LOS dirigentes del carlismo no residen precisamente en Pamplona, sino diseminados entre Madrid, Andalucía y el País Vasco francés; creen en mayo de mil novecientos treinta seis, una vez ganado para la causa al general Sanjurjo, que si un ejército queda en disposición porque está entrenado, lleva asumidas las instrucciones que ha dictado la autoridad suprema y sabe de dónde le van a llegar los tiros, lo mejor que puede hacer es declarar la guerra porque, de lo contrario, acaso sucederían dos cosas: o que el enemigo se adelante y provoque una escabechina, o que la tropa, hastiada de esperar la entrada en combate, se relaje y el requeté se instale en casa, protegido por la concha del caracol, a la espera de tiempos mejores. José Sanjurjo Sacanell está aburrido hasta las cachas de vegetar por Estoril y la marea carlista ha conseguido que el general acepte ser el abanderado de su propia rebelión, que está en puertas y no se debe demorar más. «Que siga Mola mareando la perdiz por Pamplona que nosotros hemos puesto los bueyes por delante del carro y ya no hay quien nos pare», ha proclamado Fal Conde a un grupo de correligionarios. «El Gobierno nos busca por Navarra, pero las boinas rojas de los requetés van a dar la sorpresa brotando en formación, como margaritas de primavera, donde menos se espera».
José Sanjurjo ha aceptado en Estoril, con las tripas llenas de bacalao y licor dulce de Madeira, la verborrea que utiliza Manuel Fal Conde cuando trata de ganar adeptos para la sagrada causa:
—Mi general, el carlismo está impaciente por intervenir en España para acabar con el caos y la anarquía, antes de que sea demasiado tarde.
»Si el Ejército da un paso al frente, detrás, como un solo hombre con usted a la cabeza, se colocarán las fuerzas del Requeté con sus propias estructuras y sus propios mandos. Pero, ay general, si eso no se produce… Si eso no se produce, y Dios no lo quiera, la Junta Suprema Militar de la Comunión Tradicionalista, con su augusta majestad don Alfonso Carlos a la cabeza y el general don José Sanjurjo de abanderado de sus tropas, si usted lo acepta, dará el primer paso y de esa manera arrastrará a los indecisos que, por lo que llevamos viendo en estos meses, son legión. Si vamos con usted, mi general, no es necesario pactar nada con nadie, ni siquiera con el Ejército, porque a nuestra causa se han de unir todas aquellas gentes, de paisano o uniforme, que no aguantan un día más este oprobio. Somos legión, general. En el supuesto que contemplamos ahora como más plausible la Junta Suprema promulgaría el estado de guerra, su majestad don Alfonso Carlos sería proclamado rey y volvería la libertad, el orden a los buenos españoles. Está previsto que los requetés andaluces se subleven en las sierras de Huelva y Gata para provocar una reacción del Gobierno y, cuando esto suceda, cuando los esbirros del Frente Popular envíen sus tropas hacia el sur, mi general, usted, con el requeté vasconavarro y con todos los patriotas que se sumen a la movilización, marchará sobre Madrid para tomar la ciudad. Y para Madrid tenemos otros planes que, con su permiso, voy a detallar a continuación.
Fal Conde refresca el gaznate con agua y, en el mismo viaje, se echa al coleto otro vaso de vinho verde, bien frío. Prosigue con su cruzada:
—La previsión que han hecho los mandos del Requeté es que una unidad entrenada al efecto ha de tomar en Madrid los ministerios de Gobernación y Guerra, Correos, el edificio de la Compañía Telefónica, la estación de ferrocarril y las cocheras del Metro, que son los centros neurálgicos de la ciudad. Para llevar a cabo esta arriesgada operación vamos a movilizar una compañía de requetés que irán uniformados como miembros de la Guardia Civil y soldados de Infantería; es decir, un golpe dado por los mismos servidores del orden, aunque en este caso sean de matute. Están listos ya los uniformes, los tricornios, el correaje, los aparejos, las armas y hasta los vehículos. Todo, absolutamente todo, está a la espera de recibir la orden. Como verá usted, general, un golpe de mano con la sublevación del Requeté en Andalucía, la toma de los centros neurálgicos de Madrid y la marcha sobre la capital de todo un ejército desde el País Vasconavarro por usted comandado, es suficiente garantía de éxito en esta operación.
—Claro, claro —musitaba Sanjurjo entre vapores de alcohol que le mejoraban el contento, transportándole hasta la barra del bar de Perico Chicote, en Madrid, donde era un asiduo antes de que le entrara la pasión golpista; épocas pretéritas.
—Además, hay otras fuerzas que desde Cataluña, Valencia, Galicia, etcétera, van a colaborar en la buena marcha de este operativo. El Requeté se va a movilizar con todos sus efectivos.
—¿Tienen armas para todos? ¿Armamento ligero, algo de pesado?
—Para todos no. Pero confiamos también en arrebatárselas al enemigo. Las unidades listas para entrar en combate disponen de armas cortas y largas y munición en abundancia.
Sanjurjo va asimilando el discurso y, aunque con algún sopor a causa del vino dulce que trasiega, le extraña ese planteamiento que acaba de hacer Manuel Fal: ir a la guerra y combatir con las armas que vamos a arrebatar al enemigo.
—Amigo Fal: más vale retrasar la entrada en combate hasta que haya armas y municiones para el último soldado y no fiarlo todo al arrojo y valentía de unos hombres que, en el mejor de los casos, han de enfrentarse a unidades con formación y pertrechos de guerra. Por más que todo el requeté esté formado por una peña de héroes, querido amigo, la guerra es la guerra, no lo olvide.
—General: tenemos armas y municiones, y más que están en camino. No ponga en duda que cuando suenen los clarines anunciando el nuevo día, el Requeté dispondrá de todo el armamento que una guerra moderna necesita.
—No sé, no sé —vacilaba Sanjurjo—, pero si usted que es su jefe lo dice…
—Lo digo, lo mantengo y lo redigo.
