EL requeté, la milicia carlista dotada de estructura militar cuyos cuadros han recibido instrucción con armas de fuego llegadas, mayormente, desde Francia y Eibar (unas compradas en el mercado negro, las otras sustraídas de una fábrica de armas), presenta sus cartas de batalla a finales de marzo de mil novecientos treinta y seis durante el entierro en Pamplona de un falangista asesinado en Mendavia el día veintinueve, Martín Martínez Espronceda, y ha pretendido dejar claro que contra ellos no hay solución posible, si es que todavía la hubiera en esta fría primavera. En Mendavia, localidad pimentonera de la ribera navarra donde las desigualdades sociales han llegado al punto extremo de que unos feligreses, los ricos, entran por una puerta a la iglesia, y otros, los pobres, lo hacen por otra, diferente y más pequeña, hay hambre a causa de una mala gestión de las tierras comunales, algunas en barbecho permanente porque están administradas desde siempre, dicen, por gentes que no las necesitan para vivir. En este pueblo muere un falangista cuando se enfrenta pistola en mano al alcalde y a dos alguaciles que hacían ronda de noche, sin otro motivo aparente que no fuera la demostración de que las izquierdas gobiernan en el ayuntamiento pero los otros, un batiburrillo de caciques, carlistas y falangistas, son los que tienen las tierras, el poder y las armas, como van a poder comprobar los habitantes de Mendavia en sus carnes cuatro meses después.
El hecho es que, sin que quedara aclarado por las fuerzas del orden en todos sus extremos cómo se había producido el asesinato ni quiénes eran el autor o los autores, el cuerpo del falangista tiroteado fue conducido a Pamplona expeditivamente, en menos de veinticuatro horas, escoltado por coches de sus correligionarios que además exhibieron, desafiantes y pendencieros, banderas en los automóviles, alguna pistola y mucha parafernalia guerrera. Al día siguiente el féretro era trasladado desde la morgue del hospital provincial hasta el cementerio de la ciudad, rodeado de sus camaradas y de un piquete del requeté que comandaba un carlista apellidado Elizalde, alférez en el argot propio del ejército tradicionalista. En el osario capitalino, apostados junto a los soberbios cedros de Líbano que protegen la entrada, esperaba a la comitiva una sección de la Guardia de Asalto que había enviado el gobernador civil, don Mariano Menor, con la instrucción severa de que ni se iban a permitir manifestaciones de fuerza ni formaciones de carácter militar. Estaba el féretro del falangista reposando en el carro metálico que el enterrador había dispuesto a la entrada del camposanto, rodeado por jóvenes uniformados como si de una guardia pretoriana se tratase, cuando el oficial que mandaba las fuerzas del orden, de viva voz, requirió a los carlistas para que rompieran la formación y se retirasen por donde habían venido.
—Honramos hoy la memoria de un camarada que ha dado su vida por España y, ante este servicio, no hay nada ni nadie que nos detenga —respondió el vozarrón del alférez Luis Elizalde calándose la boina roja que llevaba recogida en la solapa de la hombrera.
—Si no se dispersan en el acto —insistió el oficial de la Guardia de Asalto— los mando detener por la fuerza.
—Actúe usted como le convenga. El requeté no se mueve —replicó Elizalde.
A una señal de la superioridad los guardias avanzaron con los fusiles amartillados mientras el enterrador retiraba el féretro de la entrada sin que el cura, que había llegado de Mendavia y vestía ornamentos de liturgia, pudiera siquiera rezar un responso. Se escucharon varios disparos de arma corta y larga y, entre la confusión general, algunos se tiraron al suelo, otros corrieron hacia el río Arga y los más entraron de estampida en el cementerio, literalmente muertos de miedo; tal fue el barullo y el estrépito que la intervención de las fuerzas de orden produjo. A resultas de esta actuación quedaron en la puerta, molidos a culatazos por los guardias, los restos del piquete carlista, veinticuatro de cuyos miembros (así como un falangista) acabaron detenidos y trasladados al cuartel de las fuerzas del orden en dos camiones con techo de lona, esposados por los tobillos. Fueron interrogados durante casi dos días para conocer el alcance de la misión que les había llevado hasta el camposanto, pero ninguno dijo ni media palabra. A lo más, que estaban allí despidiendo como se merecía a un luchador por España que había sido asesinado por la chusma de izquierdas.
