EL coronel García Escámez envió al ayudante de Mola, comandante Emiliano Fernández Cordón, un telegrama desde Sevilla, antes de marchar a Cádiz y embarcar para Ceuta, tras haber pulsado el ánimo de sus contactos en acuartelamientos andaluces que había visitado. Decía el texto: «Las colegialas, regular. Las profesoras, pésimamente». No era la mejor manera de dar ánimos pero no había otra cosa y don Curro, a fin de cuentas, observaba que su jefe siempre prefería conocer la verdad, por muy desagradable que fuera, a que le contaran historias sin base ni fundamento. Y así fue.
—Nada nuevo bajo el sol —comentó Mola a su ayudante cuando le dio cuenta del telegrama—. Nuestro problema no está en Andalucía sino en cómo llegar a Andalucía desde el norte de África. Ese sí es el problema. Y esta cuestión la tienen que resolver desde Melilla y Madrid, que es donde pueden hacerlo. Nosotros, en esta esquina del mundo, tenemos otra misión más amplia: impulsar, organizar, coordinar. Creo, Emiliano, que este mismo mes deberás ir a Madrid para unas gestiones relativas a lo que acabo de comentar.
—Como usted mande, mi general. ¿Seguimos con el plan para mañana?
—Seguimos, Emiliano. Es de vital importancia preparar la cita en un lugar donde no se nos pueda ver, pero lo es más todavía que nadie conozca que la reunión ha existido. ¿Tienen decidido el lugar?
—Parece que va a ser después de Lecumberri, en la carretera de Pamplona a San Sebastián, y antes del puerto de Azpíroz, en una salida que da a un robledal. Hoy mismo están en San Sebastián los capitanes Lastra, Vizcaíno y Vázquez. El primero para contactar con el general Kindelán; los segundos se entrevistan con oficiales del cuartel de Loyola. Han salido todos juntos en el coche del señor Maíz.
—Únicamente quiero decir que el general Kindelán está muy vigilado y es un objetivo fácilmente identificable porque es más alto que yo. ¿A qué hora será la cita?
—A las diez. Mañana es día de fiesta y no será necesario madrugar.
—¿Está Martínez Erro en Capitanía?
—Si no ha llegado estará a punto. He habilitado una oficina en el ala oeste aunque los documentos que deban escribirse propongo que se hagan en su despacho, general, y en su máquina, la Underwood. No conviene que haya trasiego de papeles, ni siquiera entre nosotros. Cualquiera puede tener un despiste y dejar olvidada una nota donde menos se espera.
—Bien, dígale que mañana por la tarde se presente en mi despacho, sobre las seis, porque vamos a pasar a limpio un documento muy confidencial.
—A sus órdenes, mi general.
—¿Tiene usted alguna información del nuevo jefe de la Guardia Civil?
—Que está en Pamplona desde hace tres días. Nada más.
—Según informaciones que he recibido, ya ha mantenido una reunión con izquierdistas locales en la Casa del Pueblo. ¡Y a mí que me den dos duros! Ni siquiera ha llamado por teléfono para saludarme. ¿Sabes, Emiliano, que el nombramiento de Rodríguez Medel viene firmado en la Gaceta por el presidente de la República y no por el ministro de la Gobernación, como es habitual? Pues así es. En fin, ¿cuándo regresa el coronel García Escámez?
—Creo que pasado mañana, mi general.
—Déjele un aviso en su domicilio para que venga a verme, sea la hora que sea.
—¿Ordena algo más?
—Nada más. Mañana nos vemos a las nueve y cuarto en la puerta de este despacho. En media hora tengo entendido que llegamos a Lecumberri, ¿no?
—Así es, mi general, hasta mañana.
El director de Diario de Navarra regresó de Portugal con algún sobresalto derivado de su propia condición de político, ya que en la frontera lusa, no contenta la policía de aquel país con el pasaporte que exhibía, todo en regla, hubo de mostrar su carné de diputado en las Cortes Españolas para conseguir traspasar la aduana porque problemas burocráticos que nunca llegaron a detallar amenazaban con retrasar sine die su entrada en aquel país. La cita con Sanjurjo se produjo según lo previsto, pero la emoción por escuchar de viva voz al general golpista cómo estaba totalmente de acuerdo con los planes de Mola y que únicamente esperaba una indicación para ponerse en marcha, alteraron el compromiso inicial y Raimundo García, pelillos a la mar, estuvo dos días enteros por Estoril convidando a su interlocutor, y a su esposa y niños, en las mejores casas de comidas para dar más realce al encuentro. Tenía en sus manos una información que hubiera hecho temblar los palios en cualquier catedral pero en su doble militancia periodista-político siempre antepuso esta última de manera que los lectores de Diario de Navarra no recibieron noticia de algunos de los pasos que había dado su director hasta casi quince años después, y de forma muy parcial, cuando ya había suficiente tierra sobre los muertos y el caudal de agua caída tenía emborronada la memoria frágil de sus compañeros de lucha.