Luego Fal lleva la conversación por otros vericuetos que conducen al día después, al final de la última batalla, con Alfonso Carlos reinando en España y el general Sanjurjo, sazonado de oropeles y laurel, encaramado a la cúspide del poder y recibiendo los aplausos de toda una ciudadanía que está en la calle, de pie y rebosando júbilo, viendo marchar las tropas reales con banderas, estandartes, blasones, pendones, gallardetes y trofeos camino de los cuarteles y la gloria. «Qué imagen, mi general, qué imagen», repite entusiasmado el abogado onubense Manuel José Fal Conde, delegado de su augusta majestad don Alfonso Carlos de Borbón, apoyando la mano en el hombro de Sanjurjo cuando se retiran del almuerzo, cansados de pimplar y de verborrea y cada quisque va para su casa, el uno en Estoril y el otro a Sevilla.
Aunque la policía tiene ganado con esfuerzo un buen prestigio como lenta, ineficaz e incluso a veces torpe —pero no tonta de remate—, en una acción de vodevil se entera por confidentes del plan completo que los carlistas tienen preparado para Madrid y en un abrir y cerrar de ojos tumba el castillo de naipes que los jerifaltes de la Comunión han edificado sin argamasa y cae con estrépito el plan que Fal Conde acaba de exponer al general Sanjurjo en Estoril al modo de los cantares de gesta de antaño.
La Dirección de la Seguridad del Estado ha movilizado más de cincuenta efectivos y de un tacazo descubre en Madrid, en la calle de Tudescos, junto a la plaza del Callao, casi en plena Gran Vía, un depósito que guarda cien uniformes de la Guardia Civil, otros tantos correajes e igual número de tricornios, nuevos a estrenar, embalados en nueve fardos y once cajones. Los uniformes habían sido confeccionados en Zaragoza por la empresa Sobrinos de Juan Sarasate y Compañía, dedicada a la sastrería oficial; los correajes en Anzuola, Guipúzcoa, por Agustín Tellería Mendizábal, carlista viejo que es pieza clave de la conspiración en esa provincia; y los tricornios en Pamplona, en un pequeño taller que fabrica botas de vino y pellejos. La policía detiene a los propietarios de los establecimientos (Tellería acaba en la Cárcel Modelo), aunque hay un elemento, Aurelio González de Gregorio, amigo de Fal, que debe salir por piernas y montar en un tren en marcha sin conocer el destino pero apoyado por las alas que facilita la fortuna: llega a la frontera de Portugal y logra pasar la divisoria sin mayores agobios porque sus correligionarios tienen contactos en el puesto, donde lo esperan porque así se lo indica la intuición. A eso le llaman un golpe de suerte. Manuel José Fal, que es capaz de encantar serpientes silbando con las orejas si la ocasión lo requiere, preserva el desastre de la operación diciendo que González de Gregorio era el cabecilla, que está a salvo y que los objetivos de tomar Madrid siguen ahora con más fuerza que antes.
En apoyo de anteriores asertos y para amarrar más si cabe el vínculo que ha establecido con el viejo general Sanjurjo, Manuel Fal, hombre clave en el carlismo de la primera mitad del siglo veinte (dicen que pinta más que su propio rey), organiza en secreto de confesión un viaje a Estoril acompañando al príncipe regente don Javier de Borbón, que ambos realizan desde París porque creen que es el lugar más discreto para la salida. Alfonso Carlos de Borbón, el rey de sus acólitos, tiene en tan gran alta estima a Fal que hace menos de cinco meses ha hecho pública una proclama en la que dice: «Vista la brillante gestión realizada en el cargo de Secretario General de la Comunión por don Manuel Fal Conde, durante el periodo de reorganización abierto en tres de mayo de mil novecientos treinta y cuatro, fecha de su nombramiento, he creído conveniente ratificarle los poderes que le hube otorgado e investirle de la cualidad de Jefe Delegado mío en España. Y atendiendo a su propia petición, en vista de la trascendencia de los momentos actuales, que reclaman orientaciones de excepcional importancia para la Causa, instituyo el Consejo de la Comunión Tradicionalista con los señores don Esteban Bilbao y Eguía, don Lorenzo María Oller, don Manuel Senante, don Luis Hermoso de Larramendi, don José María Lamamié de Clairac, los que con la Presidencia de mi indicado Jefe Delegado constituyen, a mis órdenes, la superior categoría de la misma. Dado en el destierro a…».
Pero el rey es muy mayor, casi nonagenario, de salud delicada, y quien dirige los destinos de la Comunión es ahora el príncipe regente, don Javier de Borbón Parma, el hijo décimo noveno del último duque reinante de Parma —ha nacido en Pianoro, Italia, muy cerca de Bolonia—, al que llamaron Roberto I, y de su segunda esposa, doña María Antonia de Braganza, hermana de doña María de las Nieves, esposa de don Alfonso Carlos; porque la cuestión está en que el rey no tiene descendencia directa y para asegurar la dinastía ha tenido que echar mano de un ciudadano que es Borbón de refilón, italiano, eslavo de aspecto y que habla un español que no hay cristiano que entienda. Ha pasado ya casi un siglo desde que el infante Carlos María Isidro lanzara a sus partidarios a la guerra por un puesto en el trono y en la historia de España, y ahora, en mil novecientos treinta y seis, es palmario que al carlismo casi no le quedan descendientes de fuste y ha de echar mano de la segunda fila, del banquillo, para seguir manteniendo encendida la llama y la bronca de las pistolas. «Derrota, tras derrota, tras derrota, hasta la victoria final», que le gusta decir a Fal, porque si algo tiene el carlismo del siglo veinte es su condición de inasequible al desaliento por más que le lluevan los mamporros (en las últimas elecciones para diputados a Cortes ha bajado sus escaños hasta un número cabalístico: trece). Los carlistas han devenido en especie crecida en las formas, bronca en sus ideales, justiciera con la historia de España, cualidades todas ellas que conformarán un carácter que no por más acentuado va a evitar su extinción como organización de masas. La historia guarda para este movimiento medio predicante, medio matón, ingenuo hasta el paroxismo, una esquinita de armabroncas y apenas más, porque poco mayor es su aportación general en el devenir de la nación (Franco lo intuyó y, mientras se fue aprovechando de sus gentes, estaba preparado para fagocitarlas con las falanges de sus manos y las de las centurias con camisa negra que le preparaba su cuñado, Ramón Serrano Súñer).
