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La chica que había en la puerta dijo con una voz suave y vacilante: —Hum, soy Joan Trieste. Lord Running Clam me ha dicho que acabas de mudarte aquí. —Su mirada vagaba detrás de Chuck Rittersdorf, por el apartamento.— Todavía no te has traído tus cosas, ¿verdad? ¿Puedo ayudarte? Puedo colgar las cortinas y limpiar los estantes de la cocina, si quieres.

—Gracias —dijo Chuck—. Pero estoy bien. —Lo conmovía que el hongo hubiera hecho aquello, que le hubiera enviado a la chica.

No tenía ni veinte años, decidió; llevaba el pelo recogido en una gran trenza que le bajaba por la espalda, y era castaño, de ningún tono especial, un pelo corriente. Además, ella parecía bastante blanca, demasiado pálida. No tenía una figura llamativa, aunque al menos era delgada. Joan Trieste llevaba unos pantalones oscuros muy ceñidos y zapatillas y una camisa de algodón masculina; no parecía llevar sujetador, tal como dictaba la moda, pero los pezones eran sólo unos círculos oscuros y planos debajo de la tela blanca de algodón de la camisa: no se podía permitir o no quería hacerse la popular operación de dilatación de pezones. Entonces pensó que era pobre. Posiblemente estudiante.

—Lord Running Clam —explicó ella— es de Ganímedes; vive al otro lado del vestíbulo. —Sonrió un poco; tenía, advirtió Chuck, unos dientes pequeños y blancos muy bonitos, bastante regulares, bien formados. Casi perfectos, de hecho.

—Sí —dijo Chuck—. Entró por debajo de la puerta hace una hora o así. Dijo que iba a enviar a alguien —añadió—. Al parecer pensó…

—¿Es verdad que intentaste matarte?

Después de una pausa se encogió de hombros. —El hongo creyó que sí.

—Sí lo intentaste. Todavía se te nota; te lo veo. —Pasó por su lado y entró en el apartamento.— Soy una… Ya sabes. Una psi.

—¿Qué tipo de psi? —Dejó la puerta del vestíbulo abierta y fue a buscar el paquete de Pall Malls para encender un cigarrillo.— Hay de todo tipo. Desde los que pueden mover montañas hasta los que sólo…

Joan lo interrumpió. —Mi poder es muy limitado, pero mira. —Volviéndose, se levantó la solapa de la camisa.— ¿Ves el botón? Miembro bona fide de los Psi Unidos de América. Puedo retroceder el tiempo —explicó—. En un área determinada, digamos que de doce por nueve, del tamaño de tu sala de estar, aproximadamente. Hasta un período de cinco minutos. —Sonrió y sus dientes maravillaron a Chuck una vez más; le transformaban la cara, la hacían hermosa; cuando sonreía era un espectáculo delicioso, y le pareció que eso decía algo de ella. La belleza salía del interior; por dentro era adorable, y se dio cuenta de que con el paso de los años, a medida que envejeciera, iría saliendo progresivamente, iría influyendo la superficie. Para cuando tuviera treinta o treinta y cinco años estaría radiante. Ahora todavía era una niña.

—¿Sirve para algo? —preguntó.

—Tiene un uso limitado. —Apoyándose en el brazo del arcaico sofá danés, se metió los dedos en los bolsillos de los estrechos pantalones y le explicó:— Trabajo para el Departamento de Policía de Ross; me llaman en cuanto hay un accidente de tráfico grave y… Te reirás, pero funciona. Hago retroceder el tiempo hasta antes del accidente o, si llego demasiado tarde, si han pasado más de cinco minutos, a veces puedo recuperar a una persona que acaba de morir. ¿Entiendes?

—Entiendo —dijo él.

—No está muy bien pagado. Y lo peor es que tengo que estar localizada las veinticuatro horas del día. Me lo notifican en mi apartamento y voy al sitio en un vehículo de reacción de alta velocidad. ¿Ves? —Volvió la cabeza, se señaló la oreja derecha; Chuck vio un pequeño cilindro achaparrado incrustado en la oreja y advirtió que era un receptor policial.— Siempre estoy conectada. Eso significa que no puedo alejarme a más de unos pocos segundos corriendo de un medio de transporte, claro; puedo ir a restaurantes, teatros y a las casas de otros, pero…

—Bueno —dijo él—, a lo mejor me salvas la vida alguna vez. —Pensó: Si hubiera saltado habrías podido obligarme a volver a la vida. Qué gran servicio…

—He salvado muchas vidas. —Joan tendió la mano.— ¿Puedo fumar un cigarrillo yo también?

