10

Inclinándose ligeramente, Gabriel Baines dijo: —Nosotros constituimos el consejo sine qua non que posee autoridad sobre este mundo entero, una forma máxima de autoridad que nadie puede negar. —Con una amabilidad rígida y fría, apartó una silla para la psicóloga de Terra, la doctora Mary Rittersdorf; ella la aceptó con una breve sonrisa. A Baines le pareció cansada. La sonrisa mostraba verdadera gratitud.

Los otros miembros del consejo se presentaron a la doctora Rittersdorf a sus diversos modos idiosincrásicos.

—Howard Straw. Mans.

—J… Jacob Simion. —Simion no pudo eliminar su sonrisa imbécil— De los hebes, donde aterrizó su nave.

—Annette Golding. Poli. —Tenía los ojos alerta y estaba sentada con la espalda erguida, vigilando a la psicóloga que había irrumpido en sus vidas.

—Ingred Hibble. Uno, dos, tres. Ob-com.

La doctora Rittersdorf dijo: —Y eso sería… —Asintió con la cabeza.— Ah, sí. Obsesivo-compulsivo.

—Omar Diamond. Dejaré que adivine a qué clan pertenezco. —Diamond echó un vistazo alrededor con frialdad; parecía encerrado en su propio mundo privado, para consternación de Gabriel Baines. Aquél no era el mejor momento para la actividad individual, ni siquiera de tipo místico; era el momento de actuar todos juntos o no actuar en absoluto.

El dep habló con una voz hueca y desesperada. —Dino Watters. —Intentó decir algo más, luego se rindió; el peso del pesimismo, de la púra desesperanza, era demasiado para él. Volvió a sentarse, cabizbajo, pasándose la mano por la frente con un triste movimiento compulsivo.

—Y a mí ya me conoce, doctora Rittersdorf —dijo Baines, y sacudió el documento que tenía delante; representaba el trabajo conjunto de los miembros del consejo, el manifiesto—. ¡Gracias por haber venido! —empezó, y se aclaró la garganta; la tensión le había enronquecido la voz.

—Gracias a ustedes por darme la oportunidad —dijo la doctora Rittersdorf, en un tono informal pero, para él, claramente amenazador. Tenía los ojos opacos.

—Ha pedido usted permiso para visitar los otros asentamientos además de Ciudad Gandhi —dijo Baines—. Concretamente, ha solicitado autorización para examinar Cumbres Da Vinci. Lo hemos estado discutiendo. Hemos decidido denegárselo.

Asintiendo, la doctora Rittersdorf dijo: —Ya veo.

—Cuéntale por qué —dijo Howard Straw en voz alta. Su rostro era desagradable; no había apartado los ojos ni un instante de la dama psicóloga de Terra: su odio por ella llenaba la sala y viciaba la atmósfera. Gabriel Baines lo sentía como si se estuviera atragantando con él.

Levantando la mano, la doctora Rittersdorf dijo: —Esperen. Antes de que me lean su declaración. —Los observó uno por uno, con una mirada firme y completamente profesional. Howard Straw se la devolvió con malignidad. Jacob Simion agachó la cabeza, mostró una sonrisa vacía y dejó que desviara la atención. Annette Golding se rascó nerviosamente la cutícula del pulgar, con el rostro pálido. El dep nunca se daba cuenta de que lo observaban; no levantó la cabeza ni siquiera una vez. El esquiz, Omar Diamond, devolvió la mirada a la señora Rittersdorf con dulce sublimidad, pero debajo de ella, supuso Baines, había ansiedad; Diamond parecía ir a salir corriendo en cualquier momento.

En cuanto a él, la doctora Mary Rittersdorf le parecía atractiva. Y se preguntó —vagamente— si el hecho de que hubiera venido sin su esposo significaba algo. Era provocativa, de hecho. Como una incongruencia inexplicable, teniendo en cuenta el propósito de la reunión, la doctora Rittersdorf iba vestida de un modo claramente femenino: jersey y falda negros, sin medias, zapatillas doradas con las puntas de duende hacia arriba. El jersey, observó Baines, era una pizca demasiado estrecho. ¿Era consciente de ello la señora Rittersdorf? No sabría decirlo, pero en cualquier caso su atención se apartaba de lo que estaba diciendo para centrarse en sus bien formados pechos. Eran francamente pequeños, pero claramente visibles según el ángulo. Le gustaban.

Me pregunto, se preguntó, si esta mujer —se encontraba, supuso, a principios de la treintena, en el mejor momento físico y núbil— ha venido aquí buscando algo más que el éxito profesional. Percibía con fuerza que la doctora Rittersdorf se movía por motivos personales además de laborales; tal vez tampoco fuera consciente de ello. El cuerpo, reflexionó, tiene sus propios propósitos, que a veces no coinciden con los de la mente. Esta mañana, al levantarse, puede que la doctora Rittersdorf pensara simplemente que le apetecía ponerse ese jersey negro y no le diera más vueltas. Pero el cuerpo, el bien formado aparato ginecológico que había dentro de ella, sabía más.

