dieciocho

LA hormiga comprueba que hay problemas, demasiadas contrariedades, pero no por ello baja la guardia en su impulso organizador convencida de que está escribiendo una de las páginas más concluyentes de la historia de España. A diario tiene una avalancha de informaciones, un sinfín de comentarios, un sinvivir de chismes que va sorteando como puede, a su paso de quelonio, porque a la tarea inicial de promover un levantamiento une últimamente otra, cual es la de confesor de pecados insatisfechos. Aquel que quiere dar el paso pero no encuentra los apoyos suficientes, el que sigue pero no la consigue, la pléyade de pusilánimes, los que quieren echarse a la calle hoy, ahora, mejor que después o mañana, todo cristo quiere estar con el general para recibir una palabra de apoyo o una bronca por la falta de espíritu, cuando no la absolución de sus pecados de omisión. Y, claro, todo eso agota. Agota hasta la extenuación física pero también, y sobre todo, mental. Agota por la impotencia. Agota por el desánimo. Agota porque el tiempo se agota. Las informaciones llegan mezcladas y desbrozar el torrente de chismes y datos requiere un tiempo que parece no existir porque la encomienda de dirigir el movimiento es tarea sorda, individual, casi siempre ingrata. «Todos los días me como cien sapos vivos y diez pasteles; adivina en el estómago cuál es cuál», comentó Emilio Mola durante el fin de semana a su esposa, Consuelo, en el único rato que tuvieron para saciar el apetito sexual de las carnes. «Estoy todo el día en un ay», asegura el general.

Mientras la hormiga rumia sus afectos el gobernador civil ha movido los peones impulsado por las gentes del Frente Popular con las que se rodea, el único apoyo de cierto fuste con el que cuenta en esta ciudad meapilas y frailuna. Sumando informaciones de aquí y de allá que no siempre responden a las expectativas de sus promotores, Mariano Menor ha ordenado una comunicación reservada que acaba de dirigir a sus superiores en la que expresa, aún sin certezas que lo evidencien, su creencia de que el carlismo ha convertido Navarra en un enorme polvorín desde el que prepara un levantamiento que quiere extender por España. En Madrid —donde todo se ve con distancia fría— no lo toman como una emergencia pero sí lo tildan de amenaza y el ministro de la Gobernación, Juan Moles Armella, ha dado un golpe en la mesa porque los informes de este tipo se le amontonan en la gaveta del despacho y acaba finalmente por ordenar al director general de la Seguridad del Estado, José Alfonso Mallol, que levante la tierra donde haga falta hasta encontrar las armas y emplee los efectivos que sean necesarios para el buen fin.

—Vaya a Navarra con una tropa —ha ordenado el ministro a Mallol.

Pero la hormiga, que aunque no para siempre va a su paso de percherón, cuenta con una antena en Madrid, en la Policía, nada menos que el jefe superior de Madrid, el comisario Santiago Martín Báguenas, que canta sus infidelidades como una cigarra en celo. La policía, en mil novecientos treinta y seis, está perforada por el enemigo hasta el tuétano y muchos de los movimientos que amaga se quedan precisamente en conatos que satisfacen a los políticos pero que son, por esencia, de muy escasa eficacia cuando no estériles por su alharaca. El comisario Báguenas lo sabe y también conoce, acaba de tener conocimiento, que Mallol va a salir para Pamplona a la mayor brevedad, en cuanto se forme el grupo expedicionario, dispuesto a enfundarse la piel del topo y barrenar todos los lugares donde se apunta que hay armas, municiones, explosivos.

Báguenas, intranquilo como nunca hasta la fecha, no puede hablar con Mola pero logra mandar un aviso in extremis al capitán Vicario y este lo ha puesto en conocimiento del general.

—Parece que hay movimiento sobre Pamplona —acaba de comentar en Capitanía—. El comisario Báguenas ha enviado un mensaje en el que pide un contacto mediante enlace para proporcionar una confidencia que considera vital. No ha podido ser más preciso y eso significa que la cuestión debe de ser de suma gravedad. Pide que mañana a las tres y media uno de nosotros esté en el hito kilométrico setenta de la carretera Madrid-Zaragoza, junto al castillo templario de Torija, para transmitir la información.

—¿Uno de nosotros? —pregunta Mola.

—Eso ha dicho —aclara Vicario.

—Tendrá que ir Maíz. Nosotros, me refiero a los de uniforme, no nos movemos de aquí, por si acaso.

