EN Pamplona estamos trabajando un grupo coordinado de civiles y militares. De una parte, conmigo, García Escámez, Fernández Cordón y Barreda quien, según me dijo hace unos días, ya tiene la cifra y es capaz de enviar los mensajes que se requieran con lenguaje en clave sin que, por el momento, el enemigo pueda enterarse de algo. El capitán Barreda ha pedido una reunión con Escámez y conmigo para explicarnos cuál va ser su método de trabajo, sus procedimientos, etcétera, pero le he dicho muy solemnemente que esa es su responsabilidad, de la que no debe hacer partícipe a nadie, ni siquiera a sus jefes; menos a mí, que soy el más vigilado de todos. Tenemos contactos con todas las capitanías y, aunque algunos mensajes no llegan en tiempo y forma, al menos llegan.
Con Franco utilizamos a los enlaces general Varela y tenientes coroneles Yagüe y Galarza, por lo que no me extrañaría que algunos documentos le lleguen por duplicado (aunque es mejor eso que no recibirlos). Sé que Yagüe y el ayudante de Franco, su primo Francisco Franco Salgado-Araujo, el popular Pacón, comparten dos libros de cuentos iguales a los que han cambiado las páginas y algunas letras del comienzo de los capítulos, y que por ese procedimiento tan artesano han establecido una cifra con la que se están comunicando sin mayores sobresaltos.
Franco recibe nuestros mensajes pero no contesta nada ni propone nada. El hecho de que esté en las islas Canarias, a muchas horas de la península, no significa que no pueda hacerme llegar alguna instrucción o comentario porque, si a los hechos me remito, Franquito parece sordo y, lo que es peor, mudo de solemnidad. Me hubiera gustado una palabra de ánimo, por qué no, pero a estas alturas del relato tengo bien claro que de este carro voy a tirar solo porque si estamos esperando apoyos, consignas, sugerencias, o como se le quiera llamar, de todos los que estamos en la conspiración, nos dan las uvas. He dicho y repito que la marcha está en marcha, y aunque sé que algunos se van a subir al carricoche en el último minuto, por mí no ha de quedar sin combustible esta operación. No voy a añadir, ahora, una letra más. Otro día, quizá, seguiré hablando de esta misma cuestión.
El comité militar al que hacía referencia antes se completa con la parte civil. De momento tengo a Félix Maíz, que me hace de chófer y confidente, incluso de secretario de actas. Hace unos días, por medio de Garcilaso, he conocido a don Hilario Etayo, que es el director de la primera empresa navarra, El Irati, S. A., una sociedad que no sólo facilita la energía eléctrica a Pamplona y otras poblaciones, según me han informado, sino que es propietaria de un tren que va a San Sebastián, el Plazaola; de otro que va a Aoiz; de explotaciones forestales y de alguna cosa más. Tiene sus oficinas en la avenida de Carlos III, muy céntricas, y la sala del consejo la han puesto a mi disposición. Como quiera que por esas dependencias circulan muchas personas a lo largo del día por asuntos relacionados con los contratos, las averías, los pagos y cobros, etcétera, me parece el lugar idóneo para trabajar sin ser vistos. Cruzando el patio interior, llegado el caso, podemos abandonar el edificio y salir por otra calle. Tengo decidido que esta oficina sea la sede central de todas las reuniones de altura que vayamos a tener, porque parece la más segura y la más difícil de controlar por los policías del Gobierno Civil. Y eso que está a unos setenta u ochenta metros; precisamente por ese dato lo considero lugar seguro, por estar tan cerca del centro enemigo.
Entre las personas que me ayudan están un arquitecto local, Víctor Eúsa, que ha puesto su coche a nuestra disposición y Escámez ya lo está utilizando; Javier Agudo, que vive por la misma zona y también dispone de coche, y otra persona de la que no recuerdo su nombre. A todos les he repetido la misma cantinela: discreción, discreción, discreción. Sabemos que la policía secreta, la Guardia de Asalto y la Guardia Civil trabajan para el gobernador, señor Menor, lo que equivale a decir que la información que consigan está llegando a la mesa del consejo de ministros. De nuestros movimientos no se ha de saber nada de nada. Cuestión bien distinta es lo que construyan en su imaginación ellos, los de la cosa pública en Madrid; por eso es tan importante no dar nunca movimientos en falso que puedan dejar a la vista los mimbres de esta conspiración.