Y una parte análoga de su ser respondía a ello. Sin embargo, en este caso era una reacción consciente. Y, pensó, tal vez pueda utilizarse en favor de nuestro grupo. Esta implicación podría ser menos desventajosa para ellos que para sus antagonistas. Al pensar aquello sintió que se deslizaba a una postura de defensa forzada; tenía un buen surtido de planes mecánicos con los que protegerse, no sólo a sí mismo, sino también a sus compañeros.

—Doctora Rittersdorf —dijo con calma—, antes de que podamos permitirle entrar en nuestros diferentes asentamientos, una delegación en representación de nuestros clanes tendrá que inspeccionar su nave para ver el armamento que tienen consigo, si es que tienen alguno. Es inútil someter cualquier otra cosa a consideración, aun superficialmente.

—No estamos armados —dijo la doctora Rittersdorf.

—No obstante —dijo Gabriel Baines—, le propongo que me permita, a mí y quizás a otros individuos, acompañarla hasta su base. Tengo una proclama —agitó el manifiesto— que ordena a su nave que abandone Ciudad Gandhi dentro de cuarenta y ocho horas terranas. Si no obedecen… —Miró a Straw, que asintió.— Los consideraremos hostiles, unos invasores no invitados, e iniciaremos operaciones militares contra ustedes.

—Entiendo su punto de vista —dijo la doctora Rittersdorf con voz modulada—. Han vivido aislados durante mucho tiempo. Pero… —Se dirigía directamente a él; sus hermosos e inteligentes ojos le hacían frente resueltamente.— Me temo que debo hacer hincapié en un hecho que a todos les puede parecer desastroso. Ustedes, como individuos y como colectivo, son enfermos mentales.

Hubo un silencio tenso, prolongado.

—Diablos —dijo Straw a nadie en particular—, volamos ese lugar del cielo hace años. Ese teórico «hospital». Que en realidad era un campo de concentración. —Torció los labios.— Para tener mano de obra esclava.

—Lamento decirlo —afirmó la doctora Rittersdorf—, pero se equivoca; era un hospital lícito, y ése es un factor que deben tener en cuenta a la hora de hacer planes para con nosotros. No los estoy engañando; estoy diciendo la simple y pura verdad.

—Quid est veritas? —murmuró Baines.

—¿Perdón? —dijo la doctora Rittersdorf.

—¿Qué es la verdad? —dijo Baines—. ¿No se le ha ocurrido, doctora, que en la última década podríamos haber superado los problemas iniciales de adaptación de grupo y habernos…? —Gesticuló.— ¿Corregido? O como quiera usted llamarlo… En cualquier caso, somos capaces de establecer relaciones interpersonales adecuadas, como las que está viendo aquí, en esta sala. Es evidente que si podemos trabajar juntos no estamos enfermos. No hay prueba tan fiable como la capacidad de trabajar en grupo. —Volvió a sentarse, satisfecho consigo mismo.

—Admito —dijo la doctora Rittersdorf con cautela— que están unidos contra un enemigo común… contra nosotros. Sin embargo, me gustaría apostar a que antes de que llegáramos, y después de que nos vayamos, se fragmentarán en individuos aislados, desconfiados y temerosos unos de otros, incapaces de colaborar. —Sonrió encantadoramente, pero era una sonrisa demasiado insolente para que él la aceptara; recalcaba demasiado sus inteligentísimas palabras.

Porque tenía razón, por supuesto; había metido el dedo en la llaga. No trabajaban juntos habitualmente. Pero… también estaba equivocada.

Su error era el siguiente. Daba por supuesto, probablemente para autojustificarse, que el origen del miedo y la hostilidad estaba en el consejo. Pero en realidad era Terra la que desplegaba tácticas amenazadoras; el aterrizaje de su nave era de facto un acto hostil… De lo contrario, habrían intentado pedir permiso. Desde el primer momento, los propios terranos habían manifestado cierto recelo; sólo ellos eran responsables de la mutua desconfianza actual. De haberlo querido, habrían podido evitarla fácilmente.

—Doctora Rittersdorf —dijo—, los comerciantes alfanos se ponen en contacto con nosotros cuando quieren permiso para aterrizar. Observamos que ustedes no lo hicieron. Y no tenemos problemas en nuestros tratos con ellos; comerciamos en ambos sentidos a un ritmo constante, regular.

