6

De unos estantes a la altura de la cabeza saltaron unos gatos; tres viejos machos de color naranja y un man moteado, luego varios cachorros siameses cruzados con caras vellosas y bigotudas, un joven macho negro y ágil, y, moviéndose con gran dificultad, una hembra con manchas, embarazada; los gatos, junto con un pequeño perro, se apiñaron alrededor de los pies de Ignatz Ledebur, impidiéndole avanzar hacia el exterior de la chabola.

Delante había una despedazada rata muerta; la había cazado el perro, un terrier conejero, y los gatos habían comido a voluntad. Ignatz los había oído gruñir, al amanecer. Lo sentía por la rata, que probablemente había acudido en busca de la basura amontonada a ambos lados de la única puerta de la chabola. Después de todo, las ratas también tenían derecho a vivir, tanto como cualquier ser humano. Pero, claro, el perro no lo comprendía; matar era un instinto implantado en la débil carne canina. Así que no había culpa moral, y en cualquier caso las ratas le daban miedo; a diferencia de sus parientes de Terra, éstas tenían manos ágiles y podían hacer —y hacían— armas toscas. Eran inteligentes.

Delante de Ignatz yacían los restos de un tractor automático que llevaba mucho tiempo sin utilizarse; lo habían dejado allí varios años antes con la vaga idea de que se podía reparar. Mientras tanto, los quince (¿o eran dieciséis?) hijos de Ignatz jugaban encima, induciendo a lo que quedaba del circuito común a que hablara con ellos.

No encontraba lo que estaba buscando: un cartón vacío de leche para encender el fuego de la mañana. Así que tendría que recurrir a una caja. Empezó a revolver el gran montón de madera desechada en busca de una caja lo bastante ligera para poder romperla saltando encima, apoyándola en el porche de la chabola.

El aire matutino era frío e Ignatz se estremeció, deseando no haber perdido la chaqueta de lana; en una de sus largas caminatas la había dejado en el suelo para descansar, y se la había puesto debajo de la cabeza como almohada… Cuando despertó la olvidó y la dejó allí. Lástima de chaqueta. Por supuesto, no se acordaba de dónde había sido; sólo sabía que se encontraba en el camino hacia Adolfvilla, tal vez a diez días de marcha.

Una mujer de una chabola cercana —había vivido con ella durante un tiempo, y se había cansado después de que tuvieran dos hijos— apareció y gritó frenéticamente a una gran cabra blanca que había entrado en el huerto del jardín. La cabra siguió comiendo casi hasta que la mujer la alcanzó, y luego corcoveó, la golpeó con las patas de atrás y salió corriendo de un salto, con unas hojas de remolacha todavía colgándole del hocico. Una sobresaltada bandada de patos graznaron con distintos grados de terror mientras todos se dispersaban, e Ignatz rió. Los patos se tomaban las cosas muy en serio.

Después de romper la caja para el fuego, regresó a la chabola, con los gatos todavía detrás; les cerró la puerta en las narices —no antes de que un cachorro consiguiera escurrirse adentro— y luego se agachó junto a la estufa de hierro y empezó a preparar el fuego.

En la mesa de la cocina, su esposa actual, Elsie, dormía bajo un montón de mantas; no se levantaría hasta que él no hubiera encendido el fuego y hecho el café. No la culpaba. En aquellas mañanas frías a nadie le gustaba levantarse; Ciudad Gandhi no se agitaba hasta muy avanzada la mañana, a excepción de los hebes que llevaban vagando toda la noche, por supuesto.

Del único dormitorio de la chabola salió un niño pequeño, desnudo, con el pulgar en la boca, y se puso a observar en silencio cómo encendía el fuego.

Detrás del niño se oía el ruido de un equipo de televisión; se oía bien, pero no se veía la imagen. Los niños no podían ver nada, sólo escuchar. Debería arreglarlo, se dijo Ignatz, pero no tenía ninguna prisa; antes de que el transmisor de Cumbres Da Vinci entrara en funcionamiento, la vida había sido más simple.

