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Aunque tenía miles de asuntos que atender, todos relativos a su nuevo trabajo no remunerado para el Departamento de Salud y Bienestar de EE UU, la doctora Mary Rittersdorf decidió ocuparse de una cuestión personal. Una vez más tomó un taxi de reacción hasta Nueva York y a la oficina de la Quinta Avenida de Jerry Feld, el productor del programa de Bunny Hentman. Una semana antes le había entregado varios de los últimos —y mejores— guiones que Chuck había escrito para la CIA; había llegado el momento de averiguar si su marido, o ex marido, tenía posibilidades de que le dieran el trabajo.

Si Chuck no buscaba un empleo mejor por su cuenta lo haría ella. Era su obligación, aunque sólo fuese porque ella y los niños, al menos durante el año siguiente, dependerían totalmente de los ingresos de Chuck.

Dejando el campo del tejado, Mary bajó por la rampa interior hasta la planta noventa, llegó a la puerta de cristal, vaciló antes de decidirse a abrirla y entró en la oficina donde se encontraba la recepcionista del señor Feld, muy guapa, con mucho maquillaje y un jersey de seda de araña bastante ajustado. A Mary no le gustó la chica; ¿sólo porque los sujetadores habían dejado de llevarse, tenía que plegarse a la moda una mujer con tanto pecho? En su caso era casi imprescindible llevar sujetador, y Mary aguardó encendida de desaprobación.

Y dilatación de pezones, además; era demasiado.

—¿Sí? —dijo la recepcionista, mirándola a través de un monóculo ornamentado y moderno. Cuando topó con la frialdad de Mary los pezones se le encogieron un poco, como si retrocedieran de miedo y sumisión.

—Me gustaría ver al señor Feld. Soy la doctora Mary Rittersdorf y no dispongo de mucho tiempo; parto hacia la base lunar de TERPLAN a las tres de la tarde según la hora de Nueva York. —Procuró que su voz sonara tan eficiente y exigente como ella sabía hacerlo.

Después de una serie de trámites burocráticos por parte de la recepcionista, Mary pudo entrar.

Jerry Feld se encontraba frente a una mesa de roble de imitación —hacía más de una década que no había roble verdadero—, con un proyector, absorto en su trabajo. —Un momento, doctora Rittersdorf. —Señaló una silla; ella se sentó, cruzó las piernas y encendió un cigarrillo.

En la diminuta pantalla de televisión, Bunny Hentman actuaba en una pieza en la que representaba a un industrial alemán; con un traje azul cruzado, con botonadura doble, estaba explicando a su equipo de directores cómo podían emplearse los nuevos arados autónomos para la guerra. Cuatro arados se convertirían, si había noticias de hostilidades, en una sola unidad; la unidad no era un arado más grande, sino una lanzadora de misiles. Bunny hablaba con un acento exagerado, y Feld reía entre dientes.

—No tengo mucho tiempo, señor Feld —dijo Mary secamente.

De mala gana, Feld detuvo la proyección y se volvió hacia ella. —Le he enseñado los guiones a Bunny. Le gustan. El ingenio de su marido está seco, moribundo, pero es auténtico. Es lo que antaño…

—Lo sé —dijo Mary—. He tenido que escuchar sus guiones de programación durante años; siempre los probaba conmigo. —Fumaba rápidamente, nerviosa.— Bien, ¿cree que Bunny podría usarlos?

—No iremos a ninguna parte —dijo Feld— mientras su marido no vea a Bunny; es inútil que…

La puerta de la oficina se abrió y entró Bunny Hentman.

Era la primera vez que Mary veía al famoso cómico televisivo en persona y sentía curiosidad; ¿en qué se diferenciaba de su imagen pública? Era, decidió, un poco más bajo, bastante más viejo, que en la televisión; tenía calva gran parte de la cabeza y parecía cansado. De hecho, en la vida real Bunny parecía un chatarrero[2] centroeuropeo, vestido con un traje arrugado, mal afeitado, con el pelo cada vez más escaso despeinado y —para colmo— fumando los restos de un puro. Pero aquellos ojos. Parecían atentos y cálidos; Mary se levantó. En televisión no se veía la fuerza de su mirada. Bunny Hentman no era sólo inteligente; había algo más, una mirada de… —Ella no lo sabía. Y…

Bunny desprendía un aura, un aura de sufrimiento. El rostro, el cuerpo, parecían impregnados de dolor. Sí, pensó, eso es lo que hay en sus ojos. El recuerdo del dolor. De un dolor de hace mucho tiempo, pero que no ha podido olvidar, ni lo hará nunca. Fue hecho, puesto en el planeta, para sufrir; no es extraño que sea tan buen cómico. Porque la comedia de Bunny era una lucha, una pelea contra la realidad del dolor físico; era una reacción enorme y efectiva.

