Con apenas una ojeada al viejo apartamento de paredes de láminas de roca rotas, una luz menguante que probablemente ya no tenía arreglo, un arcaico ventanal y unos anticuados suelos de abedul en mal estado, anteriores a la Guerra de Corea, Chuck Rittersdorf dijo: —Servirá. —Sacó el talonario e hizo una mueca al ver la estufa de hierro forjado; no había visto ninguna desde 1970, desde que era niño.
La propietaria del deteriorado edificio, sin embargo, frunció el ceño con suspicacia al recibir los documentos de identificación de Chuck.
—Según esto está usted casado, señor Rittersdorf, y tiene hijos. No puede traer a su mujer y a sus hijos a este apartamento; en el periódico se decía que era «para persona soltera, con empleo, no bebedora», y…
—Precisamente —dijo Chuck con voz cansada. La casera, gorda, de mediana edad, que llevaba un vestido de piel de grillo venusiano y zapatillas de piel de wub, lo repugnaba; aquello estaba siendo una experiencia horrible— Me he separado de mi mujer. Ella se queda con los niños. Por eso necesito el apartamento.
—Pero vendrán a visitarlo. —Levantó las cejas teñidas de color púrpura.
—Usted no conoce a mi mujer —dijo Chuck.
—Oh, sí lo harán. Conozco esas nuevas leyes federales sobre el divorcio. Esto no es como los viejos días de los divorcios estatales. ¿Ha pasado ya por el juzgado? ¿Tiene los primeros papeles?
—No —admitió. Acababa de empezar. La pasada medianoche se había marchado a un hotel y la noche anterior había sido su última noche intentando conseguir lo imposible, seguir viviendo con Mary.
Entregó el cheque a la casera; ella le devolvió sus documentos identificativos y se fue. Chuck cerró la puerta con llave inmediatamente, se dirigió a la ventana del apartamento y miró la calle de abajo, los coches, los vehículos a reacción, las rampas y avenidas de peatones. Pronto tendría que llamar a su abogado, Nat Wilder. Muy pronto.
La ruptura de su matrimonio era una gran ironía, pues su mujer trabajaba como consejera matrimonial. De hecho se la consideraba la mejor del Condado de Marin, California, donde tenía su oficina. A saber cuántas relaciones humanas fracturadas había remediado. Y sin embargo, para el colmo de la injusticia, fue aquel talento y aquella habilidad lo que en parte lo había empujado a aquel lúgubre apartamento. Porque, al haber triunfado en su carrera profesional, Mary no podía evitar sentir desprecio por él, y ese desprecio había crecido con los años.
El hecho —y tenía que enfrentarse a ello— era que él no había tenido tanto éxito como Mary en su carrera profesional.
Su trabajo, que a él personalmente le gustaba mucho, era programar simulacros para la agencia de inteligencia del gobierno de Cheyenne y sus interminables programas de propaganda, sus campañas contra los estados comunistas que rodeaban EE UU. Él creía profundamente en su trabajo, pero racionalmente hablando no podía decirse que fuera una profesión noble o bien remunerada; los programas que realizaba eran como mínimo infantiles, falsos y parciales. Gustaban sobre todo a los niños, tanto de EE UU como de los estados comunistas vecinos, y a las grandes masas de adultos de bajo nivel cultural. En realidad, era un vendido. Y Mary se lo había señalado muchas, muchas veces.
Vendido o no, seguía con su trabajo, aunque le habían hecho otras ofertas durante los seis años que había durado su matrimonio. Tal vez fuera porque disfrutaba oyendo las palabras pronunciadas por los simulacros; tal vez porque pensaba que la causa era vital: EE UU estaba a la defensiva, tanto desde el punto de vista político como económico, y tenía que protegerse. Necesitaba personas que trabajaran para el gobierno con salarios francamente bajos y en trabajos carentes de cualidades heroicas o espléndidas. Alguien tenía que programar los simulacros de propaganda, que se repartían por todo el mundo como representantes de la Autoridad de Contrainteligencia, para agitar, convencer, influir. Sin embargo…
La crisis había tenido lugar tres años antes. Uno de los clientes de Mary —que tenía unos problemas matrimoniales increíblemente complejos, incluyendo tres amantes a la vez— era productor de televisión; Gerald Feld producía el famoso programa televisivo de Bunny Hentman, y había comprado una importante pieza del popular cómico. Mary le había pasado varios guiones de programación que Chuck había escrito para la delegación local de la CIA en San Francisco. Feld los había leído con interés, ya que —por eso los había escogido Mary— tenían una gran dosis de humor. Ese era el talento de Chuck; él no programaba el material habitual, solemne y pomposo… Se decía que lo que él hacía estaba lleno de ingenio; chispeaba. Y Feld se había mostrado de acuerdo. Y le había pedido a Mary que le organizara un encuentro con Chuck.
