Antes de entrar en la sala del consejo supremo, Gabriel Baines envió por delante a su simulacro de factura mans para ver si por acaso alguien lo atacaba. El simulacro —una copia exacta de Baines— hacía muchas cosas, ya que había sido construido por el inventivo clan de los manses, pero Baines sólo lo empleaba en sus maniobras defensivas; defenderse era lo que más le importaba, la razón por la que era miembro del enclave pare de Adolfvilla, en el extremo septentrional de la luna.
Por supuesto, Baines había salido de Adolfvilla muchas veces, pero sólo se sentía seguro —mejor dicho, relativamente seguro— allí, dentro de los sólidos muros de la ciudad pare. Lo que demostraba que su pertenencia al clan pare no era una invención, una técnica meramente simulada para conseguir entrar en el área urbana más sólidamente construida, robusta y resistente que existía. Sin duda, Baines era sincero… No se podía dudar de él.
Por ejemplo, la visita que había hecho a las chabolas de los hebes, increíblemente degradadas. Hacía poco había estado buscando a los miembros huidos de una brigada de trabajo; como eran hebes, tal vez hubieran regresado poco a poco a Ciudad Gandhi. No obstante, el problema era que todos los hebes eran iguales, al menos para él: criaturas desaliñadas y encorvadas, vestidas con ropa sucia, que reían tontamente y no podían concentrarse en cosas complicadas. Eran útiles para tareas manuales, nada más. Pero debido a la necesidad constante de reparar las fortificaciones de Adolfvilla contra los saqueos de los manses, el trabajo manual solía estar muy solicitado. Y los pares no iban a ensuciarse las manos. En cualquier caso, entre las ruinosas chabolas de los hebes, las construcciones humanas más frágiles, había sentido puro terror, una sensación de vulnerabilidad casi infinita; aquello era un vertedero habitado hecho de viviendas de cartón. Sin embargo, los hebes no se quejaban. Vivían entre sus propios desechos en un tranquilo equilibrio.
Ese día, en el consejo de los clanes que se reunía dos veces al año, estaría el portavoz de los hebes, por supuesto; él, en representación de los pares, compartiría habitación con un —literalmente— odioso hebe. Y eso no daba mucha dignidad a la tarea. Era probable que aquel año volviera a ser la gorda y despeinada Sarah Apostoles.
Pero más ominoso sería el representante mans. Porque, como a todos los pares, a Baines le aterrorizaban todos y cada uno de los manses. Su excesiva violencia le desagradaba; no podía comprenderla, tan poco sentido tenía. Durante años había considerado a los manses simplemente hostiles. Pero aquello no bastaba para explicar su comportamiento. Disfrutaban de la violencia; sentían un placer perverso rompiendo cosas e intimidando a los demás, sobre todo a los pares como él.
Pero saberlo no lo ayudaba mucho; cuando pensaba en enfrentarse a Howard Straw, el delegado mans, se sentía desfallecer.
Resollando asmáticamente, el simulacro regresó con una sonrisa inmóvil en el rostro artificial idéntico al de Baines. «Todo en orden, señor. No hay gases mortales, ni descargas eléctricas de intensidad peligrosa, ni veneno en el jarro de agua, ni puntos de mira para rifles láser, ni máquinas infernales ocultas. Yo diría que puede entrar con seguridad». Se detuvo con un chasquido y enmudeció.
—¿No se te ha acercado nadie? —preguntó Baines con cautela.
—No hay nadie todavía —dijo el simulacro—. Excepto el hebe que está barriendo el suelo, por supuesto.
Baines, tras una vida entera empleando la astucia para protegerse, entreabrió la puerta; quería echar un rápido vistazo al hebe.
El hebe, un hombre, barría con movimientos repetidos y lentos. Tenía una estúpida expresión hebe en el rostro, como si el trabajo lo divirtiera. Probablemente pudiera pasarse así meses enteros sin aburrirse. Los hebes nunca se cansaban de repetir una tarea; no eran capaces de comprender el concepto de variedad. Por supuesto, reflexionó Baines, había cierta virtud en la simplicidad. Por ejemplo, lo había impresionado el famoso santo hebe, Ignatz Ledebur, que emanaba espiritualidad mientras iba de pueblo en pueblo, difundiendo el calor de su inofensiva personalidad hebe. Aquél no parecía nada peligroso.
Y los hebes, al menos, incluso los santos, no intentaban convertir a la gente, como hacían los místicos esquizos. Lo único que pedían los hebes era que los dejaran solos; no querían que la vida los molestara, y año tras año se iban despojando de las complejidades de la existencia. Retrocedían, reflexionó Baines, a un estado meramente vegetativo, lo que, para un hebe, era ideal.
Después de examinar la pistola láser —estaba en orden—, Baines decidió que podía entrar. Así, paso a paso se introdujo en la sala del consejo, tomó asiento, se cambió de repente de sitio; el primero estaba demasiado cerca de la ventana: era un blanco demasiado fácil para alguien de fuera.
Para divertirse mientras esperaba a que llegaran los otros, decidió molestar al hebe. —¿Cómo te llamas? —preguntó.
—J… Jacob Simion —dijo el hebe, barriendo sin modificar la estúpida sonrisa de costumbre; un hebe nunca sabía cuándo le estaban tomando el pelo. Y si lo hacía no le importaba. Apáticos ante todo: así eran los hebes.
—¿Te gusta tu trabajo, Jacob? —preguntó Baines, encendiendo un cigarrillo.
—Claro —dijo el hebe, y luego rió tontamente.
—¿Siempre estás barriendo suelos?
—¿Eh? —El hebe parecía incapaz de comprender la pregunta.