Le dio uno, lo encendió, sintiéndose —como era habitual— culpable del olvido.

—¿A qué te dedicas tú? —preguntó Joan.

De mala gana —no porque fuera secreto, sino porque ocupaba un peldaño muy bajo en la escala del prestigio social— le describió su trabajo con la CIA. Joan Trieste escuchaba atentamente.

—Entonces ayudas a que nuestro gobierno no caiga —dijo, con una sonrisa de placer—. ¡Qué maravilla!

Encantado, Chuck dijo: —Gracias.

—¡Claro que sí! Piensa… Piensa que en este momento hay cientos de simulacros por todo el mundo comunista diciendo tus palabras, parando a la gente en las esquinas de la calle y en las selvas… —Le brillaban los ojos.— Y yo sólo ayudo al Departamento de Policía de Ross.

—Hay una ley —dijo Chuck—, que yo llamo la Tercera Ley de Rittersdorf de los Ingresos Exiguos, que dice que cuanto más tiempo llevas haciendo un trabajo menos importancia le concedes en el esquema de las cosas. —Le devolvió la sonrisa; el brillo de sus ojos, el destello de los dientes blancos, hacían que sonreír le resultara fácil. Estaba empezando a olvidar el estado de ánimo oprimido y desesperado que tenía poco antes.

Joan erraba por el apartamento. —¿Vas a traerte muchos objetos personales? ¿O vas a vivir siempre así? Te ayudaré a decorarlo, y Lord Running Clam también, en lo que pueda. Y al final del vestíbulo hay una forma de vida de metal fundido de Júpiter que se llama Egdar; ahora mismo está hibernando, pero cuando vuelva a la vida seguro que quiere participar. Y en el apartamento de tu izquierda hay un pájaro wiz de Marte; ya sabes, esos del tocado multicolor… No tiene manos, pero puede mover objetos por psicoquinesis; querrá ayudar, pero hoy está incubando; está encima de un huevo.

—Dios —dijo Chuck—. Qué edificio tan variado. —Estaba un poco sorprendido de oír todo aquello.

—Además —dijo Joan—, en la planta de abajo hay un perezoso greeb de Calisto; ahora está abrazado a la lámpara que hay en todos estos apartamentos… de 1960, aproximadamente. Se despertará en cuanto se ponga el sol; entonces sale y compra comida. Y ya has conocido al hongo. —Chupó el cigarrillo con fuerza, sin mucha experiencia.— Me gusta este sitio; conoces todo tipo de formas de vida. Antes de ti en este apartamento vivía un musgo venusiano. Le salvé la vida una vez; se había secado… Tienen que mantenerse húmedos, ya sabes. El clima del Condado de Marin era demasiado seco para él; al final se mudó al norte, a Oregon, donde llueve todo el tiempo. —Volviéndose, se detuvo y lo miró de pies a cabeza.— Pareces haber tenido un montón de problemas.

—No eran problemas de verdad. Sólo imaginarios. Evitables. —Problemas que de haber pensado con la cabeza nunca habría tenido; nunca me habría casado con ella.

—¿Cómo se llama tu mujer?

Sobresaltado, dijo: —Mary.

—No te mates por haberla dejado —dijo Joan—. Dentro de unos meses o incluso semanas te sentirás entero otra vez. Ahora te sientes como la mitad de un organismo que se ha partido en dos. La fisión binaria siempre duele; lo sé por un protoplasma que vivía aquí… Sufría cada vez que se dividía en dos, pero tenía que hacerlo, tenía que crecer.

—Supongo que crecer es doloroso. —Dirigiéndose al ventanal miró una vez más las avenidas de peatones y los vehículos y vagones de abajo. Había faltado tan poco…

—No es un mal sitio para vivir —dijo Joan—. Lo sé; he vivido en muchos sitios. Eso sí, en el Departamento de Policía de Ross todo el mundo conoce la Sección de Desechos —añadió con sinceridad—. Ha habido montones de problemas aquí, pequeños robos, peleas, hasta un homicidio. No es un sitio limpio… Eso ya se ve.

