13

El voluminoso tanque mans, rechinando y traqueteando, sus faros resplandecientes, subió hasta donde estaban Gabriel Baines y Annette Golding e hipó hasta detenerse. La torreta se abrió de golpe y el mans de dentro salió con precaución.

De la oscuridad de alrededor no surgió ningún ataque con rayo láser de la doctora Mary Rittersdorf. Tal vez, pensó Gabriel Baines esperanzado, la señora Rittersdorf había accedido a la petición que el Triunvirato Sagrado había escrito en el cielo con letras de fuego. En cualquier caso, aquélla parecía ser su oportunidad y la de Annette, tal como les había prometido Ignatz Ledebur.

Con un rápido movimiento se puso en pie de un salto, tiró de Annette hasta levantarla y con ella trepó por el costado del tanque mans. El conductor los ayudó a entrar, cerró la portezuela con un golpe; juntos, los tres se arrellanaron en la estrecha cabina del tanque, sudando y jadeando.

Nos vamos, se informó a sí mismo Gabriel Baines. Pero no sentía ninguna alegría. No le parecía importante; en el gran esquema lo que habían conseguido era insignificante. Sin embargo, era algo. Pasó el brazo por encima de los hombros de Annette.

—¿Sois Golding y Baines? —dijo el mans—. ¿Los miembros del consejo?

—Sí —dijo Annette.

—Howard Straw me ha ordenado que vaya a buscaros —explicó el mans; se sentó detrás de los controles del tanque y lo arrancó una vez más—. Se supone que tengo que llevaros a Adolfvilla; va a celebrarse una nueva reunión del consejo de los clanes y Straw insiste en que tenéis que estar presentes.

Entonces, reflexionó Gabriel Baines, estamos vivos porque Howard Straw necesita nuestro voto; Mary Rittersdorf no conseguirá atraparnos con la primera luz del alba. Irónico. Pero demostraba la importancia del vínculo que unía los clanes. El vínculo les daba vida, a todos ellos. Incluso a los humildes hebes.

Cuando llegaron a Adolfvilla el tanque los dejó en el gran edificio de piedra; Gabriel Baines y Annette subieron la escalera, sin hablar; cansados y sucios tras haberse pasado horas enteras echados en el suelo de noche, no estaban de humor para hablar de trivialidades.

Lo que necesitamos, decidió Baines, no es una reunión, sino seis horas de sueño. Se preguntó cuál era el propósito del encuentro; ¿no había decidido la luna ya el camino a seguir al atacar a los invasores terranos en la medida de sus posibilidades? ¿Qué más podía hacerse?

En la antecámara de la sala del consejo, Gabriel Baines se detuvo. —Creo que voy a enviar a mi simulacro primero —le dijo a Annette. Con su llave especial abrió el armario donde, de acuerdo con la ley, guardaba el simulacro de factura mans—. Nunca se sabe. —Además, sería una lástima perder la vida ahora, justo después de haber escapado de la señora Rittersdorf.

—Pares —dijo Annette con una sonrisa triste y fugaz.

El simulacro de Gabriel Baines se puso en marcha resollando cuando Baines activó el mecanismo. —Buenos días, señor. —Luego saludó a Annette con la cabeza.— Señorita Golding. Ahora debo entrar, señor. —Educadamente, se inclinó ante los dos y entró en la sala del consejo con movimientos algo espasmódicos pero rápidos.

—¿No te ha enseñado nada todo esto? —preguntó Annette a Gabriel Baines mientras esperaban el regreso del simulacro con el informe.

—¿Como qué?

—Que no existe una defensa perfecta. No hay protección. Estar vivo significa exponerse; la vida es arriesgada por naturaleza… Vivir es eso.

—Bueno —dijo Baines con astucia—, pero puedes hacer todo lo posible para protegerte. —Intentarlo nunca hacía daño. Aquello era parte de la vida, también, y todos los seres vivos lo hacían constantemente.

El simulacro de Baines regresó y emitió su informe formal. —No hay gases mortales, ni descargas eléctricas de niveles peligrosos, ni veneno en el jarro de agua, ni señal de mirillas para rifles láser, ni máquinas infernales escondidas. A mi parecer, puede usted entrar sin peligro. —Entonces, habiendo finalizado su tarea, se apagó… Sin embargo, para sorpresa de Baines, de repente volvió a hablar.— No obstante —dijo—, me gustaría llamar su atención sobre el hecho poco habitual de que en la sala del consejo hay otro simulacro, otro aparte de mí. Y no me gusta un pelo, ni un pelo.

—¿Quién? —preguntó Baines, estupefacto. Sólo un pare se inquietaba tanto por su propia defensa como para utilizar un caro simu. Y él era el único delegado pare, por supuesto.

—La persona que va a dirigirse al consejo —respondió el simulacro de Baines—. El que se ha presentado a los delegados; es un simulacro.

Abriendo la puerta, Gabriel Baines miró adentro y vio a los otros delegados ya reunidos y, de pie ante ellos, al compañero de Mary Rittersdorf, el agente de la CIA Daniel Mageboom, quien, de acuerdo con el hongo, estaba con ella cuando atacó con rayo láser a su marido, al mans del tanque, a él y a Annette Golding. ¿Qué estaba haciendo allí Mageboom? El simulacro de Baines había resultado muy útil, después de todo.

En contra de lo que le dictaba la razón, en franca oposición a todos sus instintos, Gabriel Baines entró lentamente en la sala del consejo y tomó asiento.

Ahora, pensó, la doctora Rittersdorf disparará sobre todos nosotros desde algún lugar escondido.

—Permitan que me explique —dijo el simulacro Mageboom enseguida, en cuanto Baines y Annette Golding estuvieron sentados—. Soy Chuck Rittersdorf y estoy operando este simulacro cerca de aquí, en Alfa III M2, desde la nave interestelar de Bunny Hentman. Es posible que la hayan visto; tiene un conejo pintado en un costado.

—Así que ya no es una prolongación del servicio de inteligencia terrano, la CIA —dijo Howard Straw con perspicacia.

