ocho

EL comandante Fernández Cordón no ha hecho oídos sordos al comentario de su general para que se procure una persona, ajena a la milicia, que vaya haciendo de secretario personal («Quiero a mi sombra», dijo Mola al despedirse) sin cargo ni remuneración; antes muerto que fallarle a su jefe. De ahí que en la última reunión con el coro de capitanes que forman Lastra, Vicario, Moscoso y Barreda, además de comentar otras cuestiones sobre los oficiales de guarniciones próximas que se van uniendo a la yunta que va a tirar del carro cuando llegue el día, analizaran la situación en Madrid —la más endeble de todas en cuanto a apoyos para la causa, en palabras de Barreda— y dedicaran un tiempo a escrutar entre sus más fieles quién puede ser el mirlo blanco que sea la sombra del general, sin que nadie lo descubra.

A las ya sabidas condiciones que ha puesto Mola el comandante añade que debe ser persona con tiempo disponible, viajero por profesión (y con coche propio), de carácter afable, puntilloso, con cierto barniz cultural y conocimiento de idiomas. Patriotismo, lealtad y firmeza son virtudes sobre las que ni se hace mención porque, como al soldado el valor, al señor Equis se le suponen en grado superlativo. Tan sólo el comandante ha pedido que, entre los méritos, figure su condición de hombre íntegro: «Ha de ser integérrimo», dijo.

Los capitanes han pedido un tiempo para el conciliábulo: se marcan un plazo de dos días para dar la contestación, aunque en la mente de alguno de ellos hay una posible terna de la que debe salir el aspirante a hombre invisible. Conocido es que Mola no busca un pregonero y, también, que es capaz de ajusticiar al mensajero si en dos horas no logra congeniar con él. El cuarteto de oficiales lo sabe y trata de no errar en un disparo de tamaña precisión.

—Mi comandante —dice Gerardo Diez de la Lastra—, quítese la preocupación de buscar al señor equis, que de esa tarea nos ocupamos nosotros a riesgo incluso de nuestra vida.

Todavía en un tono más solemne, si cabe, añade:

—Va en ello nuestro crédito y el buen fin último que todos pretendemos.

—Así sea —responde Fernández Cordón.

El general Mola ha extendido todos los tentáculos que su cargo le proporciona no sólo sobre Pamplona sino también sobre Madrid y las esferas que rodean al Ministerio de la Gobernación, gracias a lo cual ha tenido conocimiento de que el gobernador civil de Navarra se ha quejado en las últimas semanas ante el director de la Seguridad del Estado de la poca información que le facilita la Guardia Civil y en especial su comandante, el teniente coronel Ignacio Gregorio Muga Díez, a quien se ha visto de paisano comiendo en dos ocasiones, en la fonda Marceliano, con capitanes que para las izquierdas locales se consideran facciosos. El confidente Martín Báguenas, desde su guarida de comisario en la Dirección General de la Seguridad del Estado, donde trabaja sin fatiga para los enemigos de sus jefes, confirma esta sospecha y le anuncia al general que se va a producir un cambio en la comandancia local del benemérito instituto a no más tardar en el plazo de un mes. Nada se sabe de quién puede ser el sustituto.

Cuando Mola comenta este hecho con su ayudante, el comandante Fernández Cordón le informa de que, entre los mandos de la comandancia, hay al menos un par que están al tanto de los movimientos que preparan algunos oficiales para defender a España del oprobio que padece y que están dispuestos a todo llegado el momento, aunque añade que la Guardia Civil es el único cuerpo de carácter militar que escapa a su control porque está bajo la égida de los esbirros del Frente Popular que dirigen el gobierno civil.

—Emiliano: le encargo a usted, personalmente, que siga los acontecimientos en la Guardia Civil, un cuerpo clave para el asunto que llevamos entre manos —ordena Mola durante una reunión ordinaria de trabajo—. Con ellos en contra el día de autos habrá muchos tiros y mucha sangre, y no conviene perder energías de manera tan simple.

—Mi general, queda a mi cuenta esta misión. También le informo de que estoy en condiciones de proponer el nombre de una persona para que sea su memoria y su sombra, tal y como usted pidió días atrás —comenta Fernández Cordón.

—Fenomenal —dice Mola con entusiasmo—, fenomenal. ¿Cuándo puedo entrevistarme con el mirlo blanco?

—Tan pronto como usted lo ordene, mi general.

—Mañana a las ocho y media.