Era obvio que el guante arrojado había tenido un buen efecto; la mujer vacilaba, no tenía respuesta. Mientras ella reflexionaba, todos los presentes en la sala susurraban divertidos, con desprecio, y, como en el caso de Howard Straw, una animosidad inmisericorde.

—Dimos por supuesto —dijo la doctora Rittersdorf al fin— que si pedíamos permiso formalmente para aterrizar nos lo denegarían.

Sonriendo, tranquilo, Baines dijo: —Pero no lo intentaron. Lo dieron «por supuesto». Y ahora, evidentemente, nunca lo sabrán, porque…

—¿Nos habrían dado permiso? —Su voz lo interrumpió de repente, firme y autoritaria, penetrando en la continuidad de sus palabras y rompiéndola; parpadeó y se detuvo involuntariamente.— No, no lo habrían hecho —prosiguió ella—. Y todos ustedes lo saben. Por favor, intenten ser realistas.

—Si aparece por Cumbres Da Vinci —dijo Howard Straw—, la mataremos. De hecho, si no se va la mataremos. Y la próxima nave que intente aterrizar no tocará nunca el suelo. Este es nuestro mundo y tenemos la intención de conservarlo mientras sigamos con vida. Baines puede recitarle los detalles de cuando nos encarcelaron originalmente; todo está en el manifiesto que él y yo hemos preparado, con la ayuda de los demás presentes en esta sala. Lea el manifiesto, señor Baines.

—Hace veinticinco años —empezó Gabriel Baines—, en este planeta se estableció una colonia…

La doctora Rittersdorf suspiró. —Nuestros conocimientos de sus diferentes enfermedades mentales…

—¿«Sucias»? —la interrumpió Howard Straw—. ¿Ha dicho «sucias»? —Tenía la cara teñida de pura rabia; se levantó un tanto de la silla.

—He dicho «sus diferentes» —dijo la doctora Rittersdorf pacientemente—. Nuestros conocimientos nos permiten saber que el centro de su actividad belicosa se halla en el asentamiento mans; dicho de otro modo, en el asentamiento del grupo maníaco. Dentro de cuatro horas desmontaremos el campamento y dejaremos el asentamiento hebefrénico de Ciudad Gandhi; aterrizaremos en Cumbres Da Vinci y si nos presentan batalla llamaremos a una línea de fuerzas militares terranas, que se encuentra aproximadamente a media hora de aquí —añadió.

De nuevo hubo un silencio tenso y prolongado en la sala.

Annette Golding habló al fin, pero con una voz apenas audible. —Lee el manifiesto de todas formas, Gabriel.

Asintiendo, reanudó la lectura. Pero le temblaba la voz.

Annette Golding empezó a llorar, tristemente, interrumpiendo la lectura. —Ya veis lo que nos espera; van a convertirnos en pacientes de hospital otra vez. Es el fin.

—Vamos a procurarles una terapia —dijo la doctora Rittersdorf, incómoda— Les hará sentirse… bueno, más tranquilos unos con otros. Más ustedes mismos. La vida tomará un significado más agradable y natural; todos se sienten oprimidos por las tensiones y el miedo…

—Sí —murmuró Jacob Simion—. El miedo de que Terra entre por la fuerza y nos acorrale otra vez como a un montón de animales.

Cuatro horas, pensó Gabriel Baines. No es mucho tiempo. Con voz temblorosa, reemprendió la lectura del manifiesto conjunto.

Le parecía un gesto vacío. Porque no hay absolutamente nada, advirtió, que vaya a salvarnos.

Después de que finalizara la reunión —y de que la doctora Rittersdorf se hubiera ido—, Gabriel Baines expuso su plan ante sus compañeros.

—¿Que vas a hacer qué? —preguntó Howard Straw con tono desdeñoso y burlón y una sonrisa que convertía su rostro en una parodia de sí mismo—. ¿Que vas a seducirla? ¡Dios mío, a lo mejor tiene razón: a lo mejor deberíamos estar en un hospital neuropsiquiátrico! —Volvió a sentarse y resolló desoladamente. Estaba demasiado disgustado; era incapaz de hacer más gestos insultantes, lo dejó para los otros presentes en la habitación.

—Debes de tener una alta opinión de ti mismo —dijo al fin Annette Golding.

—Lo que necesito —dijo Gabriel— es a alguien con la capacidad telepática suficiente para decirme si tengo razón. —Se volvió a Jacob Simion.— ¿No hay un santo hebe, Ignatz Ledebur, que tiene al menos ciertos dones telepáticos? Es una especie de aprendiz de todo, de sabio psi.

—Nadie que yo conozca —dijo Simion—. Pero podrías, podrías probar con Sarah Apostoles. —Guiñó un ojo a Gabriel, sacudiendo la cabeza con alegría.

—Llamaré a Ciudad Gandhi —dijo Gabriel Baines, cogiendo el teléfono.

