cuatro

LA chimenea de la locomotora pegó un silbido y lanzó una bocanada de vapor —blanca y tan densa que semejaba una nube de lluvia fina— antes de que el tren se detuviera en el andén al filo de las diez de la noche del catorce de marzo de mil novecientos treinta y seis, santa Matilde, reina. Del vagón de primera clase bajaron dos jóvenes con aspecto de señoritos, una señora enlutada de pies a cabeza y un militar con prisa que hace gestos levantando la mano derecha cuando se abre paso entre la chusma que ha viajado en segunda y tercera. En la estación, junto a la cantina, otro grupo de militares se pone en movimiento tras esperar una hora bajo un frío glaciar. A la cabeza de la comitiva va el coronel José Solchaga, jefe del Regimiento de Infantería América 23, comandante militar interino de la plaza de Pamplona, frotándose las manos. Cuando están frente a frente se reconocen:

—A sus órdenes, mi coronel —dice el comandante Emiliano Fernández Cordón, sorprendido por el frío que abate la ciudad.

—¿Viene con usted el general? —pregunta Solchaga.

—Está esperando en la puerta de su compartimento, junto a la plataforma. El ferrocarril se ha retrasado porque ha estado detenido en Alsasua esperando un mercancías.

—No se preocupe, comandante. Dígale al general que puede bajar.

—A sus órdenes, mi coronel.

Fernández Cordón regresa al tren aterido y recomienda al general que se calce el abrigo porque afuera hace un frío de bigotes. El general se arropa y da instrucciones para que los niños hagan lo mismo; su esposa se enrosca la bufanda por el cuello hasta la altura de los labios y abotona el abrigo. Así descienden al andén.

El general es Emilio Mola Vidal, algo más de ciento ochenta centímetros de altura, cuarenta y ocho años, delgado, muy moreno, ojos saltones, el gesto invariablemente serio, el paso algo desgarbado, gafas de miope con armadura de varilla metálica marrón, irreconocible en la estación porque va vestido de paisano: lleva abrigo azul cruzado, traje gris, camisa blanca, corbata oscura y un sombrero de fieltro de ala ancha que lo emboza como una máscara. Ayer estaba con uniforme de gala en el Palacio Real, despidiéndose del presidente de la República, don Niceto Alcalá Zamora (que insiste en su deseo, como ya le ha comentando a Alejandro Lerroux, de abandonar la política y optar a un sillón de los vacantes en la Real Academia Española), y hoy, de noche, acaba de llegar a su nuevo destino. A su espalda va doña María de la Consolación Bascón y Franco, rodeada por cuatro niños, seguida por el ayudante de su marido, comandante Fernández Cordón. En el andén recibe el saludo de su subordinado.

—A las órdenes de usted, mi general. Bienvenido a la plaza de Pamplona.

—Bien hallado, coronel. ¿Este frío es normal en la ciudad? —pregunta Mola, recordando que siete días atrás estaba en África con la camisa remangada hasta los codos.

—Este y otros peores, mi general. Pamplona es una ciudad donde hace mucho frío en invierno. ¿Vamos hacia los coches?

—Como usted lo haya previsto, coronel.

Camino de la entrada a la estación Mola presenta a su esposa al coronel Solchaga y trata de que los niños no se vayan por su pie fuera del itinerario previsto. «Llevan casi diez horas en el tren y ya sabe usted que los niños no soportan estar encerrados», explica. «Hemos tenido una parada no prevista en Alsasua. Supongo que se lo habrá comentado mi ayudante». «Sí, sí, mi general. Por nosotros no se preocupe: nuestra misión era esperarle en el andén hasta que usted llegara. Conocíamos del retraso», aclara el coronel.

—¿Cuál es el programa para hoy? —pregunta Mola.

Solchaga se queda fuera de juego porque, de acuerdo a lo previsto y siendo como son más de las diez de la noche de un día cabrón que ha dejado los termómetros temblando, el programa se termina depositando a los recién llegados, junto con la impedimenta, en su vivienda del palacio de Capitanía.

—Había previsto conducirles hasta su nueva residencia —contesta.

—¿Y la toma de posesión?

—Para mañana, mi general. Está prevista para mañana.

—Entonces —responde Mola— tenemos cambio de planes. Esta noche toma de posesión y mañana revista general.

—A sus órdenes mi general —responde Solchaga sin vacilar y con todo el aplomo que le sale de los pulmones, a pesar del contratiempo—. Si le parece, vaya usted en el segundo coche, con su señora y los niños. Yo voy por delante: nos dirigimos al edificio de la antigua comandancia militar.

