11

Al volver a casa desde la reunión del consejo en Adolfvilla, una reunión que había sido testigo del final del ultimátum terrano y el ataque del enemigo a Cumbres Da Vinci, Annette Golding consideró la posibilidad de suicidarse. Lo que les había ocurrido, incluso a los manses, era abrumador; ¿cómo se combatían los argumentos expuestos por un planeta que recientemente había derrotado a todo el imperio alfano?

Era obvio que no había esperanzas. Y, biológicamente, ella lo sabía… y estaba dispuesta a rendirse. Soy como Dino Watters, se dijo mientras escudriñaba la lóbrega carretera de delante, con el resplandor de los faros contra la cinta plástica que unía Adolfvilla y Aldea Aldea. A la hora de la verdad, prefiero no luchar; prefiero rendirme. Y nadie me obliga: simplemente quiero hacerlo.

Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando supo aquello sobre sí misma. Supongo que en el fondo debo de admirar a los manses, decidió. Venero lo que no soy; no soy dura, fría, inflexible. Pero en teoría, al ser poli, podría llegar a serlo. De hecho podría llegar a ser cualquier cosa. Sin embargo, en lugar de eso…

Entonces vio, a su derecha, la estela de humo de un retrocohete que atravesaba el cielo nocturno. Una nave estaba descendiendo muy cerca de Aldea Aldea. De hecho, si seguía por la carretera se encontraría con ella. De inmediato experimentó —típico de un poli— dos emociones iguales y contradictorias. El miedo hizo que se encogiese, y sin embargo la curiosidad y una mezcla de deseo, expectativa y emoción la obligaron a acelerar el coche.

Sin embargo, antes de llegar a la nave el miedo fue ganando terreno; aminoró la velocidad, llevó el coche al arcén y desconectó el motor. El coche se deslizó en silencio hasta detenerse; se quedó allí sentada, con los faros apagados, escuchando los ruidos nocturnos y sin saber qué hacer.

Desde donde estaba podía distinguir débilmente la nave, y de vez en cuando una luz que brillaba cerca de ella; alguien estaba haciendo algo. Soldados terranos, quizá, preparándose para sitiar Aldea Aldea. Pero no se oían voces. Y la nave no parecía muy grande.

Estaba armada, por supuesto. Todos los delegados del consejo tenían que estarlo, aunque el representante hebe solía olvidarlo. Metiendo la mano en la guantera, sacó la anticuada pistola de balas de plomo; nunca la había utilizado y le parecía increíble que pronto pudiera hacerlo. Pero al parecer no tenía alternativa.

A pie, sin hacer ruido, dejó atrás los arbustos achaparrados hasta que de repente descubrió que había llegado a la nave; sobresaltada, se hizo atrás y entonces vio un destello de luz: la actividad próxima a la base de la nave continuaba.

Un hombre, completamente absorto, estaba cavando un agujero con una pala; estaba sudando, con arrugas de concentración en el rostro. Y entonces, de pronto, volvió rápidamente a la nave.

Cuando volvió a aparecer llevaba una caja que depositó junto al agujero. La luz iluminó la caja y Annette Golding vio cinco esferas que parecían uvas y estaban débilmente húmedas y palpitaban; estaban vivas y ella supo lo que eran: constituyentes iniciales de hongos del cieno ganimedianos recién nacidos, había visto fotos en grabaciones de edutextos. El hombre las estaba enterrando, claro; en la tierra crecerían a gran velocidad. Esa fase de su ciclo vital se cumplía inmediatamente. Y por eso el hombre se daba tanta prisa. Las esferas podían morir.

—Nunca las enterrará todas a tiempo —dijo Annette, para su propia sorpresa. De hecho una esfera ya se había oscurecido y hundido; se estaba marchitando ante sus ojos—. Escuche. —Se acercó al hombre, que seguía trabajando, cavando con la pequeña pala.— Yo las mantendré húmedas; ¿tiene agua? —Se inclinó a su lado, esperando— Van a morir. —Era obvio que él también lo sabía.

—En la nave —dijo el hombre con aspereza—. Coja un recipiente grande. Verá la llave del agua; está señalada. —Apartó de sus compañeras la esfera que se marchitaba, la depositó suavemente en el agujero y empezó a taparla de tierra que arrancaba con los dedos.