—Así se hará. Siempre a sus órdenes, mi general.

Los capitanes se dieron prisa. No es que hicieran las cosas de manera alocada sino que procesaron en cuestión de horas los tres nombres de candidatos que rondaban sus cabezas y, por unanimidad, estimaron que el pamplonés Bernardo Félix Maíz, un industrial prudente de mirada seráfica, católico a machamartillo, reunía los requisitos de manera sobrada. La cuestión estaba ahora en comunicárselo al interesado, ignorante del crédito que cuatro capitanes estaban dando a su bien probada fidelidad a la patria.

—En este mismo momento, y puesto que estamos de acuerdo, le voy a enviar un recado manuscrito para que esté a primera hora de la noche en su casa y mantengamos una reunión —asegura el capitán Gerardo Diez de la Lastra.

—A esa cita que propones creo que debes ir tú solo —dice Vicario—. Es contigo con quien más confianza tiene.

—Asunto resuelto —concluye Lastra—. Mañana por la mañana, a la hora de costumbre, en la cantina del cuartel, os daré la información sobre esta cuestión.

Al decaer el día, sobre las ocho de la tarde, el capitán Gerardo Diez de la Lastra, inquieto porque le quema el mensaje que va a entregar, visita a B. Félix Maíz Sarasa en su domicilio de Carlos III, esquina con la Avenida de Roncesvalles, un piso enorme y de excelente amueblamiento hecho a medida con maderas nobles, que traduce la situación económica desahogada de su propietario. Lo hace sonriente y su anfitrión percibe un aroma que no es el habitual en las últimas conversaciones. En el último año se ha visto con Maíz quizá una cincuentena de veces —casi siempre en el Casino Principal— porque es un civil que participa de sus ideas, discreto y en busca de acción, como buena parte de los menores de cuarenta años que son de su ambiente. Por si esto no fuera suficiente, reúne una condición que pocos en la ciudad dominan como él: es un estudioso de la masonería y viene haciéndose con documentos secretos de la secta que dejan boquiabiertos al coro de capitanes. Sobre el general Mola ha hablado más de una vez y, aunque no acaba de convencerle su indefinición sobre la forma de Estado, que si monarquía, que si república, destaca como cualidad principal del militar el hecho de que siempre ha servido a la patria sin interés personal y es un purgado de Azaña, personaje al que detesta.

—¿Estarías dispuesto a hablar con el general Mola en cuanto te avise? —espeta el capitán Lastra tras un par de comentarios insulsos, intrigantes.

—No hagamos bromas sobre temas sagrados, Gerardo.

—No estoy haciendo bromas. Repito: ¿estás dispuesto a reunirte con Mola ahora?

—¿Ahora mismo? A la perfección sabes que siempre estoy dispuesto para cuestiones importantes. Mucho más si se trata de conocer a Mola. Sería para mí una gran satisfacción.

—En ese caso, y voy a hablar sin rodeos aunque te sorprendan mis palabras, mañana tendrás un nuevo aviso con la hora para reunirte con Mola. En el entorno del general están buscando una persona de tus características que le sirva de secretario y guía por la provincia; hemos dado tu nombre porque consideramos que ese prójimo eres tú. Él ya no puede dejarse ver ni vestido de paisano, ni vestido de uniforme, ni en coche oficial. Estamos a las puertas de una nueva aventura por España y hay que echarse el cuarto a espaldas.

—Jamás hubiera pensado que pudiera tener contacto alguno con el general, menos ser su guía.

Se produce un silencio. Maíz, digiriendo lo que acaba de escuchar, continúa:

—Desde ahora mismo estoy ansioso por conocer a Mola. En todo caso muchas gracias por la confianza, que bajo ningún concepto defraudaré.

—Mañana te comunicaré el cuándo y el dónde —finaliza Lastra.

De vuelta al cuartel el capitán Gerardo Diez de la Lastra recibe un aviso urgente para que pase por Capitanía, donde le está esperando el comandante Fernández Cordón. Sin ningún rodeo el ayudante del general suelta el encargo:

—La entrevista del general con el señor Maíz ha de ser mañana a las ocho y media, aquí mismo, en el despacho oficial. Usted verá cómo se las apaña para conseguirlo porque yo he dado mi palabra al general y mañana a las ocho y cuarto me gustaría ver entrando por el zaguán al señor Maíz, solo. No es necesario que ninguno de ustedes le acompañe.

