POR fin recibí noticia del nuevo jefe de la comandancia de la Guardia Civil. Una llamada telefónica ha sido la presentación del teniente coronel José Rodríguez Medel, con quien había coincidido en Toledo treinta años atrás y que ahora no podría reconocer si me cruzara con él por la calle: el tiempo causa estragos en algunas personas, sobre todo si se les cae el pelo y vuelcan por su pechera unos kilos de más. Como digo, Rodríguez Medel me telefoneó y no tuve otro remedio que afear su conducta por no haberse presentado de forma oficial a las cuarenta y ocho horas de haber llegado a Pamplona, como era su obligación. Nunca tuve mucho contacto con él, simplemente nos conocíamos —como sucede muy a menudo en la milicia—, y quizá por eso no puse freno cuando le dije por teléfono:
—Teniente coronel Rodríguez Medel: llama usted un poquito tarde a su general. Lleva en Pamplona una semana, o más, que no lo sé con seguridad, y hora era ya de saber que había tomado posesión del puesto.
—No sabe cuánto siento este retraso, mi general. Han sido días de mucho barullo porque he viajado por las comandancias para que los guardias me conocieran y yo supiera de los problemas que tienen ellos.
—Hombre, Rodríguez, todo eso que me está contando queda muy bien, pero a nadie se le escapa que usted ha pasado antes por la Casa del Pueblo que por este palacio de Capitanía.
—Si usted así lo quiere, mi general, ahora mismo voy a visitarle.
—No es necesario. Soy yo quien mañana estará en la comandancia saludándole a usted.
Lo hice así porque, entre otras razones, me interesaba conocer por dentro las instalaciones y, si podía ser, ver la dotación que había en la comandancia. Para no dar mayor importancia a la visita (lo que tenía que decir ya lo había hecho el día anterior por teléfono) fui andando con el coronel García Escámez, recién llegado de su periplo por el sur, y mi ayudante, el comandante Fernández Cordón. Cuatrocientos cuarenta y nueve pasos que me encargué de repetir machaconamente a mis acompañantes. El nuevo jefe de la Guardia Civil nos esperaba en la puerta y había mandado formar a los guardias en el zaguán del edificio que, según me han contado, hace pared con pared junto al más antiguo de Pamplona (del siglo XVI, aseguran), propiedad de la Diputación Provincial.
—Celebro su visita, mi general. Creo que hace treinta años que no nos veíamos —dijo al acabar las ceremonias de saludo.
—Si nos hubiésemos encontrado en la calle, yo no le habría reconocido. Y no porque sea usted un año menor, o tenga yo un año más, sino porque en este tiempo que ha pasado todos cambiamos de cara.
—Todos menos usted, mi general, que continúa igual de espigado que cuando andábamos por Toledo. Siempre he tenido conocimiento de sus pasos: en África, en la Dirección General de la Seguridad del Estado, en el ministerio, ahora en esta ciudad… Usted ha llegado a hombre famoso y general de brigada y, ya ve, yo soy un simple teniente coronel al que hoy le cabe el honor de mandar a los guardias de esta comandancia, aunque lo que de verdad me hubiese gustado…
—No me diga usted que le hubiera gustado haberse dedicado a la política, Rodríguez; no me diga usted eso, por favor, que me hunde.
—En absoluto, mi general. Lo que a mí me hubiese gustado es dedicarme al estudio y la enseñanza. Durante los años que van de mil novecientos veintisiete a mil novecientos treinta y tres tuve la condición de supernumerario en el Ejército porque vi flaquear mi vocación militar en detrimento de la aritmética. Fíjese cómo son las cosas.
—A mí me ha ocurrido lo contrario: con el paso de los años he incrementado la pasión por la milicia después de conocer otros campos, como usted sabe bien, que no son propios del militar. Hay ocasiones en las que uno no puede decir no, aunque se esté ahogando. Ese fue mi caso cuando estuve en Madrid dirigiendo la policía.