—¿Aviso, entonces, a Maíz?

—Ahora mismo, capitán. Y que venga mi ayudante.

Mola ha activado los resortes precautorios que instaló en su cerebro cuando fue director general de la Seguridad del Estado y cree que el aviso de Báguenas no es baladí. Piensa que si ha pedido un enlace para entrevistarse cerca de Madrid, con la vigilancia que él mismo padece, es que la cuestión no es sólo importante sino decisiva. O catastrófica. Este mal fario no logra quitárselo Mola de la cabeza ni cuando García Escámez comenta:

—Fuegos de artificio, igenerá. Si nos fueran a detener, no nos habríamos enterado, seguro.

—No hace falta que nos detengan, Escámez. Basta con que registren a fondo algunas de nuestras casas, este despacho, el planchatorio… Por no hablar de lo que los carlistas dicen que tienen escondido por los pueblos de los alrededores.

—Mi general —advierte su ayudante—, como poco tenemos veinticuatro horas para rechazar el golpe. Estamos preparados y lo que tenga que ser será. Incluso puede venir bien para orientar a los indecisos.

—Señores: cuando el pasado día tres, Mallol estuvo en Pamplona, avisó a la prensa para que se supiera de su presencia. Vino para dejarse ver. Me temo que lo de ahora es de diferente calado.

Igenerá: lo que tenga que ser será, como ha dicho el comandante. ¿Nos van a abrir el cerebro para mirar las ideas?

—Cosas peores pueden hacer —remata Mola.

El general no se fía de nada y, por si acaso, la nueva directiva que pensaba redactar esa noche, con un texto en clave, queda aplazada. Para no dar importancia a lo que todavía está por llegar ha pensado ir al cine con Consuelo después de tomar un café en la terraza del Iruña, en el cogollo de la plaza del Castillo, corazón de la ciudad. Hace días que no se deja ver por el centro y es hora de que las gentes de bien que ya lo reconocen de paisano le soben el hombro, aspecto que no le entusiasma pero le sube los ánimos.

Por la mañana del día siguiente determina visitar los cuarteles y manda preparar un caballo porque ha decidido que del trote al galope queda poco margen y ahora, hoy, el cuerpo le está pidiendo sudorina, marcha que evapore la saturación de adrenalina que padece. En el cuartel saben que cuando el general pide un caballo es que alguna tuerca anda suelta, ya que es por todos conocido que Mola desfoga muchas frustraciones soltando las bridas y arreando candela hasta el agotamiento de la fusta. Hoy, además, se ha puesto la máscara de mirada torcida, con los ojos tintados de rojo y saltones, circunstancia que advierte de las malas pulgas que le rondan, y ha ordenado a dos tenientes que marchen con él en las inmediaciones de Ezcabarte, por caminos que conozcan, hasta agotar a los caballos.

A la tarde, fatigoso, decide estar con los niños —sostiene la teoría de que los hijos molestan pero a la vez descansan— y leer un rato antes de tomar unas notas que complementen los apuntes que lleva días preparando y que son el fundamento de las proclamas que dirige a sus compañeros bajo el eufemismo que esconde «EL DIRECTOR». Mola escribe de noche, quitándose las lentes y asistido de café porque dice que es la única compañía que soporta; además, estimula.

A eso de las ocho del atardecer de este veintiocho de junio de mil novecientos treinta y seis, san Ireneo, obispo de Lyon, el coronel García Escámez entró en el despacho de Mola sin llamar, mudada la color y la mano derecha en la funda de la pistola.

Igenerá: acaba de regresar Maíz de su viaje para entrevistarse con Báguenas y la información que facilita es de catástrofe. El director general de la Seguridad del Estado, señor Mallol, está ya de camino a Pamplona para una redada. Viene acompañado de gran número de guardias y dispuesto a requisar armas y documentos allá donde se encuentren. Dice Báguenas que esta vez va en serio, que estemos muy al tanto.

—¿Alguna previsión? —pregunta Mola disfrazando calma.

—Los capitanes Lastra, Vicario, Barreda y Moscoso están avisados y han dado la voz de alarma entre nuestra gente. Los carlistas ya tienen conocimiento del viaje.

—Entonces, ¿no estamos tan mal? ¿O no?

Igenerá: lo peor, al menos para mí, viene ahora. Me ha llegado una confidencia del Ministerio de la Guerra. El ministro tiene en la antefirma mi destitución como jefe de la IV Media Brigada de Montaña y voy a ser trasladado. Primero destituido y más tarde trasladado.

