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DESDE que en Madrid los anarcomunistas quemaron las iglesias de San Luis y San Ignacio, jaleados con gasolina y ovaciones por sus satélites incondicionales, aquí no hay vuelta atrás posible. Esto es algo que, a día de hoy, todos tenemos claro. Me cuentan que la quema de iglesias y conventos se ha convertido en un espectáculo en sí mismo, y que las gentes de Madrid —mejor dicho: algunas gentes de Madrid— están pasando por las zonas devastadas en tan grande proporción que hay ladinos que colocan carritos con porras, agua fría azucarada, gaseosas y cacahuetes que van vendiendo a la chusma curiosa, como si aquello fuera los arrabales del circo romano. No me tengo por meapilas, ni siquiera devoto, pero hay cuestiones (como esta de la religión, que mueve las conciencias a medio mundo) en torno a las cuales una persona con un palmo de dignidad no debe quedar en la indiferencia. A causa de mirar en repetidas ocasiones hacia otro lado y no ejercer la crítica o, más claramente, la condena, hemos llegado a donde hemos llegado.

Por todo lo anterior y con el objetivo de romper de una vez y para siempre con el silencio cómplice que tanto daño nos ha hecho afirmo ahora, en abril de este desgraciado año de mil novecientos treinta y seis, que se acabó la condescendencia, se acabó el compadreo y se acabaron las revoluciones comunistas que están matando la patria. Tardará más o menos, seremos más o menos, concitaremos más o menos adhesiones, todo eso se verá más adelante, pero ya se puede asegurar que está en marcha un gran movimiento salvador sobre el que cimentar las bases de una nueva España. Estoy decidido a trabajar en la única dirección posible, que es la que demanda nuestra responsabilidad: levantar España. Romper las amarras, el yugo que nos asfixia, acabar de una vez y para siempre con este estado de ruindad que nos quiere imponer el comunismo.

En esta hora delicada que, por desgracia, nos ha tocado vivir, quienes tenemos el peso de la púrpura y el sacrosanto deber de defender la patria con las armas si así se necesitara, estoy seguro, sabremos estar a la altura de las circunstancias y acabar con este caos, con esta anarquía que nos asfixia y nos aniquila. Hace tiempo que escribí lo siguiente (que ahora suscribo con más entusiasmo, si posible fuera): «Tengo confianza ciega en esa juventud impetuosa que hoy nos aparta de su camino como trastos inútiles, persuadida de que no somos capaces de emprender la obra de reconstrucción nacional que ella se ha propuesto realizar y realizará». Juventud, juventudes, este es el secreto. Sabido es que no soy un entusiasta de la guerra —como he manifestado también por escrito— ni creo que nadie pueda serlo, sobre todo quienes la conocemos. La guerra es un azote de la humanidad que acabará cuando el hombre deje de habitar la Tierra y por tal razón creo que es un soberano disparate educar a las generaciones futuras en una engañosa teoría pacifista, como dicen los prohombres de la izquierda de nuestro país, absolutos ignorantes de la historia. Añado: de todas formas, si para salvar la patria es necesaria la guerra, haremos la guerra nos guste o no, porque la responsabilidad y el deber están por encima de las apetencias personales, aunque sea lo último que hagamos en vida. Que no haya dudas sobre esto porque cuando se trata de la patria cualquier interés personal desaparece y queda subsumido en el destino colectivo al que se subordina todo lo demás, la vida inclusive.

Durante estos primeros días de abril estoy en un sinvivir porque casi todo el que tiene algo que decir en esta ciudad, sea civil o militar, quiere conferenciar conmigo. Por fortuna acabo de finalizar la última corrección de lo que fue mi experiencia africana al comienzo de los años veinte, y ya dispongo de más tiempo para mis cosas. Va a titularse Dar Akobba. Páginas de sangre, de dolor y de gloria, y tengo previsto enviárselo a Juan B. Bergua en los próximos días porque mi intención es que se publique en su editorial antes de que acabe el año (Bergua es de izquierdas, incluso creo que comunista, pero es persona íntegra y confío en él).