Annette entró en la nave, encontró el depósito del agua y luego un recipiente.

Cuando volvió con el recipiente con agua mojó las esferas, que se estaban deteriorando con rapidez, y pensó filosóficamente que los hongos eran así: todo les sucedía de prisa, el nacimiento, el crecimiento, incluso la muerte. A lo mejor tenían suerte y disponían de un poco de tiempo para presumir.

—Gracias —dijo el hombre mientras cogía una segunda esfera, ahora mojada, y empezaba a enterrarla también—. No espero salvarlas todas. Las esporas germinaron durante el viaje y no tenía sitio para poner las plantas, sólo un bote para las esporas microscópicas. —Levantó la vista y la miró un instante mientras cavaba para agrandar el agujero— Señorita Golding —dijo.

—¿Cómo es que me conoce si yo no lo he visto nunca? —dijo Annette, acuclillada junto a la caja de esferas.

—Esta es la segunda vez que vengo —dijo el hombre misteriosamente.

La primera esfera enterrada había empezado a crecer; a la luz de la antorcha Annette vio que el suelo se estremecía y se hinchaba, temblando a medida que el diámetro de la esfera se incrementaba. Era un espectáculo extraño y divertido y Annette se echó a reír. —Lo siento —se disculpó—. Pero usted cavó el agujero a toda prisa, la puso en el suelo y ahora mírela. Dentro de un rato será tan grande como nosotros. Y luego podrá moverse. —Sabía que los hongos del cieno eran los únicos hongos con capacidad de movimiento; por eso la fascinaban.

—¿Cómo es que sabe tanto de ellos? —le preguntó el hombre.

—Pasé años enteros sin otra cosa que hacer que educarme. En el… supongo que usted lo llamaría hospital… Bueno, allí, antes de que lo destruyeran, había grabaciones sobre biología y zoología. ¿Es verdad, eh, que cuando se han desarrollado por completo los hongos del cieno ganimedianos son tan inteligentes que se puede conversar con ellos?

—Más que inteligentes. —El hombre plantó otra esfera rápidamente; temblaba en sus manos, como gelatina, suave.

—Qué maravilla —dijo Annette—. Todo esto me parece muy emocionante. —Merecería la pena quedarse allí para verlo— ¿No le gusta? —dijo, arrodillándose en el otro extremo de la caja para contemplar el trabajo del hombre— Los olores de la noche, el aire, los ruidos de los animales pequeños moviéndose, como las caderranas y los grillos de campana, y luego esto, hacer que estos hongos crezcan en lugar de marchitarse y morir. Es usted muy humano; se le nota. Dígame cómo se llama.

Él la miró de reojo. —¿Por qué?

—Porque sí. Para que pueda recordarlo.

—Yo le pregunté a alguien cómo se llamaba —dijo el hombre— para poder recordarlo.

Ahora sólo quedaba una esfera por plantar. Y la primera había brotado, explotando; se había convertido, descubrió Annette, en una multitud de esferas, unidas en una masa. —Sin embargo —dijo el hombre—, quería saber cómo se llamaba para… —No terminó la frase, pero Annette captó la idea.— Me llamo Chuck Rittersdorf —dijo él.

—¿Es usted pariente de la doctora Rittersdorf, la psicóloga de la nave terrana? Sí, debe de ser su marido. —Estaba segura; era completamente obvio. Al recordar el plan de Gabriel Baines se tapó la boca con la mano y sofocó una carcajada maliciosa.— Oh —dijo—, si usted supiera. Pero no puedo decírselo. —Otro nombre que debería recordar, pensó, es Gabriel Baines. Se preguntó cómo había ido el plan de Gabe de reducir a la doctora Rittersdorf haciéndole el amor; tenía la impresión de que había fracasado. Pero era muy posible que Gabe, incluso en ese mismo instante, se estuviera divirtiendo mucho.

Claro que ahora todo había terminado, porque había llegado el señor Rittersdorf.

—¿Cómo se llamaba —preguntó— la otra vez que estuvo aquí?

Chuck Rittersdorf la miró. —Cree que me he cambiado el…

—Era alguien diferente. —Tenía que ser así; de lo contrario, se acordaría de él. Lo habría reconocido.