Ahora, junto a la ventana del pequeño, triste y viejo apartamento, al que sólo se había llevado una prenda de vestir, contemplando la calle de abajo, Chuck recordó la conversación con Mary. Había sido especialmente cruel, muy clásica; resumía la brecha que se abría entre ambos.
Para Mary la cosa estaba clara: había una posibilidad de trabajo; tenía que aprovecharla. Feld pagaría bien y el trabajo le daría un enorme prestigio; todas las semanas, al final del programa de Bunny Hentman, el nombre de Chuck figuraría en la pantalla como uno de los guionistas y todo el mundo podría verlo. Mary se sentiría orgullosa —aquélla era la palabra clave— del trabajo de él, que era visiblemente creativo. Y para Mary la creatividad era el ábrete sésamo de la vida; trabajar para la CIA, programar simulacros de propaganda que parloteaban para africanos, latinoamericanos y asiáticos sin educación no era creativo; los mensajes tendían siempre a ser el mismo y de todas formas la CIA tenía mala reputación en los círculos liberales, adinerados y sofisticados que frecuentaba Mary.
—Eres como un… barrendero de hojas en un parque de una ciudad satélite —había dicho Mary, furiosa—, haciendo algún tipo de servicio civil. Es lo más fácil; es la manera de evitar tener que pelear. Tienes treinta y tres años y ya has dejado de intentarlo. Has dejado de querer hacer algo con tu vida.
—Escucha —dijo él, en vano—. ¿Eres mi madre o mi mujer? Quiero decir, ¿es que tienes que estar aguijoneándome todo el tiempo? ¿Tengo que seguir subiendo? ¿Qué quieres, que llegue a presidente de TERPLAN? —No era sólo cuestión de prestigio y dinero, había algo más. Era evidente que Mary quería que fuera otra persona. Ella, la que mejor lo conocía de todo el mundo, se avergonzaba de él. Si aceptaba el trabajo de guionista de Bunny Hentman se convertiría en alguien diferente, o así creía ella.
No podía negar que tenía lógica. Y sin embargo insistió; no abandonó su trabajo, no cambió. En su interior había algo demasiado inercial. Para bien o para mal. Había cierta histéresis en la esencia de cada uno; él no podía negar aquella esencia fácilmente.
Fuera, en la calle, un Chevrolet blanco de lujo, un modelo nuevo de seis puertas, frenó y aterrizó. Lo observó distraído y entonces, con un sobresalto de incredulidad, se dio cuenta de que —imposible pero cierto— era su ex mujer; allí estaba Mary. Ya lo había encontrado.
Su mujer, la doctora Mary Rittersdorf, estaba a punto de hacerle una visita.
Sintió terror, y una sensación de fracaso; ni siquiera había sido capaz de encontrar un apartamento para vivir donde Mary no pudiera localizarlo. Dentro de unos cuantos días, Nat Wilder podría conseguirle protección legal, pero ahora, en aquel momento, estaba indefenso; tenía que dejarle entrar.
Era fácil imaginarse cómo había dado con él; los dispositivos de detección comunes eran baratos y fáciles de encontrar. Probablemente Mary había acudido a una agencia privada de detección a distancia, había conseguido un husmeador y le había presentado su impresión cefálica; éste se había puesto manos a la obra y lo había seguido a todos los lugares adonde había ido desde que la dejara. En la actualidad, encontrar a alguien era una ciencia exacta.