La Guardia Civil sí que me preocupa. Tiene en Navarra cuatro compañías en setenta y seis puestos bien distribuidos por la provincia y su papel en el futuro ha de ser primordial porque cuando llegue el momento de cambiar alcaldes, funcionarios, maestros o incautar bienes, su trabajo será decisivo puesto que representará la autoridad y todo se debe hacer bajo la supervisión del comandante de cada puesto. Acabamos de saber por nuestras propias fuentes que el comandante de Navarra, el teniente coronel Muga Díez, con quien no he tenido un especial trato por falta de tiempo material, va a ser destinado a la Comandancia de Soria. Creo que es un contratiempo porque me ha parecido una persona de orden y dispuesta a trabajar por esa nueva España que todos nosotros soñamos. Martín Báguenas me ha dicho que se rumorea por Madrid que el nuevo comandante de Pamplona será el teniente coronel Torres Rigal, que ahora debe de estar en Álava, u otra persona que sea afecta a los intereses del Frente Popular.
El otro día estuve paseando por Pamplona con Consuelo aprovechando el buen tiempo y me tomé la molestia de averiguar cuál es la distancia que separa el cuartel de la Guardia Civil del palacio de Capitanía: exactamente son cuatrocientos cuarenta y nueve pasos, unos quinientos metros más o menos. Si el cuartel está de nuestra parte, miel sobre hojuelas porque en el centro de la ciudad tenemos un aliado con efectivos y armamento. Pero si ha de enfrentarse a nosotros porque el día «J» mantiene su fidelidad a los actuales gestores de la cosa pública, tenemos un serio problema que hay que abordar antes de que llegue la fecha prevista. Me dice don Curro que dentro de la comandancia podemos contar con algunos oficiales que van a trabajar para nosotros. No me parece suficiente. Debemos controlar la comandancia entera, que es la única garantía de éxito. Lo demás son pamplinas que a mí no me gustan nada. La improvisación está bien en el fútbol, no en la guerra. Hay cuatrocientos cuarenta y nueve pasos de distancia entre ellos y nosotros que, cuando se disparan tiros de fusil y ráfagas de ametralladora entre calles, no son nada. Pero nada de nada (bueno: son un tormento).
De la situación en Madrid, si hemos de contar la verdad, no llegan noticias con esperanza. El Gobierno controla las guarniciones mucho más de lo que pensábamos y ni Fanjul, ni Villegas, ni Galarza ni sus apoyos, por más que lo intenten, pueden dominar un escenario tan vasto. Pero, claro, con Madrid o sin Madrid, tenemos una operación en marcha que se llama «Liberar España», y a ese tajo dedicamos los esfuerzos. En relación con lo anterior, y para que nadie se pueda llamar a engaño, ayer acabé de redactar una nota en mi Remington que, bajo el título «El objetivo, los medios y los itinerarios», dice lo siguiente:
La Capital de la Nación ejerce en nuestra Patria una influencia decisiva sobre el resto del territorio, a tal extremo que puede asegurarse que todo hecho que se realice en ella se acepta como cosa consumada por la inmensa mayoría de los españoles. Esta característica tan especial tiene forzosamente que tenerse en cuenta en todo movimiento de rebeldía contra el Poder constituido, pues el éxito es tanto más difícil cuantas menos asistencias se encuentren dentro del casco de Madrid. Es indudable que un hombre que pudiera arrastrar esta