—Dejémoslo en que vine y la conocí y regresé a Terra y ahora he vuelto —dijo Rittersdorf después de una pausa. La miraba como si fuera culpa suya. Cuando plantó la última esfera recogió pensativo la caja vacía y la pequeña pala y se dirigió a la nave.

Siguiéndolo, Annette dijo: —¿Ahora los hongos del cieno dominarán nuestra luna? —Se le ocurrió que tal vez fuera parte de los planes de conquista de Terra. Pero la idea parecía equivocada; aquel hombre tenía aspecto de trabajar solo y a escondidas. Aquella idea era demasiado pare para ella.

—Podría haberlo hecho mucho peor —dijo Rittersdorf, lacónico. Desapareció dentro de la nave; después de pensarlo, Annette entró detrás de él, parpadeando a la luz brillante de arriba.

Allí, encima de un tablero, estaba su pistola; la había dejado allí cuando llenó el recipiente de agua.

Rittersdorf cogió la pistola y la miró, y luego se la enseñó con una extraña expresión, casi una sonrisa, en el rostro. —¿Es suya?

—Sí —dijo ella, humillada. Tendió la mano, con la esperanza de que se la devolviera. Sin embargo, no lo hizo—. Oh, por favor —dijo ella—. Es mía y la dejé ahí porque estaba intentando ayudar; usted lo sabe.

Él la observó un largo, largo rato. Y entonces le dio la pistola.

—Gracias. —Se sentía agradecida— Recordaré lo que ha hecho.

—¿Pensaba salvar esta luna con eso? —Ahora Rittersdorf sonreía. No era feo, decidió Annette, a pesar de que tenía una expresión frenética, agobiada por las preocupaciones, y demasiadas arrugas. Pero sus ojos eran de un bonito azul límpido. Debía de tener, adivinó, unos treinta y tantos. No era viejo, pero algo más que ella. Su sonrisa tenía un matiz de aflicción, reflexionó, no artificial pero… Como si no fuera natural, como si le costara ser feliz, incluso un breve espacio de tiempo. Tal vez fuera como Dino Watters, adicto a la tristeza. Lo sintió por él. Era una enfermedad terrible. Mucho peor que las demás.

—No creo que podamos salvar esta luna —dijo ella—. Sólo quería protegerme a mí misma. Ya conoce nuestra situación, ¿no? Nosotros…

Una voz cobró una vida abrupta y rudimentaria dentro de su mente con un graznido. —Señor Rittersdorf… —Chirrió, se desvaneció y luego regresó, como el débil chisporroteo de un equipo de radio de cristal.— …prudente. Veo que Joan… —La voz desapareció.

—Por Dios, ¿qué era eso? —dijo Annette, aterrada.

—El hongo del cieno. Uno de ellos. No sé cuál. —Chuck Rittersdorf parecía muerto de alivio.— ¡Conserva la memoria! —dijo en voz alta. Gritó a Annette como si estuviera a una milla de distancia—. ¡Ha vuelto! ¿Qué le parece, señorita Golding? ¡Diga algo! —Entonces le cogió las manos y giró a su alrededor como bailando en una celebración alegre e infantil.— ¡Diga algo, señorita Golding!

—Me alegro —dijo Annette obedientemente— de verlo tan feliz. Debería estar contento lo más a menudo posible. Por supuesto, yo no sé lo que ha pasado. De todas formas… —Apartó los dedos de los suyos.— Sé que se lo merece, sea lo que sea.

Algo se agitó detrás de ella. Volvió la mirada y en la entrada de la nave vio una masa informe de color amarillo que avanzaba perezosamente, ondulándose en el umbral, entrando. Así que éste es el aspecto que tienen en la fase final, observó Annette. Era impresionante. Se apartó, no con miedo, sino con admiración; era un verdadero milagro que se hubiera desarrollado con tanta rapidez. Y ahora —según recordaba— seguiría así indefinidamente, hasta que lo matara demasiado frío o demasiado calor, o una sequedad excesiva. Y, justo antes de morir, esporularía; el ciclo volvería a repetirse.

Cuando el hongo entraba en la nave apareció un segundo hongo y lo siguió. Y detrás un tercero.

Sobresaltado, Chuck Rittersdorf dijo: —¿Cuál de vosotros es Lord Running Clam?