Así, una mujer decidida a localizarte, reflexionó, puede hacerlo. Probablemente estaba regido por una ley; tal vez pudiera llamarla la Ley Rittersdorf. El deseo de escapar, de ocultarse, es directamente proporcional a…
Se oyó un golpe en la puerta hueca del apartamento.
Mientras caminaba hacia la puerta con las piernas rígidas, de mala gana, pensó: Hará un discurso que englobará todas las súplicas conocidas por la razón. Yo, por supuesto, no tendré argumentos, sólo la sensación de que no podemos seguir, de que el desprecio que siente por mí indica que lo que nos separa es demasiado profundo para plantearse cualquier tipo de intimidad futura.
Abrió la puerta. Allí estaba, con los cabellos oscuros, delgada, enfundada en un abrigo caro de lana natural (el mejor que tenía), sin maquillaje; una mujer tranquila, educada, superior a él en un montón de aspectos. —Escucha, Chuck —dijo—, no voy a consentir todo esto. He llamado a una compañía de mudanzas para que se lleve tus cosas y las guarde. Sólo he venido a que me des un cheque; quiero todo el dinero de tu cuenta corriente. Lo necesito para las facturas.
Así que se había equivocado; no había ningún dulce discurso apelando a la racionalidad. Al contrario; su mujer había decidido terminar. Estaba completamente conmocionado y no pudo más que mirarla boquiabierto.
—He hablado con Bob Alfson, mi abogado —dijo Mary—. Le he dicho que presente una petición de renuncia a la casa.
—¿Qué? —dijo él—. ¿Por qué?
—Para que firmes la renuncia a tu parte de la casa en mi favor.
—¿Por qué?
—Para ponerla en venta. He decidido que no necesito una casa tan grande y puedo usar el dinero. Voy a meter a Debby en ese internado del Este del que hablamos. —Deborah era su hija mayor, pero sólo tenía seis años, era demasiado joven para irse de casa. Demonios.
—Deja que antes hable con Nat Wilder —dijo él débilmente.
—Quiero el cheque ahora. —Mary no hizo ningún movimiento para entrar; simplemente se quedó allí. Y él sintió un pánico desesperado y desesperante, el pánico de la derrota y el sufrimiento; ya había perdido; Mary podía obligarlo a hacer cualquier cosa.
Cuando Chuck fue a buscar el talonario, Mary entró unos pasos en el apartamento. No tenía palabras para expresar la repugnancia que le inspiraba; guardó silencio. Él se acobardó, no podía enfrentarse a ella; se puso a buscar el talonario.
—Por cierto —dijo Mary en tono casual—, ahora que te has ido para siempre estoy libre para aceptar aquella oferta del gobierno.
—¿Qué oferta del gobierno?
—Quieren psicólogos para un proyecto interplanetario; te hablé de ello. —No tenía la intención de molestarse en explicárselo.
—Ah, sí. —Lo recordaba vagamente.— Una obra de caridad. —Una consecuencia del conflicto entre Terra y los alfanos de diez años antes. Una luna aislada del Sistema Alfano habitada por terranos que habían perdido el contacto con Terra hacía dos generaciones por causa de la guerra; en el Sistema Alfano, que contenía docenas de lunas además de veintidós planetas, existían varios enclaves del mismo tipo.
Mary aceptó el cheque y se lo guardó doblado en el bolsillo del abrigo.
—¿Te pagarían? —preguntó él.
—No —dijo Mary, distantemente.
Entonces tendría que vivir —y además mantener a los niños— sólo del salario de Chuck. De repente comprendió: Mary esperaba que el tribunal lo obligara a hacer lo que, con su negativa, había acabado con seis años de matrimonio. Gracias a su enorme influencia en los tribunales del Condado de Marín, Mary conseguiría que tuviera que dejar la delegación de la CIA en San Francisco y buscar un trabajo completamente distinto.
—¿Cuánto… tiempo estarás fuera? —preguntó él. Era obvio que Mary pretendía aprovechar aquel intervalo de reorganización de sus vidas; haría todas las cosas que la presencia de Chuck —supuestamente, al menos— no le había permitido hacer.