Cuando empezó a hacer el café descubrió que faltaba una parte de la cafetera. En lugar de perder el tiempo buscándola, hizo café hervido; calentó una cacerola de agua en el fogón de propano y luego, cuando empezaba a hervir, echó a ojo un gran puñado de granos de café. El aroma cálido y exquisito llenó la chabola; lo inhaló con gratitud.

Se encontraba junto a la cocina, desde dios sabía cuánto tiempo, oliendo el café, oyendo el crujido del fuego que calentaba la chabola. Poco a poco fue descubriendo que estaba teniendo una visión.

Transfigurado, se quedó quieto; mientras tanto, el gato que había entrado consiguió subir a la pila, donde encontró una masa de comida desechada de la noche anterior; comió con avidez; el sonido y la imagen del gato se confundieron con los otros sonidos e imágenes. Y la visión se fortaleció.

—Quiero gachas de cereales para desayunar —anunció el niño desnudo desde la puerta del dormitorio.

Ignatz Ledebur no respondió; la visión lo había trasladado a otro mundo. Mejor dicho, a un mundo tan real que no tenía lugar; eliminaba la dimensión espacial, no estaba ni aquí ni allá. Y en cuanto al tiempo…

Parecía haber existido siempre, pero él no estaba muy seguro. Tal vez lo que estaba viendo no existiera en el tiempo, y no había tenido principio, y, no importaba lo que él hiciera, nunca terminaría, porque era demasiado grande. Se había liberado del tiempo por completo, quizá.

—Eh —murmuró Elsie, soñolienta—. ¿Dónde está mi café?

—Espera —dijo él.

—¿Que espere? Lo estoy oliendo, maldita sea; ¿dónde está? —Se sentó con un gran esfuerzo, apartando las mantas, con el cuerpo desnudo, los pechos colgando.— Me encuentro fatal. Tengo ganas de vomitar. Supongo que esos hijos tuyos estarán en el baño. —Se deslizó de la mesa y salió vacilante de la habitación.— ¿Qué haces ahí? —preguntó, deteniéndose en la entrada del baño, suspicaz.

—Déjame tranquilo —dijo Ignatz.

—«Déjame tranquilo», vete a la mierda; fue idea tuya que me viniera a vivir aquí. Nunca quise dejar a Frank. —Entró en el cuarto de baño y cerró con un portazo; la puerta volvió a abrirse y Elsie la empujó y la aguantó con el pie.

La visión había terminado; Ignatz, decepcionado, se volvió, llevó la cacerola de café a la mesa, tiró las mantas al suelo, sacó dos tazas —de la cena de la última noche— y las llenó con el café caliente de la cacerola; unos posos abultados flotaban en la superficie de las tazas.

—¿Qué ha sido eso, otro de tus supuestos trances? —dijo Elsie desde el cuarto de baño—. ¿Has visto algo, como Dios? —Estaba muy disgustada.— No sólo tengo que vivir con un hebe, sino con un hebe que tiene visiones, como un esquiz. ¿Qué eres, un hebe o un esquiz? Hueles como un hebe. Decídete. —Tiró de la cadena y salió del cuarto de baño.— Y eres tan irritable como un mans. Eso es lo que menos me gusta de ti, tu perpetua irritabilidad. —Tomó una de las tazas y bebió.— ¡Tiene posos! —gritó, enfurecida—. ¡Has vuelto a perder la cafetera!

Ahora que la visión se había borrado le costaba recordar cómo había sido. Era uno de los problemas de las visiones. ¿Qué relación tenían con el mundo cotidiano? Siempre se preguntaba lo mismo.

—He visto un monstruo —dijo—. Pisaba Ciudad Gandhi y la aplastaba. Ciudad Gandhi desaparecía; sólo quedaba un agujero. —Estaba triste; le gustaba Ciudad Gandhi, mucho más que cualquier otro lugar de la luna. Y entonces tuvo miedo, mucho más del que había tenido nunca. Y sin embargo no podía hacer nada. No había manera de detener al monstruo; vendría y acabaría con todo el mundo, incluso con los poderosos manses y todas aquellas inteligentes ideas, aquella actividad incesante. Incluso con los pares, que intentaban defenderse contra todo, lo real y lo irreal por igual.