En la mente de Annette surgió una serie de pensamientos. —Es costumbre entre los recién nacidos adoptar la identidad formal de un pariente. Pero no hay distinción real. En cierto sentido todos somos Lord Running Clam; en cierto sentido, ninguno. Yo, el primero, tomaré ese nombre, y los demás se inventarán un nombre nuevo que les guste. Me da la sensación de que podremos vivir y crecer en esta luna; la atmósfera, la humedad y la fuerza de la gravedad parecen bastante adecuadas para nosotros. Usted nos ha ayudado a diversificar nuestro hábitat; nos ha transportado a más de… déjeme calcularlo… tres años luz de nuestro origen. Gracias. —Él, o más bien ellos, añadieron:— Su nave y usted están a punto de ser atacados, me temo. Tal vez debería irse de aquí lo antes posible. Esa es la razón por la que entramos, los que nos hemos desarrollado a tiempo.

—¿Quién va a atacarnos? —preguntó Chuck Rittersdorf, apretando el botón del panel de control que cerraba la portezuela de la nave. Sentándose, preparó la nave para el despegue.

—Por lo que hemos logrado saber —dijeron los tres hongos en la mente de Annette—, se trata de un grupo de nativos, los que se definen a sí mismos como manses. Es evidente que han logrado hacer explotar alguna otra nave…

—Dios mío —rechinó Chuck Rittersdorf—. Debe de ser la de Mary.

—Sí —asintió el hongo—. Los manses que se aproximan se congratulan enormemente con su típico orgullo por haber logrado echar a la doctora Rittersdorf. Sin embargo, no está muerta. Los pasajeros de la primera nave pudieron escapar; ahora mismo se encuentran en algún lugar indeterminado de la luna, y los manses los están persiguiendo.

—¿Y las naves de guerra terranas que había cerca de aquí? —preguntó Rittersdorf.

—¿Qué naves de guerra? Los manses han proyectado algún nuevo tipo de pantalla protectora en torno a su asentamiento. Así que de momento están a salvo. —El hongo añadió entonces una conjetura propia:— Pero no durará mucho y lo saben. Están a la ofensiva sólo temporalmente. Pero les gusta. Se sienten muy felices, mientras las perplejas naves terranas zumban de un lado a otro inútilmente.

Pobres manses, pensó Annette. Incapaces de prever el futuro, viviendo en el presente, presentando batalla como si tuvieran posibilidades. Sin embargo, ¿no era su modo de actuar mucho mejor? ¿Acaso era mejor su buena disposición a aceptar el fracaso?

No era extraño que todos los clanes de la luna dependieran de los manses; era el único clan con valor. Y con la vitalidad que ese valor proporcionaba.

Los demás, advirtió Annette, perdimos hace mucho tiempo. Antes de que apareciera la primera terrana, la doctora Mary Rittersdorf.

Gabriel Baines, que se dirigía a la miserable velocidad de setenta y cinco millas por hora a Aldea Aldea, vio cómo la pequeña y vigorosa nave subía rápidamente en el cielo nocturno y supo que era demasiado tarde, lo supo sin comprender la situación. Annette, le informó su capacidad casi psiónica, estaba en la nave o de lo contrario la nave —los que iban en ella— la habían destruido. En cualquier caso se había ido, así que aminoró la velocidad con amargura y desesperación.

No había casi nada que pudiera hacer ahora. Por tanto podía volver al asentamiento, Adolfvilla, para estar con su gente. Para acompañarlos en esos últimos y trágicos días de su existencia.

Cuando empezaba a dar la vuelta, algo pasó haciendo mucho ruido, en dirección a Aldea Aldea; era un monstruo, si no un supermonstruo, que se movía arrastrándose por el suelo. Forjado de hierro tratado como sólo los manses sabían hacer, barriendo el paisaje con sus grandes luces, avanzaba ondeando una bandera roja y negra, el símbolo de guerra de los manses.

Era evidente que estaba siendo testigo del inicio de un contraataque en superficie. Pero ¿exactamente contra qué? Los manses iban a atacar, pero seguramente no a Aldea Aldea. Tal vez estuvieran intentando alcanzar la pequeña y rápida nave antes de que despegara. Pero para ellos, como para él mismo, era demasiado tarde.