Raimundo García volvió de Estoril pletórico, pasó por Madrid, conferenció con Calvo Sotelo y Gil Robles y enfiló el trayecto a Pamplona, que pasaba en primer lugar por Capitanía. Pero Mola, cuando recibió el aviso de que el director de Diario de Navarra estaba en camino hacia su despacho, envió al comandante Fernández Cordón a su encuentro para rogarle que la cita fuera en un lugar más discreto, quizá la fonda Otamendi, de Irurzun, ese mismo día, para almorzar. Y allí se presentó acompañado de su mujer y de los cuatro hijos, vestido de paisano y en coche oficial. Pensó que lo prudente era no ocultar la entrevista sino airearla de manera natural: un almuerzo familiar con la presencia de un amigo de los tiempos del cuplé. La comida, con tanto niño berreando, resultó un rollo y no menos incordio por lo que, tras los cafés, Mola y Garcilaso salieron de la fonda y paseando por entre huertas, fumando cigarros habanos, buscaron un árbol de sombra y el periodista-diputado desplegó una hoja escrita a mano donde llevaba ciertos apuntes que no quería olvidar.
—General: la visita a Estoril ha sido de lo más provechosa porque si hasta ahora había nieblas en el horizonte, a partir de hoy se puede decir que luce el sol y hay visibilidad plena. El general Sanjurjo, que le manda un estrechísimo abrazo, me comunica que tiene conocimiento de los planes que usted ultima, de los que prepara el carlismo y de los movimientos que se están dando en casi todas las Divisiones del Ejército de España en pro de una corriente que aúne las voluntades que anidan los buenos españoles, los patriotas, aquellos que no pueden permanecer por más tiempo quietos sin que se les consuma el alma. Me autoriza a decirle que ha mantenido diversos contactos con las más altas jerarquías de la Comunión Tradicionalista, con el príncipe regente, don Javier de Borbón-Parma, inclusive, y que está a disposición de la causa que a todos moviliza. En su opinión la convergencia de la fuerza militar con las unidades civiles que representa el carlismo es la máxima garantía para que este movimiento triunfe, y a ese fin presta su total colaboración en la forma y modo que se estime oportuno. Dice el general Sanjurjo que estando donde se encuentra —y en la manera en que se encuentra— únicamente puede enviar sustento moral porque no está en su mano disponer de fuerza alguna que apoye este movimiento regenerador de nuestra patria. Pero, aún y todo, compromete su prestigio, su honor y las fuerzas que le quedan para sumar su nombre a esta campaña que usted, general Mola, dirige, en la forma que considere conveniente. De igual modo el general Sanjurjo cree que lo pertinente en estos momentos es que usted entable una relación con los dirigentes de la Comunión Tradicionalista para aunar las voluntades de las que antes hablaba y tener así las máximas garantías en orden a conseguir el triunfo final. No es tarea sencilla, cree el general, pero es la tarea a la que el honor y el patriotismo obligan ahora. Si dejamos que el enemigo continúe por el camino que se inició después de las elecciones del pasado mes de febrero, España se desangra y cae en manos del comunismo internacional. Si dejamos que pasen las semanas, los agentes internacionales se instalarán en España y sabe Dios que no cejarán en su empeño para destruir nuestra civilización. Si ellos ganan, general, vae victis, ¡ay de los vencidos, ay de todos nosotros, ay de nuestra patria!
Raimundo García va echando mano de los apuntes que lleva escritos en su hoja doblada pero lo hace al soslayo, porque sabe muy bien qué tiene que exponer y cómo, independientemente de que su prosa se ajuste más o menos a lo que díjole Sanjurjo días atrás paseando lentamente de Estoril a Cascais. Mola conoce de su facundia y del arte que emplea para adornar todo tipo de cuestiones y no muestra mayor empeño en cortar la plática que Garcilaso va dejando caer mientras el general lanza al aire volutas de humo con aire provinciano.