En Estoril, el general José Sanjurjo, marqués del Rif por gracia de Alfonso XIII, amigo de la reverencia, la pompa y el boato, guarda para don Javier de Borbón su mejor epístola:
—Alteza —dice cuando recibe al pretendiente carlista con un bajonazo de cabeza—, nada me llena de más satisfacción que la presencia en esta bella ciudad del destierro de su augusta figura, que encarna como nadie el recuerdo de las tradiciones y hace aflorar en mí sentimientos que nunca pensé recuperar. Mi benemérito padre, don Jorge Sanjurjo Somostro, que en paz descanse, luchó con las tropas del rey don Carlos como capitán de Caballería y encontró la muerte en el campo de batalla, que es el predio natural de quienes nos dedicamos a la milicia. Mi madre, doña Carlota Sacanell Desep, estuvo al lado mismo de nuestro rey, habida cuenta que su hermano, mi tío don Jaime, fue secretario de nuestro augusto monarca. En mi casa de Pamplona me he criado viendo todos los días la imagen de don Carlos María Isidro, nuestro rey, y de don Tomás de Zumalacárregui, nuestro general más preclaro. Mi vida entera ha sido el carlismo y…
A Sanjurjo parece que se le está haciendo un nudo en la garganta porque no es capaz de pronunciar una sola palabra más. Tiene los ojos muy abultados (de natural ya le bailan fuera de las cuencas), brillantes, y los labios unidos por una nata fina, espumosa, que le pega los bordes. Así no hay manera de hablar. Fal ha captado la emoción del momento y en la habitación del hotel donde se encuentran marcha hasta el baño para procurar agua. El general bebe con ansia, pero no puede seguir y hace un gesto con las manos para que los invitados digan lo que han venido a decir.
—General —expresa don Javier—, estamos aquí por encargo de su augusta majestad mi tío don Alfonso Carlos y su delegado en España, don Manuel Fal Conde, le va a hacer partícipe de la postura de la Comunión Tradicionalista. Adelante, don Manuel.
El pretendiente se calla y prácticamente no volverá a decir nada mientras la reunión (con almuerzo incluido) dure. Para hablar ya está Manolo Fal, que lo hace hasta por los codos, si le dejan.
—General: la postura oficial de la Comunión Tradicionalista es que usted sea la persona que encabece nuestro ejército en esta transformación histórica que vamos a acometer. Quiero ser conciso, general: si nadie nos sigue, nosotros, con nuestras fuerzas de choque, daremos el golpe y proclamaremos rey de España a don Alfonso Carlos; más adelante, cuando esté implantada la paz, el rey resolverá la cuestión sucesoria en la figura de nuestro príncipe regente, aquí presente. Si, por el contrario, es el Ejército de España quien se pone al mando de la sublevación, el carlismo le seguirá como un solo hombre hasta que se nombre un gobierno provisional, que hemos dado en llamar Gobierno Provisional de Restauración Monárquica, que será presidido por usted, bajo la égida del rey, don Alfonso Carlos I de España. Queremos saber, general, si usted está de acuerdo con esta proposición que hoy venimos aquí, en el destierro, en Estoril, a presentar.
—No puede haber más satisfacción para este viejo militar que rememorar la gesta de sus antepasados y dar un paso al frente por nuestro Dios, por nuestra patria y por don Alfonso Carlos, nuestro rey. Señores: no digo más porque la emoción me impide seguir hablando. Viva España, viva nuestro rey.
—Que así sea —responde Fal.
—Dios lo quiera —acaba don Javier.
En Pamplona, la hormiga ha trasmutado en araña y despliega una malla fina sobre aquello que le rodea porque, a su natural desconfianza, se une la sospecha, avalada por una carta que ha recibido de Martín Báguenas desde Madrid, de que el Gobierno sabe más de lo que parece y de lo que hace. En una reunión que el general Mola ha tenido con García Escámez, que es el segundo motor de la asonada que está en marcha, ha quedado de manifiesto que en el Ministerio de la Guerra no saben qué pasa en las guarniciones, qué se hace en Pamplona —porque la tela de araña lo envuelve todo con su malla protectora—, pero tienen conocimiento de que algo se está cocinando. Por eso viajó hasta Pamplona el general Juan García Gómez-Caminero y parece que a esta visita le van a seguir otras de improviso.
García Escámez dice:
—Igenerá, Gómez-Caminero es torticero y ha pasado un informe al ministerio en el que nos pone de chupa de dómine. A usted y a mí.
—Lo sé: ha escrito textualmente que es imprescindible relevar a Mola, eso lo sé.
—Y a mí, igenerá, que vamos en el mismo paquete.
—También conozco que ha solicitado disgregar a los oficiales por distintos acuartelamientos. Y que quiere reducir los efectivos de la guarnición.
—Pero todo eso no es fácil, no se hace en un día ni en tres meses. Con la parsimonia que se llevan en el ministerio con los temas importantes, como para cambiar de un plumazo una guarnición, igenerá.
—En resumidas, que doblamos las precauciones y también los esfuerzos. También te comunico, don Curro, que voy a utilizar a un viejo conocido, el comandante Luis Villanova, que ha venido desde Granada para ponerse a mis órdenes. Está en el retiro por la Ley Azaña, pero como ahora es agente de la casa Mercedes Benz y vende coches por todas partes, se puede mover por España sin ningún problema. Estos días estará en Pamplona, en el hotel La Perla, pero va a llevar instrucciones a varios sitios que le tengo asignados. Ayer me paseó por una carretera de montaña hasta un pueblo precioso que se llama Burguete, casi en la frontera con Francia, y mantuve una reunión muy provechosa con dos oficiales que enviaba mi hermano Ramón desde Barcelona. Me han informado de que en aquella ciudad se están produciendo traslados y destituciones en masa. Parece que la Generalidad de Cataluña quiere controlarlo todo: en la Guardia de Asalto y la Policía, según me comunican, han trasladado a cuarenta y nueve oficiales en menos de mes y medio. Está difícil la cosa por Barcelona…
—Más a nuestro favor, igenerá, con más ahínco vamos a trabajar. ¿Conoces alguna obra importante que haya sido tarea fácil? No existen.