—Correcto —asintió el simulacro Mageboom—. Nos hemos hecho, al menos temporalmente, con el control de este artefacto. Ahora, lo más rápidamente posible, les expondré lo que a nuestro parecer constituye la mejor opción para Alfa III M2, para todos los clanes. Formalmente, como órgano de gobierno supremo de esta luna, les aconsejo que soliciten de inmediato a los alfanos que vengan y conquisten vuestra luna. Ellos garantizan que no los tratarán como pacientes de hospital, sino como colonos legítimos. Esta anexión puede realizarse a través de la nave de Bunny Hentman, pues en este momento hay dos oficiales alfanos de alto rango en…

El simulacro tuvo una sacudida, se estremeció y dejó de hablar.

—Algo le pasa —dijo Howard Straw poniéndose en pie.

El simulacro Mageboom dijo de repente: —Wrzzzzzzzzzimus. Kadrax an vigdum niddddd. —Agitó los brazos, dejó caer la cabeza y declaró—: ¡Ib srwn dngmmmmmm kunk!

Howard Straw lo miró fijamente, pálido y tenso. Se volvió a Gabriel Baines y dijo: —La CIA ha interrumpido desde Terra la transmisión hiperespacial de la nave de Hentman. —Se palmeó el muslo hasta encontrar el arma lateral, la empuñó y cerró un ojo para apuntar bien.

—Lo que acabo de decir —afirmó el simulacro Mageboom con una voz algo alterada, más temblorosa y de un tono más agudo— debe considerarse una trampa traicionera y una mentira absurda. Sería un suicidio que Alfa III M2 buscara la supuesta protección del Imperio alfano, porque por un lado…

Con un único disparo, Howard Straw inutilizó el simulacro; con la unidad cefálica vital agujereada, el simulacro cayó golpeando el suelo. Todos callaron. El simulacro no se movía.

Al cabo, Howard Straw apartó el arma y volvió a sentarse, temblando. —La CIA de San Francisco ha conseguido arrebatar a Rittersdorf el simulacro —dijo innecesariamente, ya que todos los delegados, incluso el hebe Jacob Simion, habían visto lo que había pasado.— Sin embargo, hemos escuchado la propuesta de Rittersdorf, y eso es lo que importa. —Miró de un lado a otro de la mesa.— Será mejor que actuemos con rapidez. Votemos.

—Yo voto por aceptar la propuesta —dijo Gabriel Baines, pensando que se habían salvado por un pelo; sin la rapidez de Straw, el simulacro, de nuevo bajo control terrano, podría haber estallado y haberlos matado a todos.

—Estoy de acuerdo —dijo Annette Golding, muy tensa.

Cuando contaron los votos, resultó que todos menos Dino Watters, el triste dep, habían optado por aceptar.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Gabriel Baines al dep con curiosidad.

—Creo que es inútil —respondió el dep con aquella voz hueca y desesperada—. Las naves de guerra terranas están demasiado cerca. El escudo de los manses no puede resistir tanto tiempo. O no seremos capaces de ponernos en contacto con la nave de Hentman. Algo irá mal, y entonces los terranos nos diezmarán. Además, llevo sufriendo dolores de estómago desde la primera reunión; creo que tengo cáncer —añadió.

Howard Straw llamó con un timbre y al rato entró un sirviente del consejo, llevando un transmisor de radio portátil. —Ahora me pondré en contacto con la nave de Hentman —declaró Straw, y encendió el transmisor.

En contacto con los miembros de la organización que seguían en Terra, Bunny Hentman levantó la cabeza y con una expresión ojerosa en el rostro se dirigió a Chuck Rittersdorf. —Lo que ha pasado es lo siguiente: ese tío, London, jefe de la delegación de la CIA en San Francisco y superior de Elwood, se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo; estaba observando las actividades del simu; ya debía de sospechar algo, seguramente desde que escapé.

—¿Ha muerto Elwood? —preguntó Chuck.

—No, sólo está en el presidio de San Francisco. Y Petri volvió a tomar el control. —Hentman se puso en pie e interrumpió un momento la conexión con Terra.— Pero cuando recuperaron a Mageboom ya era demasiado tarde.

—Es usted muy optimista —dijo Chuck.

—Escuche —dijo Hentman con energía—. Puede que esa gente de Adolfvilla esté loca desde un punto de vista legal y clínico, pero no son estúpidos, sobre todo en cuestiones que afectan su seguridad. Escucharon la propuesta y me juego lo que quiera a que ahora están votando a favor. Nos llamarán por radio en cualquier momento. —Miró el reloj.— Yo diría que dentro de quince minutos. —Se volvió hacia Feld.— Trae aquí a los dos alfanos. Quiero que transmitan de inmediato esa petición a sus naves.

Feld se fue rápidamente. Después de una pausa, Hentman, suspirando, volvió a sentarse.

Encendiendo un grueso y verde puro terrano, Bunny Hentman se retrepó, con las manos detrás de la cabeza, y miró a Chuck.

Pasaron unos minutos.

—¿Necesita cómicos televisivos el Imperio alfano? —preguntó Chuck.

Hentman sonrió. —Tanto como programadores de simulacros.

Diez minutos después llegó la llamada de Adolfvilla.

—Muy bien —dijo Hentman, asintiendo mientras escuchaba a Howard Straw. Miró a Chuck—. ¿Dónde están esos dos alfanos? Ha llegado el momento; ahora o nunca.

—Estoy aquí en representación del Imperio. —Era el alfano RBX 303; había entrado corriendo en la habitación junto con Feld y el compañero alfano.— Repítales que les garantizamos que no los trataremos como inválidos, sino como pobladores. Queremos que ese punto quede absolutamente claro. La política alfana siempre ha sido…

—No hagas ningún discurso —dijo Hentman interrumpiéndolo—. Llama a tus naves y diles que bajen a la superficie. —Tendió el micrófono del transmisor al alfano, se levantó cansadamente y caminó hasta donde estaba Chuck.— Dios santo —murmuró—. Ponerse a resumir la política exterior de los últimos sesenta años en un momento como éste. —Sacudió la cabeza. El puro se había apagado; volvió a encenderlo, con mucho cuidado.— Bueno, supongo que ahora conoceremos las respuestas a nuestras últimas preguntas.