El coronel Solchaga tiene una información sobre su nuevo jefe bastante parcial, si bien es lo suficientemente precisa como para saber que Mola es persona que gasta bastante mala uva cuando no se cumplen sus órdenes, que quiere las cosas al momento, que no admite excusas, que tiene una frase —aprendida de un coronel cuando estuvo en la academia militar de Toledo— que ha hecho fortuna entre sus subordinados: «Un minuto antes de la hora, no es la hora. Un minuto después de la hora, no es la hora. La hora es la hora». Por eso el coronel ordena a su chófer que encamine el vehículo hacia los cuarteles y avise a la oficialidad para que esté formada en el salón de actos en menos de cinco minutos; es el tiempo que necesita para entretener a Mola y a su familia con algún refrigerio, sobre todo a los niños. Para fortuna de Solchaga, la ceremonia del traspaso de poderes se celebra en tiempo y forma, lo cual satisface al general que, complacido por la rapidez, comenta en voz baja a su ayudante:

—Esto comienza bien, Emiliano.

En Capitanía, que será su nueva residencia por tiempo indefinido, los soldados llevan formados cerca de tres horas a la espera de que aparezca el nuevo gobernador militar, tiritando sin que nadie lo remedie. Cuando llega el general y pasa revista a la tropa es casi media noche y parece que comienzan a caer unas chispas de nieve sobre la ciudad. Mola saluda a los oficiales y, aunque cansado, tiene el tiempo necesario para contar algo que a los militares que le rodean les hace mucha gracia porque ríen a mandíbula batiente. Posiblemente sea una broma sobre el Gobierno o el último chiste contra Azaña.

—Señores —se despide con las manos—, hasta mañana. Mañana será otro día.

—Hasta mañana, mi general —contestan a coro.

Enfilando las escaleras que dan acceso a la primera planta, un soldado se acerca a Mola, se cuadra, saluda y sin el menor reparo se atreve a comentar:

—¿Espera alguna llamada mi general?

Mola lo mira de abajo arriba, incrédulo por el atrevimiento del recluta.

—Perdone vuecencia, mi general. Se presenta el soldado Domingo Mariezcurrena, aquí conocido por Chomin. Soy el telefonista del palacio. Si usted no espera llamadas, me retiro a descansar para estar mañana al teléfono con las primeras luces.

El gobernador militar lo vuelve a mirar de abajo arriba porque le llama la atención que el telefonista vista una botas tan lustrosas a esas horas de la noche.

—Soldado Maies… ¿cómo ha dicho que es su apellido?

—Ma-ri-ez-cu-rre-na, mi general. Es apellido vasco, como yo, que soy de Ezcurra, a sesenta kilómetros de Pamplona.

—Soldado Mariezcurrena —Mola es de los que no olvida jamás un nombre, un apellido o una cara—, puede usted descansar. Mañana, a las siete y cuarto, preséntese en mi despacho.

—A sus órdenes, mi general. Siete y cuarto.

Esa noche el general Mola la pasa prácticamente en blanco porque son tantos los datos que su cerebro quiere procesar, y en tan corto espacio de tiempo, que la proverbial impaciencia del militar no puede soportar estar en la cama, mirando al techo, sin reconcomerse los hígados. A las cinco de la mañana, afeitado y aseado, se presenta en la garita de guardia y sorprende al soldado dormido en lo más profundo.

—Si yo fuera el enemigo, estaba usted muerto —le dice mientras enciende un pitillo que ilumina su cara y la estrella de la bocamanga.

—No volverá a ocurrir, mi general —responde el vigía acongojado y con los ojos apergaminados.

—Por su bien, y el de todos nosotros, así lo espero, soldado. En el Ejército español no está permitida la narcolepsia.

El general regresa a su dormitorio y espera que vayan pasando los minutos mientras lee uno de los volúmenes de las Memorias de un hombre de acción, de Pío Baroja: tiene fascinación por la vida de Aviraneta, el conspirador pizpireta del siglo anterior, y por su autor, a quien le gustaría visitar cuando lleguen los calores en su caserío de Itzea, en Vera de Bidasoa, al norte de la capital navarra. Mientras va haciendo tiempo y ordena los destornilladores, la lima, una garlopa y el cincel que va a utilizar para construir una maqueta naval, llegan las siete y suenan dos golpecitos en la puerta de la antecámara; Consuelo está dormida profundamente, al igual que los niños.

—Mi general, soy Emiliano —dice el comandante silbando las palabras—. Vengo con el servicio.

—Si sabe hacer café —bromea Mola—, que pase —responde sin abrir la puerta del todo.

—Café y otras cosas, mi general.

Desayunado y con dos pitillos en el cuerpo Mola sienta sus posaderas por vez primera en su despacho del palacio del Virrey, situado en el ángulo sur del caserón, que tiene un pequeño vestíbulo con una mesa cuadrada donde estoicamente hace guardia de manera cansina un soldado. La estancia es grande, como corresponde a un edificio histórico militar, y está decorada con muebles de cerezo teñido, barrocos, cortinas (tiene dos puertas de entrada) y un espejo que corona el reloj isabelino que, dicen, siempre va a la hora. Mola se ha fijado en él y su subconsciente acaba de señalarlo como nuevo material que ha de revisar; su pasión por los relojes viene de antiguo y se incrementa cada año.