Pero en la visión había más cosas.

Detrás del monstruo había un alma malvada.

La había contemplado arrastrarse por el mundo como una brillante gelatina de podredumbre; pudría todo cuanto tocaba, incluso el suelo desnudo, las plantas y los árboles escuálidos. Una taza de aquello corrompería un universo entero, y pertenecía a una persona de acción. Una criatura que quería.

Así que se acercaban dos cosas malignas: el monstruo que aplastaba Ciudad Gandhi y, además, el alma malvada; eran separables, y en última instancia cada uno seguiría su propio camino. El monstruo era hembra; el alma malvada, varón. Y… cerró los ojos. Aquélla era la parte de la visión que lo había aterrorizado. Los dos librarían una batalla terrible. Y no era una batalla entre el bien y el mal; era una lucha ciega, vacía, entre dos entidades contaminadas por completo, igualmente viciadas.

La batalla, que quizá terminara con la muerte de una de las entidades, tendría lugar en este mundo. Se estaban acerando deliberadamente, para utilizarlo como campo de batalla, para librar su guerra intemporal.

—Prepara unos huevos —dijo Elsie.

De mala gana, Ignatz buscó en los desperdicios un cartón de huevos.

—Tendrás que fregar la sartén de anoche —dijo Elsie—. La dejé en el fregadero.

—Vale. —Abrió el agua fría; con un montón de papel de periódico arrugado frotó la superficie incrustada de la sartén.

No sé, pensó. ¿Puedo influir en el resultado de esta lucha? ¿Tendría algún efecto la presencia del bien?

Podía convocar todas sus facultades espirituales e intentarlo. No sólo en beneficio de la luna, de todos los clanes, sino de las dos entidades tenebrosas. Tal vez para aligerar su carga.

Era una idea inspiradora, y mientras restregaba la sartén siguió meditando sobre ella, en silencio. Era inútil decírselo a Elsie; se limitaría a mandarlo al infierno. Ella no conocía sus poderes, ya que él nunca se los había revelado. Cuando tenía el humor adecuado, podía atravesar paredes, leer la mente de las personas, curar enfermedades, hacer enfermar a gente malvada, cambiar el clima, destruir cosechas… Podía hacer casi cualquier cosa, en las circunstancias apropiadas. Gracias a su santidad.

Incluso los suspicaces pares reconocían su santidad. Todos los habitantes de la luna lo hacían, incluso los activos e insultantes manses, cuando se tomaban el tiempo necesario para levantar la vista y verlo.

Si alguien puede salvar esta luna de esos dos organismos sombríos soy yo, advirtió Ignatz. Ese es mi destino.

—No es un mundo; es sólo una luna —dijo Elsie con un frío desdén; se encontraba delante del incinerador de desperdicios, poniéndose la ropa que se había quitado la noche anterior. Llevaba usándola una semana, e Ignatz observó —no sin cierto alivio— que se estaba convirtiendo en hebe; no haría falta mucho más.

Y ser hebe era bueno. Porque los hebes habían encontrado el Camino Puro, se habían librado de lo innecesario.

Abriendo la puerta de la chabola, salió una vez más a la fría mañana.

—¿Adónde vas? —gritó Elsie detrás de él.

—A hablar —dijo Ignatz. Cerró la puerta, y entonces, con los gatos siguiéndolo, emprendió el camino a casa de Omar Diamond, su colega esquiz.

Gracias a sus poderes psiónicos, se transportó de un lado a otro de la luna hasta que al fin encontró a Omar, sentado en el consejo de Adolfvilla con un representante de cada clan. Ignatz levitó hasta la sexta planta del gran edificio de piedra, se balanceó junto a la ventana y la golpeó hasta que los de dentro lo vieron y fueron a abrirle la ventana.