—Ysin embargo…

—Y sin embargo creo que deberías quedarte. Tendrás compañía. Sobre todo por la noche, cuando las formas de vida no terranas empiezan a circular, ya lo comprobarás. Y Lord Running Clam es un amigo estupendo; ha ayudado a un montón de gente. Los ganimedianos tienen lo que san Pablo llamaba caritas… Y recuerda, Pablo decía que la caritas era la más grande de todas las virtudes. La palabra moderna para describirla sería empatía, supongo —añadió.

La puerta del apartamento se abrió; Chuck se volvió al instante. Y vio a dos hombres que conocía bastante bien. Su jefe, Jack Elwood, y su compañero en la escritura de guiones, Pete Petri. Al verlo, ambos hombres parecieron aliviados.

—Maldita sea —dijo Elwood—, creíamos que era demasiado tarde. Nos pasamos por tu casa, pensando que a lo mejor estabas allí.

Dirigiéndose a Elwood, Joan Trieste dijo: —Soy del Departamento de Policía de Ross. ¿Puedo ver sus documentos de identificación, por favor? —Hablaba con voz fría.

Elwood y Petri le enseñaron la identificación de la CIA, brevemente, y luego se acercaron a Chuck. —¿Qué está haciendo aquí la policía de la ciudad? —preguntó Elwood.

—Es una amiga —dijo Chuck.

Elwood se encogió de hombros. —¿No podrías haberte buscado un apartamento mejor? —Examinó la habitación.— Este lugar apesta, literalmente.

—Es sólo temporal —dijo Chuck, incómodo.

—No empeores —dijo Pete Petri—. Y tu permiso; lo han cancelado. Creen que deberías estar trabajando. Por tu propio bien. No deberías estar solo, pensando. —Echó una ojeada a Joan Trieste, sin duda preguntándose si había interferido en el intento de suicidio. Nadie se lo aclaró, sin embargo— Entonces, ¿vas a venir a la oficina con nosotros? Hay un montón de cosas que hacer; para toda la noche, según parece.

—Gracias —dijo Chuck—. Pero tengo que empezar a trasladar las cosas. Necesito decorar el apartamento, al menos un poco. —Todavía quería estar solo, tanto como apreciaba sus intenciones. Era instintivo, alejarse a rastras, esconderse; le salía de dentro.

—Puedo quedarme con él un rato, por lo menos —dijo Joan Trieste dirigiéndose a los dos agentes de la CIA—. Si no recibo una llamada de emergencia. Suele haber una alrededor de las cinco, cuando empieza la hora punta del tráfico. Pero hasta…

—Escuchad —dijo Chuck con brusquedad.

Los tres se volvieron hacia él inquisitivamente.

—Cuando alguien quiere suicidarse —dijo Chuck—, no podéis detenerlo. A lo mejor conseguís retrasarlo. A lo mejor un psi como Joan consigue devolverlo a la vida. Pero aunque se retrase acabará haciéndolo, y aunque sea devuelto a la vida encontrará la manera de hacerlo otra vez. Así que dejadme solo. —Estaba cansado.— A las cuatro tengo una cita con mi abogado. Tengo muchas cosas que hacer. No puedo quedarme aquí charlando.

Mirándose el reloj, Elwood dijo: —Te llevaré al despacho de tu abogado. Tenemos el tiempo justo. —Se volvió a Petri con un brusco ademán.

Chuck le dijo a Joan: —A lo mejor vuelvo a verte. En algún momento. —Estaba demasiado cansado para preferir una cosa u otra.— Gracias —dijo distraídamente; no sabía con exactitud por qué le daba las gracias.

—Lord Running Clam —dijo Joan, con un énfasis cauteloso— está en su habitación y puede leerte el pensamiento; si intentas matarte otra vez lo oirá e intervendrá. Así que si tienes la intención de hacerlo…

—Vale —dijo Chuck—. No lo intentaré aquí. —Fue hacia la puerta con Elwood y Petri, uno a cada lado; Joan iba detrás.

