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LA máquina de escribir portátil que me regalaron los compañeros en África es un gran invento porque, debido a su tamaño y peso, permite usarla en cualquier parte, incluso en el campo. Ahora tengo claro que el libro que estoy acabando de pulir sobre mis andanzas en Marruecos y todo lo que hace referencia a Dar Akobba se lo voy a deber a esta maquinita de tan poco lastre y tan práctica; lástima que haya descubierto este invento un poco tarde. Estos primeros días de estancia en Pamplona los estoy dedicando a ordenar papeles y conocer un poco a los mandos de esta brigada porque continúa el frío intenso con el que nos recibió la ciudad; cuando remita, tengo previsto viajar por la provincia y relacionarme con las fuerzas vivas.

Mientras llega el calor de la primavera —si es que llega alguna vez a esta ciudad; cómo añoro Melilla, climatológicamente hablando— estoy dedicando la última hora de las tardes y buena parte de la noche al libro y, cuando me canso de escribir o corregir, desmonto la tensión y los nervios dando los últimos retoques a la goleta que he construido y que en breve voy a regalar a mi hermano Ramón, que vive en Barcelona y es juez militar. También he comenzado a cepillar con la garlopa el maderamen que me gestioné en Ceuta para el acorazado que voy a fabricar, y ya he dado cuatro voces en el mercado para procurarme los motores de explosión que necesita este barco. No es tarea sencilla —y, menos, desde Pamplona—, pero confío en llegar a buen puerto con el proyecto (valga la redundancia fácil).

He dicho en alguna ocasión que los trabajos manuales son para mí una válvula de escape y, a veces, una necesidad. Me relajo de esta manera tan poco aparente como otros lo hacen jugando a las cartas o atracados a la barra de un bar sosteniendo un vaso de vino. Creo que mi auténtica vocación, además de la milicia, hubiera estado en la Medicina, más en concreto en la Cirugía. Sí, continúo pensando que yo podía haber sido un buen cirujano.

Desde que estuve en Logroño, en el Regimiento de Cantabria, al poco de casarme con Consuelo en Ceuta, el uno de enero de mil novecientos veintidós, y aprendí el oficio de ebanista con un sargento viejo que estaba en Intendencia (hice varios muebles para casa), sigo perfeccionando el arte de las manualidades porque considero que me ayuda a la templanza.

Ya me han visitado todos los jefes de la guarnición, así como mi viejo conocido don Raimundo García, un madrileño que es el director del Diario de Navarra, donde es popular bajo los seudónimos de Garcilaso y Ameztia. Entre los oficiales me han llamado la atención los capitanes Moscoso, Lastra y Vicario. Son gente muy joven e impulsiva, y se traen alguna martingala entre manos de la que desean hacerme partícipe. Pretenden reunirse de nuevo conmigo tan pronto como regrese a Pamplona el capitán Barreda, que está en Madrid en comisión de servicio, de quien me han hablado maravillas. Emiliano predica de estos oficiales con auténtica pasión y dice que son el motor para cambiar España. Veremos.

En cualquier caso todos los oficiales con los que he hablado refieren que los soldados a sus órdenes ni prestan gran interés a la preparación táctica ni son especialmente afectos a la institución militar. Parece ser que son asturianos en su mayoría, gentes de izquierdas muy dadas al proselitismo antes que al estudio de las armas. Creo que estas observaciones las voy a tener en cuenta para el futuro.

Don Raimundo García, desde su posición de periodista y diputado, me ha puesto al día de la situación en Navarra. Por lo que cuenta, hay mucha preocupación en la Diputación Foral y Provincial de Navarra porque el Gobierno de Madrid pretende sustituir, a través de una ley votada en las Cortes, a los actuales diputados, que son católicos, fueristas y de derechas, por otros más afines a sus intereses mediante el nombramiento de una comisión gestora. No seré yo quien intervenga en estas peleas pero García advierte que si esto sucede, si el Gobierno del Frente Popular acaba llevando adelante sus intenciones y revoca el mandato de los actuales diputados provinciales, la gente en Navarra se echará a la calle. Me ha contado todo esto, de lo que informan a diario los periódicos, para que tenga una dimensión más exacta de lo que este problema puede representar en la provincia.

