LA hormiga trabajaba de noche bajo la protección de un candelera que reverbera, a la espalda de un ajuar de hilo con bordados de punto de canutillo que se alzaba sobre anaqueles de roble, entre ramitas de menta y romero, junto a membrillos que cuando maduran aventan su perfume, y la cigarra perpetuaba su canto monótono buscando atraer los últimos rezagados en la carrera para edificar la nueva patria. La hormiga tomaba notas a mano durante el condumio, aunque en realidad no comía ya que únicamente masticaba el tiempo y pensaba, rumiaba, sazonaba un texto con el que empezar el camino por donde transcurriesen las ansias. En abril de mil novecientos treinta y seis, al fin, la hormiga puso orden a la maraña que tanta presión añadía a su cerebro y de las teclas de una Remington portátil salieron, una noche de primavera y viento en calma por Pamplona, dos hojas, algo amarillentas, con este epígrafe: «Instrucción Reservada Número 1». Era el primer paso del solsticio que habría de coronarse a mediados de julio, cuando emergió la sublevación y con ella la metástasis de sangre que los salvadores de la patria airearon por doquier al paso de su gente y sus tropas. El general Mola, que es hormiga vehemente, tiene escrito que la indisciplina en el Ejército, y en todos los órdenes de la vida, está justificada cuando los abusos de los gestores de la cosa pública constituyen vejación y oprobio o llevan a la nación a la ruina. «La mansedumbre es, en el primer caso, vileza, y en el segundo, traición», tiene sentenciado, lo que viene a significar que los patriotas disponen de carta blanca para sacar el sable y repartir mandobles hasta que se enderece el rumbo, aunque el camino se inunde con los estragos que produce la muerte.
La Instrucción Reservada Número 1 aflora de una máquina de escribir Remington y arranca con este exordio:
Las circunstancias gravísimas por que atraviesa la nación, debido a un pacto electoral que ha tenido como consecuencia que el Gobierno haya sido hecho prisionero de las organizaciones revolucionarias, llevan fatalmente a España a una situación caótica que no existe otro remedio de evitar que mediante la acción violenta. Para ello, los elementos amantes de la Patria tienen forzosamente que organizarse para la rebeldía, con el objeto de conquistar el Poder e imponer desde él el orden, la paz y la justicia.
Luego, de seguido, continúa por este veril arrancado a la épica:
«Esta organización eminentemente ofensiva se ha de efectuar EN CUANTO SEA POSIBLE con arreglo a las siguientes BASES:
Base 1.ª.- La conquista del Poder ha de efectuarse aprovechando el primer momento favorable, y a ella han de contribuir las fuerzas armadas conjuntamente con las aportaciones que en hombres y elementos de todas clases faciliten los grupos políticos, Sociedades e individuos aislados que no pertenezcan a partidos, sectas y Sindicatos que reciben inspiraciones del extranjero: socialistas, masones, anarquistas, comunistas, etcétera.
Base 2.ª.- Para la ejecución del plan actuarán independientemente, aunque relacionadas en la forma que más abajo se indica, dos organizaciones: Civil y Militar. La primera tendrá carácter provincial; la segunda, la territorial de las Divisiones orgánicas.
Base 3.ª - Dentro de cada provincia, el Comité Provincial de primer orden, compuesto por un número de miembros variable, elegidos entre los elementos de orden, milicias afectas a la causa y personas representativas de las fuerzas o entidades económicas, de composición lo más reducida posible, designará al comité de segundo orden (los órganos judiciales) y dictará las normas por las que se han de regir estos y los ayuntamientos (tercer orden), que serán organizados por los de segundo orden…, etcétera, etcétera».
Mola es un general más leído que la inmensa mayoría de los de su casta (aficionados a la canasta en mayor medida que al interés por los libros), y por ello plúmbeo cuando asume la tarea de poner negro sobre blanco los pasos a dar para organizar un levantamiento contra el poder legalmente establecido. A cada una de las ocho bases de su proclama (algo menos de dos folios en total) les va metiendo morcillas de texto que trata de ordenar con las primeras letras del alfabeto —como si escribiera para indocumentados—, de modo que su bando inaugural quizá esté bien para la milicia y sus oficiales —necesitada de recibir la carne masticada—, pero resulta chusco a quienes tienen algún estudio y dispensan otras atenciones. Con todo, ¿quién es capaz de advertírselo al general?, ¿quién le dice que no debe poner por escrito en la primera proclama aquello que aparece en la letra i de la Base Tercera? Porque este artículo dice así letra por letra: «Al Comité compete: Tener designada, de acuerdo con el jefe del Comité militar territorial, la persona que al producirse el Movimiento ha de encargarse del Gobierno civil de la provincia (siempre que sea posible, es preferible que de dicho Gobierno se encargue el Jefe más caracterizado de la Guardia Civil. Si no es persona de carácter, es preferible una persona civil)». ¿Quién es el guapo que le dice a Mola que en este movimiento todos son personas de carácter, de mucho carácter y muchos cojones, y más si forman parte del benemérito instituto de la Guardia Civil? ¿Quién?