La conversación siguió por esos derroteros tan insulsos porque el nuevo jefe de la benemérita por ahí quería llevarla; únicamente tenía palabras para el recuerdo y la anécdota. A la mínima insinuación mía para que hablásemos de la situación en España se tiraba por la tangente (por algo era especialista en aritmética) y no había forma humana de centrar la cuestión. Tampoco en esta inicial visita, en este primer encuentro cara a cara, quería yo dar la sensación de que estaba sometiendo a nuestro hombre a un interrogatorio de tercer grado, porque más interesante que todo eso era ganar a Rodríguez para la causa, intención que vi desvanecer en cuanto mis hombres me informaron de que por la calle Tecenderías pasaban todos los días muchos capitostes locales del Frente Popular y permanecían allí durante horas. En fin, que de manera ingenua lo había intentado y por lo menos obtuve una conclusión muy clara: el día «J» nuestras gentes deberán neutralizar la comandancia por el bien de todos nosotros y el de España.
Cuando estábamos de nuevo en el zaguán, a punto de despedirnos, Rodríguez Medel pidió permiso para regresar a su despacho porque había algo que quería entregarme. Era un ejemplar de su libro «Tratado de Aritmética», que está impreso por la tipografía El Defensor, de Granada, en mil novecientos veintitrés (dudo que sea capaz de leerlo por más que cien años viva). Se disculpó por entregarme este volumen sólo a mí y dejar en blanco a García Escámez y a mi ayudante.
—No dispongo de más ejemplares porque es obra vieja. Ahora estoy pensando en escribir otra obra didáctica sobre matemáticas, pero no sé si este destino me lo va a permitir.
—¿Le parece a usted que esta plaza le va a dar mucho trabajo?
—Es posible. Parece que el orden público no está suficientemente garantizado, que hay gentes partidarias que marchan en formación cuasi militar por las calles de Pamplona… En fin, tengo orden de no permitir que nadie abuse de las libertades que la Constitución consagra para todos los españoles, mi general.
—Pues nada, teniente coronel Rodríguez, no seré yo quien le quite tiempo en su tarea. Vaya con Dios y espero que en fechas sucesivas nos volvamos a encontrar. Queda usted convidado a conocer el palacio de Capitanía, donde vivo y trabajo. Está a cuatro… —en ese mismo instante me di cuenta de que estaba a punto de meter la pata hasta el corvejón, porque iba a soltar la letanía de los cuatrocientos cuarenta y nueve pasos—. Digo que está a cuatro pasos de aquí. Fíjese si está cerca que hemos venido andando. No le cuento más.
—Le aseguro, mi general, que avisaré con la antelación debida y será un placer volver a reunirme con usted. —Mirando hacia el lado donde se encontraban García Escámez y Emiliano añadió—: Y con sus gentes. Somos la representación de la fuerza armada que el Estado tiene en esta provincia. Hemos de llevarnos como compañeros; a fin de cuentas, es lo que somos.
—Así lo espero.
—Yo también. A sus órdenes, mi general, y hasta pronto.
—Sea.
Por el camino de vuelta fui comentando con mis ayudantes que Rodríguez Medel me había parecido un místico, una persona más dedicada a cultivar la mente y la inteligencia que a la defensa de España frente a sus enemigos. «Me temo que hemos pinchado en hueso», dijo mi ayudante. A lo que yo contesté:
—Nunca había imaginado que tuviésemos esta comandancia de nuestro lado. Mejor es no hacerse ilusiones que darse la sorpresa así, de sopetón, el último día.
—Igenerá, quede usted tranquilo que en la Guardia Civil de Pamplona hay más personas que su jefe. Yo sé de lo que me hablo y le puedo asegurar que hay contactos con oficiales de la Benemérita que están absolutamente con nosotros.
Don Curro remarcó «absolutamente».
—Por nuestro bien y por la suerte del proyecto que tenemos para la patria, así lo espero, señores. Hay cuatrocientos cuarenta y nueve pasos entre Capitanía y el fortín de los guardias. Que nadie lo olvide.
—Igenerá: no sea usted pesimista que esa es enfermedad que se contagia rápido en los humanos.
—Prefiero serlo y al final equivocarme que vivir en la confianza y darnos el morrón.
—Punto medio, igenerá, punto medio —decía don Curro cuando empezábamos a subir la cuesta de Capitanía—. Punto medio. Que a veces las cosas no son blancas ni negras, son grises.
—No insista Escámez, para usted la perra gorda.
El general Kindelán ha mostrado todo su apoyo a la causa que estamos enhebrando y me ha dicho que está absolutamente a nuestro servicio no sólo en cuanto a materia aeronáutica, sino a la intendencia que se precise. Incluso me ha comentado algo sobre la ayuda que pueden prestar los civiles en Madrid, en su círculo de amistades, de la que él se va a encargar. En una primera aproximación parece que los aeródromos que podríamos considerar leales a la causa son pocos y diseminados, aunque Kindelán ha pedido unas semanas para recorrer media docena más donde dice que tiene contactos que ha de cultivar personalmente.
