5

Aquella noche, después de cenar en el restaurante Blue Fox, llamó a casa de su jefe, Jack Elwood.

—Me gustaría ver la criatura a la que llama Dan Mageboom —dijo con cautela.

En la pequeña pantalla, el rostro de su jefe se retorció hasta formar una sonrisa. —Muy bien. Es bastante fácil; vete a ese apartamento ruinoso donde te has metido y haré que Dan se pase por allí. Lo tengo en casa. Fregando platos en la cocina. ¿Qué te ha hecho decidirte?

—Nada en particular —dijo Chuck, y colgó.

Volvió a su apartamento —de noche, con la vieja y defectuosa lámpara encendida, la habitación era más deprimente que nunca— y se sentó para esperar a Dan.

Casi enseguida oyó una voz en el vestíbulo, una voz de hombre que preguntaba por él. Y entonces los pensamientos del hongo ganimediano tomaron forma en su mente. —Señor Rittersdorf, en el pasillo hay un caballero que lo busca; por favor, abra la puerta y salúdelo.

Chuck fue a la puerta y la abrió.

En el vestíbulo había un hombre de mediana edad, de baja estatura, con un vientre prominente y un traje anticuado. —¿Es usted el señor Rittersdorf? —preguntó el hombre con mal humor— Santo Dios, menudo tugurio. Y está lleno de extraños no terranos… ¿Qué hace un terrano aquí? —Se enjugó el rostro rojo y sudado con un pañuelo de bolsillo— Soy Bunny Hentman. Usted es el guionista, ¿verdad? ¿O nada tiene aquí sentido?

—Soy escritor de guiones para simulacros —dijo Chuck. Evidentemente, aquello era cosa de Mary; quería asegurarse de que tenía buenos ingresos para mantenerla en su situación posconyugal.

—¿Cómo es que no me ha reconocido? —dijo Hentman, malhumorado—. ¿Acaso no soy famoso en el mundo entero? O a lo mejor es que no ve la tele. —Irritado, dio una calada al puro.— Así que he venido, aquí estoy. ¿Quiere trabajar para mí o no? Escuche, Rittersdorf… No estoy acostumbrado a ir por ahí suplicando. Pero lo que hace es bueno; tengo que reconocerlo. ¿Dónde está su habitación? ¿O es que tenemos que quedarnos de pie en el vestíbulo? —Avistó la puerta medio abierta del apartamento de Chuck; enseguida echó a andar hacia allí, entró y desapareció.

Chuck lo siguió pensando rápidamente. Era evidente que no sería fácil librarse de Hentman. Aunque, en realidad, no tenía nada que perder con la presencia de Hentman; sería una buena prueba para el simulacro Dan Mageboom.

—Usted sabe —le dijo a Hentman mientras cerraba la puerta del apartamento— que yo no he buscado ese trabajo.

—Claro, claro —dijo Hentman, asintiendo—. Lo sé; usted es un patriota, le gusta trabajar para los espías. Escuche. —Movió un dedo delante de Chuck.— Puedo pagarle tres veces más que ellos. Y tendrá mucha más libertad para escribir. Aunque claro, el que decide qué se utiliza y con qué palabras exactas soy yo. —Con horror echó una ojeada a la sala de estar del apartamento.— Caramba. Me recuerda a mi infancia en el Bronx. Quiero decir, esto es pobreza de verdad. ¿Qué le ha pasado? ¿Lo ha dejado limpio su mujer con la sentencia de divorcio? —Sus ojos, sabios y llenos de compasión, parpadearon.— Sí, puede ser horrible; lo sé. Me he divorciado tres veces, y todas me han costado un ojo de la cara. La ley está con las mujeres. Esa mujer suya es atractiva, pero… —Gesticuló.— No sé. Es como fría; ¿sabe lo que quiero decir? Con una mujer así hay que asegurarse de que no hay problemas legales antes de liarse con ella. Hay que estar seguro de que es superlegal. —Observó a Chuck.— Pero usted es de los que se casan; se le nota. Juega limpio. Una mujer como ésa puede pisotearlo con los dos pies. Y dejarlo más chato que el culo de un gusano.