—Unos seis meses. Depende. No esperes que me mantenga en contacto contigo. En el juicio me representará Alfson; yo no apareceré. He presentado una demanda por la pensión de mantenimiento, así que no tienes que hacerlo tú.
La iniciativa, incluso en eso, no estaba en sus manos. Siempre había sido demasiado lento.
—Puedes quedarte con todo —le dijo a Mary, de repente.
Su mirada decía: Pero lo que tú puedes darme no es suficiente. «Todo» era casi nada, en lo que a los logros de Chuck se refería.
—No puedo darte lo que no tengo —dijo con calma.
—Sí que puedes —dijo Mary sin sonreír—. Porque el juez opinará lo que yo siempre he opinado de ti. Si tienes que hacerlo, si alguien te obliga, puedes cumplir las normas que se aplican a los hombres adultos que tienen mujer e hijos.
—Pero… tengo que conservar algún tipo de vida propia —dijo él.
—Tu primera obligación es para con nosotros —dijo Mary.
Para aquello no tenía respuesta; sólo podía asentir.
Más tarde, después de que Mary se fuera con los cheques, buscó y encontró un montón de homeo-periódicos en el lavabo del apartamento; se sentó en el antiguo sofá de estilo danés de la sala de estar, buscando artículos sobre el proyecto interplanetario en el que Mary quería participar. Su nueva vida, se dijo, para reemplazar la de casada.
En un periódico de la semana anterior encontró un artículo más o menos completo; encendió un cigarrillo y leyó con atención.
Se necesitaban psicólogos, según el Servicio Interplanetario de Salud y Bienestar de EE UU, porque en un principio la luna había sido una zona hospitalaria, un centro psiquiátrico para los inmigrantes terranos al Sistema Alfano que habían sucumbido a las condiciones anormales y a la presión excesiva de la colonización interestelar. Los alfanos no habían intervenido, excepto como comerciantes.
Lo que se sabía del estado actual de la luna provenía de esos comerciantes alfanos. Según sus informes, durante las décadas en que el hospital había permanecido ajeno a la autoridad terrana había surgido una especie de civilización. No obstante, no podían evaluarla porque carecían de los conocimientos suficientes de las costumbres terranas. En cualquier caso, había producción e intercambio de artículos de consumo; también había industrias locales, y Chuck se preguntó por qué el gobierno terrano creía necesario intervenir. Podía imaginarse a Mary allí perfectamente; era exactamente el tipo de persona que seleccionaría TERPLAN, la agencia internacional. La gente como Mary siempre tenía éxito.
Dirigiéndose al antiguo ventanal, se puso a mirar abajo una vez más. Y entonces sintió que, a escondidas, crecía en él un antiguo impulso. La sensación de que era inútil continuar; en aquel momento el suicidio, dijeran lo que dijeran las leyes y la iglesia, era para él la única respuesta posible.
Encontró una ventana lateral más pequeña que se abría; levantándola, escuchó el zumbido de un aparato de reacción que aterrizaba en un tejado al otro lado de la calle. El sonido se apagó. Chuck aguardó y luego se subió al borde de la ventana, oscilando sobre el tráfico que se movía debajo…
Dentro del apartamento una voz que no era la suya dijo: —Por favor, dígame cómo se llama. Independientemente de si pretende saltar o no.
Volviéndose, Chuck vio un hongo del cieno ganimediano que entraba en silencio por debajo de la puerta del apartamento y tomaba la forma de un montículo de pequeños glóbulos.
—Tengo alquilado el apartamento de enfrente —declaró el hongo.
—Entre los terranos se acostumbra a llamar —dijo Chuck.
—No tengo nada con que hacerlo. En cualquier caso, deseaba entrar antes de que… se fuera.
—Que salte o no sólo es asunto mío.
—«Ningún terrano es una isla» —citó aproximadamente el hongo—. Bienvenido al edificio que los inquilinos hemos apodado humorísticamente: «Apartamentos de la Sección de Desechos». Hay otras personas a quien debería conocer. Algunos son terranos como usted, y también hay varios no terranos de diversas fisonomías; algunos le repugnarán, otros le gustarán, sin duda. Había pensado pedirle prestado una taza de cultivo de yogur, pero en vista de sus preocupaciones sería una petición insultante.