—¿Qué preguntas? —dijo Chuck.

—Si el Imperio alfano necesita cómicos televisivos y programadores de simus —dijo Hentman brevemente. Se apartó y se puso a escuchar a RBX 303, que intentaba llamar a la flota de guerra alfana por medio del transmisor de la nave. Fumándose el puro, con las manos en los bolsillos, aguardó en silencio. Por su expresión nadie diría, reflexionó Chuck, que nuestras vidas dependen literalmente de que consiga esa comunicación.

Crispado, Gerald Feld se volvió a Chuck y dijo: —¿Dónde está ahora la Frau Doktor?

—Probablemente vagando por algún lugar de ahí abajo —dijo Chuck. La nave de Hentman, que ahora describía una órbita de trescientas millas de apogeo, había perdido el contacto, excepto por radio, con los acontecimientos que se sucedían en la superficie de la luna.

—No puede hacer nada, ¿verdad? —dijo Feld—. Para estropearlo todo, quiero decir. A ella le gustaría, claro.

—Mi mujer, o ex mujer, está asustada —dijo Chuck—. Se encuentra sola en una luna hostil, esperando una flota terrana que probablemente no llegue nunca, aunque ella no lo sabe, por supuesto. —Ahora no odiaba a Mary; aquello había pasado, como muchas otras cosas.

—¿Lo lamenta por ella? —preguntó Feld.

—Yo… desearía que el destino no nos hubiera puesto tantos obstáculos. Entre ella y yo, quiero decir. De alguna manera no llego a imaginarme que Mary y yo aún podríamos estar juntos. A lo mejor dentro de unos años…

—Tiene las naves —anunció Hentman—. Lo hemos conseguido. —Sonrió alegremente.— Ahora podemos emborracharnos tan completa y absolutamente que… Bueno, tú lo has dicho. Tengo la bebida en la nave. Nada, ¿entendéis?, nada se necesita de ninguno de nosotros; lo hemos conseguido. Ahora somos ciudadanos del Imperio alfano; muy pronto tendremos todos números de identificación en lugar de nombres, pero a mí no me molesta.

Terminando lo que estaba diciéndole a Feld, Chuck afirmó: —A lo mejor algún día, no importa cuándo, podré mirar atrás y saber lo que tendría que haber hecho para evitar esto, Mary y yo tumbados en el suelo disparándonos el uno al otro. —En el paisaje oscuro de un mundo desconocido, pensó. Donde ninguno de los dos está en casa, y sin embargo donde yo (por lo menos) tendré que vivir el resto de mi vida. Tal vez Mary también, concluyó sombríamente.

—Felicidades —le dijo a Hentman.

—Gracias —dijo Hentman—. Felicidades, Jerry —añadió, dirigiéndose a Feld.

—Gracias —respondió Feld—. Felicidades y larga vida —le dijo a Chuck—. Compañero alfano.

—Me pregunto —dijo Chuck a Hentman— si podría contar contigo.

—¿Cómo qué? En lo que quieras.

—Préstame una nave. Déjame bajar a la superficie.

—¿Para qué? Estás mucho más seguro aquí arriba.

—Quiero buscar a mi mujer —dijo Chuck.

Levantando una ceja, Hentman dijo: —¿Estás seguro? Sí, se te nota en la cara. Pobre tío. Bueno, a lo mejor puedes convencerla de que se quede contigo en Alfa IIIM2. Si a los clanes no les importa. Y si las autoridades alfanas…

—Sólo dale la nave —interrumpió Feld—. En este momento es un hombre muy infeliz; no tiene tiempo para oír lo que quieres decirle.

—De acuerdo —dijo Hentman a Chuck, asintiendo con la cabeza—. Te daré la nave; puedes bajar y hacer cualquier locura, yo me lavo las manos. Espero que regreses, pero si no… —Se encogió de hombros.— Así es como funcionan estas cosas.

—Y llévate al hongo cuando te vayas —Feld le dijo a Chuck.

Media hora después había aparcado la nave en un grupo de árboles escuálidos parecidos a los álamos y se encontraba al aire libre, oliendo el viento y escuchando. No oía nada. Era sólo un mundo pequeño, y nada más ocurría en él; un consejo había votado, un clan conservaba una pantalla protectora, unas pocas personas esperaban asustadas y temblorosas pero probablemente, como por ejemplo los hebes de Ciudad Gandhi, la mayoría de los habitantes seguían su psicopática rutina diaria sin interrupción.

—¿Estoy loco? —preguntó a Lord Running Clam, que se había deslizado hasta un lugar más húmedo a una docena de yardas de distancia; el hongo necesitaba agua para vivir—. ¿Es esto lo peor, de las peores cosas posibles? ¿Qué podía hacer?

—Loco —respondió el hongo— es, estrictamente hablando, un término legal. A mi parecer es usted muy imprudente; creo que es probable que Mary Rittersdorf cometa un acto de ferocidad y hostilidad hacia usted en cuanto le ponga el ojo encima. Pero a lo mejor es eso lo que quiere. Está cansado. Ha sido una larga lucha. Esas drogas estimulantes ilegales que le proporcioné no le han ayudado. Creo que sólo han conseguido que se encuentre más desesperado y cansado. Tal vez debería ir a Estados Cotton Mather —añadió.

—¿Qué es eso? —Hasta el nombre le provocaba adversión.

—El asentamiento de los deps. Viva allí con ellos, en una tristeza oscura e infinita. —El tono del hongo era levemente amonestador.

—Gracias —dijo Chuck con ironía.

—Su mujer no está en las cercanías —decidió el hongo—. Al menos no capto sus pensamientos. Movámonos.

—De acuerdo. —Emprendieron el regreso a la nave.

Cuando el hongo entraba detrás de él por la portezuela abierta, pensó: —Hay además una posibilidad, que usted no debe olvidar, de que Mary esté muerta.

—¡Muerta! —Se detuvo y miró al hongo.— ¿Cómo?