—Bun —dijo Jerry Feld—. Esta es la doctora Mary Rittersdorf; su marido escribió esos programas robots para la CIA que te enseñé el jueves.

El cómico tendió la mano. Mary se la dio y dijo: —Señor Hentman…

—Por favor —dijo el cómico—. Ese es sólo mi nombre profesional. Mi verdadero nombre, el nombre con el que nací, es Lionsblood Regal. Tuve que cambiármelo, claro; ¿quién va a presentarse en la industria del espectáculo llamándose Lionsblood Regal? Llámeme Lionsblood o sólo Blood; Jer me llama Li-Reg, es una muestra de intimidad. —Todavía dándole la mano, añadió:— Y si hay algo que me gusta de las mujeres es la intimidad.

—Li-Reg —dijo Feld— es tu dirección cablegráfica; te has vuelto a confundir.

—Cierto. —Hentman soltó la mano de Mary.— Bueno, Frau Doktor Rattenfänger…

—Rittersdorf —corrigió Mary.

—Rattenfänger —dijo Feld— es cazador de ratas en alemán. Mira, Bun, no vuelvas a cometer un error parecido.

—Lo siento —dijo el cómico—. Escuche, Frau Doktor Rittelsdof. Por favor, llámeme algo bonito; puedo utilizarlo. Necesito el afecto de las mujeres guapas; es el niño pequeño que hay en mí. —Sonrió, aunque su rostro, y sobre todo sus ojos, seguían conteniendo el cansancio del mundo, el peso de una antigua carga.— Contrataré a su marido si la veo de vez en cuando. Si él entiende la verdadera razón del trato, lo que los diplomáticos llaman los «protocolos secretos». —Dirigiéndose a Jerry Feld, dijo:— Y ya sabes lo que me molestan mis protocolos, últimamente.

—Chuck está viviendo en un apartamento decadente de la Costa Oeste —dijo Mary—. Apuntaré la dirección. —Rápidamente tomó papel y bolígrafo y se puso a escribir.— Dígale que lo necesita; dígale…

—Pero no lo necesito —dijo Bunny Hentman con calma.

—¿Podría verlo, señor Hentman? —dijo Mary con cautela—. Chuck tiene un talento único. Me temo que si nadie le da un empujón…

Tirándose del labio inferior, Hentman dijo: —Teme que no lo utilice, que se desperdicie.

—Sí. —Asintió con la cabeza.

—Pero es su talento. Es él el que tiene que decidir.

—Mi marido —dijo Mary— necesita ayuda. —Y yo debería saberlo, pensó. Mi trabajo es comprender a la gente; Chuck es infantil y dependiente; hay que empujarlo y dirigirlo para que haga algo. De lo contrario, se pudrirá en ese apartamento pequeño, viejo y horrible que ha alquilado. O se tirará por la ventana. Esto, decidió, es lo único que puede salvarlo. Aunque él sería el último en admitirlo.

Mirándola intensamente, Hentman dijo: —¿Puedo hacer un trato complementario con usted, señora Rittersdorf?

—¿Qué… qué tipo de trato complementario? —Lanzó una mirada a Feld; tenía el rostro impasible, como si se hubiera retirado de la situación igual que una tortuga.

—Sólo verla de vez en cuando —dijo Hentman—. A nivel personal.

—No voy a estar aquí. Voy a trabajar para TERPLAN; voy a pasar seis meses en el Sistema Alfano, o quizás años. —Estaba aterrorizada.

—Entonces no hay trabajo para su marido —dijo Hentman.

Feld habló en voz alta. —¿Cuándo se va, señora Rittersdorf?

—Enseguida —dijo Mary—. Dentro de cuatro días. Tengo que hacer el equipaje, dejar a los niños…

—Cuatro días —dijo Hentman, pensativo. Seguía mirándola, de arriba abajo—. ¿Usted y su marido están separados? Jerry dijo…

—Sí —respondió Mary—. Chuck ya se ha ido de casa.