—Las líneas telefónicas de Ciudad Gandhi han vuelto a estropearse —dijo Simion—. Llevan seis días sin funcionar. Tendrás que ir hasta allí.

—Tendrás que ir hasta allí de todas formas —dijo Dino Watters, despertando al fin de la letargia de su eterna depresión. Sólo él parecía algo convencido por el plan de Baines—. Después de todo, allí es donde está, en Ciudad Gandhi, donde todo sucede, donde todo el mundo tiene hijos con todo el mundo. Ya debe de haberse contagiado del espíritu del lugar.

Con un gruñido de asentimiento, Howard Straw dijo: —Tienes suerte, Gabe, de que esté con los hebes; eso la hará más receptiva.

—Si éste es el único modo en que sabemos comportarnos —dijo la señorita Hibbler fríamente—, creo que merecemos perecer; lo digo en serio.

—El universo —señaló Omar Diamond— posee infinitas maneras de realizarse. Ni siquiera ésta debe desdeñarse a priori. —Asintió con seriedad.

Sin más palabras, sin ni siquiera despedirse de Annette, Gabriel Baines dejó la cámara del consejo, bajó los amplios peldaños de piedra y salió del edificio, hacia el aparcamiento. Allí se subió a su vehículo de turbinas y, a una velocidad escasa de setenta y cinco millas por hora, se dirigió a Ciudad Gandhi. Llegaría antes del límite de las cuatro, calculó, siempre que a la carretera no le hubiera pasado nada y no estuviera bloqueada. La doctora Rittersdorf había regresado a Ciudad Gandhi en una lancha propulsada por cohetes; ya estaría allí. Maldijo el arcaico modo de transporte con el que contaba, pero así estaban las cosas; aquél era su mundo y la realidad por la que estaban luchando. Como satélite de la cultura terrana una vez más volverían a disponer de medios de transporte modernos… Pero aquello no compensaría en absoluto todo lo que perderían. Mejor viajar a setenta y cinco millas por hora y ser libres. Ah, pensó. Un eslogan.

Y sin embargo era un poco fastidioso. Teniendo en cuenta la importancia de la misión… La aprobara el consejo o no.

Cuatro horas y veinte minutos después, cansado físicamente por el viaje pero mentalmente despierto, con los nervios a flor de piel, incluso, llegó a las afueras salpicadas de desperdicios de Ciudad Gandhi; sintió el olor del asentamiento, el hedor dulce a putrefacción mezclado con el aroma ácido de incontables fuegos pequeños.

Durante el viaje había tenido una nueva idea. Por tanto, en ese último momento cambió de rumbo: no fue a la chabola de Sarah Apostoles, sino a la del santo hebe Ignatz Ledebur.

Encontró a Ledebur ocupado con un antiguo y rústico generador de gasolina en el patio, rodeado por sus hijos y gatos.

—He visto su plan —dijo Ledebur, alzando una mano antes de que Gabriel Baines empezara a explicar—. Estaba escrito con sangre en el horizonte hace un rato.

—Entonces sabe exactamente lo que quiero de usted.

—Sí. —Ledebur asintió con la cabeza.— Y en el pasado lo he utilizado con éxito con varias mujeres. —Dejó el martillo que tenía en la mano, se dirigió hacia la chabola; los gatos lo siguieron, pero no los niños. Sí lo hizo Gabriel Baines.— Sin embargo, la suya es una idea microscópica —dijo Ledebur en tono reprobador, y rió entre dientes.

—¿Puede leer el futuro? ¿Puede decirme si tendré éxito?

—No soy vidente. Otros pueden predecir, pero yo guardo silencio. —Se detuvo en la habitación principal de la chabola, mientras los gatos correteaban, saltaban y maullaban por todas partes. Entonces alargó el brazo hasta el fregadero, cogió una jarra llena de una sustancia oscura; destapó la jarra, husmeó, sacudió la cabeza, volvió a tapar la jarra y la devolvió a su sitio.— No es ésta. —Se alejó y por último abrió el congelador, rebuscó dentro y sacó una caja de plástico que examinó con expresión crítica.

Su esposa consensual actual —Gabriel Baines no sabía su nombre— salió del dormitorio, miró con indiferencia a los dos hombres y siguió su camino. Llevaba un vestido en forma de saco, zapatillas de tenis sin calcetines y el pelo sucio y despeinado le caía por encima y detrás de la cabeza. Gabriel Baines desvió la mirada con una repugnancia sombría.

—Dime —le dijo Ledebur a la mujer—. ¿Dónde está la jarra de lo que ya sabes? La mezcla que usamos antes de… —Gesticuló.

—En el baño. —La mujer siguió andando silenciosamente hacia fuera.