—Dios, Ledebur —declaró Howard Straw, el representante mans—. Hueles a cabra. Dos hebes en la misma habitación… Qué asco. —Volvió la espalda a todo el mundo, se alejó y se puso a mirar a la nada, luchando por contener su ira mans.

El representante pare, Gabriel Baines, le dijo a Ignatz: —¿Cuál es el propósito de esta intrusión? Estamos reunidos.

Ignatz Ledebur se comunicó en silencio con Omar Diamond y le contó su apuro. Diamond lo oyó, asintió y, de repente, combinando sus poderes, los dos abandonaron la sala del consejo; él y Diamond atravesaron juntos un campo de hierba donde crecían setas. Durante un rato ninguno habló. Se divirtieron pisando las setas.

Al cabo Diamond dijo: —Ya estábamos comentando la invasión.

—Va a aterrizar en Ciudad Gandhi —dijo Ignatz—. Tuve una visión; los que se acercan van a…

—Sí, sí —dijo Diamond con irritación—. Sabemos que son poderes infernales; he informado a los delegados de ese hecho. Ningún bien puede venir de los poderes infernales porque son pesados; como ánimas corpóreas que son, se hundirán en la tierra, quedarán presos en el cuerpo del planeta.

—De la luna —dijo Ignatz, y rió entre dientes.

—De la luna, entonces. —Diamond cerró los ojos y caminó sin dar un solo paso en falso a pesar de no ver adonde iba; se había retirado, advirtió Ignatz, a una esquizofrenia catatónica momentánea y voluntaria. Todos los esquizos tenían esa tendencia, y no dijo nada; esperó. Deteniéndose, Omar Diamond murmuró algo que Ignatz no entendió.

Ignatz suspiró y se sentó en el suelo; a su lado, Omar Diamond se hallaba de pie, en trance, y no se oía ningún ruido más que el débil murmullo de los lejanos árboles más allá de los límites del prado.

—Une tus poderes a los míos —dijo de repente Diamond— y proyectaremos la invasión tan claramente que… —Sus palabras se convirtieron de nuevo en un murmullo arcano. Ignatz volvió a suspirar: incluso los santos se irritaban.— Ponte en contacto con Sarah Apostoles —dijo Diamond—. Los tres evocaremos una visión de nuestro enemigo tan auténtica que se hará realidad; controlaremos a nuestro enemigo y su llegada aquí.

Enviando una onda de pensamiento, Ignatz se puso en contacto con Sarah Apostoles, que se hallaba dormida en su chabola de Ciudad Gandhi. La sintió despertar, agitarse, murmurar y gruñir mientras salía de la cama plegable y se ponía en pie, tambaleándose.

Él y Omar Diamond esperaron hasta que apareció Sarah Apostoles; llevaba un abrigo y unos pantalones de hombre y zapatillas deportivas. —Anoche tuve un sueño —dijo—. Hay unas criaturas flotando en los alrededores, preparándose para manifestarse. —El rostro redondo se retorcía de inquietud y de un miedo continuo y corroyente. Aquello le daba un feo aspecto contraído, e Ignatz lo sintió por ella. Sarah nunca había sido capaz, en momentos de tensión, de apartar las emociones destructivas de su ser; estaba atada al cuerpo y a sus enfermedades.

—Sentaos —les pidió Ignatz.

—Haremos que aparezcan ahora —dijo Diamond—. En este lugar. Empecemos. —Agachó la cabeza; los dos hebes también lo hicieron, y juntos los tres aplicaron sus poderes visionarios, reforzándolos mutuamente. Se esforzaron al unísono y pasó el tiempo (ninguno de ellos sabía cuánto) mientras lo que contemplaban florecía en las cercanías como un capullo maligno.

—Aquí está —dijo Ignatz, y abrió los ojos. Sarah y Diamond hicieron lo mismo; levantaron la vista hacia el cielo y vieron una nave extranjera que descendía. Lo habían conseguido.

