dieciséis

JUNIO está siendo un mes de abrigo, aunque está a punto de llegar el verano. Mola tiene a su gente viajando de la ceca a la meca, sin tregua, porque cree que la mies es mucha y los obreros son pocos aunque el carlismo diga que tiene un ejército preparado que numéricamente es casi la mitad de las tropas que España mantiene en África (y ese, según el general, sí que es un ejército). De Barcelona llegan noticias malas, de Andalucía por un estilo, regulares de Madrid, de Canarias… de Canarias no hay noticias. Ni buenas mi malas. Para García Escámez, no obstante, que no haya nuevas de las islas es bueno y así se lo hace saber a su general.

Igenerá, las malas noticias son las que primero llegan. Si hubiese ocurrido algún desastre, Dios no lo quiera, ya nos habríamos enterado.

—Es posible que así sea don Curro, pero convendrás conmigo en que lo cómodo es esperar sentado que la revolución pase por delante de la puerta de uno y sumarse entonces a la revuelta, ¿no?

—Eso es lo más cómodo, igenerá.

—Sabía yo que nos íbamos a entender.

—¿Tenemos más información de los carlistas?

—Mañana recibo a su jefe de tropa, el señor Zamanillo.

—¿Aquí?

—Aquí, en este palacio. Van a entrar con el coche hasta el patio después de comer. A esa hora, según me dice el mecanógrafo, parece que no hay vigilancia.

—Es que el gobernador ya no tiene policías suficientes para vigilarnos a todos…

—Fíate y no corras. Hasta que llegue el día «J» aquí no hay que bajar la guardia jamás. Jamás, con jota.

—En esas estamos, igenerá.

Conforme a la previsión, José Luis Zamanillo hizo entrada en el palacio de Capitanía en un coche que conducía Martínez Erro sentado en el asiento trasero, con una boina generosa que llevaba enroscada hasta los ojos, tapándole por completo el rostro. Subió las escaleras con parsimonia y saludó al general sin mirarle a la cara. Mola, tras inspeccionar de arriba abajo al invitado, propuso que tomara asiento y ordenó café.

—Celebro encontrarme con usted —dijo.

—Igualmente, general.

—Entremos en materia, si le parece.

Zamanillo parecía que tuviese prisa. De un bolsillo interno de la chaqueta sacó una hoja doblada en cuatro y pidió permiso para leerla ya que, según manifestó, traía las órdenes por escrito. Mola asintió con un interés al que no le faltaba cierta dosis de escepticismo.

—La Comunión Tradicionalista que ahora represento quiere trasladarle, general Mola, su punto de vista sobre el movimiento regenerador de España que está en marcha. No es esta que voy a leer una proclama, sino la base sobre la que llegar a un entendimiento. Son nueve puntos y dice así:

Primero - Medidas de orden público a juicio del Ejército.

Segundo.- Derogación de la Constitución, de las leyes laicas y de las atentatorias de la unidad patria y al orden social.

Tercero - Disolución de todos los partidos políticos, incluso los que hayan cooperado.

Cuarto.- Disolución de todos los sindicatos y asociaciones sectarias. Incautación de sus fondos y bienes, y expulsión de sus dirigentes.

Quinto.- Proclamación de una Dictadura de duración temporal, con anuncio de la reconstrucción social orgánica corporativa, hasta llegar a unas Cortes de esa naturaleza.

Sexto - Anuncio de reforma de todos los cuerpos del Estado.

Séptimo - La suprema dirección política corresponderá a un Directorio, compuesto por un militar y dos Consejeros civiles designados previamente por la Comunión Tradicionalista. El primero será presidente del Directorio y del gabinete, y tomará especialmente sobre sí la Seguridad Nacional (Ejército, Marina, Orden Público, Comunicaciones y Transportes). De los otros dos, el uno se encargará del Ministerio del Interior (Ayuntamientos, Diputaciones, Preparación del régimen foral, Corporaciones y Enseñanza profesional); y el otro tomará a su cargo el Ministerio de Educación Nacional (Propaganda y Prensa, Enseñanza General —elemental y secundaria— y Relaciones con la Iglesia).