Las Instrucciones Reservadas que se contemplan en el número uno de las que va a producir (y a publicar, pese a su disgusto) abarcan todas las materias previas a un desastre porque tratan de la intendencia, los auxilios a la tropa, los recursos, los bandos de guerra, la participación de los elementos civiles, los talonarios de requisación, los vehículos y sus conductores, los carburantes y lubricantes, el apoyo de la Armada; en fin, todo lo que un militar imaginar pueda en orden a conseguir las ayudas y los apoyos que hacen triunfar una asonada. Mola, por si no fuera suficiente con toda la doctrina que va dejando resbalar en cada una de las líneas de sus instrucciones, advierte con lenguaje palmario que este viaje está reservado al grupo de elegidos por Palas Atenea, la hija de Zeus, y lo remarca con este acápite firmado:
«Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego, serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, Sociedades o Sindicatos no afectos al Movimiento, aplicándose castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas. Conquistado el Poder, se instaurará una Dictadura militar que tendrá como misión inmediata restablecer el orden público, imponer el imperio de la ley y reforzar convenientemente al Ejército para consolidar la situación de hecho, que pasará a ser de derecho (…). La organización ha de llevarse a cabo en el plazo máximo de treinta días, porque las circunstancias así lo exigen.
Abril, 1936.
EL DIRECTOR.»
A partir de abril la revuelta ya tiene un director para marcar los ritmos aunque no se sabe si hay, todavía, orquesta que interprete la música que el maestro va a componer. Es cuestión de tiempo.
El capitán Carlos Moscoso del Prado, un riojano de frente ancha, es uno de los oficiales que dice tener más cojones y, también, quizá el más aburrido de esperar que alguien de la superioridad dé el paso que ponga en marcha la marcha. Lleva más de un año agarrándose los huevos porque está que se sale y no quiere consumir más tiempo en este aguardo calamitoso que no desinfla pero consume, corroe y devora. Para más inri, este catorce de abril, que conmemora el quinquenio del advenimiento de la República en España por segunda vez, la masa se ha echado a la calle y allí donde ha podido se esfuerza por exhibir su poderío para amedrentar al contrario, que son las gentes de orden que trabajan por el bien de España, según comenta el coro de capitanes. Moscoso ha sabido que, en Madrid, un oficial del benemérito instituto, el alférez Anastasio de los Reyes, ha sido asesinado a tiros por defender de viva voz a la Guardia Civil cuando iba de paisano: un guardia de asalto le vació el cargador del revólver al confundirlo con un dinamitero, dicen las crónicas, sin precisar más detalles que ayuden a esclarecer el óbito. El guardia se encontraba cerca de la tribuna en la que don Niceto Alcalá Zamora presidía los desfiles que conmemoraban la fecha, donde acababan de explotar varios petardos de pólvora —colocados por un cocinero falangista que para armarse de valor se bebió una botella de anís y estaba beodo cuando lo detuvieron— que llenaron de miedo a los dirigentes que seguían las marchas desde un tablado. Otra vez la masa comunista y vocinglera presiona a los políticos del gobierno blandiendo unas siglas UHP, UHP, Uníos Hermanos Proletarios, que para el capitán de la comandancia militar de Pamplona tienen un significado bien diferente: UHP, UHP, Unos Hijos de Puta, eso es lo que son, unos hijos de la gran puta que están devorando España.
Al Ejército, en algunos lugares de España, lo están volteando y Moscoso cree que ya es hora de dejarse de monsergas y pasar a las armas, que es la única razón de fuste que entiende el comunismo. Este es el argumentado que va a utilizar para convocar un presidium en su domicilio de Pamplona, en los pabellones militares, para lo cual él mismo se encarga de repartir un puñado de invitaciones selectas: Vicario, Barreda, Diez de la Lastra, por Pamplona; el capitán Ramos, de Bilbao; el teniente Leoz, de San Sebastián; los capitanes Porto, Fernández y Murga, de Burgos, y de la guarnición de Logroño, su ciudad de nacimiento, los capitanes Bellod y Chacón.