Tocó la bocina. La torreta del tanque mans se abrió pesadamente; el tanque se volvió hacia él y un mans que no conocía salió y lo saludó con la mano. Tenía el rostro encendido de entusiasmo; era obvio que estaba disfrutando enormemente de su experiencia, de su servicio militar en defensa de la luna, para el que se habían preparado durante tanto tiempo. La situación, por deprimente que fuera para Baines, provocaba el efecto contrario en el mans: le permitía pavonearse con aquella florida postura belicosa. A Gabriel Baines no lo sorprendió.

—Hola —gritó el mans del tanque, con una amplia sonrisa.

Baines le devolvió el saludo con la menor aspereza que le fue posible. —Veo que la nave se ha alejado de tu gente.

—La atraparemos. —El mans señaló el cielo sin perder la alegría.— Observa, colega. El misil.

Un segundo después hubo un destello sobre sus cabezas; unos fragmentos luminosos cayeron del cielo y Gabriel Baines advirtió que habían tocado a la nave terrana. El mans tenía razón. Como siempre… Era una característica del clan.

Intuyendo que Annette Golding estaba dentro de la nave, dijo horrorizado: —Manses bárbaros y monstruosos… —El fragmento principal estaba bajando a su derecha; cerrando el coche con un portazo encendió el motor, dejó la carretera y cruzó el campo abierto dando saltos. El tanque mans, mientras tanto, cerró la torreta y comenzó a seguirlo llenando la noche de ruidos chirriantes.

Baines llegó a los restos de la nave primero. Una especie de paracaídas de emergencia, un gran globo de gas, había surgido de la parte posterior de la nave y descendido con más o menos suavidad; ahora estaba medio enterrado en el suelo, al revés, humeando como si —y eso horrorizó a Baines todavía más— estuviera a punto de desintegrarse; el motor atómico casi había alcanzado, pensó, la masa crítica, y cuando eso ocurría no había vuelta atrás.

Salió del coche y corrió hacia la entrada de la nave. Cuando llegó la portezuela se abrió; un terrano salió balanceándose, y después de él iba Annette Golding y luego, con grandes problemas técnicos, una mancha homogénea de color amarillo que fluyó hasta la tapa de la portezuela y se dejó caer al suelo con un golpe seco.

—Gabe —dijo Annette—, no permitas que los manses disparen a este hombre; es una buena persona. Hasta con los hongos del cieno.

Entonces llegó el tanque mans; la torreta se abrió una vez más y de nuevo salió el mans que había dentro. Esta vez, sin embargo, sostenía un rayo láser, con el que apuntó al terrano y a Annette. Sonriendo, el mans dijo: —Os tenemos. —Era evidente que en cuanto terminara de disfrutar de aquel placer los mataría; la mente mans tenía una ferocidad infinita.

—Escucha —dijo Baines, saludando al mans—. Deja en paz a esta gente; la mujer es de Aldea Aldea, es una de nosotros.

—¿Una de nosotros? —repitió el mans—. Si es de Aldea Aldea no es una de nosotros.

—Oh, vamos ya— dijo Baines—. ¿O es que los manses sois demasiado engreídos para reconocer o recordar la fraternidad de los clanes en tiempos de crisis? Baja el arma. —Caminó despacio hacia su coche, sin apartar la vista del mans. En el coche, debajo del asiento, tenía su propia arma. Si podía llegar hasta ella la usaría contra el mans para salvar la vida de Annette.— Informaré sobre ti a Howard Straw —dijo, y abriendo la puerta del coche se metió dentro sin mirar—. Soy colega suyo… Soy el representante pare en el consejo. —Sus dedos se cerraron alrededor de la culata de la pistola; la cogió, apuntó y al mismo tiempo quitó el seguro.

El sonido del seguro, audible en el aire quieto de la noche, hizo que el mans del tanque se volviera inmediatamente; el rayo láser apuntaba ahora a Gabriel Baines. Ni Baines ni el mans dijeron nada; estaban frente a frente, sin moverse, sin disparar; la luz no era la adecuada y ninguno de los dos podía ver bien al otro.

Un pensamiento procedente de a saber dónde se introdujo en la mente de Gabriel Baines. —Señor Rittersdorf, su esposa se encuentra cerca de aquí; capto su actividad cefálica. Por tanto le aconsejo que se eche al suelo.

El terrano, y también Annette Golding, cayeron de bruces al mismo tiempo; el mans del tanque, sobresaltado, apartó el arma de Gabriel Baines y escudriñó la noche no muy seguro.