Emitiendo vapores por la parte de atrás, la nave se instaló en el suelo a un centenar de yardas a su derecha. Era una nave grande, advirtió Ignatz. La más grande que había visto nunca. Él también tenía miedo, pero logró controlarlo, como siempre; hacía muchos años que tenía que tratar con el factor de la fobia. Sarah, en cambio, estaba palpablemente aterrorizada mientras observaba cómo la nave temblaba hasta detenerse y la portezuela lateral se abría para que los ocupantes se excretaran del gran organismo tubular de plástico y metal.

—Dejemos que se nos acerquen —dijo Omar Diamond, cerrando otra vez los ojos—. Que adviertan nuestra existencia. Los obligaremos a que nos reconozcan y nos honren. —Ignatz se le unió al instante, y al cabo de una pausa se unió como pudo la asustada Sarah Apostoles.

Una rampa descendió de la portezuela de la nave. Aparecieron dos figuras y luego empezaron a bajar paso a paso hasta el suelo.

—¿Hacemos algún milagro? —preguntó Ignatz a Diamond, esperanzado.

—¿Como cuál? Yo… no sé nada de magia —dijo Diamond, mirándolo.

—Podemos hacerlo Ignatz y yo juntos —dijo Sarah. Dirigiéndose a Ignatz, añadió—: ¿Por qué no los transfiguramos con el espectro de la araña del mundo que teje su red de determinación para toda la vida?

—De acuerdo —dijo Ignatz, y se concentró en la tarea de convocar a la araña del mundo… o, como diría Elsie, de la luna.

Ante las dos figuras de la nave, bloqueándoles el paso, aparecieron unos brillantes hilos de tela de araña, una estructura construida con rapidez por los constantes esfuerzos de la araña. Las figuras se congelaron.

Una de ellas dijo algo impronunciable.

Sarah rió.

—Si permites que te hagan reír —dijo Omar Diamond con severidad—, perderemos el poder que tenemos sobre ellos.

—Lo siento —dijo Sarah, todavía riendo. Pero era demasiado tarde; el montón de hilos brillantes de tela de araña se disolvió. Y, advirtió Ignatz consternado, lo mismo hicieron Omar Diamond y Sarah; se encontró solo. El triunvirato se había extinguido por un momento de debilidad. Tampoco estaba en el campo de hierba; se encontraba sobre un montón de desperdicios en el patio de su casa, en el centro de Ciudad Gandhi.

Los macroorganismos invasores habían recuperado el control sobre sus actos. Habían conseguido volver a su plan.

Levantándose, Ignatz caminó hacia las dos figuras de la nave, que ahora miraban vacilantes alrededor. Bajo los pies de Ignatz, los gatos retozaban y corrían; tropezó, estuvo a punto de caer; maldiciéndose a sí mismo, apartó los gatos a un lado, intentando conservar cierta seriedad, una expresión digna ante aquellos invasores. No obstante, era imposible. Porque detrás de él la puerta de la chabola se había abierto y había salido Elsie; ella había acabado con sus últimos restos de dignidad.

—¿Quiénes son? —gritó Elsie.

—No lo sé —respondió Ignatz con irritación—. Voy a averiguarlo.

—Diles que se larguen —dijo Elsie, con las manos en las caderas. Había sido mans durante varios años y aún conservaba la hostilidad arrogante que había adquirido en Cumbres Da Vinci. Estaba dispuesta a pelear antes de saber contra qué… Quizá, pensó, con un abridor de latas y una sartén. Aquello lo divirtió y empezó a reír; una vez que empezó no pudo parar, y así llegó frente a los dos invasores.

—¿Qué es lo que tiene tanta gracia? —preguntó uno de ellos, una mujer.