La reunión comienza con nocturnidad por razones de seguridad que a nadie se le escapan —y posiblemente también con alevosía—, es animada y de escasa enjundia porque todos saben para qué han sido convocados y ninguno de los presentes tiene una sola tilde de discrepancia en lo que debe ser el futuro movimiento que regenere España. Los minutos van discurriendo de acuerdo al argumentario previsto y cuando Moscoso considera que la olla tiene ya suficiente presión porque se acaban de incendiar los ánimos, informa a los presentes de que, con un par de cojones, va a llamar al comandante Fernández Cordón para que escuche lo que piensan los capitanes y cómo se lo quieren transmitir al mismísimo general Mola, a quien consideran no sólo el vigía sino el salvador emergente de la patria.
El ayudante de Mola atiende el requerimiento telefónico en su despacho del palacio del Virrey y marcha en coche oficial —casi sobrevolando, de carreras— hasta el domicilio del capitán, donde escucha de Moscoso y de otros capitanes un discurso de timbre tan patriótico —y también tan impaciente en las formas— que acaba por producirle cierto nerviosismo. «Estos hombres están a punto de echarse a la calle», cree, y aunque conoce de las prisas que la oficialidad local pone en todos sus empeños, acepta transmitir al general que la guarnición está presta y únicamente espera la instructa con las órdenes precisas. El comandante, incluso, acepta volver a Capitanía y desbrozar a Mola el entusiasmo de sus subordinados, que quedan a la expectativa de un último mensaje esperanzador, de una prueba que muestre a Mola en cabeza de la conspiración. Al filo de la medianoche, con la tarea hecha, Fernández Cordón vuelve al lugar de autos y desgrana de viva voz la postura que el comandante en jefe de la guarnición envía a sus gentes:
«—El general Mola no solamente aprueba su decisión sino que aplaude el proyecto. Es un honor para él la confianza que depositan en su persona. Hace tiempo que el general Mola emprendió el mismo camino por el que ustedes van, y aunque el anónimo encubra sus trabajos y sea desconocida su actuación, sepan que hace meses labora en esta dirección con toda actividad. Debo adelantarles, de su parte, que desde hoy tendrán su consejo y su dirección, pero ni su nombre ni su apellido deben ser mencionados por nadie en parte alguna. Así lo espera de su honor el general Mola. Señores, buenas noches».
Saturado de satisfacción e inquieto porque ahora sí, ahora viene la buena, Moscoso saca un par de botellas de tinto que le han llegado de Rioja y levanta la copa —como lleva haciendo los últimos doce meses al finalizar cada comida— para rugir mirando a sus conmilitones:
—Por España, ¡Viva España!
—¡Viva España! —atruena el coro.
Al comandante Emiliano Fernández Cordón, a quien también le hierve la sangre aunque sus gestos no lo trasluzcan, aún le queda tiempo para añadir una cuestión más:
—Capitán Barreda, mañana a las ocho le aguardo en mi despacho.
—A sus órdenes, mi comandante.
—Señores, repito: buenas noches.
—Buenas noches, comandante —contestan los capitanes a coro.
El capitán Barreda no está extrañado de la cita que acaba de ordenarle el comandante Fernández Cordón porque barrunta que la reunión tiene que ver con la transmisión de documentos que reclama Mola, como ya le ha adelantado hace unas horas el coronel García Escámez. Don Curro le ha dicho por la mañana con su media lengua de trapo:
—Barreda, quédese usted en posición de alerta que comienzan a soplar los vientos. En cualquier momento el general va a recabar sus servicios porque hemos entrado ya en las diez de últimas. No se pierda por otros vericuetos, que tiene usted la obligación de dar el do de pecho. No se me despiste, Barreda, siga usted aquel buen consejo: A la que estamos, tuerta.
—Ya sabe usted, mi coronel, que estoy impaciente por dar los primeros pasos.
—La impaciencia no es buena compañera, capitán Barreda. Mejor es que esté usted expectante, a la expectativa. Ya me entiende, ¿no?
—Y si no le entiendo, da igual, mi coronel. Quedo a la expectativa, pero no acabo de sacudirme la impaciencia.