Mola se ha ajustado las gafas para ver bien la cara de su coronel. Entre las noticias malas que podían haber llegado, había sólo dos que hubiesen sido más infames todavía: Escámez ha sido detenido o Escámez ha muerto. No contemplaba otras peores.

—Don Curro: ¿me estás diciendo que te destituyen sin haberte dado audiencia, así, de la noche a la mañana, sin que yo haya tenido conocimiento?

—Exactamente, igenerá.

—¿Te malicias para cuándo?

—Antes de dos semanas. Para el quince de julio estaré, si Dios no lo remedia, fuera de Pamplona.

—Dios no sé si lo puede remediar; yo sí.

—¿Cómo?

—Mañana sales de viaje oficial para Zaragoza y Logroño por orden de tu general. Para cuando llegue la resolución habremos ganado días y tiempo para pensar. Entre tanto, comunica a Cabanellas tu nueva situación porque, a una mala, te quedas enfermo en Zaragoza hasta que nos convenga. Ahora mismo te firmo un vale para que te den dinero en Caja.

Zordeneigenerá. ¿Alguna cosa más?

—Imagino que toda nuestra gente ha hecho una limpia ejemplar y no hay documento que nos comprometa que no esté bajo tierra.

—Supongo que así es.

—Ordena al telefonista que venga. Esto es todo y… buen viaje.

Zordeneigenerá.

Mola y don Curro se abrazan; es la primera vez que lo hacen desde que el destino los ha juntado en Pamplona. Al separarse, el general se queda mirando los ojillos aviesos de su coronel y tiene ganas de decirle que su estancia en la capital navarra, breve, ha sido decisiva para el buen funcionamiento de lo que está por venir. Pero, incluso en este momento emotivo, el general pone freno a los sentimientos y deja caer por la hombrera del coronel un simple:

—Hasta pronto.

Luego vuelve para la mesa y saca sus libretas con tapas de hule. Al poco, el soldado que hace guardia anuncia la presencia del telefonista.

—Mi general, afuera aguarda el soldado Mariezcurrena.

—Que pase —ordena.

Chomin Mariezcurrena entra con cara de susto.

—A sus órdenes, mi general. ¿Qué es lo que desea?

—¿Sabe usted si el fuego de la cocina está encendido?

—Supongo que sí, mi general.

—Entonces, ayúdeme.

Mola ordena al telefonista que espere en el despacho mientras él sale fuera camino de su residencia. Un rato después regresa con copias de documentos, sujetos de cualquier manera, bajo los brazos.

—Busque un par de cajas de madera.

—A sus órdenes.

Mariezcurrena vuelve llevando sobre la cabeza dos barcas de verdura con restos de lechuga.

—¿Sirve esto, mi general?

—Sirven, claro que sirven, pero limpias, Mariezcurrena, limpias.

El soldado busca un trapo y frota las maderas hasta que no queda rastro.

—Coloque ahí todos los documentos que vaya entregándole y cuando las cajas estén llenas vamos a la cocina para darles fuego. Pero, antes, dese una vuelta por allá para comprobar que no hay nadie. Si está el cocinero, que salga al patio para estirar las piernas. Quiero la zona completamente impoluta de personal.

El telefonista no comprende con exactitud la orden que acaba de recibir; le suena la música pero no la letra. Decide aplicar la intuición del sentido común y responde:

—A sus órdenes.

Una vez que está ante el fogón, libre de ojos que un día lo puedan acusar, Mola revisa cómo gran parte de su sustento intelectual, el que utiliza para repasar conceptos antes de ponerse a la máquina y largar doctrina en forma de instrucción reservada, se consume al fuego en un santiamén y queda reducido a ceniza volátil que se va esparciendo por los techos de la cocina pajareando hasta quedar colgada del yeso de la techumbre. El trabajo de años acaba de evaporarse aunque el general prefiere pensar que los textos han pasado a un nuevo estado, gaseoso y extracorpóreo, ya que en su cerebro custodia una copia sólida que nadie puede destruir como no sea descerrajándole un tiro en la nuca.

—¿Conoce usted algún lugar seguro en este caserón? —pregunta Mola al telefonista.

—¿Seguro en qué sentido, mi general?

—En el único posible.

—Disculpe, mi general, pero no le entiendo. Ya sabe usted que yo soy de pueblo y allí hablamos el vasco…

—Esa anécdota ya me la ha contado, Mariezcurrena. Ahora le estoy preguntando por un lugar en este palacio que sea seguro para ocultar aquello que el enemigo no pueda descubrir. Eso es un lugar seguro.