Octavo - Desarrollará las direcciones políticas del Directorio y llevará la Administración general del Estado un Gabinete de Ministros técnicos, previamente elegidos de entre las personas más capacitadas, desprovistas de prejuicios partidistas.

Noveno - Se da por supuesto que el Movimiento será con la bandera bicolor.

»Con estos puntos, general, la Comunión Tradicionalista no entrega un programa completo sino unas pautas de procedimiento; así hay que entenderlo. De cualquier modo, usted ya sabe de nuestros contactos con el general Sanjurjo y cómo él ya ha aceptado ser el Presidente del Directorio…

—Nadie duda, señor Zamanillo, de la autoridad del general Sanjurjo.

—Me alegro coincidir.

—Sin embargo proponen ustedes cuestiones que a mí, general del Ejército que representa una posición colegiada de jefes y oficiales, no me es posible ni ofrecer contestación ni asumir. Nosotros, los militares que estamos dando este paso por la salvación de la patria, representamos un sentir general en la nación, que quiere una vuelta al orden, a los valores tradicionales, a la esencia de España. Nada podemos hacer hoy para contentar los deseos de este o aquel grupo político.

—General, la Comunión Tradicionalista, que no tiene interés partidista, está dispuesta para participar en este movimiento ahora mismo si así se decidera y tiene listos miles de hombres entrenados como el mejor ejército moderno.

—Tengo conocimiento de ello, señor Zamanillo, pero nada de lo que usted dice exime al Ejército de España de la responsabilidad para hacer volver las cosas a su cauce. Hace tiempo que en el Ejército un grupo de jefes y oficiales trabajamos en silencio para lograr impulsar el movimiento que libere España del yugo que padece. Somos nosotros los que pedimos a los civiles que se sumen a esta iniciativa patriótica.

—Lo siento, general, pero nuestra implicación en esta lucha queda condicionada por los apartados que acabo de leer.

—Creo en ese caso, señor Zamanillo, que lo prudente es dejar la conversación en este lugar. Exprese usted mi punto de vista a los responsables de su partido que yo haré lo propio con mis compañeros y mi conciencia.

—Como usted mande, general.

—Hasta otra ocasión.

—Así lo espero.

Zamanillo dejó la proclama sobre la mesa, junto a la taza de café, y se puso en pie. Estrechó la mano del general con mirada aviesa y fue derecho a la puerta sin esperar más comentarios. Mola, nervioso y molesto, mandó llamar al coronel García Escámez mientras tomaba notas en su cuaderno con tapas negras de gutapercha.

Zordeneigenerá.

—Don Curro, sobre la mesa del tresillo hay una nota de los carlistas. Han enviado a uno de sus jefes con la proclama lista para el día después. Ignoran que de forma previa al día después hay un día antes, un mes antes, un año antes…

Igenerá, no te pongas pesimista que lo acabas de arreglar. Mira que decir un año antes…

—Claro, Escámez, claro.

Mola cambió la expresión y el tono. García Escámez leyó la nota.

—En este momento nadie en sus cabales puede predecir cómo se va a desarrollar lo que llevamos entre manos —afirmó el general—. No pienso en una lucha que dure un año porque, entonces, acabamos todos o tuertos o ciegos. O muertos. Pero no hay que dejar de contemplar esa posibilidad.

Igenerá: con la tropa que tiene el carlismo y nuestras fuerzas, estamos en Madrid antes de diez días.

—Don Curro, eres un optimista sin remedio. Ahora mismo tenemos todos los planes sujetos con hilvanes. Ya me dirás qué garantías hay para Madrid, por ejemplo.

—Más de las que teníamos ayer, igenerá. Más.

—No tienes remedio, don Curro. En fin, creo que por el bien de lo que estamos haciendo será preciso organizar otro encuentro con los carlistas porque el documento que me han entregado esta tarde es inaceptable, se mire por donde se mire. Ningún oficial de ejército alguno, en sus cabales, puede comprometerse con un texto como el que han traído esta tarde los carlistas.