—Es cuestión de días, Barreda.
—¿A usted le parece que sí?
—Clarito, Barreda. Esto es ya imparable. Y no añado más porque, aunque puedo, no debo.
—A sus órdenes, mi coronel.
A Mola, su confidente, el comisario Báguenas (a quien Lerroux quiso nombrar hace un año director general de la Seguridad del Estado), le tiene dicho que hay una conspiración comunista contra los militares en la que destaca su nombre y el de Franco, y que se ande con ojo, que estas gentes no se paran en ascuas. No ha añadido más porque la información es incipiente debido a que el Gobierno no hace caso de esos cantos de sirena bajo el argumento de que producen reverberación entre sus gentes. Báguenas, sin embargo, jamás se da por vencido cuando trata de obtener confidencias para el general y llega, incluso, a rellenar con los aportes de su imaginación la información que no obtiene de los expedientes que husmea en la Dirección de la Seguridad del Estado. Usando el conducto habitual ha escrito a Mola para contarle que por La Junquera, frontera de Gerona, han pasado agentes y agitadores rusos con la misión de establecer una base en España desde la que ejecutar las órdenes de Moscú. Entre los primeros encargos está eliminar a Mola y a Franco, que distan unos cuatro mil kilómetros entre sí, para dar un palo al Ejército que lo deje temblando. «Palo y tentetieso», dice en una carta a máquina que ni firma ni data y que Mola sería capaz de descubrir entre un millar porque, junto a cuatro iniciales de un acrónimo que el policía utiliza siempre en sus comunicaciones, PACO, en una esquina de la hoja, esta lleva el sello de la prosa pastosa de su antiguo subordinado.
El general ya ha dado a luz su primigenio exordio, el primer parto, y ahora lo que pretende es que el texto vaya llegando por su orden a los mandos de las guarniciones sin aflojar un milímetro las medidas de seguridad que se ha impuesto. Es por esto que requiere de Barreda el procedimiento inviolable que asegure las conexiones entre los conjurados, porque los acontecimientos comienzan a ir por delante de los deseos: en Madrid ha dimitido el presidente don Niceto Alcalá Zamora, consuegro del general Queipo de Llano, se han aplazado las elecciones municipales y don Manuel Azaña reúne casi todas las papeletas para el sorteo en el que se ha convertido la presidencia de la República. Don Niceto, que fue la voz que exigió al rey Alfonso XIII salir de Madrid «antes del anochecer» cinco años antes, se va ahora de la presidencia de la República por la puerta de atrás y apaleado por tirios y troyanos; sólo piensa en poner tierra de por medio con el palacio de Oriente y quiere emigrar a alguna parte para escribir sus memorias, despachándose a gusto contra la caterva de melifluos y aduladores que acaban de dejarle colgando de la maroma. Con estos presagios a Mola no le faltaba más que ver al contrahecho de Azaña, la bicha, la bestia, la verruga, encaramado a la butaca estilo Luis XV con las posaderas tapizadas en raso de algodón color oro viejo y decoración floral multicolor en la que sienta sus reales el presidente de la maltrecha República española cuando toca presidir el consejo de ministros. Demasiadas emociones en tan corto espacio de tiempo que el general no quiere digerir en forma alguna. Además, ya ha comunicado a las cigarras que forman el coro de capitanes que el movimiento no es que sea inevitable, es que está en marcha, como su propio nombre indica, y es imparable porque así lo ha querido la fortuna, el destino y, sobre todo, España. No queda sino comenzar a transmitir la doctrina sobre la que se fundamenta la asonada, y a esa tarea se va a dedicar Manolo Barreda, el capitán Barreda, el puntal sobre quien apoyar las telecomunicaciones.
—Capitán —vino a decirle Mola cuando lo recibió en su despacho—, queda en sus manos el procedimiento para transmitir no sólo las proclamas sino las órdenes. Estamos abroquelando España frente al comunismo internacional y debemos tener toda la intendencia preparada antes de que el enemigo nos comience a ramonear. Usted ya me entiende.