—Si a eso se refiere, para mí que hay dos sitios que son difíciles de registrar. Uno es el desván. El otro, un zulo que llaman cripta, el de los champiñones.

—¿Cómo dice?

—Que hay un gran zulo… perdone: zulo decimos en vasco pero es…

—¿Un agujero, un sótano?

—Eso, un agujero en el sótano donde el sargento cultiva champiñones porque hay tierra buena, humedad y poca luz.

—¿Conoce usted el camino?

—Claro, claro.

—Vamos para allá.

—A sus órdenes.

En la cripta de capitanía hay champiñones pero también porquería, basuras, ratas, arañas y mucha telaraña que extiende sus hilos bien entrelazados como red de pescar. Mola examina a la luz de un candil lo que permite la claridad que ofrece el carburo y regresa a su despacho, seguido por el telefonista dos pasos más atrás.

—Mariezcurrena: traiga usted varios manteles para envolver estos documentos y estas libretas.

El telefonista sale y regresa con unos hules y varios metros de cuerda.

—Exacto —dice Mola—. Exacto. Esto es lo que quería. Ahora vamos a enrollar sobre sí mismos todos los papeles y en dos o tres cilindros tendremos guardados estos escritos. Que queden bien atados. A ver…

El general comienza a enrollar y el telefonista a envolver.

—Así está bien —comenta cuando ha formado tres paquetes que parecen fundas de obús revestidas de cordel—. Ahora vaya para el sótano y los va a colocar usted al fondo, todo lo profundo que pueda, procurando que no se note la tierra movida. Allí han de quedar hasta que reciba nueva orden. De esto que estamos haciendo, por supuesto, ni una palabra a nadie. Y cuando digo nadie es nadie: ni mi ayudante, ni el coronel ni Dios que lo fundó. Nadie. Responde con su vida si me entero que ha sido usted imprudente en sus palabras. Con su vida, recuérdelo, Mariezcurrena.

—Mi general, no es necesario. Antes me fusila el enemigo que sacar de mi boca una palabra. Puede estar seguro.

—Así lo espero, Mariezcurrena. Es en estos momentos cuando se ve la valía de un soldado.

—Mi general: yo sólo soy el telefonista…

—Usted es un soldado y ya está dicho todo. Puede retirarse.

—A sus órdenes, mi general.

Mola regresa a su despacho porque quiere revisar hasta el último rincón, no vaya a ser que queden a la vista copias de documentos que hayan salido de la Underwood o la Remington. Cuando cree que tiene el despacho a cubierto sale hacia el planchatorio para retirar la máquina de escribir portátil y llevar junto a los champiñones las copias de todas las proclamas y el original del libro sobre Dar Akobba. Enciende la luz del cuarto y va derecho hacia la estantería en la que, desde siempre, ha colocado las hojas en dos bloques: por debajo, el original del libro, encima, en sobres de estraza, las copias de la doctrina que remite a sus conmilitones. En una primera inspección sobre los anaqueles no hay sino ropa, la misma ropa de siempre y nada más. El general marcha hasta la cocina de su vivienda y vuelve con una banqueta que utiliza de escalera para llegar hasta el fondo de los plúteos; allí hay sábanas, cubrecolchas, fundas de almohada, manteles, servilletas, todo el ajuar doméstico, membrillos, ramitas de menta y romero, polvo y alguna telaraña, pero no hay rastro de papel. A Mola se le comienza a marcar en la frente una vena puntiaguda que enrojece sus ojos y no sabe dónde volver a mirar porque está sonámbulo de sus propios pensamientos. De primeras sale para el despacho y manda llamar al telefonista, al que había ordenado que pasase la noche en guardia porque esperaba llamadas.

—A sus órdenes, mi general.

—Mariezcurrena: quiero que revise esta habitación y que despliegue todas las sábanas en busca de copias de documentos escritos a máquina.

—Ahora mismo. ¿Manda algo más, mi general?

—Que lo haga rápido.

De nuevo Mola retorna al despacho aunque no sabe para qué: las copias siempre han estado en el mismo lugar y si no están allá es porque alguien las ha sustraído. Con ese pensamiento se larga hacia el planchatorio y encuentra al telefonista de rodillas plegando, con cachaza, sábanas que han estado extendidas por el suelo.

—¿Me quiere contar Mariezcurrena qué cojones está haciendo usted?