Entre los prohombres del carlismo la gesta de sus milicias haciendo frente a la guardia republicana se comenta como una acción de guerra y todos los detenidos son puestos de ejemplo: refieren que ellos son los héroes que la delicada situación política requiere. En anteriores ocasiones el requeté ha hecho demostraciones de similar carácter no sólo en Pamplona (la última, sin uniformes visibles, el día de las elecciones del pasado mes de febrero, y sus jefes la consideraron un éxito rotundo) sino en otros lugares de España, aunque sin tanta alharaca. Esta vez, además, se han resistido contra las órdenes emanadas de un lacayo del Frente Popular —como es el nuevo gobernador civil— dando la imagen ante quienes se encontraban a las puertas del cementerio que sus superiores pretenden: el requeté es una fuerza militar lista para intervenir y que no se rinde. En esa misma labor de enaltecer al héroe va a colaborar el semanario comunista Mundo Obrero al advertir en su número de abril, unos días después del incidente en Pamplona, que los requetés son un ejército equipado a la moderna y «armado hasta los dientes», al que hay que eliminar por el bien de la democracia. Para las izquierdas locales —que son conscientes del peligro real pero confían en que el Gobierno meta pronto en cintura a tanto meapilas con pistola amartillada; los temores parece que, a día de hoy, no pasan de ahí—, el carlismo es una antigualla y su fuerza de choque una banda de matones, razón por la cual un semanario local socialista titula la información sobre el incidente de esta manera: «Para acompañar a un cadáver se disfrazan de requetés y se arman hasta los dientes». En páginas interiores lo ridiculiza todavía más: «Según nuestras noticias, el punto de concentración era el Hospital Provincial, y allí se reunieron animosos requetés y falangistas, aquellos uniformados con boina roja, camisa aceituna y correaje; y los falangistas más modestos, pues por lo visto no da para más “La Perla”, de vulgar americana y gabardina. No sabemos qué pretendía esta gente con este simulacro de concentración fascista. Para acompañar a un muerto no hacen falta pistolas, ni porras, ni uniformes».
El general Mola, que en el octavario que lleva en Pamplona ya ha establecido contacto con sus compañeros en Marruecos, Madrid y Canarias (y que revive las emociones de poder salvar a la patria de la revolución comunista), carga tras este incidente con dos peticiones de visita simultáneas: Garcilaso, de un lado, y los capitanes Moscoso, Lastra y Vicario, de otro. Su posición jerárquica le obliga a recibir antes a los capitanes aunque la intuición le sugiere que lo conveniente es hablar primero con el diputado y periodista local, quizá dueño de alguna información de importancia sobre lo que ha pasado en Mendavia u otras cuestiones todavía ajenas a los militares. Guiado por el olfato que nunca le falla Mola descuelga el teléfono de la pared y ordena al telefonista que marque el 1334, redacción de Diario de Navarra, para que informe a su director que el general le espera en su despacho de Capitanía a no más tardar en un cuarto de hora; a fin de cuentas, son diez minutos andando desde la calle Zapatería, sede del periódico. Finalizado este encargo dispone que el comandante Fernández Cordón, su ayudante, se dirija en un vehículo al cuartel e indague qué es lo que pretenden los capitanes que tanto interés tienen en volver a dialogar con él. Mola, aunque atento a todo lo que le rodea, ignora que su ayudante conoce a la perfección el mensaje que los capitanes van a transmitirle y que no es otro que, con Barreda ya reincorporado a la brigada desde el veinticuatro de marzo tras su destino temporal en Madrid, los oficiales de Pamplona se ponen a las órdenes de su general para que conozca el estado de sus contactos en todas las plazas militares de las principales capitales y su voluntad vehemente de poner fin al calamitoso estado en el que se encuentra España. O se pone en marcha un movimiento salvador encabezado por los oficiales más preclaros del Ejército o la revolución comunista nos arrastra a todos y viene el acabóse, van a decirle.
Entre una cosa y otra, el telefonista avisa a su modo de que está al aparato el gobernador civil, señor Menor Poblador.
—Póngame al habla —ordena el general.
—¿Don Emilio? —escucha por el auricular.
—Al aparato —contesta Mola.
—Quería comentarle, general, que tengo órdenes estrictas de Madrid de no permitir que nadie desfile en Pamplona bajo formación militar que no sea el propio ejército nacional. Le supongo enterado de la que armaron los carlistas en el cementerio de la ciudad y de la carga que tuvo que efectuar la Guardia de Asalto, y quisiera saber su opinión.
—¿Sobre qué punto quiere conocer mi criterio, señor gobernador? —pregunta Mola, que es un experto en hacerse el lila ante cualquier situación que le desborde.