—Necesito tiempo —ha dicho el aviador.
—Tiempo, precisamente tiempo, es lo que más nos falta —he respondido—. Si nuestro plan se demora más allá de treinta días, el enemigo se nos arroja encima. Y si damos el primer paso mañana, nos echamos a la calle tres y el del tambor. El tiempo que nos queda es el que resulte de acoplar las piezas de este rompecabezas: no más de treinta días. Por encima de ese plazo se nos puede ir todo al garete porque el Gobierno no está en Babia. Así que ánimo, esfuerzo y confianza.
—Ánimos y confianza no nos faltan, general. Espero que fuerzas tampoco.
De acuerdo al primer informe que Kindelán ha preparado parece que nosotros podremos disponer de treinta y ocho aparatos, de ellos doce en perfectas condiciones de vuelo. Las fuerzas que apoyan al Gobierno cuentan con ciento dieciocho aviones, casi todos utilizables desde el primer momento. Esta desigualdad numérica, cree el aviador, se aminora si en Madrid podemos controlar Cuatro Vientos, que es su objetivo. Como quiera que tenemos ya demasiados flecos encomendados al azar no me hago ilusiones de tener apoyo aéreo desde el primer día, excepto en las zonas donde nuestro dominio es muy claro. Por ese motivo he encomendado al general Kindelán que se ocupe de las siguientes cuestiones: en primer lugar de encuadrar todos los elementos afines, a los que debe mantener bien estimulados y ojo avizor. Sean los que sean, pocos o muchos, ese grupo ha de estar cohesionado y con los depósitos llenos de optimismo, que es la premisa primera para lanzarse al campo de batalla. En segundo lugar, que mantenga un contacto permanente con el teniente coronel de Ingenieros Álvarez Rementería, hasta ahora encargado por el general Fanjul de la parte aérea de Madrid, para que si no consiguiéramos sumar nuevos adeptos tengamos, al menos, la posibilidad de inutilizar todos los aparatos posibles que queden en manos del Gobierno. Esto se llama sabotaje y es un arma que ha de utilizarse con tino, porque lo que hoy no nos sirve, porque lo vemos lejos, puede ser nuestro mañana y bueno será que tengamos la capacidad de reconstruir lo que había quedado inutilizado. Además de lo anterior he pedido al general aviador que organice una red de enlaces rápidos con transmisiones telefónicas o por radio y vía aérea, por la que fluyan las órdenes que salgan desde Pamplona y que, hasta el momento, coordina en Madrid el teniente coronel Galarza.
Un aspecto importante que he tratado con Kindelán ha sido el aprovisionamiento de carburante para los aviones y me ha enseñado un plano de la España aérea con los emplazamientos de los depósitos más importantes. Por lo que ha explicado, las bases más destacadas se encuentran en Madrid y Barcelona, además de Marruecos, y en la península estos depósitos de las grandes capitales están bajo control de gentes muy afines a los intereses del Frente Popular que nos gobierna. Sabido es que en la guerra moderna controlar los carburantes es disponer de media victoria, por eso insistí tanto en esta cuestión cuando hace unos días me reuní con el general Cabanellas cerca de Tudela. Él me dijo que armas, comunicaciones, carburante, ferrocarriles y municiones están bajo su control y que cuente con ello. Ahora mismo, si movilizáramos en Navarra todas las guarniciones y un par de miles de voluntarios, creo que tendrían que marchar al frente con fusiles de madera y a golpe de calcetín, porque no tenemos ni armas ni elementos de transporte suficientes.
Otra cuestión que he encargado a Kindelán es que establezca contacto inmediato con el coronel Yagüe en Marruecos para conocer los planes de desembarco en la península y la forma de hacer llegar a Franco hasta tierras africanas si es que finalmente se decide, porque pareciera que estas últimas fechas ha quedado mudo. Kindelán me ha comunicado que, según su conocimiento, un grupo civil tiene en estudio un proyecto para trasladar a Franco de Canarias, pero no hay más información por el momento. He encomendado a Kindelán la transmisión de las directivas para Marruecos y la orden para el día «J», misión que ha de cumplir con sus medios y su gente. Hemos quedado en que, si bien personalmente lo más probable es que no podamos vernos, los civiles que le sirven de enlaces seguirán trabajando en todo lo que se ordene desde Pamplona. Me gustaría que, llegada la fecha de la sublevación, Kindelán estuviera cerca de mi cuartel general —donde quiera que se establezca—, porque su conocimiento aéreo y sus ganas por colaborar en lo que se le ordene son de gran importancia en nuestros planes.