Ledebur desapareció en el cuarto de baño y se le oyó mover objetos, vasos y botellas; al cabo regresó con un vaso lleno de un líquido que se desbordaba por los lados a cada paso que daba. —Es éste —dijo Ledebur, con una sonrisa que mostraba el hueco de dos dientes—. Pero tiene que convencerla de que se lo tome. ¿Cómo va a conseguirlo?

En aquel momento Gabriel Baines no lo sabía. —Ya veremos —dijo, y tendió la mano hacia el afrodisíaco.

Después de dejar a Ledebur se dirigió al único centro comercial de Ciudad Gandhi, aparcó delante de la estructura en forma de cúpula con la pintura desconchada; unos montones de latas abolladas de cajas de cartón desechadas cubrían la entrada del aparcamiento. Allí los comerciantes alfanos se deshacían —tiraban, de hecho— de grandes cantidades de artículos defectuosos.

Dentro compró una botella de brandy alfano; se sentó en el automóvil y la abrió, vertió parte del contenido y añadió el afrodisíaco oscuro y lleno de posos que le había dado el santo hebe. De algún modo los dos líquidos consiguieron mezclarse; satisfecho, volvió a tapar la botella, arrancó el coche y se fue.

En aquella ocasión, reflexionó, no podía depender de su talento natural; tal como había observado el consejo, no destacaba especialmente en ese sentido. Y, si querían sobrevivir, tenía que conseguirlo.

Visualmente, consiguió localizar sin problemas la nave terrana; se alzaba, alta, brillante y metálica, sobre la basura de Ciudad Gandhi, y en cuanto la encontró dirigió el automóvil en aquella dirección.

Un guarda terrano armado, con un uniforme de un verde grisáceo como los de la última guerra, lo detuvo a unos centenares de yardas de la nave, y en una puerta cercana Baines vio el cañón de un arma pesada apuntando en su dirección. —Su documento de identificación, por favor —dijo el guarda, escudriñándolo cansinamente.

—Dígale a la doctora Rittersdorf que un enviado plenipotenciario del consejo supremo quiere hacerle una última oferta para evitar derramamiento de sangre por ambas partes —dijo Gabriel Baines. Aguardó tenso y erguido detrás de los controles del coche, con la vista al frente.

Todo se arregló por intercomunicador.

—Puede pasar, señor.

Otro terrano, también con un uniforme militar completo y armas y adornos a los lados, lo condujo a pie hasta la rampa que llevaba a la portezuela abierta de la nave. Subieron y poco después se encontró caminando malhumoradamente por un corredor, en busca de la habitación 32-H. Los espacios cerrados lo ponían nervioso; deseó estar fuera, donde se pudiera respirar. Pero era demasiado tarde. Encontró la puerta, vaciló y llamó. Debajo de su brazo, la botella gorgoteaba ligeramente.

La puerta se abrió y allí estaba la doctora Rittersdorf, todavía con el jersey demasiado ajustado, la falda negra y los zapatos de duende. Lo miró insegura. —Veamos, usted es el señor…

—Baines.

—Ah. El pare. Paranoia esquizoide —añadió medio para sí—. Oh, le pido disculpas. —Se sonrojó.— No pretendía ofender.

—He venido —dijo Gabriel Baines— para hacer un brindis. ¿Desea acompañarme? —Pasó por su lado y entró en el diminuto alojamiento.

—¿Un brindis por qué?

Él se encogió de hombros. —Debería imaginárselo. —Imprimió a su voz el punto justo de irritación.

—¿Van a ceder? —Habló con tono alerta, perspicaz; cerró la puerta y se acercó a él un paso.

—Dos vasos —dijo él, con una voz deliberadamente resignada y apagada—. ¿De acuerdo, doctora? —Sacó la botella de brandy alfano con su nuevo aditivo de la bolsa de papel y empezó a desenroscar el tapón.

—Creo que están haciendo lo más prudente —dijo la doctora Rittersdorf. Estaba notablemente guapa mientras corría a buscar las gafas; tenía los ojos brillantes—. Esta es una buena señal, señor Baines. De verdad.

Sombríamente, todavía fingiendo ser la derrota personificada, Gabriel Baines llenó ambos vasos con el contenido de la botella.

—Entonces, ¿podemos aterrizar en Cumbres Da Vinci? —preguntó la doctora Rittersdorf, que alzó el vaso y dio un sorbo.

—Oh, claro —dijo él con indiferencia; y también bebió. El sabor era horrible.

—Informaré al miembro de seguridad de nuestra misión —dijo ella—. El señor Mageboom. Así que no habrá… —De repente se quedó callada.

—¿Qué pasa?