—En relación con las formaciones militares que no son tal. Estoy hablando de los que desfilaron por el cementerio como si fueran una unidad de infantería de la brigada militar que usted manda.
—Mire usted, señor gobernador…
Mola duda el tono que debe adoptar para responder a la cuestión porque no quiere compromiso alguno ni que se puedan tergiversar sus palabras. Desde que pasó por la Dirección de la Seguridad del Estado se la coge con papel de fumar, como él mismo dice, cada vez que ha de hacer una manifestación que finalice siendo pública porque cualquier frase, por muy bienintencionada que sea, puede acabar rebotando en su contra.
—Mire usted. Los desfiles en formación que se los dejen los civiles a los militares, que es parte de nuestro oficio y sabemos hacerlo bien; todas las semanas hay un par de horas en cada uno de los cuarteles españoles para ensayar las paradas. El orden público se lo cedo a usted, que es su trabajo, don Mariano, según tengo entendido —comenta con un retintín que a su interlocutor no le alcanza—. ¿He aclarado sus dudas?
—No son dudas lo que tengo, general Mola. Es que me llegan confidencias de que los carlistas preparan algo más fuerte que un simple desfile y que lo de ayer no es sino una palmaria demostración de fuerza, un desafío al legítimo Gobierno. Acabo de informar telefónicamente al señor director general de la Seguridad del Estado, que se encuentra de viaje por España, y me anuncia que van a estudiar alguna medida al respecto. Esto, y saber su opinión, era lo que quería comentar con usted.
—Por la parte que me corresponde, puede estar usted tranquilo. El Ejército está en los cuarteles dedicado a la instrucción de los reclutas y su general no tiene motivos para la preocupación… más allá de la falta de presupuesto que padece.
—Esa es ya otra cuestión que ni usted ni yo vamos a poder solucionar, y menos de hoy para mañana. De todos modos, muchas gracias por su tiempo, general Mola.
—Ha sido un placer, gobernador.
Mola es fumador y al acabar la conversación enciende un pitillo mientras ordena descuidadamente papeles sobre la mesa. Sin apenas tiempo para disfrutar del tabaco recibe un aviso desde la garita de guardia en el que comunican que una persona que dice llamarse don Raimundo García está en la puerta y desea verle.
—Que suba a mi despacho con el cabo de guardia —ordena el general.
Es casi mediodía y Mola sale al encuentro del periodista porque tiene necesidad de estirar las piernas: lleva casi un mes sin montar a caballo (el tiempo en Pamplona no ha dado tregua desde que llegó; el día que no nieva, diluvia o sopla un viento ártico) y semejante trastorno le encoge el cuerpo entero más que las malas temperaturas. Por si no fuera suficiente lo anterior, este contratiempo climatológico le arrastra a fumar más de lo que quisiera y aumenta su ansiedad, ya de por sí notable en el militar. Durante los primeros años en Marruecos su pasión de tabaquero la tuvo que controlar, a falta de auténticas hebras, con el fumaque: le llamaban así a una planta con el tallo en forma de cigarro cuya hoja se troceaba para fumarla envuelta en recortes de papel de periódico. Eran los primeros años, los de más miseria, porque siendo ya coronel, a mediados de los veinte, los militares destinados en África tenían derecho a un paquete de cuarterón los domingos y a una cajetilla o dos —el resto de la semana— de Ideales extra, el reconocido caldo de gallina. Mola ha probado también las hebras británicas pero presupone que son propias de gente afeminada y sin gusto porque carecen de la fuerza del tabaco picado. Pensando en estas menudencias se encuentra al pie de la escalera con su visita.
—Mi general —comenta Garcilaso—, a la vista del mal tiempo que lleva usted padeciendo desde que llegó a Pamplona, me gustaría convidarle al almuerzo en una casa de comidas que está junto al palacio de la Diputación. Carnes, pescados y guisos excelentes. La fonda, que se llama Casa Cuevas, se acaba de vender a los hermanos Guerendiáin, muy conocidos en la ciudad, y está en reformas para abrir al público antes de las fiestas de San Fermín, pero atienden a los clientes de siempre. Tengo reservada una mesa para hoy.
—¿Tan importante es lo que me quiere comentar que trata usted de sobornarme con un almuerzo? ¿No será que requiere usted de alguna información que yo puedo proporcionarle? —pregunta Mola con una mueca que parece sonrisa.
—Usted lo ha dicho, general. Trato de obtener información que sólo usted puede facilitar.
—Si es así, si usted reconoce el delito, adelante con el almuerzo. Voy a pedir mi coche.