—Ahora mismo voy de nuevo a su casa. Precisamente llegaba de allí cuando me han avisado en el cuartel que usted quería verme.

—Mañana a la ocho y cuarto, no lo olvide.

—En absoluto, mi comandante. A las ocho y cuarto. A sus órdenes.

El capitán Lastra literalmente quiere volar. En cuanto pisa el suelo de adoquín que bordea el palacio de Capitanía acelera el paso y, ya a la altura del comedero Casa Marceliano (que los capitanes conocen al dedillo porque cenan allí una vez por semana y se calientan la cabeza de lo lindo con las futuras hazañas bélicas que van a llegar; eso es lo que creen), echa a correr cuesta arriba en dirección a la plaza del Castillo, que es la misma del domicilio de Maíz. Tarda algo más de diez minutos en cubrir el trayecto y llega a su destino con la lengua por los talones, sudoroso, desgreñado, jadeante y con los ojos a punto de reventar en las órbitas. Maíz, que le ha abierto la puerta, cree que ha debido de suceder algo muy grave porque el capitán ha movido torpemente los labios, sin resuello, y únicamente ha pedido agua con gestos y una palabra.

—Vengo reventado, pero con buenas noticias —aclara Lastra tras beber de un tirón un generoso vaso de agua—. Mola te espera en Capitanía mañana a las ocho y cuarto en punto. La cita es quince minutos más tarde.

—¿Eso es todo? —pregunta incrédulo Maíz.

—¿Te parece poco?

—Es que, al ver que venías echando los bofes, he llegado a pensar que había pasado algo grave.

—He venido corriendo prácticamente desde Capitanía hasta tu casa, y a fe que hay buena cuesta. Me acaban de comunicar que el general quiere verte mañana a primera hora, y ya sabes que a este hombre no se le puede fallar en ninguna circunstancia. Y menos ahora. Por eso me he dejado los hígados viniendo a la carrera hasta aquí.

—¿Debo ir solo?

—Solo.

—No veo inconveniente alguno: estaré allí a la hora que me indicas. Cuando salga de la entrevista procuraré establecer contacto contigo para cambiar impresiones.

—Estaremos esperando con el alma en un puño —responde Lastra con rostro severo, siguiendo su afición por la épica.

—Hasta mañana.

El coronel García Escámez, cuando hay público, siempre se dirige al general con una jerga que no hay cristiano que desembarace, excepto el propio Mola. Cuando están a solas se tutean, aunque Escámez lo hace de aquella manera que tienen los gaditanos: «Si uztede vozotro…». En presencia de terceros don Curro, como Mola gusta de llamarle, masculla algo así cuando su general le habla:

Zordeneigenerá —que en lenguaje común equivale a decir tanto como «A sus órdenes, mi general». Claro, Escámez es de Cádiz y la jerga que maneja tiene su perdón. Pero sólo porque es de Cádiz, según dice el general.

Esta tarde, don Curro, que es un coronel listo y luce bordada al pecho la cruz laureada de San Femando por su comportamiento en Kudia Tahar, la más alta condecoración para un militar, le ha dicho a Mola tomando un refrigerio que está a punto de concluir un informe sobre los métodos y sistemas de transmitir información, no sólo entre militares sino también a civiles, capaz de desquiciar al enemigo.

—Estando en esta esquina del mundo, si no establecemos un procedimiento de comunicación con las principales unidades que sea muy fiable, no tenemos nada que hacer, igenerá.

—Queda claro que los pasos que vayamos a dar en lo sucesivo han de ser con pies de plomo. No me cabe duda de que las comunicaciones telefónicas, y las telegráficas, las tenemos controladas por el enemigo. Supongo también que mis entradas y salidas. Con todo esto ya contaba. Por eso es tan necesario aquilatar bien las comunicaciones.

—Tenemos lo principal, que es el director de operaciones.

—¿A quién propones?

—Al capitán Barreda.

—¿Por qué?

—Porque domina la cuestión y es discreto hasta el aburrimiento.

—Que así sea. A partir de ahora, don Curro, esta cuestión es asunto exclusivamente tuyo. Documento que te entregue, documento que haces llegar a su destinatario. No quiero ni saber cómo: únicamente me interesa que lleguen a destino. Te nombro responsable de los enlaces. ¿Queda entendido?

Zordeneigenerá.

—En un par de días te confiaré una comunicación que debes hacer llegar a Varela, Goded, Franco, Saliquet, Fanjul, Ponte y Sanjurjo. También al coronel Yagüe.