—No te pongas a filosofar, don Curro, que lo tuyo son las estrategias.
—Por eso digo, igenerá, que vamos a seguir trabajando como si nada, que si nos tienen que coger que nos cojan preparados, que esto ya no hay quien lo pare.
—Por cierto, don Currro, ¿el coro de capitanes?
—Recorriendo guarniciones, igenerá, sin parar. Tienen turnos los fines de semana y se ven con oficiales de Logroño, San Sebastián, Jaca, Vitoria, Bilbao, Burgos, Santander, Toledo, Segovia, Oviedo, Soria, Guadalajara…
—Muy bien, muy bien, pero supongo que con absoluta discreción. ¿No?
—Es que si yo me entero de que no son discretos los mando fusilar iso-fato, igenerá.
—Te voy a confesar un sucedido. Volviendo de Burguete el otro día vestidos de paisano, como te he contado, nos pararon en la carretera dos carabineros y registraron el coche a pesar de que les dije al detenernos que no llevábamos nada que no fuera legal. Buscaban contrabando y nos hicieron bajar del automóvil a Villanova y a mí. Después de registrar todo bien, pero bien, bien, se cuadraron y no tuve más remedio que decirles: Ya ven ustedes que el general Mola no les ha mentido. La pareja de carabineros se quedó lívida porque sabían de mi existencia, pero no me conocían. Ha sido una prueba interesante comprobar que en esta tierra mi cara la reconoce muy poca gente.
—El que ya sabrá de sus andanzas será su jefe, el comandante Juan Ochoa Zabalegui.
—Estos no me preocupan. Están muy lejos de la capital, son pocos y, si no luchan con nosotros, se irán por la frontera. Además, ya tenemos a Queipo para que los meta en cintura. Otra cosa es la Guardia Civil, don Curro.
—Dispongo de una información de sustancia: en menos de dos semanas tenemos nuevo jefe de los guardias en Pamplona porque el interino, comandante Espinosa Ortiz, está pendiente de recibir destino, creo que en Cataluña. ¿Sabes que el teniente coronel Muga quería haber hablado contigo antes de abandonar la ciudad?
—Lo sé y te ruego que le envíes un mensaje a Soria proponiéndole un encuentro en lugar intermedio, si quiere este mismo mes. Me interesa hablar con este hombre.
—Así se hará, igenerá. Bueno, me dicen que el ministerio ha cambiado los planes iniciales y nos manda a uno de los suyos, pero de los más suyos. Lo voy a saber en cuatro o cinco días.
—Cuatrocientos cuarenta y nueve pasos entre ellos y nosotros, recuérdalo. Quiero reducir esa distancia a cero. La Guardia Civil ha de estar con nosotros aunque sea a gorrazos.
—Si el comandante está de nuestro lado, los guardias también.
—Así lo espero. ¿Algo más, don Curro?
—Nada más. Zordeneigenerá.
García Escámez marcha para la puerta pero Mola le vuelve a llamar.
—Se me olvidaba una última cuestión. Quiero que hagas llegar una cita a don Raimundo García para vernos en las oficinas de la compañía eléctrica mañana a media tarde, sobre las seis. Creo que es hora ya de que pongamos en marcha nuestro propio sistema de información con Estoril y con el carlismo.
—Esto del carlismo sí que me intriga, igenerá. Estamos del mismo bando y no han venido todavía a presentar sus respetos.
—Han venido, pero a medias. Para mí que se están dejando querer.
—Ya sabes, igenerá, que el carlismo lleva en Navarra preparando unas guerrillas con armas y explosivos desde hace años; no sé cuántas ni de qué clase, pero es así.
—Tienen contactos con algunos capitanes de nuestro cuartel. Les ayudan en la formación dos tenientes coroneles que están en el retiro, según me han dicho. De todos modos en pocos días tendremos la información detallada de cuáles son sus planes porque me propongo hablar con ellos sin intermediarios. Quiero decirles que, al margen del Ejército, tienen muy poco que hacer, aunque no lo crean.
—Así lo pienso yo también. En torno al Ejército hay que aglutinar a toda la gente de bien; es la garantía de éxito. ¿Me puedo retirar, igenerá?
—Ahora mismo, don Curro, si lo deseas.
—Zordeneigenerá.
Mola pasa gran parte de las noches en su mesita del planchatorio escribiendo a máquina no sólo instrucciones sino reflexiones de carácter general, proclamas y datos minuciosos sobre las personas que son sus enlaces. En los anaqueles de la habitación están disimulados casi un centenar de documentos que, por sí mismos, no conducen a una guerra, pero hay tal cantidad de detalles, de nombres, de lugares, de situaciones que al propio general le da cierto pavor simplemente pensar qué podría pasar si en una redada quedaran al descubierto los folios que nadie más que él ha redactado.
Va para tres meses el tiempo que lleva residiendo en el palacio de Capitanía y ya ha acabado su libro sobre Dar Akobba, está tomando notas sobre temas de interés general, tiene puesto al día el archivo de sus memorias y redacta instrucciones que entrega a su ayudante para que las pase por el ciclostilo y obtenga las copias necesarias que las unidades demandan. Esta tarea la hace con una energía que nadie sabe de dónde saca porque Mola está a las siete y media de la mañana en su despacho y no deja apagar la luz de la vivienda antes de las doce de la noche ni los fines de semana. Además, viaja con Maíz de incógnito para entrevistarse con sus conmilitones porque quiere contrastar de primera mano la mayor parte de las informaciones que le filtran sus oficiales —de los que no desconfía un pelo, pero es costumbre adquirida con el paso de los años que siempre le dio buenos resultados—, ya que ha llegado a decir que la misión del jefe no es dar por bueno nada que no haya podido probar por su propia boca.