—Pídalo para la vuelta, mi general, porque ahora que ha dejado de llover podemos ir a pie y le voy enseñando la ciudad.
—Como usted guste, Garcilaso.
Mientras Mola y el periodista diputado recorren la ciudad a pie, sin escolta, el comandante Fernández Cordón está en la cantina del acuartelamiento tratando de fijar una posición con sus interlocutores, los capitanes Vicario, Lastra, Moscoso y Barreda, previa a la entrevista que ha acordado para última hora de esa tarde con su jefe. Entre colegas han descubierto sus posiciones y varios de ellos han reconocido formar parte de la UME, la Unión Militar Española, que está en pleno proceso de impulsar una asonada militar pero que carece de generales en activo para llevarla a cabo; el mayor número de sus adeptos está fuera de servicio por jubilación de la milicia. Barreda acaba de llegar de Madrid y está al cabo de la calle de lo que se está cociendo cuando dice que la fruta está madura, que Mola prepara algo y que Franco, Goded, Varela, además del laureado Sanjurjo, apoyan la rebelión. Fernández Cordón, que conoce bien el carácter extremadamente agrio que puede llegar a tener el general cuando algún subordinado sobrepasa un centímetro el límite de sus atribuciones, pide a los capitanes que sean precisos en lo que quieren plantear.
—Manolo, habla tú —dice Carlos Moscoso mirando a Barreda—. Hablas tú solo y explicas todos los movimientos que hemos tenido hasta la fecha de hoy y con qué fuerzas contamos.
—Tengo preparado el speach —comenta Barreda—. Está todo muy claro.
—Si es así, a las siete en Capitanía —ordena el comandante.
—A sus órdenes —responden al unísono.
En el restaurante Casa Cuevas no hay clientes aunque sí movimiento de albañiles, pintores, plomeros y un artista llamado Montes Iturrioz que prepara los frescos que han de adornar los paños del nuevo comedor. La comida que ha encargado Garcilaso tendrá lugar en un anexo a la cocina que a veces se utiliza como despensa y presenta un menú fijo: alubias rojas con berza y chungur, y merluza en salsa verde.
—He elegido las alubias, mi general —dice el periodista—, porque con este tiempo no hay nada mejor para entrar en calor y, además, en esta casa las cocinan de maravilla. La merluza en salsa también es exquisita.
—Vamos a ver cuánto de verdad hay en sus palabras —responde Mola sentado a la mesa.
—¿Algún vino en especial? —pregunta Garcilaso.
—Eso se lo dejo a usted, señor García, que será buen conocedor del producto local. Aunque tratándose de Navarra tengo entendido que cualquier vino es bueno. Recio, pero bueno.
—Así es.
—Si así es, vayamos al grano, señor García. Si hemos venido a comer a esta casa tan recoleta es porque usted quiere comentar alguna cuestión de su interés, o de mutuo interés, vaya usted a saber.
Mola es de natural impaciente, poco amigo de los circunloquios y rápido con el condumio. Conoce y recuerda la tendencia de su interlocutor para irse por las ramas, incluso por el monte, antes de llegar al meollo de la cuestión, actitud propia del político pero nunca del militar, que es hombre de acción (el presidente Manuel Azaña llegará a escribir de Raimundo García que era persona que hablaba hasta por los codos y de una manera algo incoherente). Desde el comienzo del almuerzo observa que su compañero de mesa toma las cucharadas de alubias como si lo hiciera con el servicio de postre y estuviera vertiendo azúcar en una tacita de café después de la pitanza. Semejante pachorra le incomoda porque, a estas alturas, lleva a su contertuliano un par de cazos de alubias de ventaja (el general ha repetido y se dispone a pedir más pan) y todavía no han hecho sino hablar de épocas pretéritas en Marruecos, cuestión que a Mola, aunque le halaguen los oídos, termina por aburrirle. Haciendo un alto en el camino Emilio Mola se incorpora sobre la mesa, extiende la servilleta, la dobla en cuatro partes, resopla y se pimpla un vasito de vino de la tierra que acaba por entonarle los sentidos.
—De modo que tenía usted interés en que habláramos de algo en concreto, ¿no? Pues ya estamos en faena, amigo García. Puede usted disparar con bala cuando guste.
Garcilaso no se da por enterado y pretende finalizar la historia que está contando, aquella que hace referencia a la forma rocambolesca que tenía de enviar las crónicas para su periódico cuando ambos estaban en el norte de África, allá por los años veinte.