—Acabo de tener una sensación… —La doctora Rittersdorf frunció el ceño—. Una especie de conmoción. Muy dentro de mí. Si no supiera que… —Parecía incómoda—. No importa, señor… Baines, ¿no? —Rápidamente bebió del vaso—. De repente me siento muy tensa. Supongo que estaba preocupada; no queríamos que… —Se quedó sin voz. Se alejó al otro extremo del compartimento y se sentó en una silla, allí— Ha puesto algo en la bebida. —Levantándose, dejó caer el vaso; se dirigió lo más rápido que pudo al botón rojo de la pared de enfrente.

Cuando pasó por su lado, Baines le rodeó la cintura. El enviado plenipotenciario del consejo de los clanes de Alfa IIIM2 había dado un paso. Para bien o para mal, el plan, la lucha por la supervivencia, estaba en marcha.

La doctora Rittersdorf lo mordió en la oreja. Casi cortándole el lóbulo.

—Eh —dijo él débilmente.

Luego dijo: —¿Qué está haciendo?

Después dijo: —El brebaje de Ledebur funciona. —Y añadió:— Pero todo tiene sus límites.

El tiempo pasó y dijo jadeando: —Al menos en teoría.

Se oyó un golpe en la puerta.

Levantándose un poco, la doctora Rittersdorf gritó: —¡Váyase!

—Soy Mageboom —dijo una voz apagada masculina desde el corredor.

La doctora Rittersdorf se puso en pie de un salto, se liberó de Baines, corrió hasta la puerta y la cerró con llave. Entonces se dio la vuelta y, con una expresión salvaje, saltó —a él le pareció que saltaba— directamente sobre él. Cerró los ojos y se preparó para el impacto.

Pero ¿iba a conseguir lo que querían así? Políticamente hablando.

Sujetándola, manteniéndola en un punto del suelo, un poco a la derecha del montón de ropa tirada, Baines gruñó: —Escuche, doctora Rittersdorf…

—Mary. —Y esta vez lo mordió en la boca; sus dientes chocaron contra él con una fuerza pasmosa y Baines hizo una mueca de dolor, cerró los ojos sin querer. Aquello resultó ser un error capital. Porque en ese momento cayó; lo siguiente que supo fue que estaba debajo, inmovilizado en el sitio; ella le había clavado las huesudas rodillas en los costados y lo tenía agarrado justo por encima de las orejas, con el pelo entre los dedos y tirando hacia arriba como si quisiera arrancarle la cabeza de los hombros. Y al mismo tiempo…

—¡Socorro! —gritó Baines débilmente.

Sin embargo, era evidente que la persona al otro lado de la puerta ya se había ido; no hubo respuesta.

Baines divisó el botón rojo de la pared que Mary Rittersdorf había estado a punto de apretar —lo había intentado, aunque ahora no cabía la menor duda de que no lo haría ni en un millón de años— y empezó a arrastrarse pulgada a pulgada en aquella dirección.

No llegó nunca.

Y lo que más me fastidia, pensó luego desesperado, es que además esto no va a ayudar políticamente al consejo.

—Doctora Rittersdorf —rechinó, intentando recuperar el aliento—, seamos razonables. En nombre de Dios, hablemos, ¿de acuerdo? Por favor.

Esta vez le mordió la punta de la nariz; Baines sintió cómo los dientes se encontraban. Ella rió; fue una risa larga y resonante que lo dejó helado.

Creo que lo que va a acabar conmigo, decidió al fin después de lo que le pareció un intervalo infinito de tiempo en el que ninguno de los dos consiguió decir nada, son los mordiscos; va a morderme hasta matarme y yo no puedo hacer nada. Se sentía como si hubiera despertado a la libido del universo; era un poder elemental pero gigantesco lo que lo tenía sujeto a la alfombra, allí, sin posibilidad de escapatoria. Ojalá entrara alguien, uno de los guardas de seguridad armados, por ejemplo…

—¿Sabes que eres el hombre más guapo que existe? —susurró Mary Rittersdorf mojándole la mejilla. Entonces se echó un poco hacia atrás, se sentó en cuclillas y se acomodó. Él aprovechó la oportunidad y se alejó rodando; a gatas, se dirigió al botón, lo buscó a tientas frenéticamente para apretarlo, para llamar a alguien, a cualquiera, terrano o no.

Jadeando, ella lo agarró por el tobillo y lo arrojó contra el suelo; su cabeza golpeó el costado del armario metálico y gimió mientras la oscuridad de la derrota y la aniquilación —de una intensidad que no habría creído posible— se apoderaba de él.

Con una carcajada, Mary Rittersdorf le dio la vuelta y saltó sobre él una vez más; volvió a clavarle las rodillas desnudas y le bamboleó los pechos encima de la cara mientras le sujetaba las muñecas y lo inmovilizaba. Era evidente que no le importaba si estaba realmente consciente, descubrió él cuando la oscuridad se hizo total. Tuvo un último pensamiento, una última determinación.