De toda la actividad, sin embargo, no obtiene el rédito que siempre espera y eso le saca de sus casillas porque el general es un hombre de escasa paciencia y la poca que le queda se va agotando a medida que van pasando los días de este junio espléndido que ofrece la primavera. Todos excepto el fin de semana que se fue al Pirineo, a la venta Esculabolsas, cerca de Jaca, para mantener una conversación con el general Cabanellas, jefe de la V División, militar republicano, ex director general de la Guardia Civil, masón y de aspecto venerable, amante del orden como pocos, pero no pudo ser porque el cielo rompió a llover a mares y ninguno de los dos generales fue capaz de verse en medio del diluvio que la naturaleza descargó por la Jacetania. Este incidente dejó muy destemplado a Mola porque la V División, en sus planes, representaba el granero de armas que la revolución en marcha habría de necesitar y su concurso no era baladí sino vital. Y Cabanellas todavía, en estos primeros días del mes de junio, no está ni en la conspiración ni en el camino, porque nadie se lo ha dicho. Ni de viva voz, como pretende Mola, ni por intermediarios.
En Capitanía el general rebosa de papeles y una mañana llama a su ayudante para ver de qué forma puede tener el problema remedio.
—Emiliano: ¿tenemos a alguien de confianza que nos pase a limpio la documentación que vamos produciendo, que la ordene, la clasifique, en fin, que se ocupe de esta materia?
—Aquí en Capitanía, me temo que no. Es posible que en la calle algún paisano taquimecanógrafo nos haga bien este papel.
—¿Paisano? Mola se escandaliza.
—Sí, mi general, paisano. En esta Brigada todo el que tiene un par de dedos de frente y está al tanto de la cocina creo yo que debe seguir con lo suyo, y sin distracciones. De los demás, no pongo la mano en el fuego por ninguno de ellos. Y no por motivos específicos, sino porque el tema que nos ocupa es de tal importancia que hasta el día final hemos de trabajar quienes estamos ya en esta salsa. No gente a la que tengamos que adoctrinar. Por eso estoy proponiendo a un civil.
—¿Está hablando de alguna persona en particular?
—Sí, mi general.
—¿De quién?
—Del hijo de uno de los más importantes cabecillas carlistas en esta ciudad, que además dirige el Banco de Bilbao en Pamplona.
—Entonces tendré que conocer primero al padre.
—Ya lo conoce. Es el señor Martínez Berasáin y estuvo con mi general hace unas fechas en compañía del señor Baleztena, ambos de la Comunión Tradicionalista.
—¿De dónde te viene este conocimiento?
—A través de los capitanes Barreda y Lastra. Con él, que se llama Luis Martínez Erro, he estado ya más de una decena de veces y creo que es una persona que nos puede venir muy bien hasta que se aclare el panorama. El capitán Barreda, además, lo tuvo en su compañía cuando el chico hizo el servicio militar. Es carlista como su padre y puede desempeñar un doble papel porque tiene formación para ello: lleva dedicado más de un año a la escolta de dirigentes tradicionalistas con un grupo de correligionarios. Sin ánimo de hacer una broma, que no viene al caso, mi general, con esta persona tenemos dos al precio de una: taquimecanografía y protección. El hecho de ser militares, vivir en una fortificación como lo es Capitanía y estar rodeados de armas a todas horas no equivale a seguridad absoluta. Y menos aún cuando se está de paisano en la calle, como usted, mi general, está haciendo cada día más por razones del plan que tenemos. En mi opinión…
—Está bien, está bien, Emiliano, ya he escuchado lo que querías decir. Deja ahora que repose el asunto y en un par de días te contesto. ¿Alguna otra cuestión?
—¿Cómo va a ir usted esta tarde a la entrevista con el señor García?
—Como de costumbre, andando.
—El coronel García Escámez cree que las reuniones que se mantengan fuera de este palacio han de hacerse sin luz, de noche. Dice que es más seguro.
—Y tú, ¿qué piensas?
—Lo mismo.
—Emiliano: si empezamos a salir por la noche de este caserón, entonces sí que vamos a despertar sospechas. ¿O no?
—Es posible. Pero no probable.
—Entre lo posible, lo probable y lo definitivo hay ahora mismo una separación que no excede el grosor de un papel de fumar. Lo importante es que nadie nos vea entrar en una oficina de la compañía eléctrica local, porque lo que allí se trate no tengo duda de que no trasciende más allá de los interesados. ¿Quién va a imaginar que a setenta metros del Gobierno Civil, tres edificios más al este, hay personas que están amasando un plan para cambiar el orden de las cosas en España? ¿Quién? De las precauciones que haya que tomar sobre mi persona me encargo yo, que tengo medio cuerpo de militar y el otro medio de policía. Catorce meses en la Dirección de la Seguridad del Estado dan para bastante, créeme Emiliano. Por cierto, ¿algún comentario sobre los cambios en la Guardia Civil?
—Tenemos información, mi general.
—Haber empezado por eso, Emiliano.
—Parece que el Gobierno ha dado marcha atrás al plan inicial y quien viene a Pamplona es el teniente coronel José Rodríguez Medel.
—¿Rodríguez Medel? Rodríguez Medel: a este le conozco. Coincidimos en Toledo y, si mal no recuerdo, era de un curso inferior.
—Hasta ahora estaba en Madrid, aunque sin cargo orgánico. Parece que había pedido dos meses de excedencia.
—¿Y se viene de Madrid nada menos que a la comandancia de la Guardia Civil en Pamplona?
—Eso parece.
—Tenme al corriente del día que llegue para tomar posesión.
—A sus órdenes, mi general. Con su permiso voy a informar de esta cuestión al coronel García Escámez, que también tiene un interés enorme en conocer quién viene a dirigir a los guardias.
—Sea.
El general llegó a la cita antes que el director de Diario de Navarra porque salió con una hora de tiempo de Capitanía, fue hacia la catedral, recorrió la ronda barbazana entre matojos y escoltado por dos militares de paisano, pasó por el arzobispado, subió hasta las inmediaciones del frontón Euskal Jai (a esa hora animado de público hasta reventar) y apareció en la trasera de las oficinas de El Irati, S. A. con la seguridad de que nadie le había seguido. A fin de cuentas, un general vestido con un traje de franela fina también puede recorrer las murallas de la capital sin que al más avezado le llame la atención.