—Si le parece, amigo García, hablemos ahora del motivo de este almuerzo. Ya sabe usted que a mí, más o menos, me gusta ir directo a la cuestión. Y que me entiendan lo más posible cuando hablo.
—A la cuestión vamos —responde Garcilaso limpiando la comisura de sus labios con la servilleta.
En el rito de preparar la intervención, el periodista político todavía ha de dar dos sorbitos más a la copa de tinto antes de carraspear, respirar con cierta profundidad y mirar la cara de su interlocutor con ojos de besugo. Mola, a su vez, espera con la vista inquieta.
—Quería hablarle de lo que supone el incidente de la Guardia de Asalto con los carlistas anteayer en el cementerio.
—Sea.
—Mi general, voy a ir por derecho, como a usted le gusta: yo conozco algunos de los movimientos que usted, y otros generales como usted, han tenido y tienen en orden a conseguir levantar un pronunciamiento que ponga a fin al estado calamitoso que padece España. Conozco las dificultades para organizar una maniobra que haga cambiar el curso de esta penosa historia que nos está tocando vivir. Lo conozco, lo comparto y lo apoyo. Por eso es que quiero referirme a una cuestión central. Está usted en Navarra, general, y aquí existe una organización que tiene per-fec-ta-men-te (Garcilaso hace un esfuerzo al deletrear la palabra, que apoya moviendo con energía su dedo índice de la mano derecha) estructurada una fuerza de choque, que dispone de armas, municiones, que está siendo entrenada desde hace años para intervenir en el caso de que la patria lo demande, que cuenta con un gran apoyo por parte de la población y que extiende sus tentáculos no sólo a esta tierra sino a las provincias hermanas de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya; también a Cataluña, el Levante, Andalucía, Madrid, etcétera. El carlismo, porque del carlismo hablamos, cuenta con un ejército popular capaz de iniciar una movilización que, dirigida por el Ejército nacional, ponga freno a la dictadura comunista y bolchevique que nos viene. Estamos ya en el punto de que o nosotros o ellos. Orden o dictadura del proletariado, comunismo, estado ateo, caos. Y ahora vamos al meollo, mi general: tengo entendido que, en los días que lleva usted entre nosotros, no ha tenido contacto alguno con dirigentes del carlismo, ni local ni nacional.
—Así es.
—Yo le quiero proponer —y ese es el motivo de este almuerzo—, que se reúna usted, de una forma absolutamente discreta, con los prohombres del carlismo local, la fuerza más importante en esta provincia. Que los conozca, que se conozcan, para que puedan avanzar juntos en la idea de reconquistar España. Un patriota como usted no debe continuar una hora más sin relacionarse con estas gentes, que son de una raza excepcional. Hora es de que confluyan en una sola dirección las fuerzas liberadoras de la patria.
—¿Piensa usted, señor García, que este general que le habla no tiene un conocimiento específico de lo que es y ha sido el carlismo en la historia reciente de España?
—En absoluto, mi general. Lo que estoy proponiendo es que conozca, aquí y ahora, a ese ramillete de españoles que están en la vanguardia de la defensa patria, a la espera de dar el primer paso que nos libere del yugo y las amarras.
Garcilaso, con cierto grado de exaltación patriótica recorriendo su epidermis, toma un nuevo sorbo de vino y resopla.
—General, don Emilio, quiero que usted mantenga una conversación con la cúpula carlista porque es mi obligación proponérselo, y mi deseo. En este momento estoy actuando por mi cuenta y a mi riesgo; ellos ignoran esta iniciativa, que sale exclusivamente de mi coleto.
—Si su deseo es, señor García, dé usted por hecho que va a ser cumplido. En la tarea de ayudar a la patria todos somos necesarios y no sobra nadie. Ahora bien, tengo que dejar sentada una premisa extremadamente clara: en este país no hay más ejército que el Ejército de España, el que lleva el uniforme que yo visto en este almuerzo, y eso debe quedar claro hoy y para siempre. Patriotas —no lo pongo en duda— serán de los primeros, como el que más. Pero uniformados al servicio de España, armados por mandato legal, únicamente están las fuerzas del orden y el Ejército. Y nadie más. Así se lo he dicho también al gobernador civil, con quien he conferenciado por teléfono esta mañana.
—Agradecido por su postura y por la aclaración, que comparto, mi general. Ejército, obvio resulta decirlo, no hay más que uno, el Ejército nacional. Pero el carlismo es una fuerza bien estructurada que dispone de un procedimiento propio de sistematizar a sus gentes, de tenerlas preparadas para intervenir en un caso de fuerza mayor. Sí, a su modo, son algo parecido a un ejército. Dicho esto, no obstante, y aceptadas sus premisas, en el lapso de tiempo más breve posible le haré llegar un aviso para la reunión. ¿En Capitanía o fuera?