—¿Mando llamar al capitán Barreda?

—Para hablar de esta cuestión, en absoluto. Quede claro —repite Mola— esto que voy a decir, don Curro: tú, y sólo tú, eres mi contacto con el mundo. Lo que hagas, asunto tuyo.

—¿Alguna cosa más?

—Ninguna por el momento.

Zordeneigenerá.

Mola se queda solo en el despacho y aprovecha el tiempo para redactar una nota a mano dirigida al director de Diario de Navarra, en la que anuncia una visita al periódico para el día siguiente a las diez de la mañana. «Le ruego me espere en la puerta de acceso, pues llegaré andando y de paisano. Supongo que es una buena hora para conocer las tripas del diario, pues imagino que no habrá nadie en redacción ni en talleres. Si así no fuera, por favor, hágamelo saber para que cambie el horario. Con un afectuoso saludo…». El general es de natural curioso y quiere echar un vistazo a los interiores de un periódico, especialmente al sistema de impresión, pero busca ante todo cambiar un par de opiniones con Garcilaso ahora que hay viento en popa: en Pamplona se pueden contar con los dedos de una mano mutilada los civiles que conoce Mola y, entre todos ellos, el periodista quizá sea el que mayor confianza le merece.

Después de mandar el recado con un oficial que viste de paisano, Mola hace llamar a su ayudante para comentarle una idea que tuvo días atrás.

—A sus órdenes, mi general. Usted dirá.

—Quería indicarte que necesito una mesa pequeña, de madera, para colocar en el planchatorio. La orden es que busques una en el cuartel y la instales allí de manera discreta.

—Así se hará, mi general.

—¿Te interesa saber para qué?

—Si a usted le parece bien…

—Quiero establecer en esa habitación un reducto para pensar, también para alguna reunión en petit comité. Y para escribir. Para eso necesito una mesa. He pensado llevar la máquina de escribir portátil al planchatorio y almacenar allí, entre la ropa blanca, las copias de los documentos que vayamos produciendo. Nadie, excepto el coronel Escámez, tú y yo, debe saber que el cuarto de la plancha tiene otras utilidades.

—¿Manda algo más, mi general?

—Nada más. Hasta mañana.

—A sus órdenes, mi general.

Bernardo Félix Maíz llegó a Capitanía andando. Un cuarto después de las ocho de la mañana apareció en la garita de guardia vestido con un traje príncipe de Gales cruzado, camisa blanca y corbata azul cielo, y de no ser por la cara de franciscano que le acompaña en sus treinta y seis años de existencia, hasta el propio comandante Fernández Cordón, que lo vio venir desde un mirador del primer piso del caserón, hubiese pensado que llegaba un enviado del general Queipo de Llano para hacer una descubierta. Pero Félix Maíz viene de su casa y, de paso, de rezar unas plegarias en la iglesia de San Agustín, que le caía de camino en su viaje hacia el palacio, y también de mirar en el cartelón de entrada del frontón Euskal Jai quiénes juegan esa tarde porque ha previsto apostar dos duros contra Bengoechea y Salsamendi, jueguen estos contra quienes jueguen. El Euskal Jai es la válvula, la espita por donde algunos pamploneses, a las tardes, mientras se juegan los partidos de remonte, revientan su vomitina de resquemor y odio porque lo que de verdad, de verdad les pide el cuerpo es salir a la calle y pegar un par de tiros bien dados a esa banda de cabrones izquierdistas que andan a sus anchas y crecidos desde el triunfo en marzo del Frente Popular (y eso que las derechas gobiernan en Pamplona las dos instituciones de más envergadura: el Ayuntamiento y la Diputación). Los cabrones son el antiguo alcalde Mariano Ansó Zunzarren, el impresor Ramón Bengaray Zabalza, Leandro Villafranca Losarcos (al que le cuentan los días que le quedan en la tierra porque es carne de sepultura), el ex presidente de la Diputación Foral Constantino Salinas, el también socialista Tiburcio Osácar y hasta los nacionalistas Manuel Aranzadi, Serapio Esparza o Manuel de Irujo, con los que coinciden en misa comulgando, pero nada más.