—Espera unos días, igenerá, que esta gente tiene que reunirse en Francia, según he sabido en fuentes fiables. Quizá convenga hablar con Fal Conde, que es la persona que representa al carlismo en su conjunto.

—Quizá.

Los obreros de la aurora, que de este modo se han llamado a sí mismos los carlistas en panfletos, aceptaron una entrevista de su máximo dirigente con el general hormiga; no debía ser de otra manera entre conspiradores. Enlaces de Mola concertaron una reunión con Manuel Fal Conde para el dieciséis de junio, día de san Juan Francisco de Régis, jesuita, a expensas de que pudiera llegar a Pamplona, puesto que el dirigente carlista, que sentía con escalofríos en su cogote el aliento de la policía persiguiendo sus pisadas, estaba en la clandestinidad y residía más tiempo en la vascofrancesa San Juan de Luz que en España. Pero la entrevista no podía ser en un lugar común, ni oculto ni menor porque a un encuentro histórico debía corresponder un edificio que representara para el tradicionalismo mucho más que la epopeya de su propia historia. Por eso propusieron el monasterio de Santa María la Real de Irache, en Ayegui, a media docena de kilómetros de Estella, la ciudad sagrada. Irache, en el basamento de Montejurra, era para el carlismo no sólo el hospital de guerra de hazañas pasadas sino la magia que llevó a los ejércitos del rey Carlos VII, el nueve de noviembre de mil ochocientos setenta y tres, a derrotar a las tropas del general Moriones, un alfonsino que no pudo reconquistar Estella. «¿Dónde mejor que Irache, ahora bajo la administración capuchina, para sellar un acuerdo entre el Ejército y el carlismo?», dijo Lizarza en San Juan de Luz ante la Junta Suprema Militar Carlista. ¿Dónde? Mola no quería tentar la suerte aceptando una entrevista con un proscrito en Pamplona y aceptó que el encuentro fuese a cincuenta kilómetros de la capital, en la falda de un monte que le traía recuerdos familiares.

—Con la tabarra que los carlistas han dado a mi familia —se le oyó decir el día anterior en su despacho cuando clasificaba papeles—, y ahora me tengo que ver con ellos para aunar esfuerzos en defender España… Cosas veredes, amigo Sancho.

Mola quería llegar primero pero lo hizo segundo. Minutos después de las cuatro montó en el coche de Maíz con su ayudante el comandante Fernández Cordón y salieron del centro de Pamplona rumbo a Estella con el sol, molesto, de medio lado. Por delante, en el Fiat que tanta fama habría de darle, el capitán Barreda abría la comitiva escrutando siempre el horizonte acompañado por el comandante Luis Villanova, amigo del general. Sin que dieran las cinco el Buick de Maíz llegó a la explanada del monasterio; en su puerta, grande, robusta, oscura, estaba esperando el singular Lizarza acompañado de un fraile. Mola bajó del coche y saludó por su orden: primero al capuchino y luego al carlista. Siguiendo a ambos subió al primer piso del caserón que en el siglo diecisiete fue universidad y marchó al claustro nuevo. En una esquina había una habitación con la puerta entreabierta. Tras ella, la sonrisa impenitente enganchada a un bigote espeso de un conspirador novelístico, el abogado onubense Manuel Fal Conde, que cinco horas antes había cruzado la frontera francesa de manera clandestina, con pasaporte falso de vendedor de aceites, en el vehículo de un correligionario de Irún, antes de aposentarse en el coche de Lizarza para marchar hacia Estella por caminos y vericuetos.

—Mi general: nos contemplan nueve siglos de historia en este cenobio y espero que estemos a la altura de las circunstancias.

—Por mí no ha de quedar, señor Fal.

Durante casi dos horas el general escuchó argumentos históricos, reproches históricos y anécdotas históricas. Fal no dejó de utilizar su perfume de seductor como ya lo había hecho con anterioridad en Estoril frente a Sanjurjo y arrancó la conversación con un alegato sobre el carlismo que hubiese dejado sin aire a cualquier persona con menos fuelle que Mola. Repasó argumentos, distribuyó reproches y animó la tarde con anécdotas mientras Lizarza esperaba fuera, junto al edificio de la granja, con una pistola al cinto, observando con atención una sequoia gigante. Pero el objetivo de Fal no estaba en la facundia ni en la historia porque era más prosaico: debía entregar al general Mola un documento que ni siquiera pudo palpar en su bolsillo porque el militar se adelantó en el lance.

