lo acepto ni como chascarrillo. Es tan importante lo que llevamos entre manos, está tan en peligro el porvenir mismo de España, que nadie puede dudar del patriotismo de los carlistas. Ni ahora ni nunca.
—Una cosa no quita la otra.
—Nadie nos puede tratar de manera diferente a lo que somos y defendemos. Nuestro lema viene de hace cien años: Dios, Patria, Rey.
La conversación comenzó a enredarse por vericuetos que a ninguna parte conducían, con reproches que iban subiendo de tono, y el capitán Barreda cortó la discusión de raíz.
—Voy a hablar con el general, para ver si entre todos convenimos una forma de arreglo. Lo voy a intentar esta misma mañana. Situaciones como esta no se debían haber dado nunca.
—Si hubiera novedades y se necesitara mi concurso, estaré en casa esperando. Buenos días, señores.
En Capitanía, también a las diez, se presentó la señorita Elena Medina Lafuente y Garvey, sevillana, que viajó con Herrera Oria en el coche de Carlos de Salamanca con un mensaje escondido en el cinturón. Medina, de familia aristocrática de Sevilla, es un correo habitual del general Kindelán y trabaja en la administración de El Debate, aunque su fajina en lo que va de año es hacer de correveidile transitando pueblos y ciudades en un Jaguar de color verde. Mola ordenó que pasara no a su despacho sino al planchatorio y allí la recibió, de pie, junto al coronel García Escámez, sin poder disimular la procesión de mala sangre que llevaba por dentro.
La joven estaba muy nerviosa, inquieta en extremo, porque conocía el sentido del mensaje que llevaba y recordaba la cara de Kindelán cuando le pidió un último esfuerzo para viajar a Pamplona.
—¿Pasa algo en Madrid? —preguntó Mola con displicencia.
Medina se mesó el pelo y respondió:
—No es en Madrid. Es en Canarias. Espere un momentito.
La joven se quita el cinturón, saca del bolso unas tijeras de mano, descose el forro y extrae un papelito doblado en cuatro que entrega al general.
—Geografía poco extensa —lee.
A Mola le sale su peor instinto y, en un arranque de ira que no quiere controlar, tira al suelo, con alharaca, el cinturón y el papel, suelta un par de taconazos que retumban por las paredes y gira la cabeza de derecha a izquierda mordiéndose los labios. Luego levanta la cara, respira profundo, bufa, se atreve a pedir perdón y traduce:
—Franco no va. Este mensaje se lo ha transmitido al general Kindelán el diplomático José Antonio de Sangróniz, que es quien coordina el viaje del avión que se ha contratado en Londres para trasladar a Franco hasta África. Sangróniz debe estar en Tenerife con Franquito.
—¿Qué hacemos, igenerá?
—No cambiar los planes. Ahora mismo redacto unas nuevas instrucciones para Yagüe que la señorita Medina debe hacer llegar a nuestro enlace en Algeciras. Llevará, también, una copia para el general Kindelán. ¿Puede usted hacer este servicio?
—Si el coche del señor Salamanca no se para —responde la sevillana con malicia—, mañana estarán en destino.
—Suerte.
—Lo mismo para usted, general.
El capitán Barreda ha dejado a los compañeros en el café Iruña y está esperando que su general despida, de aquella manera, la visita. Si casi todos en Capitanía están nerviosos Manuel Barreda puede que más porque cree que ha dado con la fórmula para conciliar posiciones con el carlismo, aunque advierte que el tiempo se escapa.
—Mi general, he tenido conocimiento del desencuentro con las autoridades de la Comunión Tradicionalista, y creo que tengo una vía de solución.
Mola está con García Escámez en su despacho, tratando de encajar un papel, su calco y la copia, para redactar un nuevo escrito que Medina debe entregar a Kindelán y este a Galarza. Tiene en la cabeza el texto que ha de escribir y solicita a su capitán que tome asiento y quede en silencio.
—Señores, cinco minutos y estoy con ustedes —comenta Mola dirigiendo la vista a García Escámez.
Al fin, un cuarto de hora después, Mola se pone en pie. Llama a su ayudante, organiza los documentos, distribuye las funciones, pide café al soldado de la antesala, enciende un pitillo, da dos zancadas por la estancia, tira humos por los huecos de la nariz y se deja caer en un sofá.
—Usted dirá, capitán.
—Mi general, de forma casual he coincidido hace una hora con el señor Lizarza en un café de la ciudad y tengo conocimiento del escollo que supone lo que el carlismo demanda de forma previa. Pero creo que tengo una fórmula para salir de este atolladero. ¿Podría, mi general, redactar una nota breve en la que, sin comprometer su palabra, se acepte lo que Sanjurjo propone y quede todo condicionado al día después, como usted siempre ha dicho?
—Y ¿cómo se come eso, capitán?
—Con un escrito que venga a decir, más o menos, lo siguiente: «se aceptan las orientaciones de la carta del día nueve, que el propio general Sanjurjo completará cuando asuma las funciones de jefe de Gobierno». O algo así. De esta manera queda todo para el día después en la forma que determine el propio Sanjurjo y no usted, mi general, que no puede ni debe aceptar condicionamientos ahora.
—¿Qué te parece, Escámez? —pregunta Mola.
El general ha tuteado, por primera vez en público, al coronel.
—Que la fórmula no le compromete ante terceros, igenerá, y que si ellos la aceptan hemos acabado con esta matraca.