Barreda dijo sí muy seriamente, asintió varias veces con la cabeza, aunque no había entendido una sola palabra de la jerga; todo le resultaba un galimatías inasequible a su formación de ciencias. Entre los capitanes había muchos cojones pero ¿quién era capaz de llevar la contraria a su general cuando Mola se ponía espeso y le tamborileaba el labio?, ¿quién cuando se le pegan, nervioso al hablar, algunas sílabas al labio? Barreda desde luego no, y tampoco lo hubiera aconsejado a sus compañeros de coro, porque cree que Mola no entiende de razones cuando se le inflama la vena que recorre su frente y acaban hinchándosele los ojos. Entonces, no hay cojones. Menos ahora, cuando llega el primero de mayo y las masas del proletariado se van a echar a la calle demandando no se sabe qué, aunque todo apunte hacia algunos generales. «¿Volverá a correr la sangre sin que el Gobierno mueva el culo de sus poltronas?», ha preguntado Moscoso.
Por fortuna para todos pasa la fiesta de los obreros sin mayor bronca que otros años: unos gritando UHP, UHP, los de la acera de enfrente contestando brazo en alto Café, Café (Camaradas: Arriba Falange Española) y algún que otro despistado Verde, Verde (Viva el Rey de España). Pasa el primero de mayo pero no así los ecos de una intervención del editor de prensa y ex ministro de Obras Públicas, Indalecio Prieto, en Cuenca, donde han de repetirse las elecciones de diputados a Cortes por tercera o cuarta vez y donde está puesta gran parte de la atención política nacional. Cuenca viene siendo un laboratorio de la pelea a muerte que llevan derechas e izquierdas y los conservadores han intentado casi todo para atraer al máximo de votantes: desde una lista con José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange Española, hasta proponer que sea el general Francisco Franco quien encabece la plancha.
En esta tesitura el diputado Indalecio Prieto, don Inda, marcha a Cuenca y rompe el corsé de su partido, el socialista, que ahora no forma parte del Gobierno, cuando dice desde la tribuna de un mitin electoral, con un trueno de voz que hace temblar el aire, que la violencia no conduce a parte alguna ni consolida nada, que la quema de iglesias y la bronca interminable que muchas ciudades españolas padecen en sus calles —cuando los adversarios dirimen sus diferencias a tiros que no dejan más que desolación y huérfanos— es la vía más segura hacia el fascismo y que Franco, el exiliado en las islas Canarias, ha de ser el candidato genuino de las derechas que tratan de implantar una nueva dictadura militar en España (Manuel Azaña, al momento de ser elegido el ocho de mayo presidente de la República, vislumbra en Prieto el dirigente que necesita su nuevo gobierno y le propone presidirlo, pero este declina la oferta porque no cuenta con el apoyo de sus propios diputados correligionarios).
En la distancia, Mola, desde el refugio del planchatorio del palacio de Capitanía en Pamplona, ha leído ya las reflexiones de Prieto en el ABC y, aunque no se acaba de creer lo que don Inda dijo en Cuenca sobre la violencia que descimenta España piensa que, de todos modos, las palabras llegan tarde y que con esas gentes no se puede ir, remedando al ex ministro, a parte alguna. Tampoco el mensaje que el futuro presidente de la República ha lanzado el quince de abril desde el púlpito del viejo caserón de la carrera de San Jerónimo ha hecho mella: «Ya sé que estando arraigada como está en el carácter español la violencia, no se puede proscribir por decreto; pero es conforme a nuestros sentimientos más íntimos el desear que haya sonado la hora en que los españoles dejen de fusilarse los unos a los otros. Nadie tome estas palabras por apocamiento ni por exhalación de un ser pusilánime, que se cohíbe o encoge delante de los peligros que pueda correr el régimen que está encomendado a su defensa. No. Nosotros no hemos venido a presidir una guerra civil; más bien, hemos venido con la intención de evitarla». «Con Azaña hemos topado, amigo Sancho», le han escuchado decir a Mola con un desprecio no exento de la impaciencia que tan celosamente oculta. El general Director, a estas alturas, evidencia tercamente que el Gobierno está sobrepasado por los crímenes y atorado en la cacharrería de las palabras, que vienen sonando huecas en boca de un adversario tan envilecido. Eso es lo que quiere creer y por eso se ampara en su propia palabrería:
—Estamos ya por el camino de los hechos —ha comentado a su ayudante Fernández Cordón cuando va, nervioso y con las sombras de la noche, hacia el cuarto de la plancha para preparar nuevas instrucciones reservadas.