—Tal como le contó al señor Hentman, se está librando una guerra en esta luna. Ha habido muertos, aunque por fortuna muy pocos de momento. Pero el potencial de muertes violentas es enorme. Lo último que vimos de Mary Rittersdorf fueron los tres místicos que se hacen llamar el Triunvirato Sagrado y sus nauseabundas proyecciones psicóticas en el cielo. Sugiero por tanto que llevemos la nave a Ciudad Ghandi, donde el miembro principal del triunvirato, Ignatz Ledebur, existe (pues ésa es la palabra adecuada) entre la suciedad de costumbre, con sus gatos, mujeres e hijos.

—Pero Ledebur nunca…

—La psicosis es la psicosis —señaló el hongo—. Y nunca se puede confiar en un fanático.

—Cierto —dijo Chuck.

Poco después se encontraban camino de Ciudad Gandhi.

—La verdad es que no sé —reflexionó el hongo— lo que desearía para usted; en algunos aspectos le convendría mucho más que Mary estuviera…

—Es asunto mío —interrumpió Chuck.

—Lo siento —pensó el hongo en tono arrepentido, pero con alguna nota sombría; no podía erradicarla de sus meditaciones.

La nave siguió zumbando y no hubo más conversación entre los dos.

Ignatz Ledebur, mientras depositaba un montón de fideos recocidos delante de las dos ovejas de cara negra, levantó la mirada y vio la nave que descendía para aterrizar en el camino cercano. Terminó de dar de comer a las ovejas y luego volvió despacio a la chabola con la sartén. Unos gatos de todo tipo lo siguieron esperanzados.

Dentro, dejó la sartén entre los platos incrustados con restos de comida y amontonados en el fregadero, se detuvo a mirar a la mujer dormida sobre las tablas de madera que eran la mesa del comedor. Luego recogió a un gato y lo llevó afuera una vez más. La llegada de la nave no era ninguna sorpresa para él, por supuesto; había tenido una visión del lugar donde aparecía. No estaba alarmado, pero tampoco muy contento.

Dos figuras, una de ellas humana, la otra amorfa y amarilla, salieron de la nave. Se abrieron paso entre la basura avanzando hacia Ledebur.

—Les alegrará saber —les dijo Ledebur, a modo de saludo— que casi en este mismo instante las naves de guerra alfanas se están preparando para aterrizar en nuestro mundo. —Sonrió, pero el hombre que tenía delante no le devolvió la sonrisa. La mancha amarilla no tenía nada con que hacerlo, claro.— Así que su misión —dijo Ledebur, con cierta inquietud— ha dado buenos resultados. —No le gustaba la hostilidad que emanaba de aquel hombre: gracias a la percepción psiónica mística, veía la ira del hombre como un nimbo rojo, brillante y ominoso sobre él.

—¿Dónde está Mary Rittersdorf? —dijo el hombre, Chuck Rittersdorf—. Mi mujer. ¿Lo sabe? —Se volvió hacia el hongo ganimediano que tenía al lado.— ¿Lo sabe?

El hongo pensó: —Sí, señor Rittersdorf.

—Su mujer —dijo Ignatz Ledebur, asintiendo—. Había hecho cosas terribles ahí fuera. Ya había matado a un mans y estaba…

—Si no me enseña a mi mujer —dijo Chuck Rittersdorf a Ledebur—, lo cortaré en pedacitos. —Dio un paso hacia el santo.

Acariciando nervioso el gato que tenía en los brazos, Ledebur dijo: —Me gustaría que entrara a beber una taza de té.

Lo siguiente que supo fue que estaba tendido en posición supina en el suelo; le zumbaban los oídos y tenía unas previsibles palpitaciones en la cabeza. Con dificultad, consiguió sentarse tambaleándose, preguntándose qué había pasado.

—El señor Rittersdorf lo ha golpeado —explicó el hongo—. Un golpe oblicuo un poco por encima del pómulo.

—Basta —dijo Ledebur con esfuerzo. Tenía sabor a sangre en la boca; escupió y empezó a masajearse la cabeza. Por desgracia, ninguna visión se lo había advertido—. Está dentro de la casa —dijo, entonces.

Pasando por su lado, Chuck Rittersdorf se dirigió a la puerta, la abrió de un tirón y desapareció en el interior. Al fin Ledebur consiguió incorporarse; se puso de pie, débilmente, y luego, moviéndose muy despacio, lo siguió.

Dentro, en la habitación principal, se detuvo junto a la puerta, mientras los gatos comían libremente, saltaban, y peleaban por todos lados.

En la cama, Chuck Rittersdorf se inclinó sobre la mujer que dormía. —Mary —dijo—, despierta. —Alargó la mano, y le sacudió el brazo desnudo y colgante.— Vístete y sal de aquí. ¡Vamos!

La mujer que se encontraba en la cama de Ignatz Ledebur y había reemplazado a Elsie abrió los ojos lentamente; enfocó el rostro de Chuck y enseguida parpadeó y despertó del todo. Se sentó pensativa, luego se aferró al montón de mantas y se las enrolló alrededor del cuerpo cubriéndose los senos, pequeños y altos.

El hongo, prudentemente, se había quedado afuera.

—Chuck —dijo Mary Rittersdorf en voz baja y firme—, he venido a esta casa voluntariamente, así que…

Él la agarró por la cintura y la sacó de la cama; las mantas cayeron y una taza rebotó y rodó por el suelo, derramando café frío. Dos gatos que se habían metido debajo de la cama salieron corriendo asustados y dejaron atrás a Ignatz Ledebur.

Suave, delgada y desnuda, Mary Rittersdorf se encaró a su marido. —Ya no puedes opinar sobre lo que hago —dijo. Buscó entre su ropa, encontró la blusa y siguió revolviéndolo todo como poseída, lo que era previsible en aquellas circunstancias. Empezó a vestirse metódicamente, prenda a prenda, con un aire distraído como si estuviese completamente sola.

—Las naves alfanas controlan la zona, ahora —dijo Chuck—. Los manses están dispuestos a levantar el escudo para dejarlos entrar; todo ha terminado. Mientras tú dormías en… —Sacudió la cabeza en dirección a Ignatz Ledebur.— En la cama de este individuo.