También me ha dicho el diputado señor García que los ánimos están muy exaltados y que las fuerzas tradicionalistas, los carlistas, con un gran peso en esta región, no van a permitir por más tiempo el actual estado de las cosas en España. La quema de conventos, que tanta gracia les hace a algunos en Madrid, es vista aquí como una gangrena que corroe las esencias más sagradas de la patria. Comenta el periodista y político que el carlismo tiene preparada en toda España, pero sobre todo en Navarra, Álava y Guipúzcoa, una fuerza de choque, el requeté, armada en algunos casos, que es un auténtico ejército que estará a las órdenes de quien decida imponer el orden. Ahí se ha quedado la cosa.

Hablando de la milicia me viene ahora a la memoria la sandez que dijo Manuel Azaña, siendo ministro de la Guerra: «Hay que democratizar el Ejército». Este señor, que podrá ser un gran intelectual, un riguroso pensador pero que de temas militares no conoce nada (de ahí el gran daño que hizo a toda la institución cuando fue ministro), debería saber que la milicia, por definición, es todo lo contrario: antidemocrática. Es una institución donde la soberanía se ejerce por orden jerárquico. ¿Se imagina alguien a Napoleón Bonaparte, en vísperas de Waterloo, sometiendo a votación por qué flanco atacaba a las tropas de Wellington? ¿Alguien cree, en su sano juicio, que el Ejército, sus generales, sus oficiales, han de acordar con la tropa los planes? He escuchado muchas sandeces desde que ingresé en la milicia pero jamás una tan grande como esta, y menos de un premio nacional de Literatura como es el señor Azaña. Debió de ganarlo en una tómbola.

Recordaba el señor García cómo nos conocimos. Era septiembre de mil novecientos veinticuatro, en Dar Akobba, y hago memoria de un detalle: al entrar en la tienda una tarde encontré sobre la mesa una nota de cuaderno escrita con una caligrafía primorosa que venía a decir: «Se siente orgullo de ser español cuando hay quien hace lo que usted ha hecho en esta posición. Garcilaso. Director del Diario de Navarra, que ha venido a estrechar su mano». Eso fue un veintitrés de septiembre y nos conocimos un par de días después. Lo que sí recordaba con precisión es lo que aconteció el treinta de ese mismo mes. Estábamos en la tienda del puesto de mando y Garcilaso propuso que nos hiciéramos juntos una foto todos los oficiales y jefes que habíamos participado en las operaciones de aquellos días. Yo me opuse, como me he opuesto siempre a que me tomen fotografías.

Les dije:

—No, no, eso no, nunca. Retrate usted a quien quiera y le dé la gana, pero a mí de ninguna manera. Soy supersticioso, no lo niego. Tengo la preocupación de que, a retrato publicado, balazo seguro: el fotograbado es gafe para mí.

El caso es que los oficiales se pusieron en grupo para ser retratados y cuando estaba todo dispuesto sonó un gran estruendo y cayeron cantidad de cascotes sobre la tienda. Hubo un momento de gran confusión porque pensamos que era un ataque de los moros y los soldados se movilizaron por todas partes. Al poco, una patrulla descubrió que no era un proyectil enemigo sino que un pobre camillero, en una zanja, había manipulado imprudentemente una granada de mano. Cuando volvió la paz aseguré en tono solemne:

—Ahora queda claro lo de las fotos, ¿no les parece?

Nos habíamos reunido después de una batalla tremendamente áspera en la barrancada de Xeruta, cerca de Dar Akobba, que luego fue bautizada como el «barranco de la muerte». Resonando estas viejas historias Garcilaso ha aprovechado para proponerme una interview con fotos incluidas que se publicaría no sólo en su periódico sino en otros de distintas capitales. Le he contestado que, de momento, prefiero no hablar, y que de las fotos nada de nada. Ha insistido recordando mi gran afición a la fotografía, pero he tenido que cortar la conversación porque retratarme a mí es cuestión perdida. Hemos quedado para almorzar este fin de semana porque el señor García quiere comentarme algo, pero fuera de los cuarteles.

Me ha hablado también de la decisión del Gobierno de ordenar la clausura de todos los centros de Falange Española tras la detención de su fundador, José Antonio Primo de Rivera, y de sus máximos dirigentes, Julio Ruiz de Alda, que es navarro, entre ellos (tenía cumplida información de todo ello, antes de que trascendiera a la prensa, por el comisario Santiago Martín Báguenas, antiguo colaborador mío de la época en la que fui director general de la Seguridad del Estado y actual jefe superior de policía de Madrid; de todos modos, he dejado que García creyera que era la primera noticia que recibía sobre esta cuestión).