—Cene conmigo esta noche —dijo Hentman—. Y mientras tanto me pasaré por el apartamento de su marido o enviaré a algún empleado. Le haremos una prueba de seis semanas, para que vaya haciendo guiones. ¿Trato hecho?

—No me importa cenar con usted —dijo Mary—. Pero…

—Eso es todo —dijo Hentman— Sólo cenar. En el restaurante que usted quiera, en cualquier lugar de Estados Unidos. Pero, si nos lleva a algo más… —Sonrió.

Después de volar de vuelta a la Costa Oeste en un taxi a reacción, tomó el monorraíl urbano para ir al centro a la delegación de TERPLAN de San Francisco, la agencia con la que había concretado su muy deseable nuevo trabajo.

Poco después estaba subiendo en ascensor; a su lado había un joven con un corte impecable, bien vestido, un oficial de relaciones públicas de TERPLAN cuyo nombre, según había entendido, era Lawrence McRae.

—Hay un grupo de reporteros esperando —dijo McRae—, y esto es lo que van a decirle. Insinuarán, e intentarán que usted lo confirme, que este proyecto terapéutico es una tapadera para la adquisición por parte de Terra de la luna Alfa III M2. Que fundamentalmente lo que queremos es restablecer una colonia, reclamarla, desarrollarla y luego enviar colonos.

—Pero era nuestra antes de la guerra —dijo Mary—. Si no ¿cómo podría haberse utilizado como base hospitalaria?

—Cierto —dijo McRae. Salieron del ascensor, caminaron por un vestíbulo—. Pero hace veinticinco años que no la visita ninguna nave terrana, y desde el punto de vista legal eso invalida nuestras pretensiones territoriales. La luna recuperó la autonomía política y legal hace cinco años. Sin embargo, si aterrizamos y restablecemos la base hospitalaria, con técnicos, doctores, terapeutas y lo que haga falta, podemos exigirla otra vez, si es que los alfanos no lo han hecho ya, y es evidente que no es el caso. Todavía se están recuperando de los efectos de la guerra, claro; puede que sea eso. O puede que hayan explorado la luna y decidido que no es lo que quieren, que el medio es demasiado extraño para su biología. Aquí. —Sostuvo la puerta abierta y Mary entró y se encontró frente a unos quince o dieciséis reporteros sentados, algunos de los cuales llevaban cámaras.

Respirando profundamente, se dirigió al atril que le había indicado McRae; estaba equipado con un micrófono.

McRae, hablando por el micro, dijo: —Señoras y caballeros, ésta es la doctora Mary Rittersdorf, la conocida asesora matrimonial del Condado de Marin que, como ustedes saben, se ha ofrecido voluntaria para participar en el proyecto.

Un reportero dijo enseguida, perezosamente: —Doctora Rittersdorf, ¿cómo se llama el proyecto? ¿Proyecto Psicopático? —Los otros reporteros rieron.

Fue McRae quien respondió. —El nombre de trabajo que le hemos asignado es Operación Cincuenta Minutos.

—¿Adonde llevarán a los enfermos de la luna cuando los atrapen? —preguntó otro reportero—. Tal vez los metan debajo de la alfombra, ¿no es cierto?

Mary, hablando hacia el micro, dijo: —Primero investigaremos, con el fin de sopesar la situación. Sabemos que los pacientes originales, o por lo menos algunos, y sus hijos están vivos. Ignoramos hasta qué punto es viable la sociedad que han creado. Supongo que no lo es en absoluto, excepto en el sentido estricto, literal, de que están vivos. Intentaremos aplicar una terapia correctiva a los que podamos. Los niños son los que más nos preocupan, evidentemente.

—¿Cuándo llegará a Alfa III M2, doctora? —preguntó otro reportero. Las cámaras trabajaban intensamente, ronroneando como bandadas de pájaros distantes.

—Creo que dentro de dos semanas —dijo Mary.

—No va a cobrar nada por esto, ¿verdad, doctora? —preguntó un reportero.

—No.

—¿Está convencida, entonces, de que es para el bien común? ¿De que es una buena causa?