—General, dice el laureado Sanjurjo que usted debe proseguir con sus planes hasta el mismo día del levantamiento y que él está en posición de alerta esperando una comunicación para marchar donde le señale. Textualmente me ha comentado: «Dígale al general Mola que soy un soldado y estoy a las órdenes del Ejército, y puede contar conmigo para cualquier servicio que se me encomiende». Respecto de los carlistas me indica que ha dado su conformidad para encabezar las fuerzas del Requeté, puesto que espera que se sumen a las del Ejército de España en la causa que usted encabeza. Me autoriza a señalar que el carlismo quiere un cambio para España que sea inminente y que, si no encuentra aliados por ese camino, sus fuerzas de choque, los requetés, se alzarán en armas contra esta tiranía, solos.
—¿Cómo? —interrumpe Mola sin perder de vista el humo de su cigarro.
—Al parecer, está previsto un levantamiento que comience en Andalucía, siga por el Levante y se incremente en la zona vasconavarra para después, cada uno en sus columnas, marchar sobre Madrid.
—Es decir, lo que siempre han pretendido los carlistas, conquistar Madrid.
—Así es, general. Pero en esta ocasión creen que los débiles y timoratos, los que dudan, se van a unir a sus filas y todos juntos conquistarán la capital.
—Y usted, señor García, usted que los conoce bien, desde luego mejor que yo, ¿qué piensa de todo esto que acaba de referir?
—Para ser sincero, general, yo creo que es el Ejército quien debe dar el primer paso. A él se deben subordinar las demás fuerzas.
—Eso lo dice porque usted no es carlista.
—Lo digo porque es lo que manda el sentido común. Y, estoy seguro, es lo que usted piensa. Creo que ya hemos hablado sobre el particular en otra ocasión.
—Así es. Pero ni el Ejército ni yo mismo podemos obligar a nadie, como no sea con la fuerza de las armas, para que nos siga en este camino de sacrificio que estamos recorriendo. Para mí, que el carlismo está sobrevalorando su fuerza y minusvalorando la nuestra.
—No creo que sea exactamente eso, general. El carlismo lleva años preparando un alzamiento, una carlistada. No han ganado las tres guerras anteriores. Quizá sea esta su oportunidad.
—Pero eso es reconocer que el carlismo va a la guerra no sólo por defender España sino para colar de rondón su propio rey. Y eso, mi querido amigo, el Ejército de España no puede secundarlo. La cuestión no está hoy en monarquía o república. El meollo radica en patria o desgobierno, comunismo o valores tradicionales, libertad o anarquía. La cuestión dinástica, en mi opinión, es secundaria en esta obra. Ya sé que para el carlismo es esencial porque está en la raíz misma de su concepción, pero para el resto de los españoles es más importante acabar con la anarquía y el caos que instalar en Madrid un Borbón, aunque sea de rama diferente. Supongo que usted estará de acuerdo conmigo, señor García.
—Estoy de acuerdo con usted, general, pero lo que cavilemos ambos es marginal respecto de las creencias del carlismo. Ellos piensan lo que acabo de referir y el general Sanjurjo les apoya. Con matices, pero les apoya. Lo importante ahora, repito, es aunar las fuerzas, concitar voluntades.
—¿Y cómo se hace eso?
—Hablando usted directamente con los jefes de la Comunión Tradicionalista.
—¿Con quién?
—Creo que habría que ir por pasos. Primero Rodezno, luego Fal Conde, más tarde Baleztena, Lizarza… incluso con el propio príncipe regente, don Javier de Borbón-Parma.
—Me temo que esto último no es posible, porque no reside en España, ni deseable. Yo represento, mejor dicho, soy una parte del Ejército de España y España, a día de hoy y desde hace cinco años, es una república. No diré más.
—En síntesis, el general Sanjurjo está a sus órdenes y parece necesario que usted contacte con el carlismo. Sabe que tiene no sólo mi apoyo entusiasta sino mi colaboración más desinteresada si la necesita. De todos modos…
Garcilaso echa mano al bolsillo trasero y saca una pequeña cartera de cuero oscura de la que extrae la mitad de un recordatorio fúnebre.