—No he traído nada. Todavía. —Pasó la pierna por encima del alféizar y volvió a la habitación, alejándose de la ventana. No le sorpendía ver al hongo ganimediano; los no terranos vivían en guetos; no importaba lo influyentes que fueran y lo bien situados que estuvieran en su sociedad de origen, en Terra se veían obligados a vivir en casas de clase baja como aquélla.
—Si pudiera llevar una tarjeta de presentación —dijo el hongo—, se la enseñaría. Soy un importador de gemas sin tallar, un comerciante de oro de segunda mano y, en las circunstancias adecuadas, un comprador fanático de colecciones filatélicas. De hecho en estos momentos tengo en mi apartamento una selección de los primeros sellos de EE UU, con especial énfasis en bloques nuevos de cuatro de la colección de Colón; ¿le gustaría…? —Se interrumpió.— Ya veo que no. En cualquier caso, el deseo de darse muerte se ha alejado temporalmente de su mente. Eso es positivo. Además de las actividades comerciales de las que le he…
—¿No le exige la ley que renuncie a sus dones telepáticos mientras se encuentre en Terra? —dijo Chuck.
—Sí, pero su situación me pareció excepcional. Señor Rittersdorf, yo personalmente no puedo ofrecerle trabajo, ya que no necesito servicios de propaganda. Sin embargo, tengo varios contactos en las nueve lunas; con el tiempo…
—No, gracias —dijo Chuck con aspereza—. Lo único que quiero es estar solo. —Ya había soportado la suficiente ayuda para encontrar empleo para toda una vida.
—No obstante, por mi parte, a diferencia de su esposa, no albergo segundas intenciones. —El hongo se le acercó fluyendo por el suelo.— Al igual que la mayor parte de los hombres terranos, su autoestima se basa en su capacidad de ganar dinero, un aspecto en el que tiene dudas importantes además de enormes complejos. Yo puedo hacer algo por usted… pero requerirá tiempo. Dentro de poco abandonaré Terra y regresaré a mi luna. Supongamos que le pago quinientos skins, de EE UU, por supuesto, para que me acompañe. Considérelo un préstamo, si quiere.
—¿Qué haría yo en Ganímedes? ¿Usted tampoco me cree? —dijo Chuck, irritado—. Tengo un trabajo; un trabajo que me gusta, y no quiero dejarlo.
—A nivel subconsciente…
—No me diga lo que lee en mi subconsciente. Y váyase de aquí y déjeme solo. —Volvió la espalda al hongo.
—Me temo que el impulso suicida volverá, quizás antes incluso que llegue la noche.
—Déjelo.
—Sólo hay una cosa que puede ayudarlo —dijo el hongo—, y no es mi miserable oferta de empleo.
—¿Qué, entonces?
—Una mujer para que reemplace a su esposa.
—Ahora actúa como un…
—En absoluto. No me baso en lo físico ni en lo etéreo; es sólo sentido común. Tiene que encontrar una mujer que pueda aceptarlo, quererlo, tal como usted es; de lo contrario, morirá. Déjeme pensar en ello. Y mientras tanto contrólese. Deme cinco horas. Y quédese aquí. —El hongo se escurrió lentamente por debajo de la puerta, por la rendija, y salió al vestíbulo. Sus pensamientos se fueron apagando.— Como importador, comprador y comerciante tengo muchos contactos con terranos de todas las clases sociales… —Luego se fue.
Chuck encendió un cigarrillo con las manos temblorosas.
Y se alejó a una gran distancia de la ventana, para sentarse en el antiguo sofá de estilo danés. Y esperó.
Era difícil saber cómo reaccionar al caritativo ofrecimiento del hongo; se sentía furioso y conmovido al mismo tiempo, y, además, perplejo. ¿Podría de veras ayudarlo? Parecía imposible.
Alguien llamó a la puerta del apartamento. No podía ser el ganimediano que regresaba, porque los hongos no llamaban, no podían hacerlo. Chuck se dirigió a la puerta y la abrió.
Era una chica terrana.