guarnición por entero o en su mayor parte con la neutralidad efectiva del resto, sería dueño de la situación y sin grandes violencias podría asaltar el Poder e imponer su voluntad. Esta importante preponderancia de Madrid hace que, mientras unos hombres permanezcan encastillados en los ministerios, sean los dueños absolutos del Poder. Desgraciadamente para los patriotas que se han impuesto en estos momentos trágicos la obligación de salvar España, volviendo las cosas a su justo medio, en Madrid no se encuentran las asistencias que lógicamente eran de esperar entre quienes sufren más de cerca que nadie los efectos de una situación político social que está en trance de hacernos desaparecer como pueblo civilizado, sumiéndonos en la barbarie. Ignoramos si falta el caudillo o faltan sus huestes; quizá ambas cosas. De las consideraciones anteriormente expuestas se deducen dos hechos indiscutibles: primero, que el Poder hay que conquistarlo en Madrid; segundo, que la acción sobre este punto desde fuera es tanto más difícil cuanto mayor sea la distancia desde donde ha de iniciarse la rebelión. Es absurdo, por tanto, creer que la rebeldía de una población, por importante que sea, ni aun la de una provincia, es suficiente para derribar un Gobierno: los sucesos del 6 de octubre de 1934 confirman cuanto decimos. Claro es que si los movimientos de índole conservadora no hallasen como respuesta inmediata en el proletariado la huelga general revolucionaria, cabría levantar las masas patriotas de una región y lanzarlas íntegras contra la capital con razonables posibilidades de vencer; pero la actitud de la clase obrera obliga a distraer gran número de fuerzas en el mantenimiento del orden y, como es consiguiente, para lograr unos efectivos capaces de poderlos enfrentar tanto con las fuerzas organizadas como irregulares que pueda presentar la capital, se necesita que la rebeldía, desde el primer momento, alcance una extensión considerable. A la vista del mapa de España, tenida en cuenta la distribución y capacidad ofensiva de las unidades de nuestro Ejército y el momento político, que da a las masas proletarias una moral y fuerza ofensivas considerables, se estima como imprescindible para que la rebeldía pueda alcanzar éxito completo lo siguiente:
Primero, que se declaren en rebeldía las Divisiones 5.ª, 6.ª y 7.ª con el doble objeto de asegurar el orden en el territorio que comprenden y caer sobre Madrid. Segundo: …»
Luego he seguido con más instrucciones, especialmente respecto de las Divisiones 1.ª y 2.ª, de quienes digo que si no se suman al movimiento «por lo menos adopten una actitud de neutralidad benévola y desde luego se opongan terminantemente a hacer frente a los que luchan por la causa de la Patria». Me temo que esta directiva va a gustar mucho en la periferia y muy poco a nuestros hombres en Madrid, pero es lo que veo y lo que hay. Engañarse con falsas expectativas sólo conduce al fracaso anticipado y no es mi intención ahora colocar velos ante las narices de nadie. Desde Navarra, solos, no podremos, por mucho que el carlismo lo crea y disponga de un ejército de veinte mil hombres, cuestión difícil de asumir y que está por ver. Ni yo me lo creo ni nadie en su sano juicio puede pensarlo. Además, sin la acción coordinada de las tres divisiones que he mencionado no se puede marchar sobre Madrid.