El despacho tiene, en un lateral de la dependencia, plantado sin criterio estético alguno, un biombo oscuro de proporciones notables que esconde malamente un sofá de dos plazas y tres sillones de cretona vieja, ajada y azulada. Sobre la mesa que preside el salón, protegida por un vidrio rayado en los bordes, hay un teléfono de baquelita, a la espalda de la silla del despacho otro teléfono de madera, luego un higrómetro, un barómetro y un cuadro mal encajado a la pared, algo descolorido y cursi, que representa a la República. En una esquina, junto a la mesa de trabajo, a su derecha según se entra, cinco baldas pequeñas de madera de cerezo con el barniz desgastado en las que se apilan sin orden papeles, folletos, libros de ordenanzas militares y una máquina de escribir Underwood de carro alto. La estancia tiene luz natural que se oscurece al contacto con un suelo de baldosa desgastada blanca y gris; nada que se parezca al despacho que ocupaba hace quince días en Melilla. Tampoco hay concordancia con su anterior destino: del mando de un ejército de veinte mil hombres en Marruecos al de una brigada de la VI División integrada mayormente por una leva de asturianos sin interés alguno por la milicia.

Para su reconforte el palacio es un edificio con solera acrisolada que exhibe en el frontispicio, tallada en una laja blanquecina, el águila bicéfala de los Austrias entre dos columnas y, tras un portal ancho y hondo, un gran patio algo deslucido y triste, con pozo y soportales, pavimentado con piedra de río sin canto, que también sirve como garaje del parque móvil oficial. El casón, que guarda otras sorpresas que Mola irá descubriendo al paso de las semanas, está en un altozano, sobre el río Arga, y desde él se divisan la parte norte de la ciudad y las murallas que circunvalan los límites de Pamplona.

—Así que es usted el encargado del teléfono —comenta Mola a las siete y cuarto de la mañana cuando el soldado que vigila su despacho le anuncia la llegada del recluta Mariezcurrena.

—A sus órdenes, mi general. Soy el telefonista y estoy aquí para lo que usted mande.

Mola no se anda con rodeos, no es su estilo.

—Soldado, quiero decirle tres cosas: la primera es que su puesto es clave en este edificio y espero que esto no lo olvide mientras esté en el Ejército; la segunda es que ha de ser usted el más discreto de todos nosotros, y la tercera es que, mientras vea una luz en esta planta, no se puede ir a la cama. Mi ayudante, el comandante Fernández Cordón, es mi alter ego. ¿Queda entendido?

—Mi general, la última parte no la comprendo. Yo soy euskaldun, de hablar el vasco siempre…, y hay palabras del castellano que no entiendo.

—¿Qué es lo que no entiende?

—Lo que ha dicho de su ayudante, el comandante.

—Se lo repito, Mariezcurrena: es mi alter ego

—Eso es lo que no entiendo, mi general —interrumpe el telefonista encogiendo los hombros.

—Quiero decir, soldado, que el comandante Fernández Cordón es como yo mismo, mi alter ego, que son dos palabras en latín que significan lo que acabo de referir. Lo que hable usted con él, recuérdelo, es como si lo hiciera conmigo. Nada más. Buenos días.

—A sus órdenes, mi general.

—Una última cuestión, soldado. El horario es de siete y cuarto de la mañana hasta que se acabe el día.

—Entendido. A sus órdenes, mi general.

La primera jornada en su nuevo destino la empleó el general en visitar acuartelamientos, instalaciones, establos, almacenes y oficinas sin dar un respiro a su equipo de ayudantes, de manera que no atendió una sola llamada de teléfono. Por la noche, después de haber despedido a los niños, ojeó los periódicos de la ciudad y comprobó que su flamante cargo no despertaba gran entusiasmo entre la prensa local. «Desde anoche se encuentra en Pamplona el nuevo comandante militar de la plaza, Sr. D. Emilio Mola. Dámosle nuestra bienvenida», decía El Pensamiento Navarro en página par, sección «Ecos de Sociedad», apartado «Varios». «Prefiero que sea así, que pase inadvertido», comenta Mola a su esposa.

—Pues el telefonista ha venido tres veces porque el director del Diario de Navarra quiere pasar por aquí para saludarte —explica Consuelo.

—¡Ah!, nos conocemos desde hace años. Estuvo siguiendo para su periódico algunas batallas en Marruecos y coincidimos allí. Es un hombre muy locuaz —comenta el general sin mayor interés—. Creo que en esta ciudad tiene mando y lo ejerce. Además de periodista es diputado a Cortes. Puede resultar interesante que lo conozcas.

—Como te parezca —responde Consuelo—. ¿Has tratado a su esposa?

—No. Creo que está soltero.