Maíz, en apariencia, no es de los que odian, ni tampoco de ese grupo que quiere tomar su justicia pistola en mano; se considera persona de orden y es católico hasta el tuétano, sin preferencias por el carlismo, la falange, Unión Navarra o Renovación Española. Por esta amalgama, y por su probada discreción, lo ha elegido el grupo de capitanes como candidato a ser la sombra del general. De no acertar con esta pedrea en dos semanas pueden estar todos ellos, capitanes, comandantes, tenientes coroneles, coroneles y Mola a la cabeza de la cáfila, ante un tribunal militar con los huevos duros a la altura de la laringe, en vigilia de un fusilamiento por traición, recostados en el catre mugriento de alguna prisión militar del extrarradio de Madrid. Lo viene repitiendo el general cuando habla del plomo que hay que colocar en los pies antes de andar: «Hay que cogérsela con papel de fumar en todo, en todo».

—Me llamo Félix Maíz y el general Mola me espera a las ocho y media. Vengo con tiempo —dice al cabo de guardia.

No le piden documentación ni le registran.

—Pase, por favor, que le conduzco hasta una sala. Voy a avisar al comandante Fernández Cordón. Está esperando su llegada.

El cabo deposita a Maíz en un cuarto del patio desde el que puede ver dos coches y cierto movimiento de uniformes que suben y bajan las escaleras. En un santiamén se abre de nuevo la puerta y un militar de edad pareja a la suya se presenta.

—Don Félix, soy el comandante Fernández Cordón, ayudante del general Mola. Encantado de saludarlo. Y de conocerle.

—Lo mismo digo, comandante.

—El general le espera en su escritorio, primera planta. Le acompaño.

Mola está de pie, junto a una ventana del despacho, y ojea un ejemplar del ABC de anteayer: la prensa de Madrid no llega a provincias en el día. Al escuchar la voz de su ayudante se gira para ver qué aspecto tiene el mirlo blanco y estira el brazo para estrechar su mano. Ambos se miran directamente a los ojos dos, tres, cuatro segundos que parecen una eternidad. Fernández Cordón, que va a hacer mutis por el foro, observa las facciones del rostro de su general, sobre todo la mirada, y cree entender que Maíz es el hombre. Si así no fuera, Mola lo hubiese reflejado en alguno de los pliegues de su cara como hace siempre, incluso de manera involuntaria. El general propone a su invitado que tome asiento en uno de los sofás tras el biombo y continúa radiografiando sus movimientos, la expresión de su cara, la forma rechoncha de sus manos, el color castaño claro de su pelo.

—Don Félix —dice—, esta es una entrevista rara y espero que no por eso menos provechosa. Supongo que está usted al tanto de lo que necesitamos, que el capitán Lastra le ha puesto al corriente…

—Así es, general.

—Vamos al grano entonces. Estamos iniciando un camino que no es ni corto ni fácil; al contrario, será largo y difícil y debemos conocernos para ver si lo podemos hacer juntos. La organización de un levantamiento como el que se proyecta, y las condiciones en las que se va a realizar, debe usted saber que tiene un mínimo de posibilidades de éxito y un máximo de probabilidades de fracaso. Los distintos papeles a representar dentro de la obra son difíciles, cuando no francamente peligrosos. Se lo estoy advirtiendo antes de empezar. Necesito a mi lado una colaboración capaz de responder a toda clase de servicios que puedan presentarse y que hoy, ahora mismo, no puedo determinar. Esta exposición es el principal motivo de la entrevista: que usted pueda pensar, examinar, decidir, a la vista del panorama escueto que le acabo de exponer, si se ve con fuerza suficiente para iniciar esta colaboración.

Maíz y Mola están mirándose a los ojos para detectar el uno en el otro alguna falla en el mecanismo de comprensión. El general, de uniforme sin fajín, polainas hasta las corvas, está hablando con firmeza y sin entusiasmo, quizá porque espera de la primera respuesta de su interlocutor percibir que él es el hombre, que ni Fernández Cordón ni Lastra se han equivocado al proponer su nombre. Mola, incluso, ha ido tan directamente al grano, sin dejar caer un comentario insulso sobre la bondad de la temperatura de esa mañana o preguntar por la situación personal de su invitado, que cree advertir un grado de vértigo en la mirada de Maíz. El contratista de obras, sin embargo, ni se arredra ni se encoge.

—General: estoy a su disposición en todo lo que pueda servirle si es que en esta acción vamos a una lucha para defender como cristianos y españoles nuestra civilización.

—Vamos contra un enemigo que no es español y que ya está incrustado en la mayor parte de los organismos vitales de nuestra patria. El comunismo…

—Y la masonería —replica Maíz.