—Por simple prudencia, fuera. En lugar discreto que debo conocer con antelación.
—Así se hará —responde Garcilaso, vehemente, antes de pasar al postre.
El almuerzo, tras muchos vericuetos verbales en los que el periodista trata de poner a prueba sin mayor éxito la memoria africana del general, finaliza con un brindis:
—¡Por España! —dicen en voz baja frente a sendas copas de champán Ezcaba que un camarero sin librea sirve con la botella enroscada en una servilleta de hilo blanca, chorreando gotas de agua helada—. Ambos ignoran que los vivas a España ya han sonado en esa misma estancia desde finales del año pasado porque el restaurante es la posada elegida por el grupo de capitanes del regimiento —Moscoso, Lastra, Vicario y Barreda, entre otros— para repasar mensualmente los planes del conciliábulo salvador que llevan a espaldas de sus jefes. Sucede que ellos todavía no brindan con champán sino con vino tinto y seltz, que es más barato.
En la calle ha vuelto la lluvia pero Mola no se incomoda porque ha ordenado a su ayudante al abandonar el despacho que le espere en la esquina del paseo de Sarasate más próxima al restaurante —desde las cuatro de la tarde— con coche, chófer y un escolta. Ahora son ya las cinco y el general siente cierta euforia que se refleja en su rostro, especialmente en los ojos, más fulgurantes que en días pasados. El comandante Fernández Cordón, que lo conoce bien, no sabe si el contento de su jefe se debe al resultado de la conversación, al condumio o a la ingesta de alcoholes. Cree, no obstante, observando al general, que lo más probable sea una combinación de los tres elementos porque, definitivamente, el general está contento; es algo que no tiene duda porque es visible.
—Venga, Emiliano —le dice al montarse en el coche—, vamos a Capitanía que esto empieza a pitar. ¿A qué hora están citados los capitanes?
—A las siete, mi general.
—En ese caso los recibiré en el salón de la casa, no en el despacho. Estaremos más cómodos y es más discreto. ¿Dispone usted de algún adelanto sobre lo que me quieren comunicar?
—Cuestiones importantes en torno a contactos que mantienen con sus compañeros de armas. Ellos se lo comunicarán mejor que yo. Son gente muy sana y muy patriota.
—Perfecto. Y ahora a casa, a trabajar, que hoy es día de escuela, Emiliano.
—A sus órdenes, mi general.
En el despacho, Mola lee las notas que ha dejado su esposa, repasa el listado de llamadas que le acaba de facilitar el soldado Mariezcurrena y toma asiento frente a la mesa. De un cajón extrae una libreta con tapas de hule y escribe varias notas con la pluma americana de tajo de oro reforzado que le regaló su padre cuando accedió al generalato, nueve años atrás. Su caligrafía no es tan mala como cree pero sí el orden de trascripción, algo que le consume porque es vicio viejo que empeora con el paso del tiempo. «He de buscar un secretario que me alivie de esta labor», piensa mientras repasa malamente las notas caligráficas de días anteriores que viene apuntado en la libreta y que a duras penas puede interpretar: su letra cada día es más estrecha. Cuando finaliza esta ocupación llama al telefonista para indicarle que se dirige a la vivienda y que no espera llamadas. «Al momento que usted vea que se apaga la luz en el salón», comenta Mola, «retírese a dormir».
Leyendo la prensa del día escucha cómo las campanas de una iglesia cercana marcan las siete y oye, de fondo, unos pasos. Al poco, dos golpes en la puerta de la antesala piden paso y el general Mola contesta:
—Adelante.
Cinco militares esperan. Uno de ellos, el de aspecto más juvenil, se adelanta con un paso al frente.
—Se presenta el capitán del Regimiento de Zapadores Manuel Barreda, mi general —dice el militar, cuando entra en el salón seguido por el comandante Fernández Cordón—. Me reincorporo a mi puesto en esta comandancia —expone en posición de firmes— después de haber estado dos meses en comisión de servicio en Madrid. Estoy aquí en compañía de los capitanes Lastra, Vicario y Moscoso, que esperan fuera.
—Emiliano —dice Mola mirando a su ayudante desde el zaguán de la sala—, hágales pasar.
—A sus órdenes, mi general.