Alguien llamó a la puerta. Y al mismo tiempo los pensamientos del hongo ganimediano, Lord Running Clam, tomaron forma en la mente de Chuck. —Un segundo visitante, señor Rittersdorf. Esta vez es un hombre más joven.

—Disculpe —dijo Chuck a Bunny Hentman; se dirigió a la puerta y la abrió.

—¿Quién es el que habla con la mente? —musitó Hentman por detrás.

Un joven de rostro entusiasta y buena apariencia, vestido elegantemente con la ropa más a la moda de Harding Brothers, le dijo: —¿Señor Rittersdorf? Soy Daniel Mageboom. El señor Elwood me pidió que me pasara por aquí.

Era un buen trabajo; Chuck nunca lo hubiera adivinado.

Y al darse cuenta se sintió eufórico. —Claro —dijo—. Adelante —e hizo entrar al simulacro en el viejo apartamento—. Señor Mageboom —dijo—, éste es el famoso cómico televisivo Bunny Hentman. Ya sabe… ya-ya, bum-bum, el Hentman que sale corriendo vestido de conejo con los ojos bizcos y las orejas colgando.

—Es todo un honor —dijo Mageboom tendiéndole la mano; se dieron la mano, estudiándose el uno al otro—. He visto su programa muchas veces. Es divertidísimo.

—Sí —murmuró Bunny Hentman, mirando severamente a Chuck.

—Dan es un empleado de mi oficina; es la primera vez que nos vemos —dijo Chuck—. Vamos a trabajar juntos —añadió.

—No —dijo Hentman con energía—. Usted va a trabajar para mí, ¿no lo entiende? He traído el contrato; lo han redactado mis abogados. —Rebuscó en el bolsillo del abrigo.

—¿He interrumpido algo? —dijo Mageboom, retrocediendo prudentemente—. Puedo volver más tarde, señor Rittersdorf. Chuck, si me permite llamarlo así.

Hentman lo miró. Entonces, encogiéndose de hombros, empezó a desdoblar el contrato. —Vea esto. Mire lo que va a cobrar. —Le dio un golpe con el puro.— ¿Pueden pagarle algo parecido sus espías? Vamos a ver, hacer reír a América es patriótico; es bueno para la moral y molesta a los comunistas. De hecho es más patriótico que lo que usted hace; esos simulacros no son nada; me dan escalofríos.

—Estoy de acuerdo —dijo Mageboom—. Sin embargo, señor Hentman, puedo explicarle otro aspecto de ese argumento, si me dedica parte de su tiempo. El trabajo que realiza el señor Rittersdorf, Chuck, no puede realizarlo ningún otro. Programar simulacros es un arte; sin la programación de un experto no son más que carcasas y todo el mundo, incluso los niños, pueden distinguirlos de las personas de verdad. En cambio, programados adecuadamente… —Sonrió.— Nunca ha visto uno de los simulacros de Chuck en acción. Es increíble. —Añadió:— El señor Petri también es bueno. De hecho, en algunos aspectos es mejor.

Obviamente, era Petri quien había programado aquel simulacro. Y se estaba haciendo publicidad. Chuck no pudo evitar una sonrisa.

—Tal vez debería contratar a ese tal Petri —dijo Bunny Hentman lóbregamente— Si tan bueno es.

—Para lo que usted se propone —dijo Mageboom—, Petri podría ser mejor. Sé lo que le gusta de los guiones de Chuck, pero hay un problema: es errático. Dudo que pueda mantenerlo trabajando a jornada completa, que es lo que usted necesita. No obstante, entre otras muchas cosas…

—Lárguese —le dijo Hentman a Mageboom, malhumorado—. No me gustan las conversaciones a tres bandas —añadió, dirigiéndose a Chuck—; ¿no podemos irnos a otro sitio? —Estaba visiblemente molesto por Dan Mageboom… Como si supiera que allí había algo raro.