—Bueno —dijo Mary, insegura— Es…

—Entonces, ¿se beneficiará Terra del contacto con esta cultura de antiguos pacientes mentales? —La voz del reportero era suave.

Volviéndose hacia McRae, Mary preguntó: —¿Qué tengo que decir?

McRae dijo en el micro: —Esa no es competencia de la doctora Rittersdorf; lo suyo no es la política, sino la psicología. Declina responder.

Un reportero, alto, flaco y experimentado, se puso en pie y dijo lenta y pesadamente: —¿No se le ha ocurrido a TERPLAN dejar esa luna en paz? ¿Tratar esa cultura como cualquier otra cultura, respetando sus valores y costumbres?

—Aún no sabemos lo suficiente —respondió Mary, insegura—. Tal vez cuando sepamos más… —Se interrumpió, sin saber qué decir.— Aunque no es una subcultura —dijo—. No tiene tradición. Se trata de una cultura formada por individuos con enfermedades mentales y sus hijos, que se creó hace sólo veinticinco años… No puede dignificarla comparándola con, por ejemplo, las culturas ganimediana o jónica. ¿Qué valores puede desarrollar un pueblo de enfermos mentales? En tan poco tiempo, además.

—Pero usted misma ha dicho —observó suavemente el reportero— que en este momento no saben nada de ellos. Según sus conocimientos…

McRae, hablando en el micrófono, dijo ásperamente: —Si han desarrollado algún tipo de cultura estable y viable los dejaremos en paz. Pero esa decisión corresponde a los expertos como la doctora Rittersdorf, no a usted, ni a mí, ni a la opinión pública estadounidense. Sinceramente, creemos que no hay nada más potencialmente peligroso que una sociedad en que el poder está en manos de psicopáticos, que definen los valores, controlan los medios de comunicación. De ahí puede salir casi cualquier cosa que se le ocurra: un nuevo culto religioso fanático, un concepto de estado nacionalista paranoico, una destructividad bárbara de tipo maníaco… Sólo estas posibilidades justifican la investigación de Alfa III M2. La razón de este proyecto es defender nuestra vida y nuestros valores.

Los reporteros guardaron silencio, sin duda convencidos por lo que había dicho McRae. Y Mary estaba de acuerdo con él, naturalmente.

Más tarde, cuando ella y McRae abandonaron la sala, Mary preguntó: —¿Cuál es la verdadera razón?

Mirándola, McRae dijo: —¿Quiere saber si vamos a Alfa III M2 porque tememos las consecuencias que puedan afectarnos a nosotros de un enclave social de enfermos mentales o porque nos inquieta la existencia de una sociedad de enfermos mentales? Creo que ambas razones son suficientes; al menos para usted deberían serlo.

—¿No debería preguntar? —Observó al joven y elegante oficial de TERPLAN.— Sólo debo…

—Usted debe realizar su labor terapéutica y eso es todo. Yo no le digo cómo curar a los enfermos; ¿por qué debería decirme usted cómo enfrentarme a una situación política? —La miró con frialdad.— No obstante, le diré un propósito más de la Operación Cincuenta Minutos que tal vez no se le haya ocurrido. Es muy posible que en veinticinco años una sociedad de personas mentalmente enfermas haya desarrollado ideas tecnológicas que nosotros podemos utilizar, sobre todo los maníacos, la clase más activa. —Apretó el botón del ascensor.— Tengo entendido que tienen una gran inventiva. Como los paranoicos.

¿Esa es la razón por la que Terra no ha enviado a nadie hasta ahora? —dijo Mary—. ¿Porque querían ver cómo desarrollaban sus ideas?

Sonriendo, McRae esperó el ascensor; no respondió. Parecía, decidió ella, completamente seguro de sí mismo. Y eso, por lo que se sabía de los psicopáticos, era un error. Posiblemente muy grave.

Hasta casi una hora después, cuando volvía a su casa del Condado de Marín, no advirtió una contradicción fundamental en la posición del gobierno. Por un lado, iban a investigar la cultura de Alfa III M2 porque temían que fuera letal, y por otro para ver si había desarrollado algo útil. Casi un siglo antes, Freud había demostrado la falsedad de las dobles lógicas como aquélla; en realidad, cada proposición anulaba la otra. El gobierno no podía pensar las dos cosas.