—Lo que mi general ordenó, revisar todo.

—¿Es que no han aparecido las hojas, mecagoen­la­puta­madre que parió al mundo?

—Aquí, mi general, no hay más que sábanas, manteles, fundas…

—¡La virgen santa y todo el coro de cabrones celestiales! Lo que nos faltaba, Mariezcurrena, lo que nos faltaba. En este cuarto no entra nadie y acaba de desaparecer de la noche a la mañana, de ayer a hoy, todo el material que tenía ordenado en dos anaqueles.

—¿Dónde dice, mi general?

—En los anaqueles, copón santo, en las estanterías, entre las sábanas, que parece usted tonto.

—Es que, ya sabe mi general que yo soy de pueblo y allí hablamos más el vasco…

—No me venga usted con esa cantinela, Mariezcurrena, que hay ocasiones en las que parece usted tonto, pero tonto de remate, tonto del culo, pero del culo para arriba y del culo para abajo, cojones. ¡Qué ostias tendrá que ver el vasco con los papeles que estamos buscando! ¿Qué?

—No me refería a eso, mi general, pero es que usted, a veces, utiliza palabras que no entiendo…

—No me toque los cojones, Mariezcurrena, no me los toque, que lo mando fusilar en el patio cagando melodías, rediósbendito —ruge el general—. Estamos buscando unos documentos y para eso le he llamado, no para otra cuestión. Lo demás, si usted habla en casa el vasco o el chino, me suda los huevos. Allá usted.

—En este cuarto, mi general, no hay documentos, sólo ropa.

—Cagüendiós y mi puta vida…

Nadie hasta la fecha había visto al general con la mirada tan fuera de sí, con el rostro tan congestionado, con un vocabulario tan grueso y patibulario, porque el Mola fuera de sus cabales, el africano, no se había estrenado en Pamplona hasta entonces. Venía precedido de una fama infame en el momento de perder los nervios, de intolerancia las más de las veces, pero nadie entre su camarilla imaginaba que las blasfemias de un general que los domingos va a misa de diez con la familia hicieran temblar los paños de un edificio con tanta solera.

—¿Dónde está la mujer que se encarga de la limpieza?

—Supongo que acostada en su casa, mi general. Ahora son las dos de la madrugada.

—Que vayan a buscarla y venga ahora mismo como esté, rediós. ¿No ve que nos estamos volviendo tarumbas buscando algo que en esta maldita hora es importantísimo, vital? Ordene de mi parte al cabo de guardia que mande personal de uniforme a su domicilio y que comparezcan con ella. O eso o los mando fusilar a todos, cagüendiós.

—Ahora mismo.

Sobre las cuatro de la mañana, cada uno por su lado, aparecieron por el palacio los soldados con la limpiadora y el capitán Barreda, este transido de sudor. En el silencio de la noche todavía retumbaban las jaculatorias obscenas que Mola había ido desgranando en horas anteriores a medida que se esfumaban las posibilidades de encontrar los documentos que él mismo, la noche pasada, había estado ordenando con el mimo que empleaba para acomodar proclamas.

—Mi general —dijo Barreda—, disculpe por venir a molestar a estas horas de la madrugada pero acabo de tener confirmación de la entrada en Navarra de un convoy formado por ocho camiones, siete automóviles, cinco furgones pequeños y unos setenta u ochenta miembros de la Guardia de Asalto, Guardia Civil y Policía. El señor Mallol ha pasado ya por Tafalla en un coche con escolta y está de camino a Pamplona. No más de media hora de tiempo y estarán entrando por la ciudad. Supongo que van a ir directos al Gobierno Civil porque están las oficinas iluminadas y hay guardias en la esquina del portal.

En el despacho entra sin pedir permiso el soldado Mariezcurrena.

—Mi general, la limpiadora ha venido y dice que ayer estuvo ordenando la habitación de la plancha y que sacó papeles de entre las sábanas que ha puesto bajo el fregadero de la cocina, porque no sabía si son o no para tirar.

—¿Ordenando? ¿Para tirar? Yo sí que voy a tirar por el balcón esta noche a más de un cabrón de seguir por el camino que vamos… Tráigame ipso facto los papeles que esa desdichada ha llevado al fregadero, cojones, que estoy rodeado por una tropa de inútiles, de gentes sin cerebro.

—¿Puedo ayudar, mi general? —pregunta Barreda atemorizado por el tono que escucha en su jefe.