En las oficinas, su director había dejado organizada la cita de forma tal que, tan pronto como el general abrió la puerta, en una silla de la entrada esperaba un empleado de confianza que le llevó hasta la sala de reuniones y plantó sobre la mesa dos botellas de gaseosa Lusarreta, frescas, por si se alarga la conversación, según dijo. Mola estuvo mirando tras los visillos, por las rendijas de la persiana de madera, cómo Raimundo García llegaba en coche y cruzaba la acera en un salto.
—¿Tiene usted prisa? He visto cómo se bajaba del automóvil y sin dar un paso entraba en el portal. ¿Quemaba la acera? —pregunta el general divertido.
—Nada de eso. Es que me pareció ver en la acera del Teatro Gayarre al señor gobernador.
—Estaría bien que el propio gobernador se dedicara a seguirnos.
—De eso se encargan sus esbirros.
—Entremos en materia, don Raimundo.
—Venga.
—Creo que, llegado este momento, necesito de usted que viaje a Estoril para que establezca contacto con el general Sanjurjo y le ponga al día de lo que aquí se cuece. Pero más que eso, lo que de verdad quiero conocer es si tiene o no algún pacto o acuerdo con los carlistas. Los rumores, a estas alturas de la historia, créame don Raimundo que nos hacen daño a todos. Y la rumorología en esta ciudad está adquiriendo carácter de cátedra. ¿Podría usted, valiéndose de su condición de periodista o de diputado llegar hasta Estoril y conversar con el general, en calidad de enviado mío, sin duda, para ver qué es lo que piensa?
—Puedo, debo y es un honor para mí. ¿Cuándo quiere que haga el viaje?
—En cuanto pueda. Hoy mejor que mañana, mañana mejor que pasado.
—Mañana estaré en Madrid y desde el hotel lo organizaré todo. Además, quiero pasar por el Congreso porque dejé allí unos papeles que he de recuperar. Hay también algunas citas pendientes y dos o tres informaciones para contrastar. En definitiva, que estoy ya en marcha y de regreso tan pronto como sea posible.
—Quiero que entregue usted esto… —Mola saca del bolsillo interior de su americana cinco hojas escritas a máquina que lleva plegadas en cuarto y que ordena antes de entregarlas: es la proclama que titula «El objetivo, los medios y los itinerarios» y la «Instrucción Reservada Número Uno»—. Es material sensible, señor García, pero confío en su habilidad para que lleguen a destino. Se trata de instrucciones reservadas…
—Por Dios, general, no tiene usted que decirme nada sobre el contenido de estos escritos. Es más, prefiero no saber nada por lo que pudiera pasar. Pero respondo con mi vida para que estas hojas lleguen a su destinatario.
—Hágale saber al general Sanjurjo que el movimiento que preparamos estará a sus órdenes si él decide tomar el mando cuando llegue la fecha.
—Así lo haré, general.
—Buen viaje, señor García.
—Siempre a su servicio, general.
Mola abandona las oficinas en primer lugar y cuando llega a la calle recorre con la vista el entorno buscando la pareja de militares que le deben escolta. No los ve y con paso acelerado enfila la plaza del Castillo pensando que tiene que dejarse ver más por la ciudad, ahora que los cafés han llenado de terrazas la calle y da gusto estar a la sombra tomando un granizado de limón, como deben de estar haciendo los dos sargentos que se encuentran en el café Kutz cuando en realidad tenían que haber estado apostados en las inmediaciones de la oficinas de El Irati, S. A. esperando su salida. Ellos ven que el general se acerca y salen de la barra escopeteados tan pronto como avistan sus andares. El general Mola ha cambiado el gesto y cuando llega a Capitanía ordena desde el zaguán que se presente el coronel García Escámez. No está para guasas porque lo que acaba de ver le parece impropio de militares, y más si son su guardia personal.
—Don Curro: estos dos sujetos que llevaba hoy de escoltas quedan arrestados por encontrarse en un café cuando debían estar a mi servicio, de guardia y en misión de protección. Y que no se repita nunca más.
—Zordeneigenerá.
—Habla con el comandante Fernández Cordón y repasa los procedimientos de guardia, vigilia y custodia de todos nosotros. Y te incluyo a ti.
—Ahora mismo, igenerá. ¿Manda algo más?
—A las diez de la noche os quiero aquí para entregaros nuevas directivas.
Zaragoza no es un tema baladí y Mola ha decidido enviar con Maíz, en días consecutivos, a los capitanes Lastra y Vicario para que se entrevisten con el ayudante del general Cabanellas, comandante Cebollero, con el coronel Monasterio y con otros oficiales que se dicen ganados para la causa. Todo el entorno del jefe de la V División parece que está de este lado en la divisoria que separa a los patriotas de los que denominan enemigos de España, pero nadie ha logrado hablar de la cuestión con el propio general, que une a su condición de jefe de una división clave en la estrategia diseñada por Mola para caer sobre Madrid el hecho de que conoce como ninguno la Guardia Civil, porque ha poco fue su director, y algunos entresijos de la política puesto que antaño ha sido diputado en las Cortes por el Partido Radical de su amigo Alejandro Lerroux, el antiguo presidente del Consejo de Ministros al que sus adversarios atribuyen una frase que ha hecho fortuna: «Hay que capar a los curas y preñar a las monjas», dicen que dijo un día, hace algunos años, de mucha euforia laica y antimonárquica. De Cabanellas todo el mundo sabe que es republicano, masón y militar con mano izquierda, motivos todos ellos que a Mola no le preocupan en especial porque también le consta que es un hombre de orden que se ha dejado ver por Madrid cuando era enterrado el alférez de la Guardia Civil Anastasio de los Reyes, el último asesinado en la preguerra que vive España.