Los pensamientos del hongo cobraron forma una vez más en la mente de Chuck. —Esa chica tan adorable a pesar de no haberse hecho la dilatación de pezones, tal como usted observó, está entrando en el edificio, señor Rittersdorf, en su busca; ya le he dicho que suba.

Bunny Hentman, que obviamente también recibía los pensamientos del hongo, gimió desesperado. —¿No hay ninguna manera de que podamos hablar? Ahora ¿quién diablos es ésta? —Se volvió hacia la puerta, mirándola.

—La señorita Trieste no interferirá en la conversación, señor Hentman —dijo Dan Mageboom, y Chuck miró al simulacro, asombrado de que supiera algo de Joan. Pero estaba en control remoto; se dio cuenta enseguida. Evidentemente, aquello no era un programa; Petri lo estaba operando desde el edificio de la CIA en San Francisco.

La puerta se abrió y apareció Joan Trieste, dubitativa, con un jersey gris y una falda acampanada, sin medias pero con tacones. —¿Te molesto, Chuck? —preguntó—. Señor Hentman —dijo, y enrojeció—. Lo he visto cientos de veces. Creo que es usted el mejor cómico que existe. Es tan grande como Sid Caesar y todos los antiguos. —Con los ojos brillantes, se acercó a Bunny Hentman y se quedó junto a él, pero cuidando de no tocarlo.— ¿Eres amigo de Bunny Hentman? —preguntó a Chuck—. Ojalá me lo hubieras dicho.

—Estamos intentando llegar a un acuerdo —gimió Hentman—. Así que ¿cómo lo hacemos? —Sudando profusamente, empezó a caminar por el pequeño salón.— Me rindo —anunció—. No puedo contratarlo; es imposible. Conoce a demasiada gente. Se supone que los escritores son tíos recluidos, que llevan una vida solitaria.

Joan Trieste no había cerrado la puerta del apartamento y el hongo estaba entrando por la rendija, ondulándose lentamente. Señor Rittersdorf —se dio cuenta de lo que pensaba Chuck—. Tengo algo urgente que comentarle a solas, en privado. ¿Le importaría ir a mi apartamento un instante, por favor?

Hentman volvió la espalda, gritó de frustración, se dirigió a la ventana y se puso a mirar afuera.

Perplejo, Chuck acompañó al hongo a su apartamento.

—Cierre la puerta y acérquese a mí —dijo el hongo—. No quiero que los demás capten mis pensamientos.

Chuck lo hizo.

—Esa persona, el señor Dan Mageboom —pensó el hongo con discreción—. No es un ser humano; es un robot. Carece de personalidad; un individuo lo maneja a distancia. Me pareció que tenía el deber de avisarle, puesto que al fin y al cabo somos vecinos.

—Gracias —dijo Chuck—, pero ya lo sabía. —Sin embargo, ahora se sentía inquieto; no quería tener al hongo leyéndole los pensamientos, en vista de la dirección que habían tomado últimamente.— Escuche —empezó a decir, pero el hongo se le adelantó.

—Ya he visto ese material en su mente —le informó—. La hostilidad hacia su esposa, sus impulsos homicidas. Todo el mundo siente ese tipo de impulsos en alguna ocasión, y de todas formas sería impropio de mí comentarlos con nadie. Como los curas o los médicos, los telépatas…

—No hablemos de eso —dijo Chuck. El hecho de que el hongo conociera sus intenciones arrojaba una nueva luz sobre ellas; tal vez no fuera prudente continuar. Si el fiscal pudiera llevar a Lord Running Clam a declarar…

—En Ganímedes —declaró el hongo—, la venganza está santificada. Si no me cree, pregúntele a su abogado, el señor Nat Wilder. Yo no deploro en modo alguno la dirección que han tomado sus inquietudes; son infinitamente preferibles a su anterior impulso suicida, que es contrario a la naturaleza.