Cuando salieron al pasillo advirtió que la puerta del hongo estaba abierta; el enorme montículo amarillo se onduló ligeramente como saludo.

—Gracias a usted también —dijo Chuck con cierta ironía, y luego siguió su camino con sus dos compañeros de la CIA.

En el auto que los llevaba a la oficina de Nat Wilder en San Francisco, Jack Elwood dijo: —Esa Operación Cincuenta Minutos… Hemos pedido que se nos permita incluir un agente en el equipo del primer aterrizaje; una petición rutinaria que nos han concedido, claro. —Observó pensativo a Chuck.— Creo que en este caso usaremos un simulacro.

Chuck Rittersdorf asintió distraído. Era un procedimiento habitual utilizar simulacros en proyectos con facciones potencialmente hostiles; la CIA tiene un presupuesto de funcionamiento bajo y no le gusta perder a sus hombres.

—De hecho —dijo Elwood—, el simulacro, que nos ha preparado G. D. en Palo Alto, está acabado y se encuentra en la oficina. ¿Quieres verlo? —Examinó un pequeño bloc de notas que se sacó del bolsillo del abrigo.— Se llama Daniel Mageboom. Veintiséis años. Anglosajón. Licenciado en Stanford en Politécnicas. Dio clases en el estado de San José y luego se unió a la CIA. Eso es lo que les diremos a los miembros del proyecto; sólo nosotros sabremos que es un simu recopilando datos para la CIA. De momento no hemos decidido quién controlará a Dan Mageboom. Tal vez Johnstone —concluyó.

—Ese tonto —dijo Chuck. Los simus podían operar de manera autónoma hasta cierto punto, pero en una operación de aquel tipo había que tomar demasiadas decisiones; si se lo dejaba solo, los demás no tardarían en darse cuenta de que Dan Mageboom era un robot. Caminaría y hablaría, pero cuando llegara el momento de decidir una política… Era cuando un buen operador, sentado completamente a salvo en el Nivel Uno del edificio de la CIA de San Francisco, tomaba el control.

Cuando aparcaban el auto en el campo de aterrizaje del tejado del edificio de la oficina de Nat Wilder, Elwood dijo pensativo: —Estaba pensando, Chuck, que a lo mejor te gustaría manejar a Danny. Johnstone, como tú has dicho, no es el mejor.

Chuck lo miró, sorprendido. —¿Por qué? No es mi trabajo. —La CIA tenía un cuerpo de hombres preparados para la animación de simulacros.

—Como favor —dijo Elwood lentamente, observando el abundante tráfico aéreo de la tarde que pendía como una capa de humo sobre la ciudad—. Para poder estar con tu mujer, por así decirlo.

Al cabo de un rato, Chuck dijo: —De ninguna manera.

—¿Observarla, entonces?

—¿Para qué? —Se sentía desconcertado y furioso. Ultrajado.

—Seamos realistas —dijo Elwood—. Los agentes psi de la CIA tienen muy claro que todavía estás enamorado de ella. Y necesitamos un operador a tiempo completo para Dan Mageboom. Petri puede encargarse de tus guiones durante unas semanas; acéptalo, prueba si te gusta, y si no lo dejas y vuelves con los guiones. Dios, llevas años programando simulacros; seguro que se te da bien; me jugaría cualquier cosa. Y si te vas en la misma nave que Mary, aterrizas en Alfa III M2 al mismo tiempo…

—No —repitió Chuck. Abrió la puerta del auto y salió al campo de aterrizaje—. Te veré después; gracias por el viaje.

—Ya sabes —dijo Elwood— que podría ordenarte que lo lleves. Lo haría, si creyera que te beneficiaría. Lo que es muy posible. Creo que ya sé lo que voy a hacer: voy a buscar la carpeta de tu mujer del FBI y le voy a echar un vistazo. Según el tipo de persona que sea… —Gesticuló.— Decidiré una cosa u otra.

—¿Qué tipo de persona tendría que ser —dijo Chuck— para que yo la espiara desde un simulacro de la CIA?

—Una mujer con la que merezca la pena que vuelvas —dijo Elwood. Cerró la puerta del auto; Petri encendió el motor y el auto salió disparado hacia el cielo del anochecer. Chuck contempló cómo se iba.