Un disparo de arma láser casi perfectamente dirigido pasó por encima de la figura inclinada del terrano, entró en el casco de la nave destrozada y desapareció con un chisporroteo de metal licuado. El mans del tanque dio un salto, intentó adivinar de dónde venía el disparo y empuñó el arma en un espasmo de respuesta instintiva, pero no disparó. Ni él ni Gabriel Baines entendían qué estaba ocurriendo. ¿Quién estaba disparando a quién?

—¡Métete en el coche! —gritó Gabriel Baines a Annette. Sostuvo la puerta abierta; Annette levantó la cabeza, lo miró, luego se volvió al terrano que estaba a su lado. Los dos se cruzaron, se miraron y enseguida se pusieron en pie con torpeza y se deslizaron rápidamente hacia el coche.

En la torreta del tanque, el mans abrió fuego, pero no hacia Annette o el terrano; disparaba a la oscuridad, en dirección hacia donde había venido el láser. Entonces, de repente, se metió de nuevo en el tanque; la torreta se cerró y el tanque, con una sacudida, empezó a avanzar ruidosamente hacia donde el mans había disparado. Al mismo tiempo salió un misil del cañón delantero del tanque; avanzó en línea recta, paralelo al suelo, y luego, de pronto, explotó. Gabriel Baines, que intentaba dar la vuelta con el coche, con el terrano y Annette sentados a su lado, sintió que el suelo se elevaba de repente y lo devoraba; cerró los ojos pero no pudo dejar de ver lo que estaba ocurriendo.

Junto a él, el terrano blasfemó. Annette emitió un gemido.

Esos… manses, pensó Baines con rabia al notar que el coche se elevaba empujado por las ondas de la explosión.

—No se puede usar un misil como ése —dijo la voz del terrano débilmente, por encima del estruendo— a una distancia tan corta.

Azotado, arrastrado por los efectos de la explosión, el coche dio una vuelta tras otra; Gabriel Baines chocaba con el acolchado de seguridad del techo, luego con el acolchado de seguridad del panel de control; todos los mecanismos de seguridad que un pare inteligente instalaría en su vehículo para protegerse de un ataque se activaron automáticamente, pero no eran suficientes. El coche seguía rodando, y dentro de él Gabriel Baines se dijo: Odio a los manses. Nunca volveré a proponer que cooperemos con ellos.

Alguien que chocó contra él dijo: —¡Dios mío! —Era Annette Golding; la atrapó, se aferró a ella. Todas las ventanas del coche habían estallado; llovían trozos de plástico que caían encima de él y sentía el hedor ácido de algo ardiendo, tal vez su propia ropa; no le hubiera extrañado nada. La espuma protectora antitérmica empezó a salir a borbotones desde todas partes, activada por la alta temperatura; un momento después Baines se debatía en un mar grisáceo, incapaz de aferrarse a nada… Había vuelto a perder a Annette. Maldición, pensó, estos dispositivos protectores que tanto tiempo y dinero me han costado son casi peores que la explosión. ¿Cuál es la moraleja?, se preguntó mientras se hundía en la espuma viscosa. Era como si lo enjabonaran después de una gran orgía de depilación corporal; se encogió de frío sin poder respirar e intentó liberarse de aquella pegajosa sustancia.

—Socorro —dijo.

Nadie ni nada respondió.

Voy a hacer volar ese tanque, pensó Gabriel Baines para sí mientras se debatía. Lo juro; se la voy a devolver, a nuestros enemigos, los arrogantes manses… Siempre supe que iban contra nosotros.

—Está usted equivocado, señor Baines —dijo un pensamiento que apareció en su mente, tranquilo y sensato—. El soldado que disparó el misil no quería hacerle daño. Antes de disparar realizó un cálculo cuidadoso, o al menos eso creía. Debe guardarse de ver malicia detrás de los daños accidentales. En este momento está intentando llegar a donde se encuentra y sacarlo del coche en llamas. Y a los que están con usted también.

—Si puede oírme —pensó Baines—, ayúdeme.