Chuck empezó a salir del apartamento del hongo.

—Espere —dijo el hongo—. Una cosa más; a cambio de mi silencio… me gustaría que me hiciese un favor.

Así que allí estaba el truco. No lo sorprendía; después de todo, Lord Running Clam era una criatura de negocios.

El hongo dijo: —Insisto, señor Rittersdorf, en que acepte el trabajo que el señor Hentman le está ofreciendo en estos instantes.

—¿Y qué pasa con mi trabajo en la CIA? —preguntó Chuck.

—No tiene por qué dejarlo; puede tener los dos. —Los pensamientos del hongo tenían un tono de confianza.— Si está, um, pluriempleado.

—Pluriempleado. ¿De dónde ha sacado esa palabra?

—Soy experto en la sociedad terrana —lo informó el hongo—. Tal como yo lo veo, realizará el trabajo de la CIA durante el día, y el de Bunny Hentman por la noche. Para hacerlo necesitará drogas, estimulantes talámicos de tipo hexoanfetamínico, que son ilegales en Terra. No obstante, yo se los proporcionaré; tengo contactos fuera de este planeta que pueden conseguir las drogas con facilidad. No necesitará dormir en absoluto, una vez su metabolismo cerebral haya sido estimulado por…

—¡Una jornada laboral de dieciséis horas! Me saldría más a cuenta dejarle ir a la policía.

—No —disintió el hongo—. Porque éste es el resultado: consciente de que las autoridades conocen sus intenciones de antemano, se abstendrá de cometer el asesinato. Por tanto, no terminará con esa mujer malvada; abandonará su plan y le permitirá seguir viviendo.

—¿Cómo sabe que Mary es una «mujer malvada»? —dijo Chuck. De hecho, pensó, ¿qué sabe usted de las mujeres terranas en absoluto?

—A través de sus pensamientos he sabido de la gran cantidad de pequeños sadismos que la señora Rittersdorf ha practicado sobre usted a lo largo de los años; es claramente diabólica, para los estándares de cualquier cultura. Por eso está usted enfermo y no puede percibir la realidad correctamente; por ejemplo, fíjese en el modo en que se resiste al deseable trabajo que se le ofrece.

Hubo un golpe en la puerta del apartamento; la puerta se abrió y asomó Bunny Hentman, ceñudo. —Tengo que irme. ¿Cuál es su respuesta, Rittersdorf? ¿Sí o no? Y si decide trabajar conmigo no se traiga a ninguno de esos organismos no terranos gelatinosos; venga solo.

El hongo radió sus pensamientos. —El señor Rittersdorf aceptará su amable oferta de trabajo, señor Hentman.

—¿Quién es usted, su agente? —preguntó Bunny Hentman.

—Soy amigo del señor Rittersdorf —declaró el hongo.

—Vale —dijo Hentman, tendiéndole el contrato a Chuck—. Lo que se le exige son ocho semanas de trabajo, un guión completo de una hora a la semana y su participación en la reunión semanal con los otros guionistas. Su salario será de dos mil skins TERPLAN por semana; ¿bien?

Estaba mejor que bien; era el doble de lo que esperaba. Tomó las copias del contrato y las firmó mientras el hongo observaba desde atrás.

—Seré testigo de tu firma —dijo Joan Trieste; también había entrado en el apartamento y se encontraba por allí. Firmó como testigo en las tres copias, que luego devolvió a Bunny Hentman; éste se las volvió a meter en el bolsillo del abrigo y entonces se acordó de que una era para Chuck; la sacó y se la devolvió.

—Felicidades —dijo el hongo—. Esto exige una celebración.

