FRANCISCO Herrera Oria, consejero de Editorial Católica, S. A., la empresa editora de El Debate, el periódico que fustiga al Gobierno días pares y nones, ha hecho caso al general Kindelán cuando este reclamó que organizara una colecta para ayudar en los gastos que conlleva un movimiento como el que patrocina Mola. Ha hecho caso a su aire porque no quiere soltar un duro de su bolsillo, y de esta tesis participa también su correligionario y chófer de golpistas por España, el industrial del automóvil Carlos de Salamanca. A los dos se había dirigido Kindelán cuando, tras entrevistarse con Mola en Lecumberri, dijo bien claro que era menester rascarse los bolsillos y conseguir dinero para contribuir al buen fin de la obra patriótica iniciada en Pamplona. «Mover los hilos de la colecta», proclamó Kindelán al salir de Lecumberri camino de San Sebastián el día del Corpus.
Han pasado veinte días y Herrera ha dado con la fórmula para obtener dinero, mucho dinero, sin recurrir a vaciar su cuenta corriente. De común acuerdo con Salamanca se han entrevistado con el máximo dirigente de la CEDA, José María Gil Robles, para recordarle que del remanente del fondo electoral de la coalición, que ellos en gran medida consiguieron para las últimas elecciones, se hace imprescindible enviar una buena cantidad a Mola para que vaya cubriendo los primeros gastos del movimiento y una eventual fuga al extranjero del general, si la asonada que ya está en la recta final no acaba por triunfar.
—No debemos impedir que fracase la inminente rebelión de los patriotas por falta de nuestra ayuda económica —dijo Herrera a Gil Robles en su despacho—. Estos fondos han de destinarse al movimiento que preconiza Mola y, en el supuesto improbable de que no triunfe, para facilitar su huida al extranjero. En el Banco de España, a nombre de Acción Popular, es donde no pintan nada.
—Déjame un tiempo más para evacuar consultas —responde Gil Robles.
—No hay tiempo, José María. El dinero hay que llevarlo hasta Pamplona a más tardar en veinticuatro horas porque estamos en los días clave.
—En ese caso, hablaré con Antonio Escudero, encargado de las finanzas, para que libre quinientas mil pesetas.
—Carlos de Salamanca vendrá mañana porque, tan pronto como tengamos el dinero, salimos para Pamplona. Hemos puesto en marcha otras iniciativas de apoyo financiero y debo viajar también a Biarritz —dice Herrera.
El día dos de julio de mil novecientos treinta y seis, festividad de san Proceso y san Martiniano, mártires que fueron decapitados y comidos sus restos por los perros en Roma, Francisco Herrera Oria y Carlos de Salamanca —que unas horas antes había recibido de Escudero cinco mil billetes nuevos de cien pesetas, en fajos de cien— salieron de Madrid en el Jaguar de este para viajar a Pamplona y de ahí a Biarritz. En la primera ciudad debían entregar el medio millón; en la segunda, conseguir el compromiso financiero del industrial Juan March para que sufragase los gastos derivados del alquiler de un avión que trasladase al general Franco desde Tenerife a Tetuán, en la fecha, ya próxima, que Emilio Mola designara. El Jaguar de Salamanca llegó a Pamplona antes del mediodía y aparcó frente a los cuarteles. Allí preguntaron por el domicilio del capitán Gerardo Diez de la Lastra, a quien conocían de conversaciones telefónicas, de haberse visto en San Sebastián y Logroño y de las visitas de Kindelán a Navarra. El dinero lo llevaba Salamanca en un maletín de viaje.
—Capitán —dijo Herrera—, queremos entregar al general Mola una cantidad de dinero que ayude en los gastos de este gran movimiento nacional que están ultimando ustedes.
—Nosotros, que yo sepa al menos, no hemos pedido dinero a nadie.
—No se preocupe que todo esto lo vamos a hablar con el general. ¿Podríamos conferenciar esta misma mañana con él? Tenemos cierta prisa por llegar a Biarritz y cumplir con otra misión patriótica.
—Tendrán que esperar aquí porque el general reside en Capitanía, al otro lado de la ciudad. Tomo mi coche y vuelvo en cuanto obtenga una respuesta.
Mola no sabía nada, como Lastra había supuesto. Incluso le parecía contaminante aceptar dinero de dos tipos con aspecto de señoritos de los que no ponía en duda su honorabilidad e intenciones —por haberlos visto en compañía del general Kindelán—, pero a quienes no había encargado misión alguna. El general dijo que no recibía a embajadores, con o sin capital, y encomendó a Lastra procurar desembarazarse de los dos madrileños con las mejores palabras que pudiese.
—Capitán: creo que el dinero compromete. Hágales saber que no hemos pedido nada a nadie. Que agradecemos sus buenas intenciones. Que otra vez será.
—Voy a hablar con ellos, mi general.
Lastra regresó a su domicilio y por el camino, retorciendo los resortes de sus neuronas, fue pergeñando una evasiva que no fue capaz de encontrar. A fin de cuentas, pensaba, el dinero no empeora ninguna situación, por embrollada que pueda ser. Y contribuye a salir de muchos apuros.