Mola ha dispuesto, en torno a una mesa baja de roble y tapa de cuero, cinco tazas de café, el mismo número de vasos, una jarra con agua y una fuente de plata lustrosa repleta de bizcochos que ha hecho la cocinera. Ha recibido a los cuatro capitanes fumando y da permiso a sus subordinados para que hagan lo propio si les place. Piensa que el hecho de fumar alivia alguna tensión, sobre todo a quien tiene esa dependencia con el tabaco.
—¿Tomarán café? —pregunta Mola.
—Con gusto, mi general —responde Barreda observando a sus compañeros.
—Entonces, sírvanse café y vayamos a lo que nos ocupa. Les escucho.
El capitán Manuel Barreda, Manolo para los de su quinta, se pone en pie.
—Mi general —dice—, en primer lugar manifestarle la alegría y satisfacción que a los oficiales de esta duodécima brigada nos produce que sea usted nuestro jefe. Es un honor que…
—Creo que puede usted ahorrarse todos los adjetivos —interrumpe Mola—, incluso los calificativos, por lo que a mí respecta. Supongo que no han pedido ustedes reunirse conmigo para hablar de mis méritos en la carrera, ¿no?
Carlos Moscoso del Prado, inquieto desde que ha llegado, también se pone en pie.
—Mi general —proclama—, recordará que al poco de su toma de posesión estuvimos en este palacio los capitanes Lastra, Vicario y yo mismo, y que excusamos la ausencia del capitán Barreda, por aquellos días en Madrid.
—Perfectamente.
—Entonces, como ahora, comparecimos para manifestar la total lealtad que su persona nos merece…
Barreda le interrumpe porque cree que, obviando el toreo de salón, hay que entrar a matar.
—Mi general: vengo de Madrid, donde la situación es insufrible para un patriota. Lo que queremos decirle, sin más preámbulos, es que por todas las guarniciones de España estamos un grupo de oficiales que actuamos en forma coordinada a la espera de recibir la orden de levantar España. Algunos, como yo mismo, formamos parte de la UME, otros no. A todos nos une un deseo infinito de ayudar a nuestro país para que no caiga en manos del comunismo y reine la anarquía. Sabemos que usted, mi general, ha tenido contactos con otros miembros de la cadena de mando y que, entre todos, se está trabajando en la organización de un movimiento salvador. Mi general —Barreda levanta un poquito la voz y mira de nuevo a sus compañeros—, nosotros estamos al servicio de la misma idea y queremos contribuir con nuestra modesta organización al buen fin que a todos nos ocupa. En esta plaza, además, hemos mantenido reuniones con destacados miembros de la comunión tradicionalista que, le informo, disponen de un ejército en embrión que cuenta con más de cinco mil hombres, según propia expresión, buena parte de ellos con armas y materiales de guerra.
—Lo conozco, lo conozco —dice Mola sin aparente interés.
—Mi general: somos muchos los oficiales que estamos dispuestos a sacar nuestras compañías a la calle por el bien de España si los jefes así nos lo ordenan. No queremos estar ni un minuto más en esta pasividad que nos corroe, que corroe a la sociedad y que gangrena España. Mientras nosotros dudamos, el enemigo comunista, que no descansa jamás, prepara ya su revolución y con ella el fin de la patria. Ahora o nunca, mi general.
—Dice usted que mantiene reuniones con oficiales de otras guarniciones. ¿Desde cuándo, con quiénes? —pregunta Mola sirviéndose otro café.
—Mi general: desde hace años estamos tratando de organizar grupos que actúen de manera coordinada en caso de necesidad. Nuestras vacaciones, los festivos, los domingos, cualquier día fuera de servicio lo empleamos desde hace meses en recorrer guarniciones, no sólo de los alrededores sino de lugares bien lejanos a Pamplona, y en palpar el sentimiento de los oficiales. Ahora estamos convencidos de que, a una sola indicación de nuestros jefes, el Ejército de España se movilizará contra el caos y la anarquía como un solo hombre.
Mola ya ha escuchado lo que quería escuchar y los capitanes están pletóricos por lo que querían —y acaban— de decir. No hay mucho más que comentar sobre el particular, de manera que Mola gira la conversa sobre un tema que ha dejado caer al soslayo: los carlistas y su fuerza de choque, el requeté.
—¿Alguno de ustedes ha visto en formación esas unidades de los carlistas? ¿Conocen sus campos de tiro, sus armas, su equipamiento?
—Ninguno de los aquí presentes, por un sentido mínimo de la prudencia, hemos estado en maniobra alguna de los carlistas. Pero tienen un ejército en permanente progresión, no sólo en Navarra sino en otras provincias de España. Cuentan con sus propios instructores militares y mantienen una disciplina que es modélica.