—Sí, por supuesto. Siéntese y esté callado. La boca cerrada ayuda bastante en estos casos.

El telefonista volvió con tres carpetones repletos de hojas en papel cebolla, amarillentas, y Mola recuperó, en parte, la salud de su rostro después de la diatriba.

—Mariezcurrena, traiga hule y meta todo en un paquete. Luego baje al champiñonario que tiene el cabo y dese un esmero por colocar estas hojas en el lugar más discreto. No me falle, Mariezcurrena, no me toquen más los huevos entre todos, que están a estas horas bastante sobados.

—A sus órdenes, mi general.

—Barreda: pida café, cojones; haga algo.

—Como usted ordene, mi general.

El palacio de Capitanía recuperó su fisonomía habitual con las primeras luces de la mañana, tras una noche inmisericorde de improperios y letanías. Mola, cansado, se retiró al fin a sus dependencias y apareció un par de horas después limpio, lustroso, bien afeitado y con un rostro más lozano. Pidió café de nuevo al soldado de guardia —sin dar una voz más alta que otra— y ordenó a Barreda que tomara asiento.

—Ha visto usted esta madrugada cómo es el enfado de un general cuando se tuerce todo —comentó encendiendo un pitillo con aire relajado—. Ya tiene materia chismosa para poder contar en el cuartel a la hora del vermú. La verdad es que únicamente me ha faltado soltar aquella plegaria que vomitaba un compañero en Melilla, asturiano él, cuando se enfadaba de verdad: «Cágome en mi puta madre…», decía el hijodeputa. En fin, lo mejor del caso es que ni mi mujer ni los niños se han enterado de nada; da gusto ver cómo duermen algunos. A mí, de no ser por el café que tomo cuando se ponen las cosas negras, la verdad es que pocos asuntos me quitan el sueño. Joder, si yo he dormido sobre un saco cayendo obuses hasta debajo de la tierra… Y no un día o dos: semanas, semanas enteras en los barrancos de Xauen. La verdad es que cuando te acostumbras al estruendo de las explosiones, difícil es que te quite el sueño una bronca. Por cierto, ¿hay información sobre Mallol y su tropa?

—El comandante Fernández Cordón acaba de pasar por aquí y ha dicho que marchaba al cuartel para movilizar a los espías. Supongo que tendremos información esta mañana.

—Si tenían intención de visitarme en Capitanía, ya no pueden utilizar el factor sorpresa; eso parece evidente.

—¿Cree usted que Mallol vendría aquí para ordenar un registro?

—Me creo eso y cosas peores que eso, capitán. Por cuestiones menores tienen a José Antonio Primo de Rivera preso en la Modelo desde hace más de tres meses. Ya ve usted.

Al mediodía Mola reunió a su equipo en el salón de la residencia. El general estaba ojeroso, con el rostro cansado después de pasar una noche en blanco, a caballo entre la blasfemia y los tazones de café negro que iba sirviendo el cabo de guardia, pero había olvidado los nervios que lo atenazaban de madrugada. Además pensaba que la movilización general había servido para destapar fallos que de otra manera nunca hubieran quedado al descubierto: por ejemplo, la criada entraba en el planchatorio como Pedro por su casa sin que el general, ni su mujer, ni el ayudante, ni nadie lo hubieran advertido. Hay ocasiones, pensó, en las que la caja fuerte es el lugar más inseguro de una casa porque los ladrones únicamente tienen ojos para descifrar la clave; algo parecido ha venido pasando con la documentación que he juntado en el planchatorio, que ha resultado ser el punto más frágil de todo el palacio. En adelante tomaré más y mejores precauciones, no queda otro remedio.

—Señores —dijo el Director cuando ofrecía una copa de vino a sus colaboradores al filo del almuerzo—, hemos superado el primer escalón de lo que nos espera. Si el Gobierno se ha atrevido a enviar este operativo a la ciudad es que tiene información de que algo se está cociendo, aunque no sepa a día de hoy qué.

—Mi general, buscaban armas —dijo entonces el comandante Fernández Cordón—. Según mis informes han registrado casas en todo el perímetro de Pamplona y en pueblos más alejados.

—Y tienen detenido al teniente coronel Utrilla, igenerá —apuntó el coronel Escámez—. Parece ser, así nos lo han indicado, que está en el calabozo del Gobierno Civil.