—Señor Fal: días atrás mantuve una cordial reunión con su correligionario don José Luis Zamanillo. Me hizo entrega de un pequeño documento al que, ahora, quiero responder con este texto que resume la visión que el Ejército tiene sobre el problema que nos atañe. Antes de entregárselo, voy a dar lectura. Dice así:

«El Directorio y su obra inicial.

Tan pronto tenga éxito el movimiento nacional, se constituirá un directorio que lo integrarán un Presidente y cuatro vocales militares. Estos últimos se encargarán personalmente de los Ministerios de Guerra, Marina, Gobernación y Comunicaciones. El Directorio ejercerá el poder con toda amplitud, tendrá la iniciativa de los decretos-leyes que se dicten, los cuales serán refrendados por todos sus miembros. Dichos decretos-leyes serán revisados en su día por el Parlamento constituyente elegido por sufragio, en la forma que oportunamente se determine. Al frente de los ministerios no consignados anteriormente figurarán unos Consejeros técnicos, quienes asumirán las funciones que en la actualidad ejercen los ministros. Los consejos que celebre el Directorio podrán ser ordinarios y plenos. Los primeros los integrará el Presidente y los vocales; los segundos, los citados y los Consejeros técnicos».

—Hecho este preámbulo, señor Fal, permítame que desbroce los trabajos iniciales del Directorio, que se han de concretar con los primeros decretos-leyes y que, a nuestro juicio, serán los dieciocho siguientes:

· Suspensión de la Constitución de 1931.

· Cese del Presidente de la República y miembros del Gobierno.

· Atribuirse todos los poderes del Estado, salvo el judicial, que actuará con arreglo a las Leyes y reglamentos preestablecidos que no sean derogados o modificados por otras disposiciones.

· Defensa de la Dictadura republicana. Las sanciones de carácter dictatorial serán aplicadas por el Directorio sin intervención de los Tribunales de Justicia.

· Derogación de las Leyes, reglamentos y disposiciones que no estén de acuerdo con el nuevo sistema orgánico del Estado.

· Disolución de las actuales Cortes.

· Exigencias de responsabilidades por los abusos cometidos desde el poder por los actuales gobernantes y los que les han precedido.

· Disolución del tribunal de garantías.

· Declarar fuera de la Ley a todas las sectas y organizaciones políticas o sociales que reciben inspiración del extranjero.

· Separación de la Iglesia y el Estado; libertad de cultos y respeto para todas las religiones.

· Absorción del paro y subsidios a los obreros en paro forzoso comprobado.

· Extinción del analfabetismo.

· Creación de un carné electoral. En un principio no tendrán derecho a él los analfabetos y quienes hayan sido condenados por delito contra la propiedad y las personas.

· Plan de obras públicas y riegos de carácter remunerador.

· Creación de comisiones regionales para la resolución de los problemas de la tierra sobre la base del fomento de la pequeña propiedad y de la explotación colectiva, donde ello fuera posible.

· Saneamiento de la Hacienda.

· Ordenación de las industrias de guerra.

· Restablecimiento de la pena de muerte en los delitos contra las personas, siempre que produzcan la muerte o lesiones que ocasionen inutilidad para el ejercicio de la profesión, industria o trabajo de las víctimas.

· El Directorio se comprometerá durante su gestión a no cambiar en la nación el régimen republicano, mantener en un todo las reivindicaciones obreras legalmente logradas, reformar el prestigio de la autoridad y los órganos de defensa del Estado, dotar convenientemente al Ejército y a la Marina, para que tanto uno como otra sean eficientes, creación de milicias nacionales, organizar la instrucción premilitar desde la escuela y adoptar cuantas medidas se juzguen necesarias para crear un Estado fuerte y disciplinado.

Esta nota va firmada, señor Fal, en Madrid por el Director, a cinco de junio de mil novecientos treinta y seis.