—¿Quiénes son los instructores? —pregunta Mola con una mirada fulminadora—. ¿Son militares en activo?
—No sé… —responde Moscoso observando a sus compañeros en ademán de pedir permiso para desgranar la información.
—Adelante, Carlos, este es el momento —comenta el capitán Gerardo Diez de la Lastra extendiendo las manos—. Si no lo decimos aquí, que estamos entre patriotas y ante nuestro general, dónde vamos a comentar esta situación.
—Que yo sepa —aclara Moscoso—, están en Navarra, aunque de manera semiclandestina, el teniente coronel Ricardo Rada y el teniente coronel Alejandro Utrilla, ambos en el retiro por la Ley Azaña. Los carlistas llevan años, mi general, procurándose los pertrechos de un ejército moderno. Tienen pistolas españolas, alemanas, belgas, algunas con culatín, cierto número de fusiles, granadas de mano, explosivos que ellos mismos fabrican en un pueblo de la parte baja de la provincia… La falta de instrucción o de armas, porque todo lo realizan de manera clandestina para no ser sorprendidos por las fuerzas de orden que controla el Gobierno, la suplen con el entusiasmo que predican, capaz de contagiar al más timorato. Ellos están preparando su propia revolución, si es que antes no se produce una convergencia entre las fuerzas patriotas y anticomunistas. Mi general, es la hora del salvar España y en esa tarea todos somos necesarios.
—Caballeros, gracias.
Mola se pone en pie y sus oficiales —ciertamente sorprendidos por la forma abrupta con la que se acaba la conversación— le acompañan en la postura de manera algo remolona.
—Ha sido muy interesante esta charla que hemos mantenido y de la que les ruego, es más, les ordeno, una discreción total, un mutismo absoluto, aunque resulte obvio decirlo. En su debido momento volveré a reunirme con ustedes para tratar de estos temas que tanto nos preocupan a los españoles. Hasta entonces, cada uno en su puesto desarrollando la labor que se le encomiende con el mayor empeño. Nada de capillitas ni de reuniones secretas: lo que tenga que pasar pasará y lo hará cuando proceda. Ni ustedes me han visto ni yo les he convocado ni nada de nada. Tendrán noticias mías. Nada más y buenas noches.
—Buenas noches, mi general —responde el coro de capitanes.
El general los acompaña hasta las escaleras: allí estrecha sus manos y se vuelve para el despacho. En el día de hoy ha escuchado lo que quería escuchar, y ya es bastante. En su cuaderno de tapas de hule anota cuatro o cinco frases que le salen sin mayor agobio y llama a su ayudante.
—Emiliano, creo que ha llegado la hora de que me busques un asistente entre los paisanos de tu confianza. Son requisitos fundamentales: memoria, caligrafía y, también resulta palmario hacer esta observación, aunque lo hago para que no haya dudas de ningún estilo, discreción. Vamos a entrar en una fase en la que conviene anotar las fechas, lo que se diga, lo que nos digan y lo que se acuerde. Resultaría enormemente interesante que disponga de automóvil para poder movernos sin levantar la mínima sospecha; tú ya me entiendes.
—Déjelo usted de mi cuenta, general. ¿Manda algo más?
—Nada más, que descanses.
—Hasta mañana, mi general.
—Hasta mañana, Emiliano —contesta Mola con el gesto contento, apagando la luz del despacho.
Son casi las nueve de la noche y le esperan para cenar Consuelo y los niños. Desde que llegó a Pamplona hace casi un mes nadie hasta hoy ha podido ver radiante al general, días atrás tan taciturno. Su esposa también percibe el aroma de algazara silente que desprende su marido y, al menos hoy, no sufre.
—Se te ve contento, Emilio —afirma con alivio.
—Cosas del trabajo —responde Mola sin dar mayor importancia—. Hoy hemos adelantado más de lo que esperaba. ¿Qué hay para cenar?
—Ensalada y carne guisada con patatas. Y de postre, arroz con leche. Ya sabes que a los niños les encanta.
—Y a nosotros, Consuelo. Nos cuidas muy requetebién.
—Como a ti te gusta repetir, cada uno debe ser el mejor en su puesto. Lo mío son las comidas y la intendencia doméstica. Lo tuyo… lo tuyo, Emilio, poner orden en España.
—En esas estamos, en esas estamos —responde Mola rascándose la sien con las yemas de la mano izquierda, como hace cada vez que está a punto de conseguir lo que desea.