—Bueno, que algo podían sacar estaba escrito en el libreto… Si tienen tantas armas como dicen, lo probable es que las gentes de Mallol no hayan dado palos de ciego. Es de suponer que buscaban los escondrijos de los carlistas y que contaban con alguna información. De lo contrario no se comprende este ruido.

—El ruido, como dice usted, mi general, es un aviso para los navegantes: el Gobierno está encima.

—En fin, lo que tenga que ser será. Comandante —ordenó Mola—, llame usted al gobernador e indíquele que después del almuerzo, sobre las cuatro de la tarde, pasaré por su despacho para saludar a mi sucesor en el cargo. Vamos a dar una sorpresa. Por cierto, Escámez, para esa hora quiero que esté camino de Zaragoza. O de Logroño, pero fuera de esta ciudad. Forma parte del guión que usted se encuentre fuera.

Zordeneigenerá.

Antes de almorzar con su mujer, Mola se tragó un nuevo sapo. Fernández Cordón le hizo llegar un recado en el que informaba que el general Lacerda había sido relevado en el mando de la VI División, con sede en Burgos, y que el ministro de la Guerra había nombrado al general Batet, antiguo responsable del Cuarto Militar del Presidente de la República, nuevo jefe. Otra extraña chincheta que Mola notaba cómo le perforaba la espalda.

El general llegó al Gobierno Civil repartiendo sonrisas, como un vendedor de paño al uso. Saludó con esmero a Menor Poblador y estrechó la mano de su sucesor en la Seguridad del Estado, José Alfonso Mallol, tal si se tratara de un viejo amigo; pura táctica ya que la procesión, larga, lenta, pesada de digerir, iba por dentro. Mola habló con Mallol de su propósito al viajar a Pamplona y ambos, tahúres con muchas horas de vuelo, mintieron como bellacos.

—Creen en el ministerio, general, que hay contrabando en Navarra. Por eso hemos venido hasta aquí.

—¿Contrabando? ¿Qué contrabando, señor Mallol? A mí también me interesa conocer si hay asuntos fuera de la ley.

—Contrabando en general. En Madrid, desde lo del estraperlo, ya no miran de reojo estas cosas del contrabando. Fíjese, al señor Lerroux ese escándalo le costó su carrera política.

—Pero ¿han encontrado ustedes algo durante los registros? Hace unos días, en las inmediaciones de Pamplona, marchaba en el coche de un amigo dando una vuelta por el campo y nos paró una pareja de carabineros. Registraron el automóvil con ese pretexto.

—Ya sabe, general, que estamos en zona fronteriza y que no es sencillo evitar los trasiegos entre ambos lados de la linde.

—Sí, sí, desde luego. Y ¿han encontrado algo?

—Algo, sí. No mucha cosa. Algo, sí. Nos hemos dejado ver, que también es importante.

Mola dio un giro a la conversación para no poner en aprietos a su sucesor.

—Bueno, y por Madrid ¿cómo marchan las cosas, señor Mallol?

—La vida sigue su curso, general. Ya sabe usted que la dirección de la Seguridad del Estado es trabajo que, además de quemar, consume.

—A mí me lo van a decir…

—Y usted, general ¿cómo se ha acoplado a Pamplona?

—Divinamente, señor Mallol, divinamente. La verdad es que me hubiese gustado un destino con más tropa o, para ser más precisos, viendo la mar. No ha sido así y trabajo para mejorar en lo posible estas guarniciones de Navarra. Pero me encuentro un poquito solo. Fíjese que hasta un optimista enfermizo como el coronel García Escámez, que por cierto está de viaje, también quiere volver para su tierra…

—¿Se movería usted de Pamplona, general?

—Ya se lo he dicho, señor Mallol: quiero un destino en punto de mar. A estas edades que vamos teniendo las personas adquirimos una tendencia a buscar un mejor acomodo. Pero, bueno, me ordenaron venir a Pamplona y aquí estoy con mis mejores intenciones. En fin, que si usted quiere echarme una mano para que me trasladen a Cartagena… no lo rechazaría nunca.

—Está bien saber eso, general.

Mola utilizó como excusa unos ejercicios que la tropa iba a realizar esa misma tarde en los fosos amurallados de la Vuelta del Castillo, en el sureste de la ciudad, para finalizar el encuentro. Ni siquiera esperó que trajeran café, aunque hizo aprecio a un refresco de gaseosa. La tarde estaba vomitando calor y el general sudaba no sólo por la calina del bochorno sino por la mucha intranquilidad que arrastraba desde la noche anterior.