Mola hizo una mueca (su labio superior le traicionó porque el escrito que acababa de leer había salido la tarde-noche anterior de su Remington portátil, nunca el día cinco) y dejó responder a su contertulio. Para Fal escuchar que España podía continuar siendo una república era tragar un sapo imposible de digerir, incluso con la infusión de manzanilla que habían preparado los padres capuchinos para hacer más llevadera la tarde.

—General —dijo sin perder el aire dicharachero que arpillaba su rostro—, me temo que no es posible unir el carlismo a la proclama que usted acaba de enunciar. Lleva más de un siglo la Comunión Tradicionalista luchando por los mismos ideales, bajo la misma bandera y con idéntica entrega. No voy a ser yo, aquí y ahora, quien rinda a la falda de Montejurra cien años de tradición y renuncie a la defensa de nuestro lema inmortal: Dios, Patria, Rey. Tendremos que hablar de otras cuestiones porque sobre lo anterior no hay acuerdo posible.

—No se conquistó Zamora en una hora, señor Fal. Habrá tiempo de acercar posiciones porque defendemos una misma idea final: la salvación de la patria. Ustedes me entregaron una nota hace cinco días y una nota entrego yo ahora. Ninguna de las dos cierra posturas, a mi entender.

—Así lo creo yo también, general.

—Entonces, si a usted le parece bien, dejamos la conversación sobre el tema que aquí nos ha traído y nos despedimos porque el mundo no para de girar sobre sí mismo y hay otras cuestiones importantes para resolver.

—Deseo, general, que nos volvamos a encontrar y busquemos entre tanto la fórmula para el acuerdo.

—Por mí no ha de quedar.

—Por mí tampoco.

Mola y Fal Conde se despidieron dándose un abrazo que cogió por sorpresa al general (el carlista se le echó encima cuando estaba para alargar la mano), parco como siempre en exteriorizar un ápice de sentimientos. Félix Maíz lo vio llegar con la cabeza algo baja y un rictus que semejaba la pérdida de Cuba; Fernández Cordón todavía fue más lejos y creyó que su jefe había abroncado al carlistón como último recurso antes de mandarlo a paseo. Pero nada era lo que parecía cuando vieron el rostro de Fal Conde, sonriente, satisfecho, pletórico, saludando al coche de Mola como si fuera un artista, aunque se iba para el destierro sin haber podido confiar una nota en la que el carlismo no entregaba la espada, no, pero dejaba caer por el barranco de la historia algunos de sus estigmas. Fal veía el final cerca y prefirió mantener el tipo y no arriesgar, aunque en su fuero interno advertía que muchos de los ideales que se habían forjado en el tradicionalismo carlista habrían de quedar para una segunda ocasión; o para nunca.

El general, de vuelta para Capitanía por un recorrido diferente, recuperó la expresión habitual de su rostro hablando del tiempo, de los viñedos que tapizaban los campos de verde esperanza y de los cinco días que quedaban para que llegara el verano. Así hasta que, al paso por Eunate, preguntó con interés por un templo circular, parecía que románico, apostado al pie de la carretera, bordeando campiñas de trigo a punto de reventar, sin ninguna otra edificación por los alrededores. Maíz paró el coche frente al monumento y, tirando de su memoria, ofreció esta explicación a los militares:

—Mi general: esta obra diminuta y grandiosa es la iglesia de Santa María de Eunate, una curiosa edificación templaria de planta octogonal irregular. Durante siglos fue iglesia sepulcral, al igual que la de Roncesvalles, y refugio de peregrinos que marchaban hacia Santiago andando. Hay muchas incógnitas sobre ella, la primera su nombre: Eunate significa en vasco cien puertas, Ehun Ate. Quizá fuera por el pórtico que originariamente debía rodear la iglesia. No lo sé. Lo que resulta evidente es que los arcos octogonales actuales no suman, ni mucho menos, cien.

—¡Ah, querido Maíz! Misterios de la nigromancia —dijo Mola bajando del coche para descargar la vejiga junto a unos arbustos—. Sigamos para Pamplona, por favor —comentó tras aliviarse de vareta.