—Y la masonería.

Mola hace un silencio y se mira las manos, que descansan sobre la raya de una pernera del pantalón. En el silencio del despacho se nota una vibración del vidrio de las ventanas porque entra, o sale, un coche del patio de Capitanía. Maíz está sentado en su sofá rígido, incluso algo forzado en la postura, pero no se encuentra nervioso. No es su carácter, no lo ha sido nunca y hoy tampoco.

—General: ¿no habrá otros ídolos, otras banderas que el servicio a España y a la civilización cristiana?

—No los habrá, señor Maíz.

—Si así va a ser, estoy a su disposición.

—Una cuestión más. Sería conveniente que, a partir de ahora, llevara usted un control de los pasos que vayamos dando, de fechas, citas, personas, etcétera. Nada complicado porque esto que le estoy proponiendo se puede contabilizar en una pequeña agenda, un cuaderno de notas o la forma que usted prefiera. El único pero es que lo deberá ocultar en lugar seguro, absolutamente seguro, porque para el enemigo, si lo descubriera, puede ser la prueba del nueve.

—Cuente con ello. Es mi costumbre llevar un dietario. Ahora lo haré de manera discreta y con algunas claves. Puede estar seguro de que, por mi parte, ni habrá indiscreciones ni tomaré riesgos innecesarios.

El general aprovecha la circunstancia y el contento que le produce el sí de Maíz para hacer una reflexión de carácter general sobre la unión de civiles y militares en el momento actual mientras escruta los gestos, mínimos, que su interlocutor va dejando caer, con cuentagotas, cada vez que asiente con la cabeza. No ha dicho una palabra de más, ha preguntado con sentido común, parece un hombre de bien. Es lo que piensa Mola cuando se pone de pie para dar por finalizada la entrevista. En la puerta, sin abrir todavía, baja el tono de voz, estrecha con fuerza la mano de su visita y comenta entrecerrando los labios:

—Le ruego que usted comprenda lo que voy a decir: No nos hemos conocido. Ni ahora ni nunca. Así ha de ser hasta que finalice esta aventura.

—Así será, general, tiene usted mi palabra de honor.

—Nuestro contacto es el capitán Lastra. Él será quien le informe de los servicios que vayamos necesitando. No olvide nunca que esto es sumamente peligroso. Gracias y buenos días, señor Maíz.

—Buenos días, general.

El mirlo blanco ha salido del edificio de Capitanía de la misma manera que entró: solo. Mola lo ha estado observando tras los visillos de una ventana y hasta los andares le confirman que sus oficiales no se han equivocado. Es lo que piensa y quiere creer, porque ya no hay vuelta atrás. De regreso al despacho encarga un café al soldado de la antesala y manda llamar a su ayudante.

—Emiliano, creo que Maíz puede ser nuestro hombre, por la cuenta que nos trae. Ahora me gustaría conocer algún dato adicional sobre su situación personal; en realidad creo que únicamente sé el nombre y los rasgos de su fisonomía. Aunque sea sucintamente, necesito un par de datos biográficos más.

—Mi general, el señor Maíz tiene treinta y seis años, casado, padre de dos hijos pequeños, niño y niña, es constructor y maneja el negocio familiar que heredó de su familia. Estudiaba ingeniería, creo que en Madrid, cuando tuvo que regresar por enfermedad de su padre y hacerse cargo de la empresa de construcción. Quienes le conocen refieren que es honesto a carta cabal, muy religioso, preocupado por el destino de España y sin ligazón partidaria. Tiene un coche americano de color oscuro y disfruta de una posición económica que muchos quisieran. En la ciudad es conocido, pero nadie sería capaz de vincularlo a movimiento político alguno. Añadiré, también, que es perito en los métodos y formas de la masonería como pocos, según cuenta el capitán Lastra.

—Está bien. Dígale al capitán, después de comer, que comunique al señor Maíz su primer servicio. Mañana a las diez de la mañana quiero que esté disponible porque salimos hacia Vera de Bidasoa. Voy a verme con un teniente coronel de la guarnición de Irún.

—A sus órdenes, mi general.