—No para mí —dijo Bunny Hentman—. Tengo que irme. Hasta luego, señor Rittersdorf. Me pondré en contacto con usted; instálese un vidfono en esta especie de agujero mugriento en el que vive. O váyase a un sitio mejor. —La puerta del apartamento de Lord Running Clam se cerró detrás de él.

—Podemos celebrarlo los tres —dijo el hongo—. Conozco un bar donde sirven a no terranos. Yo me encargo. De la cuenta, quiero decir.

—Vale —dijo Chuck. No quería estar solo de ninguna manera, y si se quedaba en su apartamento Mary tendría una nueva oportunidad de encontrarlo.

Cuando abrieron la puerta se encontraron, para su sorpresa, con un hombre familiar de rostro mofletudo que esperaba en el pasillo. Era Dan Mageboom.

—Lo siento —se disculpó Chuck—. Me había olvidado de usted.

—Estamos de celebración —explicó a Mageboom el hongo mientras rezumaba desde el apartamento—. Está usted invitado, a pesar de no tener mente y ser simplemente una cáscara vacía.

Joan Trieste miró con curiosidad primero a Mageboom, luego a Chuck.

A modo de explicación, Chuck le dijo: —Este Mageboom es un robot de la CIA manejado desde la oficina de San Francisco. —Dirigiéndose a Mageboom, dijo:— ¿Quién? ¿Petri?

—En estos instantes me encuentro en funcionamiento autónomo, señor Rittersdorf —dijo Mageboom, sonriendo—. El señor Petri se desconectó cuando se marchó del apartamento. ¿No le parece que estoy haciendo un buen trabajo? Dese cuenta, pensaba que estaba en control remoto y no es así. —El simulacro parecía maravillosamente complacido consigo mismo.— De hecho —afirmó—, puedo funcionar de modo autónomo durante toda la noche; puedo ir a un bar con ustedes, beber y celebrar, comportarme exactamente como lo haría una persona, tal vez mejor, en algunos aspectos.

Así que éste, pensó Chuck para sí mientras bajaban por la rampa, es el instrumento con el que voy a obtener satisfacción de mi mujer.

Captando sus pensamientos, el hongo le hizo una advertencia. —Recuerde, señor Rittersdorf, que la señorita Trieste es miembro del Departamento de Policía de Ross.

—Sí que lo soy —dijo Joan Trieste. Había escuchado los pensamientos del hongo, pero no los de Chuck—. ¿Por qué ha pensado eso para el señor Rittersdorf? —preguntó al hongo.

—Lo hice —le dijo el hongo— para recordarle que no va usted a aceptar ningún tipo de atención amorosa por su parte.

La explicación pareció satisfacerla. —Creo —le dijo al hongo— que debería cuidarse más de sus propios asuntos. La telepatía ha convertido a los ganimedianos en unos entrometidos terribles. —Parecía enfadada.

—Lamento —dijo el hongo— haber interpretado mal sus deseos, señorita Trieste; perdóneme. —Para Chuck pensó:— Al parecer, la señorita Trieste sí que aceptaría atenciones amorosas por su parte.

—Dios santo —se quejó Joan Trieste—. ¡Métase en sus propios asuntos, por favor! Olvídese del tema, ¿de acuerdo? —Se había puesto pálida.

—Es difícil —pensó el hongo, malhumorado, sin dirigirse a nadie en concreto— complacer a las mujeres terranas. —Durante el resto del trayecto hasta el bar procuró no pensar nada en absoluto.

Más tarde, sentados en un bar —el hongo había tomado la forma de un gran montículo amarillo sobre el asiento forrado con piel de imitación— Joan Trieste dijo: —Creo que es maravilloso, Chuck, que vayas a trabajar para Bunny Hentman; debe de ser muy emocionante.

—Señor Rittersdorf —pensó el hongo—, he pensado que debería usted ocultar a su esposa, en la medida de lo posible, el hecho de que ahora tiene dos trabajos. Si lo supiera le pediría una pensión alimenticia mayor.