Don Curro ha estado en misión por las tierras del sur y lo ha hecho a su modo. Después de haber preparado un coche para que viajara desde Pamplona, él creyó conveniente variar los planes porque piensa que le siguen los pasos desde hace unos días y no le dejan a sol ni a sombra. Salió de Pamplona en tren con su esposa y fue a casa de unos familiares en Madrid, dejándose seguir por los esbirros del gobernador. Pero en la capital tenía un coche que le ha facilitado Agudo, con matrícula de Madrid, en el que ha hecho el viaje por Andalucía y con el que volvió al punto de partida. A Pamplona ha regresado en tren como si hubiese estado una semana con su familia disfrutando de vacaciones.
Según cuenta no ha visto mimbres para hacer el cesto en casi ninguno de los acuartelamientos y lo más que destaca es que hay oficiales que quieren un movimiento regenerador que impulse una nueva España, aunque casi nadie tiene mando en tropa. Cuestión bien distinta es lo que pasa en Marruecos, como ya me imaginaba porque conozco bien la zona y la disposición de los jefes para no dejar pasar una oportunidad como la que ahora estamos pergeñando. Dice don Curro que por poco hace el viaje en balde ya que desde el Ministerio de la Guerra habían llamado a Yagüe para que fuera a Madrid porque el ministro, Casares Quiroga, quería conferenciar con él. Parece que el Gobierno, como ya me temía, pretende quitar al teniente coronel el mando de la Legión y le ha ofrecido en Madrid el oro y el moro, pero el soriano (Yagüe ha nacido en un pueblo de Soria que se llama San Leonardo) ha dicho que no tiene interés por un cambio, y menos ahora que está preparando unas maniobras de toda la tropa africana, tarea en la que ha puesto empeño y tiempo. «Quizá después del verano», dijo en Madrid.
Escámez ignoraba que el teniente coronel no estaba en la plaza y se personó en Ceuta a su aire pero con tan buena suerte que, a punto de regresar a la península, pudo conferenciar con él cuando acababa de pisar tierra africana y la impresión que ha sacado es que en Marruecos está la maquinaria engrasada y dispuesta para dar el salto. Comenta don Curro que Yagüe quiere unas instrucciones precisas para Marruecos (y así lo pienso hacer), aunque cree que el teniente coronel sabe qué es lo que ha de cumplir sin necesidad de mayores indicaciones. Cuestión bien distinta es la coordinación y en esa materia vamos a procurar desde Pamplona que no haya resquicios ni dudas. También es importante su papel junto a Falange Española, de la que don Curro dice que, con su jefe en la cárcel, quién sabe qué puede pasar, porque nota a los falangistas con más ardor guerrero que nadie.
Yagüe ha preguntado por los planes para trasladar a Franquito desde las Canarias y García Escámez ha contestado que es cuestión de la que no tiene conocimiento, pero que su general, por mí, lleva en la cabeza. No es así: esta gestión tiene su cerebro en Madrid y yo voy a tener conocimiento tan sólo cuando ya esté todo medido, cortado y probado, si es que se puede decir de esta manera. Con los problemas que tenemos en esta esquina del mundo no podría yo ocuparme de ese asunto, por importante que sea, que lo es. Nadie me da sugerencias sobre cómo debo ordenar a la tropa que marche sobre Madrid, si es que la capital no se subleva con nosotros, porque parece obvio que es mi misión. De igual modo espero que otros hagan su trabajo sin preguntar y que el día «J» estemos todos en la misma marcha y con la misma dirección, que no es otra que redimir la patria. Ahora mismo creo que en Marruecos está el ejército que puede salvar España.
Acabo de conocer a Lizarza y, sí, es como me lo había imaginado: parece el hermano gemelo de Aviraneta. Lo mandé llamar a través de García Escámez porque en el tradicionalismo local todo el mundo le señala como el jefe de los requetés, lo que equivale a decir que es el hombre de acción en el carlismo navarro (seguramente habrá más, pero él parece ser el más caracterizado). De todos los civiles que han pasado por mi despacho ha sido el único que ha saludado militarmente, después de cuadrarse; pensaba, creo yo, que estaba con un colega. Más evidente me ha parecido que tenía unas ganas locas por conocerme y hablar. Hablar de general a general, claro.