—No puedo hacer nada. Soy un hongo del cieno; no puedo aproximarme a las llamas bajo ninguna circunstancia, soy demasiado sensible al calor, tal como demuestran claramente los recientes acontecimientos. De hecho dos de mis hermanos han perecido al intentarlo. Y en este momento no estoy preparado para esporular otra vez. De todas formas, si tuviera que salvar a alguien sería al señor Rittersdorf —añadió gratuitamente—. Se encuentra con usted en el coche… el hombre de Terra.

Una mano agarró a Gabriel Baines por el cuello; lo levantó, lo sacó del coche y lo dejó a un lado. El mans, con la anormal fuerza física que los caracterizaba, entraba ahora en el coche ardiendo para sacar a Annette Golding y llevarla a lugar seguro.

—Ahora el señor Rittersdorf —sintió Gabriel Baines que pensaba inquieto el hongo.

Una vez más, sin tener en cuenta ni un momento su propia seguridad —también típico de su temperamento hiperactivo—, el mans desapareció dentro del coche. Esta vez sacó al terrano.

—Gracias —pensó el hongo, con alivio y gratitud—. Como recompensa por lo que ha hecho le daré cierta información; su misil no acertó a la doctora Rittersdorf, y ella y el simulacro de la CIA, el señor Mageboom, se encuentran todavía en los alrededores, escondidos en la oscuridad, aguardando la oportunidad de dispararle de nuevo. Así que será mejor que regrese al tanque lo antes posible.

—¿Por qué? —dijo el mans, enfadado.

—Porque su clan destruyó su nave —le respondió el hongo con el pensamiento—. Entre ustedes y ellos hay una guerra abierta. ¡Rápido!

El soldado mans echó a correr hacia el tanque.

Pero no llegó nunca. A dos tercios del camino cayó al suelo: un rayo láser había surgido de la oscuridad, lo había tocado un instante y había desaparecido.

Y ahora nos toca a nosotros, advirtió, apesadumbrado, Gabriel Baines mientras se limpiaba la espuma sentado en el suelo. Me pregunto si ELLA me reconocería, si recordará nuestro encuentro de hoy mismo… Y, en ese caso, ¿querrá perdonarme la vida o matarme?

A su lado el terrano, también llamado Rittersdorf por alguna extraña coincidencia, se incorporó con gran esfuerzo y dijo: —Usted tenía un arma. ¿Qué ha sido de ella?

—Sigue en el coche. Supongo.

—¿Por qué quiere matarnos? —jadeó Annette Golding.

—Porque sabe la razón por la que he venido —dijo Rittersdorf—. He venido a esta luna para matarla. —Parecía tranquilo.— Antes de que acabe la noche uno de los dos estará muerto. Ella o yo. —Era obvio que estaba decidido.

Sobre sus cabezas se oyó el rugido de un retrocohete. Era otra nave, una muy grande, advirtió Gabriel Baines, y sintió esperanza; era posible que tuvieran oportunidad de escapar de la doctora Rittersdorf, que —tal como él había sospechado— estaba desquiciada. Porque era evidente que la doctora Rittersdorf actuaba dominada por un impulso salvaje, sin permiso oficial. Al menos eso esperaba.

Un foco se encendió encima de ellos; la noche se volvió blanca y todo, los objetos más pequeños y las piedras del suelo, quedó perfectamente visible. La nave destrozada de Rittersdorf, el tanque abandonado del mans muerto, el cadáver desgarbado del propio mans, no lejos de allí, el coche en llamas de Gabriel Baines, convertido en una masa informe, y allí, a unos cientos de yardas de distancia, el gran agujero de tierra derretida e hirviente donde había estallado el misil. Y a lo lejos, entre los árboles a la derecha, dos figuras humanas: Mary Rittersdorf y el que había dicho el hongo. Ahora veía también al hongo; se había refugiado cerca de los restos de la nave. A la luz del foco era un espectáculo macabro; reprimió una carcajada.

—¿Una nave de guerra terrana? —dijo Annette Golding.

—No —respondió Rittersdorf—. Mire el conejo del lateral.

—¡Un conejo! —Abrió mucho los ojos.— ¿Hay una raza de conejos inteligentes? ¿Existe algo así?

—No. —Gabriel Baines recibió los pensamientos del hongo.— Esta aparición es Bunny Hentman que viene en su busca, señor Rittersdorf —dijo el hongo con evidente pesar—. Tal como usted previó pesimistamente, no le costó adivinar que iría a Alfa III M2; se fue de Brahe City poco después de que usted abandonara Terra. Acabo de leer estos pensamientos en su mente —explicó—; por supuesto, hasta este momento lo ignoraba, pues sólo me encontraba en fase de espora.