—Señor Mallol, ha sido un placer haber conversado con usted y lamento tener que despedirme, pero la obligación es la obligación.

—Lo mismo digo, general.

—Señor Menor, estoy a su disposición. Hasta otra ocasión, caballeros.

El general regresó a Capitanía y se cambió de ropa. Salió del palacio por la parte posterior y bajó hasta el portal de Zumalacárregui donde Félix Maíz, puntual hasta el agobio, esperaba con el motor del Buick en marcha.

—Vamos a Lecumberri, al mismo paraje que el otro día.

—Como usted mande, general.

—¿Tiene usted información de los registros de hoy?

—La que me ha facilitado el capitán Vicario. Las gentes de Mallol no han encontrado lo que buscaban; tan sólo dos o tres pistolas y poca cosa más.

—¿Guardó usted sus libretas de notas en lugar seguro?

—¿Acaso lo duda? En Lecumberri, precisamente, le dije que este coche tiene un compartimento secreto que ni el propio fabricante sería capaz de localizar.

—Señor Maíz, simplemente estaba poniendo a prueba su memoria.

—Ah, si sólo era eso…

En las afueras de Lecumberri Mola se reunió con el dirigente tradicionalista José Luis Oriol, que había viajado desde el sur de Francia para conversar con el general porque sus informaciones denotaban un notable desencuentro con la cúpula carlista, sobre todo tras haber estado parlamentando dos horas con Manuel Fal Conde.

—Mi general —dijo Oriol con ceremonia—, tengo entendido que sus contactos con dirigentes de la Comunión no han fructificado. ¿Es así?

—Me temo que sí, señor Oriol. He mantenido sendas conversaciones con los señores Zamanillo y Fal Conde y sí, la verdad, no se puede decir que estuviéramos de acuerdo en todo.

—¿Cree usted que yo puedo ayudar en algo?

—Imagino que hablando con sus correligionarios. Hay cuestiones de principio que al Ejército no se le pueden imponer como trágalas. Eso lo debe entender cualquiera.

—Mi general, tenga en cuenta que para la Comunión Tradicionalista hay materias que no le están permitidas poner en cuestión, nunca lo hará, porque son su esencia misma: Dios, Patria, Rey. Todo lo demás es susceptible de revisión.

—Creo, señor Oriol, que será imprescindible conversar más veces si buscamos el acuerdo. De cualquier forma, convendrá conmigo en que es el Ejército de España quien debe tomar la rienda de este movimiento y a su mando deben supeditarse todos los demás elementos; más si son civiles.

—Apoyo firmemente lo que usted acaba de decir. Pero ¿dónde radica el problema?

—Posiblemente en que, para algunas personas, se piensa más en el día después que en el trabajo que hay que realizar los días antes. Si sumamos voluntades el movimiento será un éxito; de lo contrario, divididos, vamos todos al fracaso. Y eso es también lo que esperan los enemigos de España.

—Mi general, creo que sería conveniente que conociera a Rodezno, como ya le indiqué la vez anterior. Voy a trabajar para que ustedes, si le parece bien, tengan un encuentro.

—Me parece de perlas.

—Si es así, seguiremos en contacto. En cualquier caso sabe usted, mi general, que puede contar conmigo, con mi familia, con mis hijos y con mi hacienda. Todo al servicio de España, general.

—No sabe usted, señor Oriol, cómo le agradezco estas palabras.

—Volveremos a vernos. Adiós.

José Luis Oriol estrecha la mano del general con una fuerza inusitada y sonríe enseñando las encías cuando dice con un susurro:

—Mi hijo José María ha conversado varias veces con José Antonio Primo de Rivera en la cárcel Modelo, en Madrid, y este conoce nuestros planes y los apoya; confíe en nosotros, general.

Mola resopla por el calor y hace gestos con la cabeza dando a entender que las circunstancias pueden mejorar aunque la complicación de los humanos impregne todos los movimientos. En un día tan cargado como ha sido este veintinueve de junio, festividad de san Pedro y san Pablo, el general cree haber dado muestras de temple, de cinismo y sobre todo de arrestos, aunque por los adentros un tembleque sórdido le haga trepidar hasta el forro del ombligo. Estima, además, que no va a poder aguantar muchos días más con tanta presión porque las fuerzas se debilitan al paso del tiempo, del maldito tiempo que tanto escasea. ¿Y si Mallol consigue que el ministro me destine a Cartagena? «Uf», piensa Mola, «hay días que uno desearía que fuesen borrados del calendario para siempre».