El psicoanálisis había demostrado que, en general, cuando se daban dos razones contradictorias para un acto, el verdadero motivo subyacente no era ninguna de las dos, era un tercer argumento del que la persona —o en este caso el cuerpo de oficiales del gobierno— no era consciente.

Se preguntó cuál era el verdadero motivo en aquella ocasión.

En cualquier caso, el proyecto para el que se había ofrecido ya no le parecía tan idealista, tan desprovisto de segundas intenciones.

Fuera cual fuera el motivo real del gobierno, intuía claramente una cosa sobre él: era un motivo provechoso, claro, interesado.

Y, además, intuía una cosa más.

Probablemente ella nunca lo sabría.

Estaba absorta en la tarea de empaquetar los jerséis en el cajón cuando de repente se dio cuenta de que no estaba sola. Había dos hombres en la puerta; se volvió rápidamente, poniéndose en pie de un salto.

—¿Dónde está el señor Rittersdorf? —dijo el hombre más viejo. Sacó una cartera negra y plana con una tarjeta de identificación; los dos hombres, advirtió Mary, eran de la oficina de su marido, de la delegación de la CIA en San Francisco.

—Ya no vive aquí —dijo—. Les daré su dirección.

—Un informador no identificado —dijo el hombre más viejo— nos ha hecho saber que su marido podría estar planeando suicidarse.

—Como siempre —dijo Mary mientras apuntaba la dirección del triste tugurio donde vivía Chuck ahora—. Yo no me preocuparía por él; es un enfermo crónico, pero nunca muere del todo.

El agente de la CIA más viejo la miró con una hostilidad evidente. —Entiendo que usted y el señor Rittersdorf están en proceso de separación.

—Cierto. Si es que es asunto suyo. —Le dirigió una sonrisa breve y profesional— Ahora, ¿puedo continuar empaquetando?

—Nuestra oficina —dijo el agente de la CIA— suele procurar cierta protección a sus empleados. Si su marido se suicida habrá una investigación para determinar hasta qué punto ha tenido usted algo que ver con ello. —Añadió:— Y en vista de su condición de asesora matrimonial, podría resultar embarazoso, ¿no le parece?

Al cabo de una pausa, Mary dijo: —Sí, supongo que sí.

El agente de la CIA más joven, que tenía el pelo cortado al cero, dijo: —Considérelo una advertencia informal. No se apresure, señora Rittersdorf; no presione a su marido. ¿Comprende? —Tenía los ojos exánimes, fríos.

Ella asintió. Y se estremeció.

—Mientras tanto —dijo el hombre más viejo—, si aparece por aquí, dígale que se ponga en contacto con nosotros. Tiene un permiso de tres días, pero nos gustaría hablar con él. —Ambos hombres salieron de la habitación, hacia la puerta principal de la casa.

Mary regresó a las maletas, suspirando aliviada, ahora que los dos agentes de la CIA se habían ido.

La CIA no va a decirme lo que tengo que hacer, pensó. Le diré lo que quiera a mi marido, haré lo que quiera. No van a protegerte, Chuck, se dijo mientras empaquetaba jersey tras jersey, comprimiéndolos salvajemente en la maleta. De hecho, se dijo, te costará caro haberlos llamado; así que prepárate.

Riendo, pensó: Pobre idiota asustado. Pensabas que sería una buena idea intimidarme enviando a tus colegas. Tú te habrías asustado, pero yo no. Son sólo unos polis estúpidos e imbéciles.

Mientras hacía las maletas acarició la idea de llamar a su abogado para hablarle de las tácticas de presión de la CIA. No, decidió, ahora no; esperaré hasta que la petición de divorcio llegue al juez Brizzolara. Y entonces las utilizaré como prueba; demostrarán el tipo de vida que me he visto obligada a llevar estando casada con este hombre. Expuesta al acoso policial, constantemente. Además, recibiendo proposiciones cuando intento conseguirle un trabajo.

Pobre Chuck, se dijo, no tendrás ni una sola posibilidad cuando te lleve a los tribunales. Nunca sabrás lo que acabó contigo; pagarás por esto el resto de tu vida. Mientras vivas, querido, nunca te librarás de mí completamente; siempre te costará algo.

Empezó a doblar con cuidado los numerosos vestidos y a meterlos en el enorme baúl con perchas especiales.

Te costará, se dijo, más de lo que puedes pagar.