—Cierto —asintió Chuck. Era un consejo sensato.

—Como se enterará de que trabaja para el señor Hentman —prosiguió el hongo—, lo mejor sería que confesara ese hecho y ocultara que conserva su trabajo en la CIA. Pídales a sus compañeros de la CIA, en particular a su superior inmediato, el señor Elwood, que hagan lo mismo.

Chuck asintió.

—Como consecuencia de esto —observó el hongo—, de esta situación singular de tener dos trabajos al mismo tiempo, a pesar de la pensión de su mujer tendrá lo suficiente para vivir con comodidad. ¿Había pensado en ello?

Sinceramente, no había mirado tan adelante. El hongo era mucho más previsor que él, y eso lo disgustaba.

—Ya ve usted —dijo el hongo— lo mucho que me preocupo por sus intereses. Mi insistencia en que aceptara la oferta de trabajo del señor Hentman…

Joan Trieste lo interrumpió. —Creo que es terrible el modo en que los ganimedianos jugáis a ser dios con las vidas terranas. —Miró fijamente al hongo.

—Pero tenga usted en cuenta —dijo el hongo con educación—, que yo soy el que los ha unido a usted y al señor Rittersdorf. Y preveo (aunque admito que no soy un precog) una gran y satisfactoria actividad en el ámbito sexual entre ambos.

—Cállese —dijo Joan, furiosa.

Después de la celebración en el bar, Chuck se despidió del hongo, se libró de Dan Mageboom, llamó un taxi a reacción y acompañó a Joan Trieste a su casa.

Cuando se hallaban en la parte posterior del taxi, Joan dijo: —Me alegro de haberme alejado de Lord Running Clam; es una tortura que te esté leyendo la mente todo el tiempo. Pero lo cierto es que él nos ha… —Se interrumpió, inclinó la cabeza y escuchó con atención.— Ha habido un accidente. —De inmediato dio nuevas instrucciones al taxista.— Me necesitan. Hay un muerto.

Cuando llegaron al lugar hallaron un vehículo de reacción del revés; le había fallado el rotor al aterrizar y había chocado con el lateral de un edificio, expulsando a los pasajeros. Bajo una manta improvisada rápidamente y compuesta por abrigos y jerséis, un anciano yacía pálido y en silencio; la policía estaba alejando a todo el mundo y Chuck se dio cuenta de que aquél era el muerto.

Joan se acercó a él rápidamente; Chuck la acompañó y advirtió que la policía le dejaba pasar. Ya había llegado una ambulancia; zumbaba con impaciencia, deseando emprender el viaje al Hospital de Ross.

Inclinándose, Joan estudió al muerto. —Hace tres minutos —dijo, medio para sí misma, medio para Chuck—. Muy bien —dijo—. Espera un poco; voy a hacerle retroceder cinco minutos. —Examinó la cartera del muerto que le había tendido un policía.— Señor Earl B. Ackers —murmuró, y cerró los ojos—. Esto sólo afectará al señor Ackers —le dijo a Chuck—. Al menos en teoría. Pero nunca se puede estar seguro… —Contrajo la cara mientras se concentraba.— Será mejor que te apartes —le dijo a Chuck—. Para que no te afecte.

Levantándose, Chuck se alejó y echó a caminar hacia el frío aire nocturno, fumando un cigarrillo y escuchando el ruido de las radios de los coches de policía; se había congregado una multitud y el tráfico avanzaba perezosamente, animado por la policía.

Qué chica tan rara para liarse con ella, pensó. Miembro del departamento de policía y psi al mismo tiempo… Me pregunto qué haría si supiera lo que tengo en mente para el simulacro Daniel Mageboom. Probablemente Lord Running Clam tenga razón; sería una catástrofe que se enterara.

Agitando el brazo, Joan dijo: —Ven.