Mentalidad de CIA, se dijo con acritud. Bueno, a estas alturas debería estar acostumbrado.

Pero Elwood tenía razón en una cosa. Había programado muchos simulacros, con una retórica calculadamente persuasiva. Si se encargaba del control remoto, no sólo podría manejar con éxito a Dan Mageboom o como se llamara; podría —y eso lo obligó a hacer una pausa—, podría transformar el simulacro en un instrumento perfectamente afinado, en una máquina que guiara, engañara y, sí, incluso corrompiera, a los que lo rodeaban. Él no sabía ser tan elocuente; sólo se le daba bien su especialidad.

Dan Mageboom, en manos de Chuck, podría obtener muchas cosas de Mary Rittersdorf. Y nadie lo sabía mejor que su jefe, Jack Elwood. No era extraño que lo hubiera sugerido.

Pero era potencialmente siniestro; le repugnaba; había odio en él y eso lo impulsaba a apartarse.

Y sin embargo, no podía rechazarlo sin más; las cosas —la vida misma, la existencia en la Tierra— no eran tan simples.

La solución, quizá, era que lo hiciera alguien en quien pudiera confiar. Petri, por ejemplo. Alguien que pudiera salvaguardar sus intereses.

Y entonces pensó: ¿Cuáles son mis intereses?

Reflexivamente, bajó la rampa de entrada, perdido en sus pensamientos. Porque una nueva idea que no le había sugerido Jack Elwood se le había deslizado en la mente sin que se diera cuenta.

Hay algo que podría hacer en esas circunstancias, pensó. Un simulacro de la CIA con Mary en una luna lejana en un sistema estelar completamente distinto… Entre los miembros psicopáticos de una sociedad de enfermos mentales. Algo que podría pasar, en esas circunstancias tan excepcionales.

No era una idea que pudiera comentar con alguien; de hecho, le resultaba difícil expresarla incluso para sí mismo. Sin embargo, tenía sus ventajas sobre el suicidio, que ya había estado a punto de cometer.

En esas circunstancias podría conseguir matarla, se dijo. A través del robot de la CIA, mejor dicho, del robot de General Dynamic. Legalmente tendría bastantes posibilidades de que me absolvieran, porque un simulacro operado a esa distancia funciona por su cuenta en muchas ocasiones; sus circuitos autónomos se imponen con frecuencia a las instrucciones de largo alcance que le llegan desde el control. De todas formas, vale la pena intentarlo. En el juicio declararé que el simulacro actuó por cuenta propia; además, puedo conseguir un montón de documentos técnicos que demuestran que los simulacros suelen hacer esas cosas… La historia de las operaciones de la CIA está llena de meteduras de pata parecidas en momentos cruciales.

Y la acusación tendrá que demostrar que yo le di la orden al simulacro.

Llegó a la puerta de Nat Wilder; se abrió y entró, todavía pensativo.

Tal vez fuera una buena idea y tal vez no; sus méritos eran cuando menos cuestionables, por razones morales o simplemente prácticas. Pero en cualquier caso era una de esas ideas que una vez que se te ocurren son difíciles de olvidar; había entrado en su mente como una ideé fixe y una vez allí no había manera de expulsarla.

No era en absoluto, ni siquiera en teoría, un «crimen perfecto». Las sospechas recaerían sobre él de inmediato; el fiscal del condado o del estado —el que se encargara de esos casos— adivinaría enseguida lo que había ocurrido exactamente. Y lo mismo harían los periodistas, entre quienes se contaban algunas de las mentes más perspicaces de EE UU. Pero demostrar una cosa era muy distinto de sospecharla.

Y hasta cierto punto podría ocultarse detrás de la cortina de alto secreto que continuamente oscurecía las actividades de la CIA.

Entre Terra y el Sistema Alfano había más de tres años luz, una distancia inmensa. Una distancia demasiado grande, en circunstancias normales, para cometer un crimen capital. Sería razonable asumir como un factor constante los fallos de la señal electromagnética al entrar y salir del hiperespacio. Un abogado defensor, si era inteligente, podría montar un caso jodidamente bueno a partir sólo de ese detalle.

Y Nat Wilder lo era.