El gobernador civil de Pamplona, a quien no conozco todavía, ha debido cerrar los centros falangistas en Navarra y eso, comenta Garcilaso, ha soliviantado todavía más a sus militantes. Como la prensa está sometida a censura los periódicos locales no han podido comentar el tema como quisieran, señala. Cuando la censura les suprime algunos textos que ya están montados en el periódico, los noticieros de Pamplona no se preocupan de recomponer los espacios: rellenan los huecos con líneas que dicen «Lea V. Diario de Navarra», «Lea V. El Pensamiento Navarro», y así sus lectores comprenden que había más información pero que los censores la han suprimido (eso mismo lo hacen también otros diarios). Es muy difícil el periodismo independiente en estas fechas, ha comentado Garcilaso, porque el Gobierno no permite la crítica. Aunque, añade: «Si la censura es necesaria al mejor servicio de España, venga la censura. Si para tan elevados fines se necesitara de la dictadura, digamos también con toda lealtad: Venga la dictadura». «Son reflexiones», dice bajando la voz, «que tengo escritas en mi periódico hace años y que ahora vienen al pelo».

Al finalizar la reunión he recordado al señor García que creía haber leído en el ABC que José Antonio Primo de Rivera, en las pasadas elecciones de febrero, obtuvo algo menos de cinco mil votos, cifra muy escasa para las aspiraciones de su partido. A este respecto Garcilaso me ha contado lo siguiente: «El dieciséis de junio de mil novecientos treinta y cinco, en el parador de Gredos, hubo una reunión de la junta política de Falange Española en la que, después de debatir mucho sobre el bien y el mal, llegaron a la convicción de que nunca alcanzarían el poder a través de unas elecciones y de que estaba en peligro su propia existencia como grupo político. En Gredos tomaron la decisión de conquistar el poder y restablecer el orden utilizando las armas» (tenía alguna información con anterioridad sobre esta cuestión, creo, a través de Báguenas). «Por eso el Gobierno ha detenido a Primo de Rivera y a la cúpula de Falange, y por eso va a clausurar todas sus sedes. En Navarra», ha remachado el señor García, «está pasando algo similar: muchas personas no creen que las cosas puedan cambiar porque trueque un gobierno tras las elecciones. La situación mudará porque habrá un movimiento salvador que reintegrará los valores de la patria, piensan cada día más las gentes de bien. Me temo que con sangre», ha dicho.

Dos días después de esta entrevista he comenzado a cumplimentar a las autoridades. Primeramente vino a verme el gobernador civil, don Mariano Menor Poblador. Luego, el día veintidós, fui yo quien devolvió el cumplido pasando por su despacho. Me ha informado de que lleva en el cargo algo menos de un mes, que es de Zaragoza y de natural tranquilo. Hemos hablado, a iniciativa suya, de una orden que dio su antecesor, el señor Mato Leal, la última semana de febrero, en la que disponía a la Guardia de Asalto que procediera a la recogida de todas las armas y municiones que hubiese en las armerías de Pamplona como «medida de precaución», según informó a la prensa.

Abundando en esta directriz el señor Menor, a su vez, hizo pública el pasado día dos una circular del Gobierno Civil por la que se suspenden las licencias de armas a particulares en toda Navarra: aquellos que tengan armamento de cualquier tipo deben pasar por los cuarteles de la Guardia Civil y entregarlo para que se proceda a elaborar un censo. «Las licencias las vamos a revisar una a una», me ha dicho el gobernador, que ha recibido órdenes desde Madrid. Le he preguntado si advierte en Pamplona algún síntoma de trifulca, si piensa que hay demasiada arma suelta en manos de particulares sin derecho a ello. Me ha contestado lo siguiente:

—Son instrucciones emanadas de la Dirección de la Seguridad del Estado y que voy a cumplir a rajatabla. Aprecio en Pamplona, por parte de algunas organizaciones, mucho interés por lo militar y las armas en particular. Y ya sabe usted, general —ha reseñado—, que las armas las carga el diablo.

Sinceramente, no sé qué ha querido decir con esta última frase.

Del alcalde, don Tomás Mata, poco hay que decir. Lo visité en el ayuntamiento y, al día siguiente, él hizo lo propio llegándose hasta Capitanía. Me ha dado la impresión de ser una persona normal; es carlista.

Por la prensa me he enterado de que el aviador Ansaldo ha quedado en libertad. Este tipo, que parece un poco chisgarabís, es muy conocido en Pamplona.