—¿Recuerda haber aterrizado dos veces? —dijo Ignatz, secándose los ojos— ¿Se acuerda de las arañas del mundo? No, no se acuerda. —Era demasiado divertido; los invasores ni siquiera recordaban los esfuerzos de los santos dotados de poderes innaturales. Para ellos ni siquiera había sucedido; no había sido ni tan sólo una ilusión, y sin embargo había requerido todos los esfuerzos posibles de Ignatz Ledebur, Sarah Apostoles y el esquiz, Omar Diamond. Siguió riendo y mientras tanto apareció un tercer invasor, y un cuarto.

Uno de ellos, un hombre, suspiró mientras miraba alrededor. —Dios, este sitio es un vertedero. ¿Creéis que todo es así?

—Pero ustedes pueden ayudarnos —dijo Ignatz. Consiguió recuperar el control sobre sí mismo; señalando el bulto oxidado del tractor automotor sobre el que jugaban los niños, dijo—: ¿Podrían tomarse la molestia de echarme una mano para reparar mi vehículo agrícola? Si tuviera un poco de ayuda…

—Claro, claro —dijo uno de los hombres—. Lo ayudaremos a limpiar este lugar. —Arrugó la nariz con disgusto; era evidente que había olido o visto algo que lo ofendía.

—Pasen adentro —dijo Ignatz—. Y tómense un café. —Se volvió hacia la chabola; al cabo de una pausa, los tres hombres y la mujer lo siguieron con reluctancia.— Debo disculparme por lo pequeño del lugar —dijo Ignatz—, y el estado en que se encuentra… —Abrió la puerta empujándola y esta vez la mayoría de los gatos consiguieron escurrirse en la chabola; inclinándose, los cogió uno por uno y volvió a echarlos afuera. Los cuatro invasores entraron, indecisos, y miraron a su alrededor profundamente infelices.

—Siéntense —dijo Elsie, reuniendo una pizca de amabilidad; puso la tetera en la cocina y encendió el fuego—. Despejen ese banco —ordenó—. Dejen las cosas en cualquier sitio; en el suelo, si quieren.

De mala gana, los cuatro invasores —con evidente aversión— echaron al suelo el montón de ropa sucia de los niños y se sentaron. Todos tenían una expresión vaga y pasmada e Ignatz se preguntó por qué.

—¿Por qué no limpia su casa? —dijo la mujer, titubeando—. Quiero decir, ¿cómo puede vivir en…? —Gesticuló, incapaz de continuar.

Ignatz se sintió culpable. Pero después de todo… Había muchas cosas importantes que hacer y muy poco tiempo. Ni él ni Elsie parecían encontrar la oportunidad de ordenar las cosas; estaba mal, por supuesto, dejar que la chabola se pusiera así, pero… Se encogió de hombros. Pronto, tal vez. Y los invasores podrían ayudar también en eso; quizá tuvieran un simu de trabajo que echara una mano. Los manses tenían, pero eran demasiado caros. Era posible que los invasores le dejaran uno gratis.

Una rata salió de un agujero, detrás del frigorífico, y atravesó la habitación. La mujer invasora, al ver la pequeña y tosca arma que llevaba, cerró los ojos y gimió.

Ignatz, mientras preparaba el café, rió entre dientes. Bueno, nadie les había pedido que vinieran; si no les gustaba Ciudad Gandhi podían irse.

Varios niños salieron del dormitorio y miraron en silencio, boquiabiertos a los cuatro invasores. Los invasores estaban sentados muy tiesos, sin decir nada, esperando con dolor el café, pasando por alto la mirada fija e inexpresiva de los niños.

En la gran sala del consejo de Adolfvilla, el representante hebe, Jacob Simion, habló de repente. —Han aterrizado. En Ciudad Gandhi. Están con Ignatz Ledebur.

—Mientras nosotros estamos aquí hablando —dijo Howard Straw, furioso—. Ya basta de cháchara inútil; aniquilémoslos. No tienen nada que hacer en nuestro mundo, ¿no os parece? —Empujó a Gabriel Baines.

—Estoy de acuerdo —dijo Baines, y se alejó un poco del delegado mans— ¿Cómo lo has sabido? —preguntó a Jacob Simion.