Hoy, ahora, «mis cosas» están claras: poner orden en este barullo de intentonas aisladas que muchos compañeros de armas pretenden llevar a cabo para arreglar España; alguien debe hacerlo y no seré yo quien se quede atrás si mi concurso resulta necesario. Además, en unos días llega a Pamplona un viejo conocido de Marruecos, el coronel Francisco García Escámez, para hacerse cargo de la jefatura de la IV Media Brigada de Montaña de esta comandancia, lo cual es una garantía de éxito en todo lo que vayamos a programar, porque este hombre es de una eficacia y una lealtad a prueba de bombas. Con su auxilio, y la ayuda de todos los patriotas que hay en esta comandancia y en la ciudad de Pamplona, espero que lleguemos a la meta que nos propongamos, que no es otra que devolver a España el lugar que le corresponde en la historia.

En Capitanía se han presentado, sin previo aviso, don Joaquín Baleztena y don Luis Martínez Berasáin, ambos dirigentes de la Junta Regional de Navarra de la Comunión Tradicionalista. Mi ayudante, que les atendió en primera instancia al no tener convocada la cita, les dio hora para el día siguiente a las ocho de la noche, sin consultármelo porque estaba en el acuartelamiento. Cuando supe de su visita pensé que venían por indicación de nuestro amigo Garcilaso, pero no era así: simplemente se habían adelantado a conocerme y querían hacerme partícipe de la grave situación que, en su opinión, está atravesando la más alta institución provincial, su Diputación, por el intento del Gobierno central de sustituir a los actuales diputados forales por una comisión gestora. La conversación, en cuanto me he percatado de que venían por libre, ha sido rápida. Les he dejado hablar durante casi media hora, en la que me han expuesto su malestar y cómo los carlistas están dispuestos a defender —por todos los medios, han recalcado—, las instituciones forales si se produce el ataque del Gobierno. No es cuestión que atañe a mis atribuciones por lo que he tenido que manifestar que el Ejército está para lo que está, y creo que ellos me han entendido. Cuando nos despedíamos, el señor Martínez Berasáin ha comentado:

—General: quisiéramos volver a entrevistamos con usted sin las rigideces de una cita oficial tan pronto como lo estime oportuno.

—¿Con qué objeto?

—Existen otras cuestiones que el carlismo quiere darle a conocer.

—¿De qué índole?

Martínez Berasáin ha mirado a su compañero el señor Baleztena y ha contestado por ambos:

—Nos preocupa España y queremos que conozca nuestra posición de primera mano.

—Les convocaré en breve plazo —he contestado.

Al poco de marcharse he pedido que llamaran telefónicamente al director de Diario de Navarra, señor García.

—Acaban de abandonar Capitanía los señores Martínez Berasáin y Baleztena, de la Comunión Tradicionalista. ¿Los ha enviado usted? —he preguntado.

—En absoluto, general. Creo que se han adelantado a los acontecimientos. Mi gestión con el carlismo y los requetés está sin culminar. Incluso he pensado en personas distintas a las que usted acaba de mencionar para su primer contacto.

—Quedo a la espera, pues.

—Mañana mismo me comunicaré con usted.

—Hasta entonces.