Chuck se acercó rápidamente.

El anciano respiraba bajo las mantas improvisadas; el pecho subía y bajaba ligeramente y se le habían formado unas débiles burbujas de saliva en los labios.

—Ha retrocedido cuatro minutos en el tiempo —dijo Joan—. Está vivo otra vez, pero después del accidente. Es lo mejor que podía hacer. —Asintió a los simulacros hospitalarios; inmediatamente se aproximaron y se inclinaron sobre el herido. Utilizando lo que parecía un aparato de rayos X, el simulacro mayor estudió la anatomía del herido, en busca de las heridas más graves. Luego se volvió a su compañero; los simulacros intercambiaron ideas y enseguida el miembro más joven del equipo se abrió el costado metálico y extrajo una caja de cartón que abrió rápidamente.

La caja contenía un bazo artificial; Chuck vio, a la luz de los faros de los coches de policía, la información impresa en la caja desechada. Y ahora los simulacros, en el mismo lugar, empezaban a operar; uno administraba un anestésico local mientras el otro, usando una compleja mano quirúrgica, empezaba a cortar la pared cutánea de la cavidad abdominal del herido.

—Podemos irnos —le dijo Joan a Chuck, sacándolo de su abstracción mientras contemplaba el trabajo de los simulacros—. He terminado. —Con las manos en los bolsillos, pequeña y delgada, regresó al taxi, entró y se sentó para esperarlo. Parecía cansada.

Cuando se alejaban del accidente, Chuck dijo: —Es la primera vez que veo simulacros médicos en acción. —Había sido impresionante; lo había hecho ser más consciente de las enormes habilidades con que contaban los hombres artificiales que había desarrollado y construido General Dynamics. Por supuesto, había visto simulacros de la CIA cientos de veces, pero nada como aquello; era distinto en un aspecto vital, básico. En este caso, el enemigo no era simplemente un grupo de seres humanos con ideas políticas diferentes: era la muerte.

Y, con el simulacro Daniel Mageboom, sería justo lo contrario: en lugar de combatirla, la muerte era el objetivo.

Obviamente, después de lo que acababa de ver, nunca podría decir a Joan Trieste lo que planeaba. Y eso ¿no significaba que debía dejar de verla? Planear un asesinato mientras salía con una empleada de una agencia de policía parecía casi un suicidio: ¿acaso quería que lo cogieran? ¿No sería aquello un impulso suicida pervertido?

—Medio skin por tus pensamientos —dijo Joan.

—¿Perdón? —Parpadeó.

—Yo no soy como Lord Running Clam; no puedo leerte la mente. Pareces muy serio; supongo que son tus problemas conyugales. Ojalá pudiera animarte de alguna manera. —Reflexionó…— Cuando lleguemos a mi apartamento, entra y… —Enseguida se ruborizó, sin duda recordando lo que había dicho el hongo.— Sólo una copa —dijo con firmeza.

—Me gustaría —dijo Chuck recordando también lo que había predicho el hongo.

—Escucha —dijo Joan—. Que ese entrometido ganimediano haya metido el seudopodio o lo que sea en nuestra vida no significa… —Se interrumpió, exasperada, con los ojos brillantes de vivacidad.— Maldito sea. Mira, podría llegar a ser letal. Los ganimedianos son tan ambiciosos… ¿Recuerdas las condiciones con las que entraron en la guerra de Terra y Alfa? Y todos son como él, haciendo miles de cosas a la vez, siempre buscando nuevas posibilidades. —Arrugó la frente.— Tal vez tendrías que irte del edificio, Chuck. Alejarte de él.

Es un poco tarde para eso, advirtió él sobriamente.

Llegaron al edificio de Joan; según vio Chuck, se trataba de una construcción moderna y agradable, de diseño muy simple; como en todos los edificios nuevos, su mayor parte estaba bajo la superficie. En lugar de elevarse, se hundía.

