tres

«INFORMO a los presentes de que he decidido enviar al general Mola a la plaza de Pamplona como comandante militar» comunica el general Carlos Masquelet, titular del Ministerio de la Guerra, en la mesa del consejo de ministros.

—Me parece oportuno. Prefiero a esta gente en la periferia, alejados de Madrid —dice el presidente del Gobierno, Manuel Azaña, refiriéndose a Franco, Goded y al mismo Mola y midiendo con estrictez el alcance de sus palabras.

Hace seis días —el veintidós de febrero, a menos de una semana de haberse celebrado las elecciones al Parlamento— que el Gobierno ha nombrado veintisiete nuevos gobernadores civiles y designado a Franco para la comandancia militar de Canarias. En el mismo número del diario oficial aparece el estrenado destino que el general Manuel Goded, nacido en Puerto Rico y ministro de todas las conspiraciones, un hombre con aspecto facial de boxeador, tiene en la periferia insular: Baleares. Ahora le ha tocado a Mola, que está en Madrid a la espera de cumplir su nuevo empleo participando en conciliábulos con sus conmilitones donde se juntan para hablar de los males que aquejan a España y la manera de poner remedio a tanto desmán.

Por primera vez desde hace muchos meses pueden reunirse en la capital de España, entre otros, los generales Franco, Mola, Varela y el teniente coronel Valentín Galarza, una sabandija que va a desempeñar el papel de correveidile con precisión matemática. La última cita antes de que cada quisque salga para el nuevo destino es en casa del diputado José Delgado y Hernández de Tejada, calle del general Arrando, 19, cerca de la plaza de Chamberí, y no ha sido convocada por nadie en concreto: Fanjul se encontró con él por la calle, comentaron que sería interesante tomar un café y que podía avisar a Rodríguez del Barrio, inspector general del Ejército. Este aseguró que llamaría a Saliquet, alguien descuidadamente avisó a Franco, Delgado hizo lo propio con Mola, luego el cubano llamó a Varela… así hasta liar el ovillo de la madeja y juntarse en el salón del diputado de la Confederación Española de Derechas Autónomas, la CEDA, y agente de Bolsa casi una docena: Saliquet, González Carrasco, Villegas, Fanjul, Orgaz, Ponte, Varela, Franco, García de la Herrán y Mola. Es este, que acaba de poner los pies en la capital, adonde ha llegado desde Ceuta, quien propone que la charla, aunque informal, tenga su turno de intervenciones y sea moderada por el militar con más antigüedad: Rodríguez del Barrio que, además, dice ostentar la representación de un ilustre bon vivant, el general José Sanjurjo, el más laureado de toda la milicia española, que vive en el exilio portugués de Estoril (se ha librado de ser pasado por las armas, pese a haber sido condenado a muerte por sublevarse contra el Gobierno, gracias a la misma amnistía que salvó a Mola de la cárcel) a la espera de que cambien las tomas.

Entre cafés negros, copitas de aguardiente y el humo del tabaco, que todos fuman sin consuelo, la habitación tiene aire de partida de póquer y los militares, que visten de paisano en masa, de fulleros sin remedio. Hay un barullo fenomenal porque las libaciones están haciendo mella en el cerebro de alguno de los presentes y Mola, impaciente como de habitual en él, al cabo de una hora de escuchar comentarios sin fuste propone que quien tenga algo que decir en orden a solventar los problemas que carcomen la patria (ha repetido por dos veces, para que lo oyeran todos los contertulios, una idea que lleva grabada a fuego: «En este país ya no hay nada que hacer por las buenas») pida turno de palabra y lo exponga de manera sintetizada. José Enrique Varela, general y el más bajito de la reunión —también el más locuaz—, se pone en pie y comienza una arenga para llevar a su terreno a los compañeros de armas: «En nuestras conciencias está», dice, «dar un golpe de mano rápido y cambiar el orden de las cosas, todo ello a fecha fija».

Para conseguirlo propone un plan que a Mola y a Franco, que sólo han cruzado miradas, les sonroja: Rodríguez del Barrio debería facilitar una entrevista de Varela con el ministro de la Guerra, Carlos Masquelet, y una vez que estuvieran cara a cara, el general, pistola en mano, lo encarcelaría en la caja fuerte del ministerio, tras reducirlo. Entonces Varela daría órdenes a las divisiones utilizando el teléfono del despacho para que movilizaran los efectivos mientras el general Orgaz tomaba Capitanía en nombre de los conjurados. «Todo esto para el catorce de abril, fecha simbólica para las izquierdas», dice vehemente, «y con un desarrollo que no sobrepasará el cuarto de hora».