—Decía que, de todos modos, el general Sanjurjo me ha hecho portador de un mensaje rotundo. Esta media tarjeta que ahora le entrego y que corresponde al recordatorio por la muerte del canciller austríaco Engelbert Dollfuss, asesinado como usted sabe hace dos años en Viena, será la prueba de que el general Sanjurjo da el paso al frente. La otra mitad queda en poder del general y así será hasta el día señalado para el comienzo de nuestra liberación; en esa fecha se la entregará en mano un representante del general. En tanto no reciba usted una carta manuscrita suya, que acompañe la otra mitad de esta tarjeta, Sanjurjo queda a la espera. No habrá confirmación de su participación en este movimiento si a la carta en la que se exprese su asentimiento no acompaña la otra mitad del recordatorio que ahora usted posee. Es la contraseña que el propio Sanjurjo me ha ordenado que le entregara.
Mola guarda la media tarjeta ribeteada de negro en su cartera sonriendo con una mueca maliciosa. Piensa que Sanjurjo, perro viejo y escaldado, ha aprendido ya el artículo primero de toda conspiración que se digne: desconfiar de todo el mundo. Aunque sigue dejando pruebas, como cree Mola después de recibir la mitad del recordatorio.
—Y por Madrid, ¿cómo ve usted la situación?
—Complicada. El Gobierno no la controla porque se le escapa de las manos. Madrid no es una ciudad segura para nadie y la gente de orden está harta de los desmanes de cada día. Las masas obreras quieren la revolución, el comunismo, mientras el presidente de la República, Manuel Azaña, y del Consejo de Ministros, su amigo Santiago Casares Quiroga, que está enfermo de tuberculosis, miran para otro lado. En las filas socialistas sigue la bronca entre Largo Caballero, nuestro Lenin, y don Indalecio Prieto. El Gobierno es muy débil no sólo por la ausencia de ministros socialistas sino por el carácter de muchos de los actuales.
—Y de lo nuestro, don Raimundo, ¿qué se dice de lo nuestro?
—He hablado con el general Fanjul y, aunque no rebosa optimismo, cree que todo es posible si interviene el factor sorpresa. Usted sabrá mejor que yo cómo se trabaja en la capital.
—Se trabaja, señor García, como en todas partes, a marchas forzadas. Unos días se avanza un kilómetro y otros se retrocede medio. En la guerra sucede lo mismo. Ahora mismo no creo en los paseos triunfales que algunos auguran; en realidad, nunca he tenido fe en esas cuestiones porque conozco bien lo duro que es abrirse paso entre posiciones enemigas. Lo que tenemos entre manos, que nadie dude, va a costar mucho sacrificio. Pero confío en que dure poco. Por cierto, comentarle que he estado con don José Luis Oriol y hemos quedado para entrevistarnos con más tiempo un día de estos. Álava es clave en lo que estamos haciendo.
—El señor Oriol, además de un caballero intachable y un patriota ejemplar, es un filántropo como pocos. De su bolsillo han salido muchos cientos de miles de duros con los que el carlismo ha comprado armas y munición.
—Seguiremos trabajando sin que nos pese el ánimo porque hoy, aunque puede que no lo parezca, estamos un poquito más cerca del final.
—¿Volvemos para Pamplona?
—Volvemos.
El once de junio, día del Corpus Christi, amaneció radiante en Pamplona y el general Mola, muy de mañana, salió por la puerta principal de Capitanía para dar un paseo en compañía de su ayudante. Desde la parte trasera del palacio avistaron una imagen que hasta entonces no habían podido ver: un puente de fábrica con tres arcos que une las dos orillas del Arga, un río que serpentea por el norte de la ciudad, a sus pies, porque Pamplona está en un alto sin posibilidad alguna de que sus aguas lleguen a inundar las calles, excepto que llegara el fin del mundo con el diluvio universal. Algo así ha sucedido en la ribera de Navarra donde, ha pocas fechas, una tromba de agua se ha llevado por delante cosechas, árboles, animales, tractores, dejando un rastro de barro y desolación, de impotencia y rabia, que dará paso a más miseria, porque no otra cosa se vive en el campo. Pero hoy, festividad del Corpus Christi, Mola no está para contemplar el paisaje sino para concretar cuestiones de vital importancia cerca de Lecumberri con otro militar en el retiro, el general de Aviación Alfredo Kindelán Duany, igualmente cubano de nacimiento.
Félix Maíz también ha madrugado. Pasó por los Redentoristas para ir a misa de ocho, comulgó, compró bollitos suizos para la familia, desayunó, leyó el periódico, cargó el depósito del automóvil, revisó las presiones de los neumáticos, limpió los cristales y cepilló la tapicería de los asientos. A la hora convenida estaba con el motor en marcha en el portal de Zumalacárregui y el coche enfilando al norte.