Maíz se va andando y andando sale Mola de Capitanía media hora después, camino de Diario de Navarra, seguido por un cabo y un sargento de confianza (le han dicho que no hay moros en la costa, después de dar una vuelta fisgona por la calle Aldapa) que marchan tres o cuatro metros detrás. El general lleva puestas gafas de sol, se ha peinado raya a la izquierda y a los cien metros de ir caminando ha ordenado al cabo que le sigue que vaya por delante, pues no está seguro de conocer el trayecto hasta el periódico. En la ciudad, muy pocas personas, quizá nadie que no sea militar, es capaz de distinguir al general de brigada que camina, las piernas algo arqueadas, los ojos ocultos tras unas gafas de sol de pasta marrón y cristal oscuro, ataviado con un traje de paño gris. La comitiva pasa incluso por delante del cuartel de la Guardia Civil, en la calle Tecenderías, y la pareja de guardias que está en la entrada ni siquiera les mira al andar. Al contrario que en Madrid o Melilla, el general Emilio Mola se ha vuelto invisible en esta ciudad. «Qué tranquilidad», piensa para sus adentros.

En la calle Zapatería, a un metro de la entrada al edificio, Raimundo García hace tiempo en la calle hablando con un empleado del periódico hasta que ve llegar al general. Movido por un resorte invisible, se ajusta la corbata mecánicamente y saluda sombrero en mano a Mola, que corresponde alargando el brazo.

—Bienvenido a su casa, general.

—Encantado de volver a vernos, señor García.

—Por favor, sígame, que vamos al segundo piso.

El despacho del director es más bien pequeño y no tiene un apartado para invitados, por lo que Mola se sienta frente a García como si fuera un redactor más del diario. Hablan del tiempo, de lo limpias que parecen estar las calles, de la comida local, incluso de mujeres. Raimundo García tiene una oficina con un pequeño balcón mirador que da a la calle y los muebles que decoran la estancia son de tipo castellano, barrocos, hechos en madera ennegrecida —seguramente haya— por el ebanista Ángel Goñi, que es un vecino del periódico que ubica su taller en la misma calle. El director se sienta en una butaca que llama la atención a cualquiera, más todavía al general: tiene, al término de los apoyabrazos, sendas cabezas de león labradas al borde y con media lengua fuera; en el cuero que sujeta las posaderas está la imagen repujada del testuz de Miguel de Cervantes y otra, figura entera, de don Quijote, lanza en ristre, en el apoyo del espaldar. Mola, que es ebanista frustrado, ha tomado nota de todos estos detalles —que le llaman ciertamente la atención, sobre todo el asiento, porque piensa que no debe de ser muy cómodo—, pero no quiere perderse en esas menudencias habida cuenta de la facundia que habitualmente despacha su interlocutor. Tiene previstos treinta minutos para este encuentro y no le gustaría sobrepasar ese tiempo en un segundo.

García está que revienta las costuras de satisfacción por tener enfrente nada menos que al militar de quien cantó sus gestas cuando se abría paso a lomos de acémila, entre disparos cruzados de la morería, por los barrancos de Dar Akobba, una docena de años atrás. Quisiera volver a recordar los viejos tiempos que a él, como periodista, tanta fama y gloria le dieron en el ámbito local, pero percibe con su sexto sentido que la mañana está para cuestiones distintas, muy a su pesar. Otra vez será, cree.

—Don Raimundo, el motivo de esta visita no es otro que pedirle una prórroga en sus gestiones con el carlismo. Le comenté que habían venido a visitarme los señores Baleztena y Martínez Berasáin y me parece prudente, a día de hoy, posponer a fechas ulteriores cualquier otro contacto.

—Tal como usted quiere, general, así se hará. De todos modos, yo le estaba preparando un encuentro de… digamos otro nivel. Sin menospreciar a los señores mencionados, el carlismo tiene jefes nacionales que quizá fuese conveniente que usted conociera.

—Dejo a su criterio quiénes deben ser los interlocutores. La cuestión que me trae a este despacho es, además de conocer las máquinas y los sistemas de impresión, aspecto de gran importancia para mi curiosidad pero muy secundario en cuanto al asunto primordial, es, digo, solicitar de usted que queden en suspenso las gestiones que hemos comentado. Mi cargo y las responsabilidades que el puesto conlleva exigen de mí, en estos días, estar atento a otras ocupaciones. Creo que no son necesarias más explicaciones.

—En absoluto, general.

—Dicho esto, ¿me enseña usted cómo carajo hacen los periódicos cada día?

—Para eso estamos, general. Si le parece vamos para abajo, que es donde está el meollo. Las máquinas, en el sótano. El cacumen, encima, dando órdenes. ¿Empezamos por la ingeniería?

—Sea.