Tras la arenga de Varela toma la palabra Franco y, poniéndose también en pie, dice que no participa de nada que no esté maduro y bien filtrado, y que abandona la reunión porque le espera un coche para salir hacia la estación y de allí marchar a Sevilla y Cádiz: mañana, nueve de marzo, parte en el buque correo Dómine hacia su nuevo destino en Tenerife para dar cumplimiento a las instrucciones recibidas. Sin bajar un músculo la media sonrisa de sapo que preside el bigotín de su boca, pide que se le informe de cualquier propuesta por el método más seguro. Mola conviene en la misma solicitud y sale de casa de Delgado con Franco tras estrechar la mano, uno a uno, a todos los congregados. En el portal comenta sin interés aparente:

—Presuponía que esta reunión era para tratar de temas más serios.

A lo que Franco contesta:

—Serios o no, ya ves cómo está el Ejército.

Mola, cuajado por la respuesta, consulta:

—Y tú, ¿qué piensas?

—Que está todo muy verde, Emilio. Tiempo habrá para seguir hablando —afina—. En cualquier caso, te informo de que he convenido con Varela y Galarza para establecer un sistema de comunicación absolutamente discreto entre la península y mi nuevo destino.

—Enterado. De todos modos, si hay que arar con estos bueyes… —comenta Mola ladeando la cabeza.

Ya en la calle se dicen adiós con alguna campechanía y parten en direcciones contrarias. A Franco, que tiene prisa y destino, le espera un coche oficial en la esquina. Mola, todavía sin decidir cuándo viaja a Pamplona porque antes quiere despedirse del presidente de la República, camuflado tras un abrigo tres cuartos, bufanda marrón por el cuello y sombrero de fieltro gris, regresa a casa andando. Antes ha de pasar por una librería en la calle Mesonero Romanos donde compra diez cuadernos en los que piensa ir anotando, para sus futuras memorias, los avatares que Pamplona depare. No volverán a encontrarse hasta el trece de agosto, san Graciliano, en Sevilla, en plena metástasis de sangre, cuando Francisco Franco Bahamonde, el general de división menos laureado de los levantados en armas contra la República (ocupa el puesto número veintitrés en el escalafón, por detrás de Saliquet, Cabanellas o Queipo de Llano, entre otros), era ya el flamante zahorí de la guerra.

En la vivienda de Delgado se van despidiendo unos de otros, abandonando el piso cada diez minutos (algunos van tras Franco, a la estación de Atocha, para despedirlo ahora que marcha camino de su nuevo destino). Joaquín Fanjul Goñi es el último que sale del salón, apurando un café, y tiene aspecto apesadumbrado. «Mañana informaré a Gil Robles de lo que aquí hemos tratado», le dice Delgado en el descansillo de la puerta de entrada. «Puedes comentarle a José María de mi parte», contesta Fanjul, «que la cosa en Madrid está verde y nos faltan apoyos. Él, que puede, que se mueva. Díselo así, Pepe».

Semanas después, un doce de abril, el general Varela, que continúa pergeñando su plan para tomar el despacho del ministro de la Guerra, recibe una llamada para que visite en su domicilio a Rodríguez del Barrio, inspector general del Ejército. Al llegar a la casa encuentra a su compañero de armas en la cama, enfebrecido, macilento, sin fuerzas para ponerse en pie. «Lo que vayas a hacer, hazlo sin mí», dice el enfermo. Varela, que conoce los problemas intestinales de su compañero, no insiste y hace bien: Rodríguez del Barrio fallece al poco de un tumor maligno que le ha producido una metástasis generalizada contra la que nada pudieron hacer los cirujanos militares ni la farmacoterapia que llegó de Alemania.

La primera tentativa tumultuaria del generalato para sentar las bases de una sublevación queda para el recuerdo porque el Gobierno decide confinar a Orgaz en Canarias y a Varela en Cádiz, este en situación de disponible, tras recibir un informe del director de la Seguridad del Estado, Alfonso Mallol, en el que se indica que ambos, junto a otros generales todavía no identificados, están maquinando contra el orden constitucional. No habrá más reuniones colectivas del generalato en Madrid ni más conspiraciones de café, aunque no varía la dirección del viento: el instinto de los salvadores de la patria sigue en pie y se mantendrá a pesar de la distancia porque así lo ha determinado la voluntad centrípeta del Gobierno colocando a sus cabecillas en la periferia. Creen los conspiradores que la asonada militar que está por llegar puede ser la definitiva porque la fruta, aunque no ha llegado todavía la primavera, está casi madura.