—Estoy en la planta dieciséis —dijo Joan mientras bajaban—. Es un poco como vivir en una mina… Terrible, si tienes claustrofobia. —Un momento después, en la puerta, mientras sacaba la llave y la metía en la cerradura, añadió filosóficamente:— No obstante, es una buena medida de seguridad, por si los alfanos atacan otra vez; quince plantas nos separan de una bomba de hidrógeno. —Abrió la puerta. Las luces del apartamento se encendieron, con un resplandor suave y brumoso.

Un brillante rayo de luz atravesó la estancia y se desvaneció; Chuck, deslumbrado, entreabrió los ojos y vio, de pie en el centro de la habitación con una cámara en las manos, a un hombre que conocía. Que conocía y que no le gustaba.

—Hola, Chuck —dijo Bob Alfson.

—¿Quién es? —preguntó Joan— ¿Y por qué nos ha hecho una foto?

—Tranquilícese, señorita Trieste —dijo Alfson—. Soy el abogado de la mujer de su amante; necesitamos pruebas para el juicio que, por cierto… —Miró a Chuck.— Se celebrará el próximo lunes a las diez de la mañana en el tribunal del juez Brizzolara. —Sonrió.— Lo hemos adelantado; su mujer quiere terminar cuanto antes.

—Salga de este apartamento —dijo Chuck.

—Con mucho gusto —dijo Alfson, yendo hacia la puerta—. La película que he utilizado… Estoy seguro de que la ha visto en la CIA; es cara pero útil. —Hablaba tanto para Chuck como para Joan.— He tomado una foto potencial Afgom. ¿Les suena? Lo que tengo en la cámara no es una imagen de lo que estaban haciendo, sino de lo que pasará aquí durante la próxima media hora. Creo que al juez Brizzolara le interesará más.

—Aquí no va a pasar nada durante la próxima media hora —dijo Chuck—, porque me voy. —Empujó al abogado y salió al pasillo. Tenía que irse de allí lo antes posible.

—Creo que se equivoca —dijo Alfson—. Creo que habrá algo valioso en el carrete. De todas formas, ¿qué le importa? Es sólo un dispositivo técnico para que Mary pueda obtener el divorcio; tiene que haber una presentación formal de pruebas. Y no veo en qué lo perjudica a usted.

Perplejo, Chuck se volvió. —Esta invasión de la intimidad…

—Usted sabe que en los últimos cincuenta años nadie ha tenido intimidad —dijo Alfson—. Trabaja para una agencia de inteligencia; no me tome el pelo, señor Rittersdorf. —Salió al pasillo, dejó a Chuck atrás y fue, sin prisa, hacia el ascensor.— Si quiere una copia del carrete…

—No —dijo Chuck. Se quedó mirando al abogado hasta que desapareció.

—Puedes entrar —dijo Joan—. De todas formas, tiene el carrete. —Le sujetó la puerta del apartamento y al fin, de mala gana, Chuck decidió entrar.— Lo que ha hecho es ilegal, por supuesto. Pero supongo que es habitual en los casos de juicio. —Dirigiéndose a la cocina, empezó a mezclar bebidas; Chuck oyó el tintineo de los vasos.— ¿Qué te parece un Slump de Mercurio? Tengo una botella entera de…

—Cualquier cosa —dijo Chuck, ásperamente.

Joan le trajo su vaso; lo aceptó pensativo.

Me las pagará por esto, se dijo. Está decidido; estoy luchando por mi vida.

—Estás muy serio —dijo Joan—. Te ha alterado mucho, ¿verdad?, que ese hombre estuviera esperándonos con una cámara potencial. Fisgoneando en nuestra vida. Primero Lord Running Clam y justo ahora que…

—Todavía es posible —dijo Chuck— hacer algo en secreto. Algo que no sepa nadie.

—¿Cómo qué?

Guardó silencio; bebió un trago de su bebida.