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NO quiero que estas páginas sean tomadas como memorias: son reflexiones calamo currente[1] ahora que todavía estoy vivo, si es que así puede considerárseme, porque a los efectos, desde septiembre de mil novecientos veinticuatro (en este momento no recuerdo el día exacto), soy un militar que rindió sus servicios a España en primera línea y murió en Dar Akobba, de acuerdo a lo que publicó La Unión Mercantil de Málaga. Soy un muerto viviente, un interfecto, aunque no sé por cuanto tiempo más.

De mi «muerte», recuerdo algunas cosas. Nos encontrábamos en Tetuán, en la Alta Comisaría, invitados a comer por don Miguel Primo de Rivera, al que había saludado esa mañana en el poblado de Ben Karrich. El presidente insistió tanto en que asistiera al almuerzo que no tuve tiempo de buscar entre mis pertenencias en el hotel Alfonso alguna que pudiera suplir los andrajos militares que llevaba puestos: estábamos en guerra y yo iba con ropa de faena, apoderado por la mugre. Así que me presenté con la gorra descolorida, sucia, la guerrera sin apenas botones y deshilachada, los calzones remendados y los quevedos aliñados con cordel y alambre de paca. Primo me saludó con la efusividad que le caracterizaba —obviando el aire de pordiosero que llevaba—, organizó en un santiamén una mesa ovalada y comenzó la comida con un brindis por España. Entre plato y plato el presidente iba exponiendo machaconamente sus ideas sobre Marruecos y otros temas militares, en el modo y la forma que tanto le gustaba hacer: «Cuanto se ha hecho hasta ahora ha sido un soberano disparate», aseguró sin soltar los cubiertos ni levantar la vista de un plato de pargo a la plancha aliñado con ajonjolí, y volvió a repetir su tesis más conocida entre los militares: «Gibraltar para España, y lo de más abajo para quien lo quiera».

El almuerzo estaba resultando muy ameno hasta que un camarero de librea oscura, al momento de los postres, entró taconeando en la sala llevando una bandeja que portaba los periódicos llegados de la península esa misma mañana. El ayudante de servicio, que no participaba del almuerzo, los ojeó con avidez buscando alguna nueva que comentar con don Miguel y, sin quererlo, soltó una exclamación de asombro que provocó un silencio en el comedor. Luego, por órdenes de Primo, dio lectura a la «información» que tanto había llamado su atención. La publicaba La Unión Mercantil, de Málaga, y bajo el epígrafe «Víctimas de la guerra» aparecían dos fotografías un tanto borrosas, pero reconocibles: la del comandante Frías, del Grupo de Alhucemas, que había fallecido en combate hacía pocos días, y la mía. Por debajo de los retratos, un titular afirmaba: «Mola ha muerto». A continuación, un artículo extenso, un panegírico digno de los dioses del olimpo, a cargo del farmacéutico malagueño Juan Vázquez del Río, compañero de estudios y fervoroso admirador mío, glosaba en términos extremadamente laudatorios mi persona, mis supuestos méritos y la irreparable pérdida que suponía mi muerte no sólo para mi familia sino para el Ejército de España.

Leer este responso en vida produjo en mí una mezcla de satisfacción y enojo difícil de explicar, que dio paso a una reflexión algo más sosegada sobre el alcance que el bulo podía tener en mi familia, en mis padres sobre todo. Por esta circunstancia pedí permiso para ausentarme del almuerzo e ir a Telégrafos para enviar un recado a la parentela, pero el bueno de don Miguel, que estaba en todo, me alargó una cuartilla acompañada de su estilográfica y dijo:

—Redacte ahora mismo, en mi nombre, un telegrama para su señor padre, que ordenaré sea transmitido inmediatamente por el hilo directo. Antes de una hora lo tendrá en su poder.

Escribí:

«Presidente del Directorio a General Mola. Diputación, 369. Barcelona. Ha llegado de Dar Akobba su hijo Emilio sin novedad alguna. No haga caso noticias de Prensa. Hoy ha almorzado conmigo y dentro de dos días saldrá para Larache. Saludos. Miguel Primo de Rivera. Tetuán».

No obstante, tan pronto como finalizó el almuerzo me dirigí a la oficina de Telégrafos para enviar yo mismo un nuevo telegrama de confirmación porque podría haberse dado el caso de que el remitido por Primo no hubiese llegado a destino. En la dependencia, el muchacho que atendía el servicio de ventanilla, al reconocerme, me enseñó el texto que el periodista Raimundo García, del Diario de Navarra, acababa de enviar a Málaga de manera apócrifa. Decía así: «Vázquez del Río. La Unión Mercantil. Málaga. Los muertos que vos matáis gozan de buena salud». Al leer aquello la risa se me apoderó, contagié al mancebo y así estuvimos casi un largo minuto. Cuando abandonaba la estafeta, ya más ancho que largo, parafraseando a Cervantes, pensé para mis adentros: «Y luego, incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada».