De algún modo, como fuera, conseguiría que el santo Ignatz Ledebur pagara por aquello. Aunque fuera lo último que hiciese.

—Oh, eres tan adorable… —dijo la voz de Mary Rittersdorf a un cuarto de pulgada de su oreja izquierda, ensordeciéndolo—. Podría comerte entero. —Se estremeció de pies a cabeza, con una ondulación que fue como una tormenta de movimiento, una sacudida de la superficie de la propia tierra.

A punto de desmayarse tuvo la terrible sensación de que la doctora Rittersdorf no había hecho más que empezar. Y la causa no era el brebaje de Ledebur, porque a él no le había afectado de la misma manera. Gabriel Baines y el brebaje del santo hebe sólo le habían dado la oportunidad de salir a la luz algo que ya estaba en la doctora Mary Rittersdorf. Y él tendría mucha suerte si la combinación no resultaba ser —como parecía— una poción mortal en lugar de una supuesta poción amorosa.

En ningún momento perdió del todo el conocimiento. Por tanto fue consciente de que, mucho después, la actividad que lo tenía atrapado empezaba a decaer poco a poco. El huracán inducido artificialmente disminuyó y luego, al fin, se hizo la paz a intervalos. Y entonces —de algún modo que no tenía claro— fue trasladado desde donde estaba en el suelo, desde el compartimento de la doctora Mary Rittersdorf, a un lugar completamente distinto.

Ojalá estuviera muerto, se dijo. Era evidente que el período de gracia se había agotado; el ultimátum terrano había expirado y él no había podido detener los acontecimientos. ¿Y dónde estaba? Con cautela, Baines abrió los ojos.

Estaba oscuro. Se encontraba en el exterior, bajo las estrellas, y a su alrededor se alzaba el estercolero que era el asentamiento hebe de Ciudad Gandhi. En ninguna dirección —buscó frenéticamente— pudo distinguir la forma de la nave terrana. Así que había despegado. Para aterrizar en Cumbres Da Vinci.

Temblando, se sentó cansinamente. Por todo lo sagrado para la especie, ¿dónde estaba su ropa? ¿No se había molestado en devolvérsela? Le parecía un final injusto; volvió a tumbarse, cerró los ojos y se maldijo con voz monótona… Él, el delegado pare en el consejo supremo. Demasiado…, pensó con amargura.

Un ruido a su derecha atrajo su atención; abrió los ojos de nuevo, esta vez para mirar con cautela. Aquel vehículo antiguo y obsoleto se acercaba ruidosamente. Entonces los vio: arbustos; sí, advirtió, encima lo habían arrojado a los arbustos, como en el antiguo refrán: Mary Rittersdorf lo había reducido al estatus de parte de un dicho popular. La odiaba por eso, pero el miedo que sentía por ella, mucho más grande, no disminuyó. Lo que se acercaba no era más que un típico coche hebe de combustión interna; podía distinguir los faros amarillos.

Poniéndose en pie hizo señas para que se parara allí, en medio del nebuloso sendero para ganado hebe, en las afueras de Ciudad Gandhi.

—¿Qué pasa? —preguntó el hebe que iba al volante con voz torpe e insípida; estaba lo bastante deteriorado como para haber perdido toda cautela.

Baines caminó hasta la puerta del coche y dijo: —Me han… atacado.

—¿Sí? Qué mal. ¿También se llevaron su ropa? Suba. —El hebe golpeó la puerta que tenía detrás hasta que crujió y se abrió—. Lo llevaré a mi casa. Le daré algo que ponerse.

—Preferiría que me llevase a la chabola de Ignatz Ledebur —dijo Baines, sombrío—. Quiero hablar con él. —Sin embargo, si todo estaba allí, dentro de la mujer desde el principio, ¿cómo podía culpar al santo hebe? Nadie podía haberlo previsto, y si soliera provocar aquellos efectos en las mujeres probablemente Ledebur habría dejado de emplearlo.

—¿Qué es? —preguntó el hebe cuando arrancó el coche.

Había comunicación en Ciudad Gandhi, por escasa que fuera; era una señal, advirtió Baines, que contradecía las teorías de Mary sobre todos ellos. No obstante, se acercó y describió lo mejor que pudo el lugar donde se encontraba la chabola del santo hebe.

—Ah, sí —dijo el conductor—, el tío que tiene tantos gatos. El otro día atropellé a uno. —Rió entre dientes. Baines cerró los ojos y gimió.