—Voy a tantear a la máquina una respuesta. ¿Cómo dice usted, Barreda, que podría ser la redacción?
El general Mola tardó menos de un minuto en dar con las palabras que buscaba. Apoyado por García Escámez encontró un procedimiento que le pareció correcto y acabó por escribir en la Underwood tres líneas:
Conforme con las orientaciones que en su carta del día 9 indica el general Sanjurjo y con las que el día de mañana determine él mismo, como jefe de Gobierno. Firmado: Emilio Mola.
—¿Servirá con mi firma en un papel sin membrete?
—Ya lo creo, mi general. El membrete, ahora, es lo de menos. Lo importante es su autógrafo.
—Venga, vamos allá.
Entonces duda.
—Hagamos las cosas bien —dice rectificando—, que bastante torcidas han llegado hasta aquí. Barreda, alcánceme una cuartilla oficial.
Mola, a la máquina, escribe de nuevo el mensaje, saca una pluma y garabatea su firma en una esquina del papel.
—Ahora mismo salgo para casa de Lizarza y regreso de inmediato.
—Vuelva usted con noticias, pero de las buenas. De las otras hay suficientes, capitán —bromeó García Escámez.
—A sus órdenes.
Antes del almuerzo el capitán Barreda regresó a Capitanía con una sonrisa de emplaste que no le encajaba en todo el cuerpo. Subió al primer piso, preguntó al soldado del antedespacho en qué parte de la casa se encontraba el general y marchó hacia las habitaciones de la familia Mola en tensión de desfile, apretando los puños de satisfacción y marcando el paso; llamó a la puerta con dos golpes de nudillos y esperó firmes. El general respondió en el salón con un ¡adelante! y Barreda entró como si fuera un correo del zar Nicolás I que anunciase la rendición de Sebastopol.
—Mi general —dijo triturando las palabras—, asunto resuelto. El señor Lizarza se ha mostrado emocionado con la nota que he entregado y acaba de salir hacia San Juan de Luz para comunicárselo a sus superiores, que están reunidos debatiendo qué hacer para movilizar en solitario a sus gentes. Dice Lizarza que va a cruzar la frontera y regresar en cuanto tenga una respuesta de su organización, que espera para esta noche; sucede que, casualmente, hoy es fiesta nacional en Francia y las fronteras están relajadas, según ha comentado, gracias a lo cual espera no tener problemas en los puestos de control. Asegura que vendrá directamente a notificarlo. Entiende que si hay fumata blanca —han sido sus palabras—, estamos en las diez de últimas.
—Bueno, en ese caso, no queda otra que esperar. ¿Acepta usted almorzar con el coronel García Escámez y mi familia?
—Bueno, no tenía previsto estar fuera del cuartel, pero si ustedes lo creen conveniente…
—Es una invitación, no una orden, capitán.
—No se hable más.
La comida se prolongó en la sobremesa y Mola no podía ocultar su contento, aunque todavía le quedaban algunos intersticios de desconfianza por taponar. García Escámez, como de habitual en él, contó chistes y bromeó con lo divino y lo humano porque era consciente de que el papel de bufón que estaba aceptando era la espita por la que los tres militares estaban vaciando la inquina que llevaban acumulando desde tiempo atrás. Después de las risotadas el general Mola pidió quedarse solo y fue para la cocina a merendar con los niños. Avanzada la tarde, casi con el primer crepúsculo de la noche, el cabo de guardia anunció que un militar de paisano que decía apellidarse Rada esperaba permiso para visitar al general y entregar un mensaje muy urgente.
—Que suba ahora mismo —ordenó Mola.
En su despacho, el general escuchó la receta mágica:
—Vengo a comunicarle oficialmente que la Comunión Tradicionalista se suma al movimiento militar que usted encabeza.
Mola y el teniente coronel Rada dieron un paso al frente, saludaron militarmente y se hundieron en un abrazo que pareció eterno. Antes de despedirse el militar carlista hizo una observación:
—Hemos pensado que sería conveniente para su familia que abandonaran Pamplona y cruzaran la frontera. Nuestra gente les ha preparado acomodo en un lugar de la costa vascofrancesa que ahora no puedo determinar.
—Lo voy a tener en cuenta —respondió Mola—. Me parece una buena solución. Si me pasa algo a mí me pueden fusilar y con eso habríamos acabado. Pero a mi mujer, a los niños… A ellos les harían la vida imposible. Me parece una idea excelente. Voy a ver cómo lo organizo.
El general despidió a Rada y de inmediato mandó llamar a García Escámez, a su ayudante y al capitán Barreda:
—Señores —les dijo muy solemne—, se acaba de escribir una página brillante en el futuro de España. El carlismo se suma al movimiento liberador del Ejército en todo el país. Con la emoción que preside este momento les pido que griten conmigo: ¡Viva España!
—¡Viva! —atronó el despacho.
—Barreda, comunique a Maíz que mañana, al punto, deberá ir a San Juan de Luz para recoger el documento oficial y estar de regreso tan pronto como pueda. Transmita las órdenes a Marruecos, el diecisiete es la fecha; que el capitán Imaz salga pitando para África. Vamos a indagar en qué parte del mundo se encuentra Franco. Usted —dijo mirando al coronel García Escámez— queda encargado de resolver el misterio. Comandante, que esté mi coche preparado y avise a Eúsa para hacer un servicio. Buenas noches y descansen, que vienen horas de nervios.