—¿Y tú estás con ellos? —preguntó Mary con frialdad mientras se abrochaba la blusa—. Bueno, por supuesto que sí. Los alfanos se han apoderado de la luna y tú te quedarás a vivir aquí cuando ellos gobiernen. —Terminó de vestirse y empezó a cepillarse lentamente el cabello.

—Si te quedas aquí —dijo Chuck—, en Alfa IIIM2, y no regresas a Terra…

—Voy a quedarme aquí —dijo Mary—. Ya lo he decidido. —Señaló a Ignatz Ledebur.— No con él; esto sólo ha sido temporal, y él lo sabía. Yo no viviría en Ciudad Gandhi… No es lugar para mí, ni en sueños.

—¿Dónde, entonces?

—Creo que en Cumbres Da Vinci —dijo Mary.

—¿Por qué? —Chuck la miró, incrédulo.

—No estoy segura. No lo he visto. Pero admiro a los manses; incluso admiro al que maté. Nunca tenía miedo, ni siquiera cuando corría hacia el tanque y sabía que nunca llegaría. No he visto nada parecido en toda mi vida, jamás.

—Los manses —dijo Chuck— no te dejarán vivir allí.

—Oh, sí. —Mary asintió con calma.— Claro que lo harán.

Chuck se volvió inquisitivo hacia Ignatz Ledebur.

—Lo harán —coincidió Ledebur—. Su mujer tiene razón. Los dos —advirtió—, usted y yo, la hemos perdido. Nadie podrá reclamar a esta mujer durante mucho tiempo. No está en su naturaleza, en su biología. —Volviéndose, abandonó tristemente la chabola, salió y fue hacia el lugar donde esperaba el hongo.

—Creo que le ha demostrado al señor Rittersdorf —le insinuó el hongo— que lo que intenta hacer es imposible.

—Supongo —dijo Ledebur, sin una pizca de entusiasmo.

Chuck apareció, pálido y serio; dejó atrás a Ledebur en dirección a la nave. —Vámonos —le dijo toscamente al hongo por encima del hombro.

El hongo lo siguió con toda la rapidez que le era posible. Los dos entraron en la nave; la portezuela se cerró y la nave se elevó en el cielo de la mañana.

Durante un rato, Ignatz Ledebur contempló cómo desapareció en el espacio, y luego volvió a la chabola. Encontró a Mary en el refrigerador, buscando algo para hacer el desayuno.

Juntos se prepararon la comida.

—Los manses —señaló Ledebur— son muy brutales, en algunos aspectos.

Mary rió. —¿Y qué? —dijo burlona.

Ledebur no tenía ninguna respuesta. Ni la santidad ni las visiones lo ayudaron en ese momento, ni siquiera una pizca.

Después de un buen rato, Chuck dijo: —¿Podemos volver al Sistema Solar y a Terra en esta nave?

—Imposible —dijo Lord Running Clam.

—Vale —dijo Chuck—. Buscaré una nave de guerra terrana por la zona. Voy a regresar a Terra, aceptaré el litigio punitivo que las autoridades tengan pensado para mí y luego llegaré a un acuerdo con Joan Trieste.

—Teniendo en cuenta que el litigio punitivo consistirá en la solicitud de la pena de muerte, es poco probable que llegue a un acuerdo con Joan Trieste —afirmó el hongo.

—¿Qué sugiere usted, entonces?

—Algo que no va aceptar.

—Dígamelo de todos modos —dijo Chuck. En la situación en que estaba, no tenía elección.

—Tiene que… ejem… Se trata de una cuestión delicada: debo exponerla adecuadamente. Tiene que convencer a su esposa de que lo someta a una serie de tests psicológicos.

Al cabo de un rato Chuck consiguió decir: —¿Para averiguar en qué asentamiento encajo mejor?

—Sí —dijo el hongo, pero de mala gana—. Esa era la idea. No pretendo determinar si tiene un trastorno mental, sino simplemente la tendencia general de su personalidad que…

—¿Y si los tests no muestran ninguna tendencia, ninguna neurosis, ninguna psicosis latente, ninguna deformación del carácter, ninguna tendencia psicopática, en otras palabras, nada? ¿Qué hago entonces? —Sin tener un concepto demasiado elevado de sí mismo (a esas alturas estaba muy por encima de ese tipo de cosas), tenía la sospecha de que ése sería el resultado de los tests. No pertenecía a ninguno de los asentamientos de Alfa III M2; era un solitario, un marginado, no tenía compañeros que se le parecieran, ni siquiera remotamente.

—Ese largo deseo de matar a su mujer —dijo el hongo— podría muy bien ser síntoma de un desequilibrio emocional subyacente. —Trató de parecer esperanzado, pero no lo consiguió.— Sigo pensando que vale la pena intentarlo —insistió.

—Supongamos que fundara un nuevo asentamiento —dijo Chuck.

—¿Un asentamiento compuesto por una persona?

—Pienso que hay algunas personas normales aquí. Gente que se impone a sus enfermedades y posiblemente niños que no las han desarrollado nunca. Hoy te clasifican como esquizofrénico polimorfo hasta que se demuestra lo contrario; no debería ser así. —Llevaba mucho tiempo pensándolo, desde que llegó a sospechar que podría verse obligado a quedarse en la luna.— Irán saliendo poco a poco. Con el tiempo.

—La casa de chocolate de los bosques de esta luna —pensó el hongo—. Y usted dentro, esperando a que pase alguien para atraparlo. Sobre todo a los niños. —Rió disimuladamente.— Lo siento. No debería tomármelo a la ligera; perdóneme.

Chuck guardó silencio; se limitó a pilotar la nave hacia arriba.

—¿Hará los tests? —preguntó el hongo—. ¿Antes de irse a fundar su asentamiento?

—De acuerdo —dijo Chuck. Le parecía una petición razonable.

—¿Cree usted, en vista de la hostilidad que se tienen, usted y su mujer, que ella podría manejar los tests correctamente?

—Supongo que sí. —Las pruebas eran rutinarias, no interpretativas.

—Yo actuaré de intermediario entre usted y ella —decidió el hongo—; no tendrán que volver a verse hasta después de obtener los resultados.