No lo entiendo, se dijo Gabriel Baines. ¿Quién diablos es Bunny Hentman? ¿Una deidad conejo? ¿Y por qué está buscando a Rittersdorf? De hecho ni siquiera estaba seguro de quién era Rittersdorf. ¿El marido de Mary Rittersdorf? ¿Su hermano? Toda aquella situación lo tenía confundido y deseó estar en Adolfvilla, en las posiciones de seguridad que su clan había preparado a lo largo de los años para situaciones tan abominables como aquélla.

Evidentemente, pensó, estamos condenados. Todos están confabulados contra nosotros: los manses, la doctora Rittersdorf, la gran nave que había sobre su cabeza con ese conejo tótem pintado en el costado y, en algún lugar cerca de allí, las autoridades militares esperando a entrar… ¿Qué posibilidades tenemos? Un gran coágulo de derrotismo se formó en su interior; y había razones más que suficientes para ello, pensó tristemente.

Inclinándose hacia Annette Golding, que intentaba quitarse la espuma antitérmica de los brazos, sentada en el suelo cansinamente, dijo: —Adiós.

Ella lo miró con sus grandes y oscuros ojos. —¿Adónde vas, Gabe?

—Qué diantre —dijo con amargura—, ¿importa acaso? —Allí no tenían ninguna posibilidad, bajo la luz, a la vista de la doctora Rittersdorf y su rayo láser, el arma que ya había matado al soldado mans. Se puso en pie inestablemente, chorreando espuma, sacudiéndose como un perro mojado.— Me voy —informó a Annette, y sintió tristeza por ella; no por su propia muerte, sino por la de ella; eso era lo que lo afligía—. Ojalá pudiera hacer algo por ti —dijo, movido por un impulso—. Pero esa mujer está loca; lo he comprobado personalmente.

—Oh —dijo Annette, y asintió—. No salió bien, entonces. El plan que tenías sobre ella. —Luego miró con disimulo a Rittersdorf.

—¿«Bien», has dicho? —Rió; era muy divertido.— Recuérdame que te lo explique algún otro día. —Inclinándose, la besó; la cara de Annette, resbaladiza y mojada por la espuma, le presionó la boca y luego se enderezó y se alejó, guiándose por la luz del foco.

Mientras caminaba esperaba el impacto del rayo láser. Tan brillante era la luz del foco que, involuntariamente, tenía los ojos medio cerrados; bizqueando, se abrió camino paso a paso, en ninguna dirección concreta… ¿Por qué no disparaba? Lo haría, estaba convencido; deseó que se diera prisa. Morir a manos de esa mujer era un buen destino para un pare; irónico y merecido.

Una figura le bloqueó el paso. Abrió los ojos. Tres figuras, y todas familiares para él; se hallaba frente a Sarah Apostoles, Omar Diamond e Ignatz Ledebur, los tres visionarios más importantes de la luna, o, dicho de otro modo, pensó para sí, los tres chiflados más grandes de todos los clanes. ¿Qué están haciendo aquí? Levitar, viajar con el pensamiento o lo que hagan; el caso es que han venido aquí utilizando su neomagia. Verlos sólo le causó irritación. La situación ya era lo bastante confusa tal como estaba.

—El mal se enfrenta al mal —entonó sentenciosamente Ignatz Ledebur—. Pero de él nuestros amigos deben ser protegidos. Ten fe en nosotros, Gabriel. Muy pronto serás llevado, por medio de una gran ostentación de poder psíquico, a lugar seguro. —Entonces, extendió la mano hacia Baines, con el rostro transfigurado.

—A mí no —dijo Baines—. A Annette Golding; ayudadla a ella. —Le pareció, entonces, que de repente se había librado de la carga de ser pare, de defenderse de todo mal. Por primera vez en su vida había actuado no para salvarse a sí mismo, sino para salvar a otra persona.

—También ella será salvada —le aseguró Sarah Apostoles—. Por el mismo medio.

Sobre sus cabezas, los retrocohetes de la gran nave con el conejo grabado seguían rugiendo; la nave descendía lentamente. Descendía para aterrizar.