Ni siquiera le sirven las palabras que el diputado y ex ministro José Calvo Sotelo, líder parlamentario de Renovación Española y del Bloque Nacional, utilizó el mismo día para contestar a Azaña: «Si un Estado no sabe garantizar el orden, la paz, los derechos de todos los ciudadanos, ¡que dimitan los representantes de ese Estado!… Miramos a Rusia y a Hungría, leemos y repasamos las páginas de su historia reciente y, como sabemos que aquello fue una tragedia, corta para Hungría, permanente todavía para Rusia, queremos que esa tragedia se evite en España y decimos al Gobierno que a él le incumbe esta misión y que para cumplirla no le faltarán ciertamente ni los votos ni la opinión de los que aquí estamos. ¡Ah!, pero si el Gobierno muestra flaqueza, si vacila… nosotros tenemos que levantarnos aquí a gritar que estamos dispuestos a oponernos por todos los medios, diciendo que el ejemplo de exterminio, de trágica destrucción que las clases sociales conservadoras y burguesas de Rusia vivieron no se repetirá en España». Tampoco valen ya las de José María Gil Robles, el líder de la CEDA y ex ministro de la Guerra, padrino de Mola en su último destino africano, pronunciadas el mismo día y en idéntico escenario: «Desengañaos, señores diputados; una masa considerable de la opinión española que, por lo menos, es la mitad de la nación, no se resigna implacablemente a morir, yo os lo aseguro. Si no puede defenderse por un camino, se defenderá por otro. Frente a la violencia que allí se propugna surgirá la violencia por otro lado, y el poder público tendrá el triste papel de espectador de una contienda ciudadana en la que se va a arruinar, material y espiritualmente, la nación. La guerra civil la impulsan, por una parte, la violencia de aquellos que quieren ir a la conquista del Poder por el camino de la revolución; por otra, la está mimando, sosteniendo y cuidando la apatía de un Gobierno que no se atreve a volverse contra sus auxiliares, que tan cara le están pasando la factura de la ayuda que le dan».
El general Emilio Mola Vidal tiene conocimiento de todo lo que se viene diciendo en Madrid, en el Congreso de los Diputados y fuera de él, y no hay nada que le haga cambiar de opinión («Palabras de políticos», ha dicho, «palabras, palabras, sólo palabras») porque tiene una decisión tomada tras muchas horas de hablar consigo mismo: «Ya no hay solución pacífica que acabe con el caos que se está abriendo camino en España. Levantamiento o sumisión, no hay más alternativas», ha comentado al coronel García Escámez antes de ponerse a la máquina de escribir portátil para redactar una nueva instructa.
Al otro lado de la península el general con más gloria del Ejército de España, José Sanjurjo Sacanell, nacido en Pamplona hace sesenta y cuatro años, dos veces cruz laureada de San Fernando, medalla militar individual, antiguo director general de la Guardia Civil y del cuerpo de Carabineros, Marqués del Rif, teniente general condenado a muerte por sublevarse contra el Gobierno el diez de agosto de mil novecientos treinta y dos, malvive su tiempo en Estoril, Portugal, aislado de los cuarteles y sin dinero: está tieso como la mojama y no hay día que alguien, con descuido, le pague un café en el casino si es capaz de aguantar su charleta. Reside allí después de salir del penal de El Dueso, donde purgaba pena de cadena perpetua porque el presidente de la República, don Niceto Alcalá Zamora, quiso trucar su fusilamiento por esa pena menos cruel pero no más liviana. Hace dos años, empero, que fue amnistiado por un gobierno de la CEDA y radicales, junto a Mola, y desde entonces lleva el exilio a cuestas, sin un duro en el bolsillo, añorando sus tiempos de gigoló en Madrid a pesar de que siempre fue feo, bajito, cabezón, regordete, católico y sentimental. Y también putero, aunque para ese empeño no hace falta ni belleza ni estatura, sólo dinero.
Sanjurjo está en Estoril purgando no sólo un exilio sino también su pasión monárquica, que divide entre el desterrado Alfonso XIII y el viejo aroma carlista que heredara en la familia y que ahora representa el nonagenario Alfonso Carlos de Borbón, Alfonso Carlos I de España, rey de sus partidarios. Los carlistas lo saben y peregrinan a Estoril para lanzar cantos de sirena y edulcorar sus oídos, siempre acostumbrados al almíbar del poder, recordando que su padre, don Justo, ya fue capitán de Caballería en el ejército de don Carlos, aunque hubiese muerto durante una emboscada en Udabe, Navarra, cuando el ilustre exiliado tenía quince meses. José Sanjurjo Sacanell es monárquico de convicción, pero a primeros de mil novecientos treinta y seis no se puede determinar de qué monarquía.