Todas las gestiones que ponen cerco a Cabanellas no sólo dan resultado sino que el general jefe de la V División manifiesta su deseo de reunirse con Mola en cuanto sea posible y no hablar por intermediarios. Pero Mola quiere más y prepara un plan a espaldas de Cabanellas para que no se prolongue por más tiempo la situación, porque la impaciencia le mata como persona y lo encoge como estratega. El cinco de junio por la mañana envía una misión a Zaragoza en el coche de Maíz: el capitán Vicario ha de entrevistarse con Cabanellas para decirle que hoy mismo, pase lo que pase, tiene que verse con Mola. El plan es el siguiente: Maíz, en su coche, llevará a Vicario hasta el cuartel de la V División con la orden de proponer a Cabanellas que esa tarde salga de Zaragoza en el vehículo de los enviados por Mola para reunirse con este en un punto intermedio de la carretera hacia Pamplona, en el kilómetro noventa y cinco. Si la cita es conforme, el general Mola, con su ayudante, el comandante Fernández Cordón, y el capitán Lastra saldrán de Pamplona en el coche de uno de los chóferes civiles de la conspiración, el de Javier Agudo, para estar en el kilómetro designado a la hora que se les indique. La consigna será una llamada telefónica a Agudo con el siguiente mensaje: «Esta tarde firmaremos la operación del seguro a las… Nosotros haremos noventa y cinco».
La entrevista con Cabanellas es antes del almuerzo. El capitán Vicario no se va por las ramas y le dice al militar masón:
—El general Mola ve la necesidad de hablar hoy mismo con vuestra excelencia.
—Eso no es posible, hombre, no. Esta tarde tengo previsto acompañar a los toros al gobernador civil. No puedo dejar de ir a la corrida, no, bajo ninguna circunstancia.
—El general Mola tiene preparada una operación, de manera que si usted está conforme, nosotros le llevaremos hasta un punto intermedio entre Zaragoza y Pamplona para que conferencien allí, dentro de un coche.
—Pero eso es imposible, capitán. Ahora tengo comprometido el almuerzo, a media tarde voy a los toros, por la noche a una representación de teatro. ¿Cómo quieren ustedes que consiga cumplir con todo el mundo sin fallar a nadie?
—El general Mola cree que si usted sale de Zaragoza al final de los toros, sobre las siete y media, una hora después estaremos en el punto kilométrico acordado y no habrá problemas.
—Es una locura, señores. ¿Ha dicho el general Mola eso?
—Sí, mi general. Tenemos todo medido y calculado. Una hora para ir, media hora para conversar y otra para volver. Para las diez de la noche está usted de vuelta.
—¿Tienen ustedes todo previsto? ¿Se puede confiar?
—Absolutamente, mi general. Todo está previsto y contemplado hasta el detalle. Falta su confirmación para que se lo comuniquemos al general Mola, que está esperando respuesta.
Cabanellas lo piensa un segundo y responde:
—En ese caso a las siete y media llegaré con mi coche hasta aquí mismo; les esperaré a la vuelta de la esquina. Viajaremos ustedes, el coronel Monasterio y yo. ¿Están conformes?
—Por supuesto, mi general. A las siete y media aquí. Nosotros nos vamos hasta «Teléfonos» para conferenciar con Pamplona y dar la confirmación.
En su casa de Pamplona, el chófer Javier Agudo y el capitán Gerardo Diez de la Lastra esperaban la llamada.
—Hola Javier —dijo Maíz escuetamente—. Esta tarde a la siete y media firmaremos la operación del seguro. Nosotros haremos noventa y cinco.
—Conforme. Estaré en casa por si me necesitas.
—Si hay cambios volveré a llamar.
—Adiós.
—Adiós.
La entrevista se mantuvo en un Studebacker que estaba aparcado en el arcén de la carretera, junto al mojón que indica «Tudela 10, Zaragoza 91» que consta en el Soto de los Tetones, en Murillo, a un tiro de piedra de Tudela. Conforme a su previsión el general Cabanellas estuvo en la plaza de toros, vio una corrida con bureles de Domecq en la que actuaron Luis Gómez Calleja, El Estudiante (le llamaban así porque estudiaba para Perito Mercantil), Rafael Ponce Navarro, Rafaelillo, y Jaime Noáin González-Vizcaíno, Noáin, y pasó gran parte de la velada hablando con el gobernador, señor Vera Coronel, masón como él, de cuestiones ajenas a la corrida, que fue tediosa. De uniforme abandonó la plaza de toros y en una esquina del cuartel entró en el Buick de Maíz junto al coronel Monasterio, que marchó pitando camino del punto acordado con Mola.
Por avatares de la vida la salida de Zaragoza se complicó más de lo esperado y la comitiva amasó un retraso que parecía de vital importancia recuperar para no dar al traste con el plan. Yendo —como iban— tarde, Cabanellas no hacía más que preguntar mirando el reloj, pero Vicario contestaba con evasivas ya que la orden recibida de Mola era tajante:
—Ni una sola palabra hasta que no me haya reunido con el general. Ustedes no saben nada.
Cabanellas, zorro viejo, comprendió tanta respuesta fútil y dejó de preguntar.
—Entiendo, capitán, que usted no puede decir nada, que lo que sea lo comunicará el general Mola. De todos modos —dijo mirando a Maíz—, ¿cómo vamos de tiempo, pollo?
—Estamos llegando a Tudela, general. Supongo que el general Mola nos estará esperando en el lugar acordado.
Emilio Mola estaba dentro del coche de Agudo, con sombrero, de paisano, en el arcén de la carretera junto a Murillo de las Limas. Contaba los segundos y cada vez que adivinaba una luz en lontananza, aunque fuera tenue y sin potencia, le parecía que llegaba el enemigo y se acababa la aventura. Y eso le comía los nervios por dentro. Cuando al fin vio llegar el Buick de Maíz soltó presión por los pulmones, esperó que el coche se parase por completo y Vicario le diera el parte:
—Mi general, el retraso se ha debido a causas ajenas a nuestra voluntad. El general Cabanellas sale mañana para Madrid y esta noche le esperan para ir al teatro, a la función que hay en el Principal para recaudar fondos con destino a los pueblos afectados por las recientes inundaciones, por lo que disponemos de tiempo escaso.