—Buenos días, señor Maíz.
—Buenos días, general. Buenos días, comandante.
La cita es a las diez en una vereda estrecha con forma de herradura, a la salida de Lecumberri, que entra y sale de la carretera que conduce a San Sebastián. Por el camino, a la altura de Aizcorbe, Maíz adelanta a un Fiat Balilla 508, color crema, donde viajan como piojos en costura cuatro personas y al general le cambia la cara porque, al volante, está el capitán Moscoso del Prado, a quien acompañan los capitanes Diez de la Lastra, Vicario y Vázquez.
—¿Repiten viaje los capitanes? —pregunta Mola, sorprendido, a su ayudante.
—Van con nosotros, mi general. Les he pedido que, dado que usted se va a encontrar fuera de la carretera principal con el general Kindelán, vigilen la zona y corten el paso a cualquiera.
—No sé si no seremos muchos en la misma posición…
—Tienen la orden de volver por otra carretera.
Eso le dejó más tranquilo porque era una instrucción que él mismo se había encargado de comentar con Maíz el primer día que se vieron viajando en su coche. Ninguna medida de precaución sobra, ninguna precaución está de más, el enemigo no descansa nunca, solía repetir.
Poco antes de las diez, tras haber cruzado Lecumberri, Maíz giró en una pequeña recta a la izquierda, entró por un camino de tierra y un centenar de metros bosque adentro paró el coche. Un rato después se oyó el ruido de un motor y el comandante Fernández Cordón aseguró que era el coche de los capitanes. «Runrunea de manera inconfundible porque tiene un golpe en el tubo de escape», dijo. «Ellos se quedan en el arcén de la carretera hasta que llegue el coche del general; luego van a cerrar la salida por si nosotros tenemos que seguir de frente. Vicario se ha encargado de señalar la entrada al chófer y por eso va vestido de azul».
Con un pequeño retraso apareció Kindelán. Venía de San Sebastián acompañado de una de sus hijas, Lola, y con su amigo Francisco Herrera Oria en la parte trasera del automóvil que conducía Carlos de Salamanca, un lustroso Jaguar verde botella que llamaba la atención se quisiera o no. A Mola no le gustó porque era una ostentación innecesaria (ignoraba que Salamanca se dedicaba a la venta de automóviles y que Jaguar era una de sus marcas representadas para España), pero no hizo comentarios; únicamente torció el morro cuando lo vio llegar. Tampoco tuvo tiempo en exceso para contemplar la joya británica porque, mientras el automóvil verde se acercaba, sonaron unos disparos que se escucharon con total nitidez. El comandante Fernández Cordón, con su pistola desenfundada, indicó a Mola que subiera al coche. Maíz lo puso en marcha e hizo una seña con la mano a Salamanca para que siguiera; medio centenar de metros más adelante paró el Buick y el conductor del Jaguar hizo lo propio. Kindelán bajó de la parte delantera y esgrimió una sonrisa de circunstancias ante Mola:
—Buenos días, mi general: ¿nos han detectado?
—Buenos días, general. No lo sé: me han parecido detonaciones de revólver, así que no son nuestras. Hay cuatro capitanes en el cruce y espero que sepan protegernos —dijo malicioso.
—¿Han visto algo sospechoso en el camino? —preguntó Fernández Cordón a Salamanca.
—Nos ha parecido que había un par de personas más allá del cruce. También estaba el Fiat que nos habían indicado.
—Maíz —ordenó Mola—, vaya usted hasta la carretera y averigüe qué ha sido eso.
—Ahora mismo, general.
Los dos generales avanzaron por el camino hasta un pequeño claro. Allí, sobre un tronco cruzado, Kindelán quedó sentado y Mola en pie. Del coche de Salamanca bajó una joven de unos veinte años con un sobre blanco algo abultado, fue andando hacia donde se encontraba su padre y regresó para montar otra vez; sacó del bolso una revista y comenzó a ojearla levantando la vista de vez en cuando para seguir los pasos del general de Aviación. Herrera Oria, a su vez, hacía como si leyera un periódico. Sonaron más disparos. Por el camino llegó de nuevo Maíz, que había estado con el capitán Lastra al borde del sendero.
—Son disparos de escopeta para celebrar una procesión. Se puede ver desde la carretera.