Alfonso XIII le nombró primero marqués de Monte Malmusi en mil novecientos veintiséis y, en un real decreto diecisiete meses después, dando pábulo al inmenso poder que el militar había acumulado, el monarca cambió la denominación y donde dije Monte Malmusi digo del Rif, marqués del Rif, que es lo que Sanjurjo pretendía. La Grandeza de España se quedó, a partir del real decreto de 1 de octubre de 1927, disposición 221, en el que con su real gracia Alfonso XIII viene a cambiar por la de marqués del Rif la denominación del título de marqués de Monte Malmusi que había otorgado a Sanjurjo, compuesta y sin palabras. «Hacen falta huevos para conseguir del rey un cambio así», dicen que ha dicho un duque que caza con el monarca (con esos mismos huevos Sanjurjo habría de acompañar a la reina Victoria hasta la frontera francesa, en Hendaya, cuando partió para el exilio, el destierro y la muerte después de que España, en abril de mil novecientos treinta y uno, una noche se fuera a la cama monárquica y al día siguiente amaneciera republicana).
Pero de entonces ahora han pasado muchas lluvias y Sanjurjo quiere que le quieran, y eso lo sabe hacer como nadie el dirigente de la Comunión Tradicionalista, Manuel Fal Conde, un andaluz que le baila el aire y adorna los sentidos y que es capaz de vestir a un niño de nueve años, a Pepito Sanjurjo, con el uniforme del requeté, boina roja con borla dorada, y presentarlo así a su padre, el día de san José, hasta hacer que al general le salten las lágrimas y llore, aunque poco, de emoción. Sanjurjo se deja querer y el carlismo en bloque lo va a adorar porque ve en él al general que puede encabezar una rebelión en España que no sólo acabe con el Frente Popular, los izquierdistas y la madre que los parió, sino que devuelva al solar patrio la estirpe de los borbones legítimos que encabeza el augusto Alfonso Carlos Fernando José Juan Pío de Borbón y Austria-Este, Alfonso Carlos I de España en cuanto las condiciones lo permitan. Los carlistas le quieren y Sanjurjo se deja hasta el punto de establecer un lazo de unión tan estable que nadie, entre los conjurados, duda de que el general sea el hombre que dirija el alzamiento en armas para después dar paso al régimen que se designe. Los carlistas fían su apoyo a la rebelión si Sanjurjo se pone al frente, porque ver coronar al nonagenario Alfonso Carlos en Madrid es cuestión que ninguno de ellos pone en cuestión. Y dicen que Sanjurjo tampoco.
Pero el general del exilio ha pedido garantías por escrito puesto que conoce el sabor del fracaso de una rebelión militar, el miedo de ser condenado a muerte y la angustia de vivir muchos meses en una prisión con el culo prieto, jodido de almorranas, esperando que un pelotón de fusileros le reviente el alma. Lo ha vivido una vez y pretende estar seguro de que no habrá una segunda ocasión, que nunca más va a vestir un ridículo jubón de rayas con el número 52 bordado en la pechera como sucediera en El Dueso, acordonado por presos comunes, cuando en la pechera del uniforme le faltaba espacio para guindar las condecoraciones ganadas en muchas y cruentas batallas por Marruecos, la mayor parte a riesgo de su vida. «Ah, no, eso sí que no, a mí no me vuelven a coger preso como si fuera un robaperas, no, eso sí que no», ha dicho con voz cansina. Por esta circunstancia reclama garantías a quienes le visitan en Estoril, junto al casino, para adornarle la oreja evocando sus gestas heroicas al servicio de la patria, aunque el viejo golpista sabe que en la guerra nadie en los límites de su sano juicio es capaz de firmar un documento por el que se compromete a ganarla.
La rebelión sigue su curso de Guadiana, ahora distribuyo un documento con instrucciones, ahora me callo y vuelvo a los cuarteles de invierno, pero quienes están al tanto porque son los cabecillas y viven en el extrarradio se menean como cola de lagartija y no paran buscando apoyos. Por Pamplona acaba de aparecer en este mes de mayo, desde África, el teniente coronel de Estado Mayor y reputado políglota, Juan Seguí Almuzara, enviado por el teniente coronel Jefe de la Segunda Legión del Tercio de Extranjeros, Juan Yagüe Blanco, que no puede moverse de Ceuta porque los policías del Ministerio de la Gobernación le siguen las pisadas allí donde ven sus talones. Yagüe no es hombre libre de movimientos, él lo sabe, y por este motivo hace coincidir un viaje de Seguí a Madrid para que, de continuo, enlace con Pamplona por ferrocarril y se entreviste con Mola. La Instrucción Reservada Número 1 está en su poder, y lo que ahora demanda son nuevas órdenes específicas para Marruecos, que es territorio extrapeninsular y de capital importancia en la asonada que está en marcha.