—Conforme. Voy para su coche.
Salió Mola, sombrero en mano, para entrar en el Buick. Desde afuera se vio que se saludaban con intensidad y cómo Mola arrancó a hablar y luego gesticulaba, y gesticulaba y gesticulaba; así durante más de media hora. Cabanellas hablaba —pero poco— y el capitán Lastra, que estaba de vigía en el morro del coche, observaba cómo hacía gestos de afirmación con la cabeza mientras se mesaba las barbas. Barbas blancas, como el pelo, que le daban un aspecto candoroso inconfundible.
La reunión acabó al término de treinta y cinco minutos con un apretón de manos y una frase de Mola que todos pudieron escuchar:
—Sabe mi general que yo he dado mi palabra de honor y nunca dejé de cumplirla.
Más misterio que añadir a la conspiración porque ni los chóferes, ni Fernández Cordón, ni Lastra ni Vicario se atrevieron a preguntar qué fue lo que acordaron. Ni esa noche ni nunca.
De vuelta al palacio de Capitanía Mola fue derecho al planchatorio. Pidió un café doble al cabo de guardia, besó a su mujer, bebió agua, zascandileó con un poco de jamón serrano y a media noche tiró un folio sobre la Remington portátil para escribir con un brío que emergía a borbotones de sus adentros la Instrucción Reservada Número Dos. Decía así:
«Primero - Las fuerzas que formen parte de las columnas de avance irán racionadas de pan para un día y de ración de dos como mínimum. El ganado llevará pienso para dos días.
Segundo - Como se tiene noticia de que el Gobierno piensa utilizar los camiones blindados recientemente adquiridos para las tropas de Asalto, que según informes son 26 en toda España, y que casi en su totalidad están en Madrid, y como se carece de ametralladoras antitanques, se tendrá presente que a toda columna en Camiones que cuente con Artillería habrá de preceder un camión que lleve una pieza emplazada en la plataforma y dispuesta de tal manera que pueda disparar a vanguardia, para lo cual, si es necesario, se desmontará la techumbre del baquet que protege al conductor. Estas piezas irán preparadas para hacer fuego.
Tercero - No se hará fuego sobre los aviones, nada más que en el caso que estos bombardeen las tropas propias.
Cuarto.- Las marchas por carretera en camiones deberán emprenderse en las últimas horas de la tarde, o después de media noche, con objeto de burlar la vigilancia de la Aviación, que solamente puede observar durante el día.
Quinto - Al encontrarse una columna con fuerzas de otra cuya actitud se ignore, se hará alto y no se aproximará a ella hasta tener la seguridad de que son tropas amigas. Para ello se usará de parlamentarios, a ser posible de sargentos u oficiales.
Sexto.- Se evitará durante las marchas alojar a la tropa en casas particulares. Serán preferidos locales en los cuales por lo menos pueda alojarse una Compañía o unidad análoga.
Séptimo - Durante los estacionamientos se montará siempre el conveniente servicio de seguridad.
Dado en Madrid a siete de junio.
EL DIRECTOR».
Al finalizar de escribir la instrucción guardó el original y las copias bajo sábanas, movió las ramitas de menta y romero, olisqueó los membrillos y fue para el salón dispuesto a tomar un poco de agua. Pero se recostó con la cabeza agotada, el sueño se le echó encima a horcajadas y amaneció en un sofá, con la corbata mal anudada al cuello y vestido como había salido para Zaragoza. Consuelo, su mujer, que duerme como un lirón en toda circunstancia, no lo echó en falta de noche.
De mañana, duchado y con ojeras, mandó llamar a su ayudante, a García Escámez y a Barreda y, tras poner orden a las ideas, soltó esta letanía:
—Comandante Fernández Cordón: quiero conocer al mecanógrafo tan pronto como sea posible. Coronel Escámez, tiene una semana de permiso y le ordeno que vaya a recorrer guarniciones en Andalucía y a cruzar el estrecho para visitar Ceuta, y Melilla si le da tiempo, que le tiene que dar. Viajará con un coche que le van a prestar, que ya está listo, y llévese a su mujer. Capitán Barreda: aquí tiene una nueva instrucción para hacer llegar a los destinatarios. ¿Alguna cosa más, señores?
—Mi general —comenta García Escámez—, entiendo que no necesito instrucciones para esta misión que me acaba de endosar, pero me gustaría saber antes de emprender el viaje si debo estar con esta o aquella persona en concreto. Me refiero a paisanos, no a compañeros.
—Coronel, usted lo ha dicho. No necesita instrucciones porque va a visitar compañeros, no civiles. Excepto, claro está, que alguien sobre la marcha le indique lo contrario.
—¿Alguien?
—Alguno de los compañeros, Escámez. Sobre la marcha puede haber variaciones, y si las hay, que sean para mejorar.
Escámez no ha hecho la pregunta a boleo porque sabe que Mola es de las personas que lleva planificado hasta el tiempo de mear.
—Zordeneigenerá, así se hará.
—Mi general —requiere el comandante Fernández Cordón—, el contacto que usted me ordenó está hecho y quieren venir a conferenciar con usted el padre y el hijo.
—Que vengan.
—Mi general —dice Barreda—, hay instrucciones que no han llegado todavía a sus destinos porque salieron por correo ordinario. Ya sabe usted que algunos mandos las reciben en casas de sus familiares.
—Es igual. Haga usted que la nueva instrucción llegue por el mismo procedimiento que las anteriores. Señores, ¿algo más?
—A sus órdenes —responden a coro.
Mola se queda en la puerta del despacho y, antes de que desaparezca de su vista el coronel García Escámez, vuelve a llamarle:
—Don Curro: aquí tienes —le entrega un paquetito envuelto en papel de periódico y dos elásticas— el dinero suficiente para el viaje. Son tres mil pesetas que has de justificar porque provienen de la caja chica de la brigada.
—No era necesario, igenerá: tengo ahorrados unos duros y los puedo emplear en esta misión.
—Esta misión es de carácter oficial y no es menester sufragarla con el bolsillo de uno. Tan sólo justificar los gastos.
—Así se hará. Zordeneigenerá.