—Gracias —dijo Chuck, con gratitud.

—Hay otra posibilidad, aunque no muy prometedora, que bien podría tenerse en cuenta —dijo el hongo, pensativo— Quizá fuera eficaz, aunque muy a la larga. —Le explicó lo que se le había ocurrido.— Tal vez pueda convencer a Mary de que se someta a los tests, también.

La idea sorprendió a Chuck, como un golpe inesperado. Al principio pensó con rapidez, analizando y reconsiderando introspectivamente, y no le encontró ningún provecho. Porque los habitantes de la luna no estaban dispuestos a someterse a una terapia; así lo habían demostrado. Si los tests revelaban que Mary padecía un trastorno grave —lo cual era muy posible—, nada cambiaría, seguiría siendo como era; ningún psiquiatra iría a intentar curarla. Así que ¿qué quería decir el hongo con «quizá fuera eficaz»?

El hongo, captando sus rápidos pensamientos, explicó: —Supongamos que su mujer descubriera gracias a los tests que hay en ella una profunda vena maníaca. Eso es lo que yo sospecho, y evidentemente también ella. Para Mary, reconocer que es una mans, como Howard Straw o esos salvajes conductores de tanques, la obligaría a enfrentarse al hecho de que…

—¿De verdad cree que eso la haría humilde? ¿Menos segura de sí misma? —Era evidente que el hongo no era ninguna autoridad en la naturaleza humana, y en concreto en la naturaleza de Mary Rittersdorf. Por no mencionar el hecho de que los maníacos, igual que los pares, no concebían la autodesconfianza; toda su estructura emocional se basaba en la sensación de certidumbre.

Qué fácil sería todo si la ingenua idea del hongo fuera correcta, si bastara con que una persona que padece un grave trastorno psíquico viera los resultados de los tests para comprender y aceptar su enfermedad. Dios, pensó Chuck, consternado. Si la psiquiatría moderna ha demostrado una sola cosa es ésa. Saber que se padece una enfermedad mental no ayuda a curarse, igual que saber que se padece una afección cardíaca no hace que el corazón sane de repente.

De hecho, era más que probable que sucediera todo lo contrario. Mary, alentada por la compañía de un asentamiento de gente parecida a ella, se estabilizaría para siempre; la sociedad aprobaría sus tendencias maníacas. Probablemente terminara siendo la amante de Howard Straw, quizás incluso lo reemplazara como delegada mans en el consejo supremo de los clanes. En Cumbres Da Vinci alcanzaría el poder… pisoteando a quienes la rodearan.

—No obstante —insistió el hongo—, cuando le pida que le dé a usted los tests, le suplicaré que también los haga ella. Sigo creyendo que de esto puede salir algo bueno. Conócete a ti mismo era un antiguo dicho terrano, ¿no? Que proviene de su alabada antigüedad griega. No puedo evitar pensar que conocerse a uno mismo es tener un arma que ayudaría a reformar la psique de su especie no telepática hasta…

—¿Hasta qué?

El hongo guardó silencio; de aquello se deducía claramente que en realidad no lo sabía.

—Dele los tests —dijo Chuck—. Y ya veremos. —Ya veremos quién tiene razón, pensó. Esperaba que fuese el hongo.

Aquella noche en Cumbres Da Vinci, muy tarde, Lord Running Clam consiguió al cabo de una delicada negociación convencer a la doctora Mary Rittersdorf de que se sometiera a una gama completa de tests para determinar su perfil psicológico y luego aplicara, según su capacidad profesional, el mismo grupo de tests a su marido.

Entre los recovecos e intrincados adornos del hogar del delegado mans en el consejo, Howard Straw, los tres estaban sentados frente a frente. El mismo Straw aguardaba detrás, divirtiéndose con lo que sucedía, frío y naturalmente desdeñoso. Estaba esbozando con lápices pastel, rápidamente, una serie de retratos de Mary; aquélla era sólo una de sus numerosas actividades artísticas y creativas, y ni siquiera en aquel momento convulso, con las naves de guerra alfanas aterrizando en la luna una tras otra, la había abandonado. Tal como era típico en los manses, tenía muchos asuntos entre manos al mismo tiempo; era polifacético.

Mary, con los resultados de los tests extendidos delante de ella en la mesa de Howard Straw, de una hermosa madera tallada a mano y hierro negro, dijo: —Es terrible para mí tener que admitirlo, pero fue una buena idea. Que los dos nos sometiéramos a las pruebas estándares para determinar el perfil psicológico. La verdad es que los resultados me han sorprendido. Es obvio, no hace falta decirlo, que debería haberme sometido a estos tests a intervalos regulares… en vista de los resultados. —Volvió a sentarse; sacó un cigarrillo con dedos temblorosos y lo encendió.— No tienes ni rastro de ningún trastorno mental, querido —le dijo a Chuck, que estaba enfrente—. Feliz Navidad —añadió, y sonrió gélidamente.

—¿Y tú? —dijo Chuck, con la garganta y el corazón encogidos por la tensión.

—Yo no soy mans en absoluto. De hecho soy todo lo contrario; demuestro una notable depresión nerviosa. Soy dep. —Siguió sonriendo; era un verdadero esfuerzo por su parte y Chuck tomó nota de él, de su valentía.— Mi presión continua sobre tus ingresos se debía sin duda a mi depresión, a mi sensación equivocada de que todo había ido mal, de que si no se hacía algo estábamos condenados. —Apagó el cigarrillo, de repente, y encendió otro. Se dirigió a Howard Straw.— ¿Qué te parece?

—Entonces —dijo Straw con su habitual falta de empatía—, no vivirás aquí después de todo; vivirás en Estados de Cotton Mather. Con el alegre Dino Watters y los que son como él. —Rió entre dientes.— Y algunos son peores todavía, como ya descubrirás. Dejaremos que te quedes por aquí un par de días, pero luego tendrás que irte, necesariamente. No eres uno de nosotros. —En un tono un poco menos brutal añadió:— Si hubieras previsto este momento cuando te ofreciste voluntaria a TERPLAN para ese trabajo, esa Operación Cincuenta Minutos, apuesto a que lo habrías pensado dos veces. ¿Me equivoco? —La miró con perspicacia.