Es verdad que no hubo nada porque vivo seguía, pero siempre recordaré lo que dijo uno de mis superiores, en conversación informal, cuando fui nombrado jefe de la mehalla jalifiana[2] de Xauen: «Las balas son como las cartas. Cuando escriban el nombre en la mía… tendré que recibirla». Son palabras que hice propias entonces y que mantengo ahora, máxime cuando antes de partir para Pamplona una gitana que se me acercó en Madrid, en el portal de nuestra casa, calle Miguel Ángel número 14, me leyó la mano a pesar de mi insistencia para que no lo hiciera y dijo en voz baja con una media sonrisa: «Usté, señorito, va a famarse porque es mu valiente. Pero le veo que va a morir con las botas puestas. No sé cuándo, pero con las botas bien puestas». Ahora pienso que la carta que lleva mi bala puede estar circulando aunque no tenga, por el momento, dirección de destino.

Decía con anterioridad que no son estas mis memorias; tan sólo simples reflexiones sobre la hora difícil que nos ha tocado vivir. En épocas pretéritas escribí sobre mis batallas en África —es lo último que he redactado—, mi paso por la Dirección General de Seguridad, la monarquía y el sectario Azaña. No hay una tilde que añadir a aquello porque quedó negro sobre blanco mi pensamiento sobre la posición de España en África, nuestro glorioso Ejército y la función de los directores de la cosa pública.

Algunos de estos relatos no han visto la luz todavía, por lo que mantienen íntegro el mensaje que pretendo transmitir: no es un pliego de descargos sino el testimonio de una persona que sirve a la patria allí donde la superioridad lo considera. Son textos —algunos— redactados mientras estuve preso o en arresto domiciliario, porque a mí la izquierda republicana, sus dirigentes, me difamaron hasta conseguir expulsarme del Ejército y privarme de cualquier ingreso.

Para ganar un sustento he fabricado juguetes, arreglado relojes y escrito cuentos semanales, artículos bajo seudónimo —utilicé un sobrenombre, Antonio Del Amo, y como tal publiqué algunos textos para la Unión Nacional Económica sobre la defensa militar—, he vivido oculto en casas de familiares y amigos, he tenido que doblar la rodilla y pedir a Azaña —bajo palabra de honor del militar que soy que jamás intentaría una fuga— que, por el bien de mi familia —mi mujer estaba a punto de dar a luz— y de unos hijos todavía con babero, sustituyera la prisión por un arresto en domicilio; eso sí, después de hacer depósitos por valor de diez mil duros para garantía de no sé qué responsabilidades civiles. El veintiuno de abril de mil novecientos treinta y uno, tras entrevistarme con Azaña, ministro de la Guerra, este ordenó de manera artera que ingresara en las prisiones militares de San Francisco, un antiguo cuartel, sin que se me comunicaran los cargos concretos por los que estaba acusado.

Tardaron tres días en presentar un escrito en el que se daba a conocer mi procesamiento, el sumario 295/31, por haber autorizado que la Guardia Civil disparase contra la Facultad de Medicina, en lo que los periódicos denominaron los sucesos de San Carlos, un veinticinco de marzo, fiesta en Grecia, cuando todos los que tienen dos dedos de frente y estaban conmigo saben de sobra que nada tuve que ver en esa decisión (en cualquier caso, los guardias dispararon en defensa propia y, para eso, no es necesaria autorización alguna. Algunos murieron por las descargas que recibieron desde la Facultad de Medicina y siempre recordaré aquella portada del ABC en la que se publicó a toda plana una fotografía de la madre del guardia Hermógenes Domínguez, asesinado por los disparos de los rebeldes, con este titular: «También los guardias civiles tienen madre». Esto no lo olvidaré jamás).

Por fortuna para mi familia, una ley de amnistía del Gobierno que presidía Lerroux me permitió en mil novecientos treinta y cuatro reintegrarme en el Ejército y al año siguiente Gil Robles, ministro de la Guerra, me nombró jefe de las tropas españolas en África. Ahora, el Frente Popular que nos gobierna —es una manera de hablar— acaba de revocar el nombramiento y me ha designado comandante militar de Pamplona, Jefe de la XII Brigada de Infantería, que pertenece a la VI División. Quiero mencionar con todo lo anterior que, en el filo de la cincuentena, no hay nada que pueda sorprenderme ni me haga arrodillar. Sigo vivo y al servicio de la patria, que es mi sitio. Dirán algunos que Pamplona es plaza de segunda para quien ha ostentado responsabilidades superiores, pero debo afirmar ahora que en el servicio a la patria no hay escalafón y que no hay labor pequeña cuando se trabaja para el bien común, como se hace en el Ejército. Hoy es Pamplona, buena plaza válgame el cielo, mañana… mañana será otro día y Dios dirá.