El coro de capitanes, que dice representar a la oficialidad no sólo en Pamplona sino en otras capitales de provincias cercanas, me ha hecho saber su enorme disgusto, por llamarlo de alguna manera con palabras moderadas, ante los agravios que compañeros de armas están sufriendo en varias partes de España, en especial Zaragoza, Madrid y Barcelona, con la pasividad del Gobierno. Refieren sobre todo los desagradables incidentes acaecidos en Zaragoza el pasado catorce de abril, cuando un grupo de oficiales tuvo que utilizar sus armas y disparar al aire tras verse cercados por la chusma de izquierdas que les apedreó al grito de «Fuera el Ejército», y un par de días más tarde fueron detenidos por orden del Gobierno y recluidos en Alcalá de Henares. Quieren estos oficiales que me dirija al general don Pedro de La Cerda y López Mollinedo, jefe de la VI División, en Burgos, para que le haga saber el malestar de la oficialidad, y así lo he hecho sin más dilación porque estoy completamente de acuerdo con ellos. Sobre la base de un borrador que había preparado después del almuerzo, unos garabatos sin más, he pedido al comandante Fernández Cordón que escribiera esta carta:
CONFIDENCIAL
«Mi respetado general:
Creo cumplir un deber de lealtad para con su autoridad haciéndole presente el sentir de la oficialidad de esta guarnición, que, sin excepción alguna, lamenta al mismo tiempo que se siente molesta por los desagradables incidentes ocurridos en diversas poblaciones de España durante los desfiles de tropas que han tenido lugar con motivo de la celebración del 5.º aniversario de la proclamación de la República, pues nadie se explica que sean precisamente los cuerpos armados, apartados en absoluto de las luchas políticas, el blanco predilecto de los ataques de las gentes de ciertas ideologías. No he de ocultarle también —pues no se puede ser leal a medias— que han causado sorpresa y dolor las sanciones impuestas a varios compañeros de Zaragoza, los cuales, a juzgar por lo que se dice en la prensa llegada aquí, trataron de cortar unos sucesos realmente reprobables. Yo creo, mi general, que en bien de todos, por el prestigio de la República, a la cual todos debemos servir con lealtad, y por la propia salvación de España, urge poner coto a todo lo que está ocurriendo; de no hacerse así, mucho me temo que el día menos pensado, agotada la paciencia, el malestar se exteriorice en protesta airada y el alto mando militar quede en un completo ridículo con grave daño para la disciplina, que es base fundamental de todo Ejército:
Sin más…
Firmado, General Emilio Mola».
Cuatro días más tarde, el general en jefe de la VI División me ha contestado lo siguiente:
«Mi querido general:
He recibido su carta referente al estado espiritual de la oficialidad de esa guarnición, que no comprendo ni entiendo. Con el fin de penetrar en lo posible en sus intenciones, le ruego me manifieste si en esa guarnición han ocurrido hechos que ignoro, que determinen ese malestar de la oficialidad, y si las manifestaciones que hace son expresión de otras manifestaciones de esa oficialidad o conceptos suyos propios.
Suyo affmo. que le abraza…
Firmado, General La Cerda».
He sabido que mi carta ha pasado por el general auditor, por la mesa del ministro de la Guerra y por la del Consejo de Ministros. Nadie ha encontrado el más mínimo reproche que hacerme, aunque ninguno ha contestado a lo que el escrito planteaba: saber qué van a hacer las autoridades para poner coto a lo que está ocurriendo en España. Tampoco he respondido yo a la carta de mi general en jefe porque dos semanas después ha aparecido en Pamplona el general García Gómez-Caminero, Inspector del Ejército en la VI División, bajo el pretexto de analizar el estado de la tropa y, con tan fausto motivo y sin ningún reparo, ha lanzado una arenga en el cuartel excitando a los oficiales para que se mantengan fieles y leales a la República, así como al gobierno del Frente Popular, por encima de cualquier otra circunstancia. Por la tarde, estando en el hotel La Perla, donde el general se había hospedado, Escámez y yo tuvimos un pequeño agarrón con Gómez-Caminero a causa de esa pretendida fidelidad a los gestores de la cosa pública (aunque sean unos mangantes) y, por más que nos despedimos con bastante cordialidad, sé perfectamente que va a informar a la superioridad para que me metan en cintura. Pero ya tengo previsto el golpe de mano que voy a dar: quiero pedir a Queipo de Llano que viaje otra vez a Pamplona y, del mismo modo que Gómez-Caminero lanzó una arenga a la oficialidad, lo haga él ahora, pero cambiando el sentido. Le voy a invitar para que nos apoye abiertamente en la tarea de desenmascarar a los gerentes de la cosa pública y muestre ante la oficialidad su apoyo a un cambio en España. Va a ser la prueba del nueve para Queipo, y un gran riesgo para nosotros. Pero hay que correrlo. Así se lo voy a comunicar a su ayudante, comandante César López Guerrero, que viene a visitarme un día de estos bajo no sé qué pretexto.