Mola recibe a Seguí con el mayor de los secretos en las oficinas de la empresa El Irati, S. A., en el centro de la avenida de Carlos III, que le ha cedido su director, Hilario Etayo, y allí, sin sombras que les molesten, mientras el coche de Maíz espera en una esquina con el objetivo de llevar al africano hasta Alsasua para tomar un nuevo tren de regreso a Madrid, hablan de la marcha de la revolución que preparan y el teniente coronel desgrana los pasos que van dando los voluntarios del alzamiento en Ceuta, Melilla, Tetuán y Larache sumando empeños y aunando esfuerzos. Seguí está acogido como tantos y tantos otros al retiro que proporcionó la llamada Ley Azaña, tiene libertad total de movimientos porque se dedica a sus negocios agrícolas, aunque él siga vistiendo en el imaginario de uniforme, y hasta el momento no está bajo sospecha (pero sí en peligro de muerte, porque la bala que lleva su nombre escrito en un sobre está disparada y le atravesará el corazón tres meses después, en Feria, Badajoz), lo que permite al grupo africanista valerse de sus servicios y tenerlo de correveidile con el mayor provecho.
El general habla con pasión cuando está frente a Seguí y dice que tiene nuevas instrucciones en marcha que el capitán Barreda remitirá al comandante de Transmisiones de la región Oriental, León Urzáiz, que a su vez las hará llegar por conducto interno al teniente coronel Gautier y este a Yagüe, punto final de la ruta.
—En África ya hay ambiente —advierte Seguí—, y todos estamos a la espera de nuevas indicaciones, mi general.
A lo que Mola contesta:
—Estando como está todo en marcha, dejemos que las cosas vayan por su orden. Yo me encuentro solo en este trabajo de dirigir un movimiento, vigilado y a muchos kilómetros de Madrid y de nuestras tropas africanas. De manera que lo prudente, lo conveniente, lo necesario es seguir aunando voluntades, cada uno desde su responsabilidad, porque ya no hay vuelta atrás posible.
—¿Alguna instrucción en concreto para Marruecos, mi general?
—Llegarán a ustedes en su debido momento. Trabajo en tantas direcciones que no es posible dar abasto en el plazo que me vienen requiriendo. Ganas me dan de decir: No empujen, hombre, que llegamos a tiempo.
—En lo que a nosotros respecta, los jefes y oficiales de Marruecos estamos con nuestro general y le reconocemos como jefe supremo de este alzamiento.
Mola, que no es de oído fácil para los halagos, cambia el gesto cuando escucha el nombramiento que acaba de hacerle Seguí y trata de marcar una sonrisa con la que adornar la mueca agria que casi siempre arrastra en los labios. Luego estira el cuello y comenta con brío:
—Espero mucho de nuestro Ejército en Marruecos. Es el único profesional.
—También nosotros de nuestro general en jefe —responde Seguí poniéndose en pie.
—Transmita a nuestros jefes y oficiales de Marruecos que el general Mola no va a cejar en el empeño de organizar un movimiento que cambie este estado calamitoso de cosas que nos está tocando vivir. Que cada uno esté en su puesto trabajando para este ideal, que se aúnen voluntades y no haya personalismos, que se cumplan las instrucciones que irán saliendo desde Pamplona y que tengan fe. No volverá a ocurrir lo que tuvo que pasar el general Sanjurjo en mil novecientos treinta y dos. Esa experiencia la tengo asumida en mis carnes y ahora no se va a dar. Somos muchos, y mejores, no lo olvide, los que oteamos ya un horizonte nuevo en España.
—A sus órdenes, mi general. Transmitiré sus palabras a mis compañeros y mantendremos los contactos.
—Con mucho sigilo —interrumpe Mola—. Los esbirros del Gobierno nos siguen porque llevan una mosca detrás de la oreja y misión nuestra es que sigan así, mareados, unas semanas más. No me cansaré de repetirlo: discreción, sigilo y eficacia. Estas son nuestras armas.
—A sus órdenes, mi general.