De mi último destino traigo el cariño de mis ayudantes y dos recuerdos entrañables, obsequio de los compañeros de armas en África. Resulta que, una vez comunicada mi destitución como jefe de la Circunscripción Militar de la Región Occidental del Protectorado de España en Marruecos, con residencia en Melilla, hube de preparar el recibimiento de mi sucesor, el general Gómez Morato, según se ordenó desde el ministerio, con la mayor pompa posible. No era partidario del bombo y platillo pero cumplí las indicaciones y el cinco de marzo, en el muelle de Ceuta, di la bienvenida al sustituto, aguanté con estoicismo gritos injuriosos de la chusma que rodeaba la tribuna de autoridades y a continuación opté por la retirada para despedirme de los más allegados.

Fue una tarde triste y hermosa. Triste por abandonar aquella tierra y los amigos; hermosa por las muestras de cariño que recibí y que, a la postre, se concretaron en dos recuerdos bien útiles: una máquina de escribir portátil Remington de cinta bicolor y una cámara de fotos, una Leica I, con un objetivo Hektor de 50 mm, una lente de alta velocidad. Desde que, a los catorce años, mi padre me regaló una Kodak, tengo pasión por la fotografía, como ya la tenía por la lectura y la escritura. Los dos regalos que recibí, aparte de llegarme al fondo de lo más sensible, no pueden ser más prácticos. Ahora mismo, a las diez de la noche del diecisiete de marzo de mil novecientos treinta y seis, san Patricio, fiesta en Irlanda, estas cuartillas las estoy escribiendo con la Remington cuando en este caserón duerme todo el mundo, a excepción mía y del telefonista, un chico natural de un pueblo cercano a Pamplona que desde nuestra llegada me ha resultado muy simpático: habla el castellano como los apaches de la películas porque su lengua nativa dice que es el vasco. Se esfuerza tanto por expresarse bien, porque se le entienda, que a veces me ha parecido grotesco. En esta comandancia todos los que hablan de él refieren que tiene un corazón sin límites y que es leal hasta la muerte. No hay duda: con gentes como él vamos a levantar España.

Ayer por la mañana hice fotografías de los exteriores de este palacio del Virrey, o de Capitanía, que de ambas maneras le llaman, y en algunas aparecen los niños, que están muy contentos de vivir en este extremo de la ciudad, rodeados por plataneros frondosos que ahora despuntan las hojas, sobre el río Arga y sus huertas, junto a un convento de monjas adoratrices que pasan una buena porción de su tiempo cantando alabanzas al Señor (las puedo oír en las mañanas con toda claridad, como si yo mismo estuviera en el refectorio acompañándolas en su colación; por las tardes entonan los salmos custodiadas por un órgano).

Al presente que escribo esto de los niños me vienen a la memoria algunos recuerdos, ya muy lejanos, de la ciudad donde nací, Placetas, provincia de Santa Clara, en la entonces española isla de Cuba, y de la primera vez que mi padre, Joaquín Mola López, capitán de la Guardia Civil y comandante de una compañía montada que tenía su sede en la casa cuartel de aquella plaza, me llevó a ver el mar (Placetas está en el interior de la isla, casi en su mitad longitudinal, y empleamos un día en la excursión). También recuerdo la primera vez que monté a caballo y anuncio que mi afición a estos animales permanece intacta desde entonces. Aprendí a distinguirlos por sus capas y diferencio plenamente un overo de un ruano, por qué no decirlo.

Del mar sólo quiero añadir que, desde que mi padre me regaló en Placetas una goleta en miniatura (todavía soy capaz de ver su cara estupefacta cuando la eché a navegar por el abrevadero del cuartel) he sentido fascinación por todo aquello que sobrevuela las olas. Es más: el año pasado solicité, y obtuve, tarjeta de investigador en el Museo Naval de Madrid, y a ese menester pienso dedicar mi tiempo libre en el futuro. Cuando abandonamos Cuba —tenía ocho años— hice la travesía del Atlántico mayormente en la cubierta del buque, mirando siempre al horizonte con mi madre pegada a la espalda porque creía que, en una de esas, me iba al mar por la borda en un golpe de mala fortuna. Mi madre, Ramona Vidal y Caro, era criolla y, a pesar de su condición de isleña, se mareaba con sólo mirar las olas. Qué paradoja.