El capitán Gerardo Diez de la Lastra se dejó ver por el domicilio de Félix Maíz, como quien no quiere la cosa, al filo de las siete de la tarde. Vestía de uniforme y llegó a la casa en coche oficial porque tenía que entregar un mensaje verbal de su general en jefe. Una temeridad que fue censurada por Mola, cuando tuvo conocimiento, porque lo había dicho y repetido desde que Maíz se presentó en Capitanía: «A todos los efectos, este hombre no existe». Si Maíz no existe, ¿qué demonios anda haciendo en su casa de Carlos III, esquina avenida de Roncesvalles, el capitán Lastra, vestido de uniforme y con coche oficial? ¿Cuándo entenderán los oficiales que los tiempos no están para estas demostraciones? ¿Cuando nos detengan a todos? El general ha dado orden a su ayudante para que, en lo sucesivo, se extremen todas las medidas de precaución, comenzando por el aspecto externo, los contactos, las visitas y los automóviles.

Bernardo Félix Maíz, que ya es invisible y no conoce a Mola ni de referencias, ha hecho pasar a su amigo el capitán Lastra hasta una esquina del salón de la casa y le pide brevedad, porque está a punto de llegar el médico que ha llamado su señora para que explore a Tere, la niña pequeña.

—No ha dejado de toser y vomitar en toda la jornada —comenta con malestar.

El capitán lo entiende pero no lo asume: aunque de uniforme y en servicio le apetece tomarse un coñac arrebujado en un sofá hablando de los tiempos que están por venir, como ha sido costumbre los meses anteriores.

—¿Qué te ha parecido el general? —pregunta con ganas mal contenidas.

—¿Qué general? No conozco a ningún general.

La contestación le revienta como un obús pero recuerda que hoy no está en visita privada, como en todas las ocasiones anteriores, sino como mensajero de la superioridad que viene, entrega el mensaje y se va, muy a su pesar. El cotilleo, si es que llegara a producirse, está claro que será en otra ocasión.

—Si es como dices, aquí tienes un recado que me dan para ti. Mañana, sobre las diez, debes estar en la cuesta del portal de Zumalacárregui con el coche repostado. Se trata de un viaje de unos doscientos kilómetros que hay que hacer, ida y vuelta, para la hora de comer. ¿Quieres saber adónde?

—En absoluto.

—Tampoco podría contestar porque ni yo mismo lo sé. Mañana a las diez recoges al paquete y vas de viaje. Eso es todo.

—Hasta la próxima.

Maíz despide a la visita y se encamina nervioso hacia la habitación de los niños. Su mujer lleva casi todo el día al pie de la cama de su hija, tomándole el pulso y la temperatura, observando también de reojo cómo su marido ha hecho una limpia apresurada de papeles.

—Mañana —dice Bernardo Félix pellizcando las manos de su esposa—, comienza una nueva etapa para mí de la que no te puedo dar noticia ni hoy ni, a lo mejor, nunca.

La niña, adormilada, tose y Maíz rebaja el tono de su voz.

—Te pido que no me preguntes nada, que confíes en mí como lo has hecho hasta ahora, porque es lo mejor para todos. Verás que salgo, que entro, que me reúno, que viajo, que llego tarde, que no vengo a comer, que estoy con personas que no has visto nunca, que escribo más que de costumbre, que rompo papeles, que llamo, que me llaman, que vienen, que voy, que… De nada de ello podré darte explicación. Quiera Dios que algún día puedas comprender el sacrificio que en este momento te toca.

—Hasta ahora he confiado en ti, y no hay motivos para otra cosa.

—Gracias, corazón —responde Maíz con una punta de lágrima asomando en los ojos—. ¿Llaman a la puerta?

—Sí, será el médico de los niños, el pediatra. Está avisado desde la mañana. Te lo comenté antes.

Félix Maíz no se ha dado cuenta pero sí su subconsciente: ha sonado el timbre y por la piel de los brazos acaba de percibir una corriente eléctrica tenue, suave, que le ha puesto los sentidos en estado de alerta. No hace ni doce horas que se ha comprometido con Mola, que ha dado su palabra para trabajar junto al general en una misión que acaban de definir como peligrosa en extremo y, sin quererlo, su sistema nervioso se ha puesto en alerta ante la simple llamada a la puerta de la casa que acaba de hacer el pediatra que viene para examinar a Tere. El riesgo excita, el riesgo incomoda, colige, y esto no ha hecho sino empezar.