Entre las muchas cosas que ha soltado está el sistema organizativo de sus milicias que, básicamente, se trasluce así: La unidad de rango superior es el Tercio (equivalente al Batallón del Ejército), que está formado por tres Requetés; son en realidad Compañías que están compuestas por tres Piquetes y suman un efectivo de doscientos cuarenta y seis hombres. Los Piquetes, de setenta unidades, están formados por tres Grupos; estos, a su vez, por veinte hombres con tres Patrullas y cada una de estas escuadras por cinco soldados y un jefe o cabo. El requeté (al que Antonio Lizarza llama Boina Roja, que es la denominación correcta según dice, aunque popularmente se use aquel apelativo, que corresponde a una Compañía) es el soldado raso, el capitán manda una compañía en Infantería e Ingenieros, un grupo de escuadrones en Caballería y una batería en Artillería; el comandante manda un Tercio y el general es el Jefe Nacional de Requetés (el puesto está actualmente vacante), el vértice superior del triángulo.
Lizarza me ha hecho entrega solemne de un ejemplar encuadernado en piel bermellona, con sus hierros dorados, de las «Ordenanzas y Reglamentos» de este ejército tan peculiar, que tiene ciento seis páginas y abarca todo lo abarcable. En su página 51, por ejemplo, dice lo siguiente: «Hay en el requeté un doble carácter: agrupación de hombres que profesan un Ideario y aspiran a la restauración de la Patria sobre la base de esos principios tradicionales, y actuación militar armada para ese fin». Cuatro paginas más adelante trasluce todavía más: «El requeté es una organización militar; por tanto, para el sostenimiento de la misma es indispensable mantener una férrea disciplina en sus cuadros que, con la conciencia del sublime Ideal que sustenta, eleve la moral de sus miembros, haciéndolos aptos para el máximo rendimiento, y exalte el sentir de la propia responsabilidad, con la inclinación espontánea a todo renunciamiento, cuando se trate de defender la gloriosa Bandera de la Tradición, simbolizada en el emblema santo de Dios, Patria y Rey». Haciendo una abstracción de la carga religiosa de este acápite he de manifestar que ni yo mismo hubiese mejorado esta definición del soldado, llámese requeté a caballo o húsar.
Pero Lizarza me ha contado muchas cosas más, unas motu proprio y algunas otras a preguntas mías. Ha hecho una pequeña historia de sus milicias refiriendo que en mil novecientos treinta y uno, al poco de proclamarse la República, hubo una organización carlista en Navarra que, con el apoyo de una Junta Sacerdotal (la cita es literal porque, extrañado, se lo he preguntado dos veces y ambas ha respondido de igual manera: los sacerdotes son muy importantes en nuestra organización), formó lo que llamaron Decurias —eran grupos de diez hombres, de ahí su nombre— para dar apoyo y custodiar edificios religiosos, los centros propios del carlismo, la sede del periódico El Pensamiento Navarro (que es su órgano de expresión), etcétera. Dos años más tarde estos grupos pasaron a llamarse Patrullas y fue en mil novecientos treinta y cuatro cuando tomaron cuerpo de ejército después de una visita que el propio Lizarza y Rafael Olazábal, en nombre de la Comunión Tradicionalista, el diputado y ex ministro Antonio Goicoechea, por Renovación Española, y el teniente general Barreda, que decía representar a sectores amplios del Ejército (aunque vivía confinado en París), hicieron a Italia, donde lograron reunirse con Benito Mussolini, Il Duce, en Roma. De esta reunión, en la que pusieron negro sobre blanco su propósito de lograr una permutación en España que conllevara, entre otras cuestiones, el cambio de república a monarquía, Mussolini se comprometió a ayudar con armas y dinero: de las primeras nunca lograron traer a Navarra más que pequeñas cantidades y el dinero, un millón y medio de pesetas, vino a España escondido por Olazábal y sirvió para comprar en el mercado negro las primeras pistolas y fusiles.