Ella se encogió de hombros sin responder. Y entonces, de repente, para sorpresa de todos, empezó a llorar. —Dios, no quiero vivir con esos malditos deps —susurró—. Me vuelvo a Terra. —Dirigiéndose a Chuck, dijo: —Yo puedo, pero tú no. No tengo por qué quedarme aquí y hacerme sitio, como tú.

Los pensamientos del hongo alcanzaron a Chuck. —Ahora que tiene los resultados de los tests, ¿qué piensa hacer, señor Rittersdorf?

—Seguir adelante y fundar mi propio asentamiento —dijo Chuck—. Lo llamaré Thomas Jeffersonburgo. Mather era dep. Da Vinci era mans. Adolf Hitler era pare, Gandhi era hebe. Jefferson era… —Buscó la palabra adecuada.— Norm. Eso es lo que será Thomas Jeffersonburgo: el asentamiento norm. De momento sólo tiene una persona, pero hay grandes expectativas para el futuro. —Al menos el problema de escoger un delegado para el consejo de los clanes queda resuelto automáticamente, pensó.

—Eres un completo imbécil —dijo Howard Straw con desdén—. Nadie se irá a vivir contigo a tu asentamiento. Pasarás aislado el resto de tu vida. Dentro de seis semanas habrás perdido el juicio y podrás irte a cualquier otro asentamiento de la luna, excepto a éste, naturalmente.

—Tal vez. —Chuck asintió. Pero no estaba tan seguro como Straw. Pensó una vez más en Annette Golding, por ejemplo. Seguramente en su caso no haría falta mucho tiempo; estaba muy cerca de la racionalidad, de una actitud equilibrada. No había prácticamente diferencias entre él y ella. Y si había alguien así tenía que haber más. Le daba la sensación de que no sería el único habitante de Thomas Jeffersonburgo durante mucho tiempo. Pero aunque así fuera…

Esperaría. Todo el tiempo que hiciera falta. Y lo ayudarían a construir el asentamiento; había establecido lo que le parecía una sólida relación de trabajo con el representante pare, Gabriel Baines, y eso era un buen presagio. Si podía entenderse con Baines probablemente pudiera entenderse con varios clanes, aunque tal vez no con los manses como Straw, y los nocivos y deteriorados hebes como Ignatz Ledebur, que no comprendían la responsabilidad interpersonal.

—Me siento enferma —dijo Mary, con los labios temblorosos—. ¿Irás a visitarme a Estados de Cotton Mather, Chuck? No voy a pasarme lo que me queda de vida rodeada sólo de deps, ¿verdad?

—Dijiste…

—No puedo volver a Terra, no si estoy enferma; no con lo que dicen los tests.

—Por supuesto —dijo él—. Te visitaré con mucho gusto. —De hecho pensaba pasar gran parte del tiempo en los otros asentamientos. Así evitaría que se cumpliera la profecía de Howard Straw. Así… muchas otras cosas.

—Cuando vuelva a esporular —pensó para Chuck el hongo—, habrá una cantidad considerable de mi persona; algunos se instalarán con mucho gusto en Thomas Jeffersonburgo. Y nos mantendremos esta vez lejos de los coches ardiendo.

—Gracias —dijo Chuck—. Me gustará teneros cerca. A todos.

La risa sarcástica y maníaca de Howard Straw llenó la habitación; la idea pareció despertar su cínica alegría. No obstante, nadie le hizo caso. Straw se encogió de hombros y regresó a sus esbozos en pastel.

Fuera de la casa una nave de guerra aterrizaba hábilmente haciendo rugir los retrocohetes. La ocupación alfana de Cumbres Da Vinci, tanto tiempo postergada, estaba a punto de empezar.

Chuck Rittersdorf se puso en pie, abrió la puerta principal y salió a la oscuridad de la noche para mirar y escuchar. Durante un rato estuvo solo, fumando, oyendo el ruido cada vez más próximo a la superficie de la luna, hasta que se hizo un silencio que parecía inalterable. Pasaría mucho tiempo antes de que despegaran de nuevo, tal vez después de que él hubiera desaparecido; lo sentía intensamente mientras aguardaba en la oscuridad, cerca de la puerta principal de Howard Straw.

De repente la puerta que había detrás de él se abrió. Su mujer, o mejor dicho, su ex mujer, salió, cerró la puerta y aguardó a su lado, sin hablar; juntos escucharon el sonido de las naves alfanas y admiraron las estelas de fuego en el cielo, cada uno perdido en sus propios pensamientos.

—Chuck —dijo Mary de pronto—, recuerda, tenemos que hacer algo muy importante… Probablemente no lo hayas pensado, pero si vamos a quedarnos a vivir aquí tenemos que encontrar la manera de sacar a nuestros hijos de Terra.

—Es cierto. —De hecho sí lo había pensado; asintió.— Pero ¿querrías traer a los niños aquí? —Sobre todo a Debby, pensó.

Era muy sensible; sin duda, viviendo allí adoptaría las creencias y costumbres de la mayoría psicopática. Iba a ser un problema difícil.

Mary dijo: —Si estoy enferma… —No terminó la frase; no hacía falta. Porque si estaba enferma, Debby ya había estado expuesta a la sutil actividad de la enfermedad mental que operaba en el mismo centro de la vida familiar, y el daño, si existía, ya estaba hecho.

Arrojando el cigarrillo a la oscuridad, Chuck rodeó la pequeña cintura de su mujer con el brazo y la atrajo hacia él; la besó en lo alto de la cabeza, sintiendo el aroma cálido y dulce de sus cabellos. —Nos arriesgaremos a exponer a los niños a este entorno. A lo mejor sirven de modelo a los otros niños de aquí… Podemos meterlos en el colegio común que hay en Alfa IIIM2; estoy dispuesto a correr el riesgo, si tú también lo estás. ¿Qué dices?