—Señores, el general Mola me ordena comunicar que no puede recibirles por motivos de trabajo y que no debe aceptar este dinero, por mucho que su destino sea ayudar al movimiento patriótico, ya que él no lo ha pedido.
—Nosotros tenemos la indicación de entregárselo a ustedes, a los militares, y no vemos inconveniente en que sea usted mismo, capitán, quien se haga cargo de este maletín —respondió Herrera—. Es dinero que únicamente persigue el bien de España, capitán. No se debe rechazar.
—Son las órdenes que he recibido, señores.
—Hemos viajado desde Madrid con este único motivo. Piénselo, capitán.
Lastra dudó —por su cara corrió una seña de titubeo, desde la frente al mentón—, y casi con remordimiento aceptó ser el receptor del medio millón de pesetas, a sabiendas de que se estaba metiendo en un lío enorme con su jefe, del que no imaginaba cómo podría salir. Por eso, en cuanto los madrileños marcharon para Biarritz, llamó a su contacto, Félix Maíz, y le relató en forma de película cómo se habían desarrollado los hechos.
—Te pido que me ayudes en este entuerto. El general me dio una orden que no cumplí, pero pienso que la decisión acertada ha sido la mía. Este dinero, que es de procedencia honrada y patriótica, no hace mal a nadie.
—Voy a hablar con el general.
Mola, entre tanto, volvió a llamar al capitán Lastra. Le preguntó por el final de la historia y cuando supo que no se habían cumplido sus órdenes tampoco perdió la sonrisa:
—Usted se ha metido en este lío, usted verá cómo sale, capitán. No ha cumplido las órdenes.
Tras el almuerzo el general recibió a Maíz. Quince minutos de conversación pausada sirvieron para buscar un apaño.
—Dígale al capitán de mi parte que vamos a solucionar este embrollo. Hablen con Barreda. Entre todos espero que encuentren un compromiso. Estos no son días para andar perdidos en semejantes vericuetos.
—Así lo haremos, general.
La solución final fue la que propuso Barreda: abrir una cuenta corriente en un banco local, el Crédito Navarro, a su nombre, después de negociar con uno de los consejeros de la entidad, el abogado, ex ministro y actual diputado por el bloque de derechas, Rafael Aizpún, el máximo secreto sobre la existencia misma del depósito. «Si se entera el gobernador me manda detener hasta que se aclare el origen de estos fondos», dijo el capitán.
A media tarde, con la cuestión numeraria solucionada, Mola ordenó a Maíz que le llevara hasta las inmediaciones de Tudela para reunirse con el general Cabanellas. «Asunto de diez minutos que no puede resolverse de otra manera», dijo encogiendo los hombros. De regreso, y por vez primera, Mola soltó la lengua ante su chófer:
—Puede usted apuntar en su dietario, amigo Maíz, que Cabanellas asegura armas para quienes se subleven en Navarra y carburante para todos. Las armas llegarán desde Jaca y Zaragoza. El carburante está, además de en Zaragoza, en Miranda. Anote que es una excelente noticia, de las mejores que podían ocurrir. El día «J» Cabanellas enviará hasta Tudela diez camiones con fusiles y munición suficiente, así se ha comprometido. Con este equipamiento armamos un ejército de los de verdad.
A Mola de nuevo se le veía contento; ha comenzado a leer un libro sobre el general carlista Tomás de Zumalacárregui escrito por Benito Pérez Galdós en sus Episodios nacionales. «A ver si se me pega algo de la constancia de estas gentes», ha comentado a su ayudante mientras ojea un artículo que publica El Pensamiento Navarro en su primera página, a dos columnas, bajo el título: «¿Pero cuándo se arregla esto?». El comandante Fernández Cordón aprovecha la ocasión para indicar a su jefe:
—Acaba de llegar a Pamplona don Modesto Font. Según dice la prensa viene «en uso de licencia». Era el anterior secretario del Gobierno Civil, pero fue purgado por el Gobierno del Frente Popular que lo trasladó a Huelva. Comenta Maíz que Font es una persona que puede ser de gran utilidad a la causa el día que haya un cambio porque domina los entresijos del papeleo y la burocracia. Parece que está al tanto de lo que se cocina en Pamplona y es la razón de su estancia en la ciudad. Por cierto, mi general, le comunico también que ha finalizado la huelga de la construcción, aunque continúa la de mueblistas.
—Bueno, menos es nada. ¿Cuándo comienzan las famosas fiestas de esta ciudad?
—El día seis a las doce del mediodía, mi general.
—Búscame un lugar con perspectiva para ver los encierros. Quiero tomar fotografías con la Leica: está un poco oxidada desde que llegué a Pamplona.
—Voy a hablar con don Eladio Esparza, el subdirector de Diario de Navarra, para que me indique cuál es el lugar idóneo. Él tiene fotógrafos en su periódico y lo sabrá.
—Buena idea.