El cambio que se produjo en mil novecientos treinta y cuatro en el seno del carlismo, cuando Manuel Fal Conde sustituyó a Tomás Domínguez de Arévalo, conde de Rodezno, en la alta jefatura del partido, aceleró el embrión que eran las decurias hasta conformar un ejército en la clandestinidad que se llamó, como antaño, Requeté. A Italia, según cuenta Lizarza, han ido en los últimos años jefes de su partido, bajo la capa falsa de militares peruanos, para recibir instrucción y adquirir pericia en el manejo de armas. Pero ha sido en los montes navarros donde se han forjado estas unidades, que entrenan todos los fines de semana y festivos con un espíritu que, según Lizarza, ningún cuerpo de ejército del mundo será capaz de lograr. Al hilo de estos temas de armamento, embalado por el ritmo que ha ido tomando su discurso, ha hecho dos confidencias.
—Mi general —reseñó—, hace unos días el señor don José Luis Oriol, de su peculio, compró en un país que no hace al caso un cargamento compuesto por seis mil fusiles, ciento cincuenta ametralladoras pesadas, trescientas ligeras, cinco millones de cartuchos y diez mil bombas de mano. Han llegado ya las ametralladoras pero tenemos problemas con el resto del armamento porque el barco que debía hacer el transporte ha sido decomisado en Hamburgo y mucho nos tememos que nunca llegue a nuestras manos, ya que el Gobierno español ha puesto en circulación a sus agentes porque, aun no sabiendo quién es el destinatario final, teme que sea para armar a sus opositores. Pero disponemos de importantes cantidades de explosivos y bombas de mano que nuestra gente está fabricando en almacenes distribuidos en pueblos que nos son afines, y yo mismo hace poco que cerré una operación con la casa Mauser en virtud de la cual tenemos ya en nuestros polvorines, a buen recaudo, mil pistolas con culata de fusil y su correspondiente munición. ¿Qué le parece, mi general?
—Muy interesante lo que relata, Lizarza. Y ¿dice usted que tienen buenos escondites para las armas?
—Los mejores, mi general. Nuestra gente, además, antes muerta que decir una palabra al enemigo. Ni de las armas ni de nada de nada. De eso no tenga duda alguna.
—¿Y la instrucción?
—Semanal, mi general. Entre el general Varela, el teniente coronel Rada y el teniente coronel Utrilla han dado formación militar a los cuadros, y estos, a todo el Requeté.
—Dígame, señor Lizarza, ¿con cuántos efectivos cuenta su organización?
El jefe local de los requetés dudó un segundo.
—Muy confidencial, mi general: ocho mil cuatrocientas Boinas Rojas organizados en unidades tácticas. Esta cifra se refiere sólo a Navarra; ignoro la cantidad en otras provincias. Sí le digo, porque es materia que está acordada por los órganos supremos de nuestra organización, que nuestro ejército estará a las órdenes de quien esté dispuesto a seguir la consigna eterna del carlismo: Dios, Patria, Rey. Por eso luchamos.
—Creo que seguiremos hablando sobre el particular pero hoy, me va a perdonar usted, no dispongo de más tiempo.
—Mi general: creo que lo conveniente es que usted parlamente con don José Luis Zamanillo, que es Delegado Nacional de Requetés. A fin de cuentas, yo sólo soy su jefe en Navarra.
—Tenga usted sobre aviso a su delegado porque nos pondremos en contacto con él tan pronto como sea posible.
—Permítame una última pregunta, mi general: ¿está usted en condiciones de ordenar un levantamiento contra este desgobierno que amenaza con destruir España? Para ser más concreto: ¿podemos confiar en un golpe protagonizado por los militares con usted a la cabeza?
—Señor Lizarza: puedo contestar que tiempo ha que trabajamos en silencio para restablecer en España los valores tradicionales y el orden. Más no puedo decir. Creo que usted ya me entiende.
—Perfectamente, mi general.
—Quedamos, entonces, a la espera de nuevos contactos. ¿Conforme?
—Conforme, mi general. ¡Viva España!
Lizarza salió de mi despacho henchido, exudando inclusive por el pelo y rebosante de liturgia. Acababa de desvelar su potencial de fuerza y esperaba una palabra mía para rendir sus tropas a las del Ejército español en la tarea de romper el yugo que padece la patria. Tras despedirlo, tomé nota en mi cuaderno de las cuestiones que parecían más importantes y mandé llamar a García Escámez y a mi ayudante. Les dije:
—Por lo que acabo de conocer, parece que en Navarra tenemos tropa y moral de victoria.
Don Curro, desde una esquina, cruzó los brazos y sonrió con malicia.