El hebe rió con disimulo. —¿No los habéis visto en la sala? ¿A los cuerpos astrales? Era Ignatz el que vino, aunque no lo recordéis; vino y se llevó a Omar Diamond, pero lo habéis olvidado porque nunca ocurrió; los invasores hicieron que no sucediera dividiendo a los tres en uno y en dos.

—Entonces ya es demasiado tarde —dijo el dep, mirando al suelo con desesperanza—; han aterrizado.

Howard Straw emitió una risa aguda y fría. —Pero sólo en Ciudad Gandhi. ¿A quién le importa? Deberían eliminarla; personalmente, me gustaría que la pulverizaran y acabaran con ella. Es una cloaca y todo el que vive allí apesta.

—Al menos los hebes no somos crueles —murmuró Jacob Simion encogiéndose, como si le hubieran dado un golpe. Unas inevitables lágrimas salieron de sus ojos; Howard Straw sonrió con placer y dio un codazo a Gabriel Baines.

—¿No tenéis unas armas espectaculares en Cumbres Da Vinci? —le preguntó Gabriel Baines. Entonces cayó en la cuenta de que el desprecio del mans por Ciudad Gandhi era revelador; probablemente los manses no pensaban mover un dedo mientras su asentamiento no corriera peligro. No utilizarían el ingenio de sus mentes hiperactivas por la defensa común.

Las viejas sospechas que Gabriel Baines tenía de Straw se veían ahora justificadas.

—No podemos dejar que Ciudad Gandhi se eche a perder —dijo Annette Golding, frunciendo el ceño con preocupación.

—«Se eche a perder» —repitió Straw—. ¡Muy apropiado! Sí que podemos. Escuchad, nosotros tenemos las armas. Nunca se han utilizado, pero pueden eliminar cualquier armada invasora. Los echaremos de aquí cuando nos apetezca. —Miró a los otros delegados de la mesa, disfrutando del poder de su posición, de su dominio; todos dependían de él.

—Sabía que te comportarías así en cuanto hubiera una crisis —dijo Gabriel Baines amargamente. Dios, cómo odiaba a los manses. Qué poco dignos de confianza que eran, qué egocéntricos y autosuficientes; eran incapaces de trabajar por el bien común. Al pensarlo se hizo una promesa. Si alguna vez tenía la oportunidad de hacérsela pagar a Straw, lo haría. De hecho, advirtió, si tenía la oportunidad se lo haría pagar a todos ellos, a todo el asentamiento mans… Valía la pena vivir con aquella esperanza. Los manses tenían ventaja en ese momento, pero no duraría.

En realidad, pensó Gabriel Baines, casi valía la pena dirigirse a los invasores y hacer un pacto con ellos en nombre de Adolfvilla: los invasores y nosotros contra Cumbres Da Vinci.

Cuanto más pensaba en ello, más le gustaba la idea.

—¿Tienes algo que decirnos, Gabe? —preguntó Annette Golding, mirándolo—. Pareces haber pensado algo interesante. —Como todos los polis, era muy perceptiva; había leído correctamente los cambios de expresión de su rostro.

Gabe decidió mentir. Era obvio que tenía que hacerlo. —Creo —dijo en voz alta— que podemos sacrificar Ciudad Gandhi. Vamos a tener que entregársela, dejar que colonicen esa zona, que instalen una base o lo que quieran hacer; es posible que no nos guste, pero… —Se encogió de hombros. ¿Qué otra cosa podían hacer?

—A… a tu gente no le importamos porque no somos… tan limpios como todos vosotros —balbuceó Jacob Simion tristemente—. Me vuelvo a Ciudad Gandhi a reunirme con mi clan; si tienen que morir, yo moriré con ellos. —Se puso en pie, empujando la silla con un golpe discordante.— Traidores —añadió mientras se dirigía hacia la puerta arrastrando los pies a la manera hebe. Los otros delegados lo observaron partir, mostrando distintos grados de indiferencia; ni siquiera Annette Golding, que normalmente se preocupaba por todo y por todos, parecía perturbada.