He tenido nuevas de Franco, de Goded y del teniente coronel Yagüe, que está en África. Me las ha dado el coronel Francisco García Escámez, que va a ser —lo es ya— mi segundo de a bordo en esta plaza. Dice Escámez —para mí siempre será don Curro— que la fruta está madurando y que hemos de hacer lo posible para recogerla en verano (cuenta que esta frase le ha llegado de Goded, vía Varela). Que los compañeros de la periferia desean recibir un adelanto de lo que se propone y que, en resumidas, me toca el papel de coordinar todos los movimientos, habida cuenta de que estoy suelto en una esquina de España donde el ambiente es más que favorable y tengo menos vigilancia. De esto último no estoy seguro. Es más, creo que el gobernador civil ha recibido instrucciones desde la Dirección de Seguridad para seguir mis pasos, según me ha hecho saber el comisario y jefe de Policía en Madrid, el amigo Santiago Martín Báguenas, quien se ha comprometido a informarme de todo lo que consiga averiguar sobre mi persona. Consecuencia de esta confidencia ha sido mi decisión de no hablar por teléfono más que las cuestiones fundamentales y que hagan referencia al trabajo ordinario de la comandancia. He pedido al telefonista que sea escrupuloso con las llamadas que se reciben en Capitanía, que apunte los nombres de los destinatarios y que exija la identificación de todos los comunicantes. A Emiliano le he dicho lo propio y se va a encargar de hablar con los capitanes de su órbita para que, al menos por el teléfono, no haya indiscreciones. Además, vamos a establecer un plan para descubrir si los emisarios del gobernador civil nos siguen o no los pasos. Si yo estuviera en su pellejo lo habría hecho desde el momento mismo en que pisé el andén de la estación de Pamplona; para qué vamos a engañarnos.

Don Curro me dice: «Hay que hacer llegar a las cabeceras de las capitanías que están enteradas del asunto que llevamos entre manos un memorando, un recordatorio que active el sentimiento de movernos todos al unísono, y en la misma dirección, para acabar con la tragedia que vive la patria». Sugiere que sea yo quien tome esa tarea, que la dirija, y a eso he de comentar que he tomado ya la delantera porque tengo un borrador de proclama (con carácter puramente programático, sin entrar en detalles porque no es el momento) que acabo de escribir en la Remington y que he colocado a buen recaudo bajo cuatro candados. Puestos ya en el camino estoy preparado para que me carguen las alforjas del viaje. Incluso tengo en la cabeza el orden que han de llevar los documentos y las proclamas, aunque antes he de organizar algunas cuestiones propias de intendencia, no vaya a ser que acabe desbordado por tanta petición de ayuda moral. Ya es sabido que quien mucho abarca, poco aprieta. No quiero que este sea mi caso en las circunstancias actuales. He pedido a Escámez que prepare un plan para establecer comunicación, por la vía que sea, con una lista de generales y oficiales que le he facilitado y hemos comentado que es necesario conseguir un procedimiento de contacto con todos nuestros enlaces porque en ello nos va el éxito o fracaso de cualquier misión que vayamos a emprender. Me ha expuesto que en el cuartel de Pamplona hay un capitán que, según le han informado, es experto en transmisiones. Seguiremos hablando en los próximos días.

Emiliano ha venido esta mañana y me asegura que, a través de sus contactos, que son directos en unos casos e indirectos en otros, aunque no menos fiables, ha sabido que el gobernador civil acaba de dar órdenes para que se vigilen mis pasos en cuanto salga de Capitanía, y eso que llevo cuatro días mal contados en esta ciudad. Añade mi ayudante que hoy mismo adoptará las medidas pertinentes para burlar la vigilancia policial («Serán las primeras, porque esto requiere un plan en toda regla», ha dicho muy serio). También me informa de que el Inspector Jefe del Instituto de Carabineros, general don Gonzalo Queipo de Llano, pretende efectuar una visita, se ignora si por sorpresa o con anuncio previo, a Pamplona. En cualquiera de los dos supuestos Emiliano piensa que lo que pretende Queipo con este viaje es conferenciar conmigo. «No tenemos más datos», ha añadido. Esto quiere decir que hemos de estar preparados para cualquier eventualidad y que a partir de ahora mediremos los pasos con sumo cuidado. No se ha encendido la luz roja ni han sonado las alarmas, pero hemos de estar prevenidos porque parece que las circunstancias pueden volverse desfavorables. Lo cree mi ayudante y yo mismo pienso algo por el estilo. Mejor estar prevenidos, aunque no pase nada. Desde luego, a partir de ahora, se acabaron los cotilleos.