—Pero ¿no estaban prohibidas? —preguntó Kindelán.
—Parece que, al menos las de este pueblo, no.
—Y ¿lo celebran así?
—No tendrán pólvora para cohetes —respondió Maíz—. Es que hoy es Corpus Christi, día grande para la Iglesia…
—Sigamos, Kindelán.
Los generales volvieron al tronco. Sobre sus rodillas, el aviador desplegó el plano que había traído en el sobre y también unas cuartillas escritas a máquina. Mola observó los movimientos con el rostro muy serio y una vez se quitó las lentes para ver de cerca el mapa. Los generales conversaron durante cuarenta minutos y al cabo de ese tiempo Mola llamó a su ayudante.
—Comandante: ¿está libre el camino de vuelta?
—Creo que sí, mi general.
—Compruébelo de nuevo, por favor.
Maíz se acercó a una indicación de Mola y recibió el sobre.
—Guárdelo en el lugar más seguro.
Y tirando una sonrisa añadió:
—Responde usted con su vida, señor Maíz.
—No es necesario. Mi coche tiene un par de compartimentos que ni su propio fabricante podría descubrir.
Fernández Cordón regresó haciendo gestos cruzando las manos.
—El camino está expedito. Podemos volver.
Mola dio un paso atrás y se llevó del brazo a Kindelán. Reveló algo a su oído y se dieron un abrazo.
—Vamos para casa, señor Maíz. Nuestra procesión ha acabado.
Ya en el coche, el general Kindelán hizo un comentario a Herrera Oria:
—Hay que ayudar con dinero a este movimiento. Vosotros, Carlos y tú, que podéis, moved los hilos de la colecta.
En ese momento, no hubo respuesta.
El camino de vuelta lo hizo Mola en silencio, casi como de costumbre, ordenando en los archivos de su cerebro la información que acababa de obtener. Comió con su familia, jugó con los niños y echó una cabezada en el sofá. A las cinco de la tarde se fue para el despacho y en la libreta de tapas de hule fue anotando cifras y frases a la vez que consultaba un mapa de España que sacó de un cajón. Luego se encaminó hacia el planchatorio y redactó la cuarta de sus instrucciones reservadas, con tantas tachaduras y borrones, que esperó la llegada de Martínez Erro y, ya en su despacho, comenzó a dictar:
Instrucción Reservada Número Cuatro.
Para el régimen de tiempo se tendrá presente lo siguiente:
Primero - La hora inicial será aquella en que se empiece el movimiento por la división que tome la iniciativa en el sector Valladolid, Burgos, Zaragoza. Para ello, el general jefe de cualquiera de las divisiones V, VI o VII, al dar cuenta con arreglo al párrafo 3.º de la INSTRUCCIÓN RESERVADA NUMERO TRES, dirá la hora en que va a declarar el estado de guerra: ÉSTA ES LA HORA INICIAL (HI).
Segundo.- La primera etapa de las fuerzas deberá estar realizada por tanto a la hora HI más TREINTA Y SEIS. La confronta en esta etapa debe hacerse a la hora HI más TREINTA Y SEIS más UNA.
Tercero.- La segunda etapa deberá estar realizada a la hora HI más TREINTA Y SEIS más VEINTICUATRO. La confronta de destacamentos a la hora HI más TREINTA Y SEIS más VEINTICUATRO más UNA.
Cuarto.- La tercera etapa habrá de estar realizada a la hora HI más TREINTA Y SEIS más VEINTICUATRO más VEINTICUATRO. Las confrontas de destacamento a esta hora más DOS.
En Madrid a junio de 1936.
EL DIRECTOR.
—¿Ha quedado bien? —preguntó al finalizar.
—No ha podido quedar mejor, mi general —respondió Martínez Erro tras su primer trabajo.
—A ver, a ver…
Mola tiró del carro con energía, sacó las hojas, el papel de calco y casi la propia máquina del impulso que dio. Ojeó la página sin hacer correcciones. Luego miró a su escribiente, comenzó a recorrer el despacho en diagonal y dijo sin alterar el paso:
—Para primer día no está mal.
—Gracias, mi general. ¿Quiere usted que le pase algo más a máquina?
—No es necesario por ahora. En su debido momento le volveré a avisar.
—Si no manda más, mi general, me retiro con su permiso.
—Sea.
—Buenas tardes, mi general.
—Buenas tardes… mecanógrafo.