Poco después se detuvieron frente a la chabola débilmente iluminada del santo hebe. El conductor abrió la puerta del coche con un golpe y Baines bajó con dificultad: le dolían todas las articulaciones, y el millón de mordiscos que Mary Rittersdorf, en su pasión, le había infligido le provocaban un sufrimiento insoportable. Avanzó paso a paso por el patio cubierto de desperdicios, a la irregular luz amarilla de los faros del coche, buscó la puerta de la chabola, apartó un número indeterminado de gatos de su camino y llamó a la puerta.

Al verlo, el santo Ignatz Ledebur se sacudió de risa. —Ha debido de ser tremendo, está sangrando por todo el cuerpo. Le daré algo para ponerse y probablemente Elsie tenga algo para esos mordiscos o lo que sean… Está como si le hubiera dado una paliza con unas tijeras de manicura. —Riendo entre dientes, se fue arrastrando los pies a algún lugar de la parte posterior de la chabola. Una horda de niños mugrientos observaba a Baines mientras él se calentaba junto al radiador de aceite; no los tuvo en cuenta.

Después, mientras la esposa consensual de Ledebur le aplicaba un ungüento en los mordiscos —que se concentraban alrededor de la nariz, la boca y las orejas— y Ledebur disponía unas ropas harapientas pero razonablemente limpias, Gabriel Baines dijo: —No la entiendo. Debe de ser una sádica oral. Eso fue lo que hizo que todo saliera mal. —Mary Rittersdorf, advirtió sobriamente, estaba tan enferma como cualquier habitante de Alfa III M2, o incluso más. Pero hasta ahora lo había tenido latente.

—La nave terrana se ha ido —dijo Ledebur.

—Lo sé. —Ahora empezó a vestirse.

—He tenido una visión —dijo Ledebur— en la última hora. Sobre la llegada de otra nave terrana.

—Una nave militar —dedujo Baines—. Para tomar Cumbres Da Vinci. —Se preguntó si serían capaces de arrojar bombas H al asentamiento de los manses en nombre de la psicoterapia.

—Es una nave pequeña y rápida —dijo Ledebur—. Según la imagen psíquica que me han transmitido las fuerzas primordiales. Como una abeja. Bajó ruidosamente y aterrizó cerca del asentamiento poli, Aldea Aldea.

Baines pensó inmediatamente en Annette Golding. Deseó con todas sus fuerzas que estuviera bien. —¿Tiene algún tipo de vehículo? ¿Algo con lo que pueda volver a Adolfvilla? —Estaba su coche, probablemente aparcado en el lugar que había ocupado la nave terrana. Diablos, podía ir andando desde allí. Y no regresaría a su asentamiento, decidió; iría a Aldea Aldea, a asegurarse de que no habían violado o disparado a Annette, ni le habían dado una paliza. Si le habían hecho daño…

—Les he fallado —le dijo a Ledebur—. Dije que tenía un plan y ellos dependían de mí, claro, porque soy pare. —Sin embargo, aún no se había rendido; su mente pare estaba llena de planes, activa y viva. No iba a morir así, planeando cómo derrotar al enemigo.

—Debería comer algo —sugirió la mujer de Ledebur—. Antes de ir a alguna parte. Queda un poco de estofado de riñón; iba a dárselo a los gatos, pero puede comérselo si quiere.

—Gracias —dijo él, consiguiendo evitar una arcada; la cocina hebe dejaba mucho que desear. Pero la mujer tenía razón. Necesitaba recuperar algo de energía; de lo contrario se caería redondo. Era asombroso que no lo hubiera hecho aún, teniendo en cuenta lo que le había ocurrido.

Después de comer tomó prestada una linterna de Ledebur, le dio las gracias por la ropa, el ungüento y la comida y partió, a pie por las calles estrechas, serpenteantes y llenas de basura de Ciudad Gandhi. Por suerte su coche seguía donde lo había dejado; ni a los hebes ni a los terranos les había parecido oportuno llevárselo, serrarlo o pulverizarlo.

Con él salió de Ciudad Gandhi y tomó la carretera del este hacia Aldea Aldea. De nuevo recorrió a la miserable velocidad de setenta y cinco millas por hora el paisaje abierto y expuesto que se extendía entre los asentamientos.

Lo acompañaba una terrible sensación de urgencia como no había tenido nunca. Cumbres Da Vinci había sido invadida, tal vez ya hubiera caído; ¿qué quedaba? ¿Cómo podían sobrevivir sin la fantástica energía del clan mans? Tal vez esa única pequeña nave terrana significara algo… ¿Sería una esperanza? Por lo menos era inesperada. Y, en el reino de lo esperado, ellos no tenían ninguna posibilidad, estaban condenados.

Él no era esquiz, ni hebe. Y sin embargo, a su modo oscuro, él también tuvo una visión. Era la visión de una posibilidad remota, de una posibilidad entre muchas. Su primer plan había fracasado pero todavía quedaba aquello; él creía en ello. Y ni siquiera sabía por qué.