—De acuerdo —dijo Mary, distante. Y entonces, con más vigor, dijo—: Chuck, ¿de verdad crees que tenemos alguna posibilidad, tú y yo? ¿De llegar a tener una nueva base para vivir… para poder estar juntos durante mucho tiempo? O vamos a… —Gesticuló.— A volver a los viejos tiempos de odio y suspicacia y todo lo demás.

—No lo sé —dijo, y era la verdad.

—Miénteme. Dime que podemos hacerlo.

—Podemos hacerlo.

—¿De verdad piensas eso? ¿O estás mintiendo?

—Estoy…

—Dime que no estás mintiendo. —La voz de ella era apremiante.

—No estoy mintiendo —dijo él—. Sé que podemos hacerlo. Los dos somos jóvenes y viables, no rígidos como los pares y los manses. ¿Me equivoco?

—No. —Mary guardó silencio durante un momento y luego dijo:— ¿Estás seguro de que no prefieres a esa chica poli, a esa Annette Golding, antes que a mí? Dime la verdad.

—Te prefiero a ti. —Y esta vez no estaba mintiendo.

—¿Y la chica de la que Alfson hizo las fotos? Tú y esa Joan como se llame… Te acostaste con ella.

—Sigo prefiriéndote a ti.

—Dime por qué me prefieres a mí —dijo—. A una mujer enferma y mezquina como yo.

—No lo sé exactamente. —En realidad no sabía explicarlo en absoluto; era un misterio. Sin embargo, era cierto; sentía esa certeza en su interior.

—Te deseo suerte con tu asentamiento unipersonal —dijo Mary—. Un hombre y una docena de hongos del cieno. —Rió.— Qué locura de sitio. Sí, estoy segura de que deberíamos traer a nuestros hijos aquí. Antes me creía tan… ya sabes. Tan distinta de mis pacientes. Ellos estaban enfermos y yo no. Ahora… —Guardó silencio.

—No hay tanta diferencia —concluyó Chuck por ella.

—Tú no piensas eso de ti, ¿verdad? Que eres diferente a mí… Después de todo, los tests dicen que tú estás bien y yo no.

—Es sólo cuestión de grados —dijo él, y era sincero. Había sentido impulsos suicidas, y después un sentimiento hostil y asesino… Y sin embargo, en su caso, las gráficas oficiales derivadas de los tests comúnmente aceptados daban resultados satisfactorios, mientras que en el de Mary no. Qué diferencia tan pequeña. Ella, al igual que él, al igual que todos los habitantes de Alfa III M2, incluyendo el arrogante representante mans, Howard Straw, buscaba el equilibrio, el discernimiento; era la tendencia natural de los seres vivos. Siempre había esperanza, tal vez incluso —Dios no lo permita— para los hebes. Aunque por desgracia para los pobladores de Ciudad Gandhi había muy pocas esperanzas.

Pensó: Y para los de Terra no hay muchas esperanzas. Para los que hemos emigrado a Alfa III M2. Sin embargo, alguna hay.

—He decidido —anunció Mary con voz ronca— que te quiero.

—Bien —asintió él, complacido.

De repente le llegó una reflexión aguda y muy bien articulada del hongo, acabando con aquel instante de gracia. —Ahora que ha llegado la hora de confesar sentimientos y hechos, sugiero que su esposa ponga sobre la mesa su breve relación con Bunny Hentman. —Se corrigió.— Retiro la expresión «poner sobre la mesa», por ser increíblemente desafortunada. No obstante, mantengo la idea básica: tenía tantas ganas de que consiguiera usted un empleo con una alta retribución económica…

—Déjeme contarlo a mí —dijo Mary.

—Por favor, hágalo —consintió el hongo—. Y yo sólo hablaré si descuida usted algún detalle de la historia.

Mary dijo: —Tuve una brevísima relación con Bunny Hentman, Chuck. Justo antes de irme de Terra. Y eso es todo.

—Hay más —la contradijo el hongo.

—¿Detalles? —dijo ella, con vehemencia—. ¿Tengo que contar exactamente cuándo y dónde hicimos…?

—Eso no. Otro aspecto de su relación con Hentman.

—De acuerdo. —Mary asintió, resignada.— Durante aquellos cuatro días —le dijo a Chuck—, le dije a Bunny que creía, según mi experiencia en rupturas matrimoniales y basándome en mi conocimiento de tu personalidad, que intentarías matarme. Si no conseguías suicidarte. —Guardó silencio.— No sé por qué se lo dije. Quizás estaba asustada. Es evidente que tenía que contárselo a alguien y pasaba con él bastante tiempo.

Así que no había sido Joan. Se sintió un poco mejor. Parecía extraño que Mary no hubiera ido a la policía; estaba claro que era sincera cuando decía que lo quería. Aquello arrojaba una nueva luz sobre ella; había desaprovechado la oportunidad de hacerle daño, y en un momento de crisis.

—A lo mejor tenemos más hijos en esta luna —dijo Mary—. Como los hongos… Llegamos y aumentaremos en número hasta que seamos legión. La mayoría. —Rió de una manera extraña y dulce y, en la oscuridad, se apoyó en él, como no había hecho hacía siglos.

En el cielo las naves alfanas seguían apareciendo y él y Mary las observaron en silencio, planeando cómo podrían llevarse a los niños. Sería difícil, advirtió Chuck sobriamente, tal vez lo más difícil que cualquiera hubiese hecho hasta entonces. Pero era posible que los restos de la organización de Hentman los ayudaran. O algunos de los innumerables contactos que el hongo tenía entre terranos y no terranos. Las dos eran posibilidades claras. Y el agente de Hentman que se había infiltrado en la CIA, su anterior jefe, Jack Elwood… Pero Elwood estaba ahora en la cárcel. De todas formas, si por desgracia sus esfuerzos no servían de nada, tendrían más hijos, como decía Mary; no compensaría los hijos perdidos, pero sería un buen presagio, un presagio que no podía pasarse por alto.

—¿Tú también me quieres? —preguntó Mary, con los labios junto a su oreja.

—Sí —dijo él con sinceridad. Y luego exclamó—: Ay. —Porque Mary lo había mordido sin avisar, casi cortándole el lóbulo de la oreja.

Aquello también le pareció un presagio.

Pero no sabía exactamente de qué.