Y sin embargo —ligeramente— Gabriel Baines sintió pesar. Porque aquél era el destino potencial de todos ellos; de vez en cuando, un pare, un poli, un esquiz o incluso un mans se iba convirtiendo, en etapas insidiosas, imperceptibles, en un hebe. Así que todavía podía suceder.En cualquier momento.

Y ahora, advirtió Baines, si eso le ocurre a alguno de nosotros, no habrá ningún sitio a donde ir. ¿Qué era un hebe sin Ciudad Gandhi? Buena pregunta; lo asustaba.

—Espera —dijo en voz alta.

En la puerta, la figura arrastrada, sin afeitar y descuidada de Jacob Simion hizo una pausa; en los hundidos ojos hebes apareció un atisbo de esperanza.

—Vuelve —dijo Gabriel Baines. Dirigiéndose a los otros, sobre todo al arrogante Howard Straw, dijo—: Tenemos que actuar de común acuerdo. Hoy es Ciudad Gandhi; mañana será Aldea Aldea o nosotros o los esquizos; los invasores acabarán con nosotros pedazo a pedazo. Hasta que sólo quede Cumbres Da Vinci. —Su antagonismo por Howard Straw hizo que su voz rechinara con una agresividad envenenada; apenas podía reconocerla él mismo.— Voto formalmente que empleemos todos nuestros recursos para intentar reconquistar Ciudad Gandhi. Deberíamos empezar por ahí. —Justo en medio de los montones de basura, excrementos de animales y máquinas herrumbrosas, se dijo, e hizo una mueca.

Tras una pausa, Annette dijo: —Yo… secundo la moción.

Se realizó la votación. Sólo Howard Straw votó en contra. Así que la moción se aprobó.

—Straw —dijo Annette enérgicamente—, tienes órdenes de preparar esas armas milagrosas de las que presumías. Puesto que los manses sois tan belicosos, os permitiremos dirigir el ataque para recuperar Ciudad Gandhi. —A Gabriel Baines le dijo:— Y los pares podéis organizarlo. —Parecía bastante tranquila, ahora que todo estaba decidido.

Dulcemente, Ingred Hibbler se dirigió a Straw: —Me gustaría señalar que si la guerra se libra cerca y dentro de Ciudad Gandhi, los otros asentamientos no sufrirán daño alguno. ¿Lo habías pensado?

—Imaginaos luchando en Ciudad Gandhi —murmuró Straw—. Hundidos hasta la cintura en… —Se detuvo. Dirigiéndose a Jacob Simion y Omar Diamond, dijo:— Necesitaremos a todos los santos, visionarios, hacedores de milagros y simples psis esquizos y hebes que podamos conseguir; ¿estarán dispuestos vuestros asentamientos a buscarlos para que nosotros los empleemos?

—Creo que sí —dijo Diamond. Simion asintió.

—Entre las armas milagrosas de Cumbres Da Vinci y los dones de los santos hebes y esquizos —dijo Annette—, deberíamos ser capaces de presentar una resistencia más que simbólica.

—Si pudiéramos conseguir los nombres completos de los invasores —dijo la señorita Hibbler—, podríamos echarles las cartas numerológicas y descubrir sus puntos débiles. O si tuviéramos sus fechas de nacimiento exactas…

—Creo —interrumpió Annette— que las armas de los manses, junto con la capacidad organizativa de los pares y los poderes paranormales de los hebes y los esquizos, serán algo más útiles.

—Gracias —dijo Jacob Simion— por no sacrificar Ciudad Gandhi. —Miró con agradecimiento mudo a Gabriel Baines.

Por primera vez en varios meses, quizás incluso años, Baines sintió que sus defensas se derretían; disfrutó —brevemente— de una sensación de relajamiento, casi de euforia. Alguien lo apreciaba. Y aunque sólo fuera un hebe significaba mucho.

Le recordaba a su infancia. Antes de encontrar la solución Pare.