La puerta se abrió con un golpe y apareció la guapa Annette Golding, la delegada poli, jadeando con el bolso bajo el brazo, la cara redonda encendida y los ojos verdes brillantes. —Creí que llegaba tarde.
—No —dijo Baines, levantándose para ofrecerle una silla. Le echó una ojeada profesional; nada indicaba que se hubiera traído un arma. Pero podría llevar esporas salvajes en cápsulas escondidas en una bolsa de goma dentro de la boca; procuró, al volver a sentarse, escoger una silla al otro extremo de la gran mesa. Distancia… Un factor muy valioso.
—Hace calor aquí dentro —dijo Annette, todavía sudando—. He subido la escalera corriendo. —Le sonrió a la manera desmañada de algunos polis. Le parecía atractiva… aunque le faltaba perder un poco de peso. No obstante, Annette le gustaba y aprovechó la oportunidad para hacerle una broma inofensiva, matizada con una nota erótica.
—Annette —dijo—, eres una persona muy simpática y agradable. Es una lástima que estés soltera. Si te casaras conmigo…
—Sí, Gabe —dijo Annette, sonriendo—. Estaría protegida. Papel de tornasol en todos los rincones del cuarto, analizadores de atmósfera en funcionamiento, tomas a tierra para las radiaciones de las máquinas…
—No hablas en serio —dijo Baines, malhumorado. Se preguntó cuántos años tendría; no más de veinte, seguro. Y, como todos los polis, parecía una niña. Los polis no maduraban; seguían siendo infantiles, ¿y qué era la esencia poli sino la permanencia de una infancia plástica? Al fin y al cabo, los niños de todos los clanes de la luna nacían polis, iban a la escuela central y común como polis y no empezaban a diferenciarse hasta tal vez los diez u once años. Y algunos, como Annette, nunca lo hacían.
Annette abrió el bolso y sacó un paquete de caramelos; empezó a comer rápidamente. —Estoy nerviosa —explicó—. Necesito comer. —Ofreció la bolsa a Baines, pero éste declinó la invitación; después de todo, nunca se sabía. Baines había conservado la vida durante treinta y cinco años y no tenía la intención de perderla por causa de un impulso trivial; todo tenía que estar pensado y calculado, previamente, si quería vivir otros treinta y cinco.
—Supongo que Louis Manfreti representará el clan esquiz también este año —dijo Annette—. Siempre lo paso muy bien con él; cuenta cosas muy interesantes, sus visiones de cosas primordiales. Bestias de la tierra y el cielo, monstruos que luchan bajo el suelo… —Chupó un caramelo duro pensativamente.— ¿Tú crees que las visiones de los esquizos son reales, Gabe?
—No —dijo Baines con sinceridad.
—¿Por qué están reflexionando y hablando sobre ellas todo el tiempo, entonces? Por lo menos para ellos sí que lo son.
—Misticismo —dijo Baines con desdén. Husmeó el aire; le había llegado un olor artificial, algo dulce. Era, advirtió, el aroma de los cabellos de Annette y se relajó. ¿O era eso lo que ella quería hacerle creer?, pensó de repente, alerta de nuevo—. Llevas un bonito perfume —dijo con muy poca sinceridad—. ¿Cómo se llama?
—Noche salvaje —dijo Annette—. Se lo compré a un vendedor ambulante, en Alfa II; me costó noventa skins, pero huele maravillosamente, ¿no crees? El salario de todo un mes. —Sus ojos oscuros se entristecieron.
—Cásate conmigo —empezó Baines de nuevo, y entonces calló.
El representante dep había aparecido; estaba en la puerta y el rostro temeroso y cóncavo de ojos fijos pareció penetrar en el corazón de Baines. Dios mío, gimió, sin saber si sentir compasión por el pobre dep o un merecido desprecio. Después de todo, podía moverse; todos los deps podían moverse, si reunían cierto coraje. Pero el coraje estaba completamente ausente en el asentamiento dep, al sur. Aquél era una demostración palpable; vacilaba en la puerta, temeroso de entrar, y sin embargo resignado al destino de tener que hacerlo de todas formas, de tener que hacer lo que tanto temía… En cambio, un ob-com se limitaría a contar hasta veinte de dos en dos, se daría la vuelta y saldría corriendo.
—Por favor, entre —lo animó Annette agradablemente, señalándole una silla.
—¿De qué sirve esta reunión? —dijo el dep, y entró lentamente, inclinándose desesperado—. Vamos a destrozarnos entre nosotros. No tiene sentido reunirnos para pelearnos. —Sin embargo, se sentó resignado e inclinó la cabeza, con las manos apretadas inútilmente.
—Soy Annette Golding —dijo Annette—, y éste es Gabriel Baines, el pare. Yo soy la poli. Usted es el dep, ¿verdad? Se le nota por la forma de mirar el suelo. —Rió, pero con benevolencia.
El dep guardó silencio; ni siquiera dijo cómo se llamaba. Baines sabía que para un dep hablar era difícil; les costaba reunir las fuerzas suficientes para hacerlo. Probablemente aquel dep hubiera llegado demasiado pronto por miedo a llegar tarde; compensación excesiva, típico de ellos. A Baines no le gustaban. Eran inútiles para sí mismos y para los otros clanes; ¿por qué no se morían? Y, a diferencia de los hebes, no servían como trabajadores; se tumbaban en el suelo y observaban el cielo con una mirada perdida, vacía de esperanza.
Inclinándose hacia Baines, Annette dijo dulcemente: —Anímalo.
—No pienso hacerlo —dijo Baines—. ¿Qué me importa? Es culpa suya ser como es; podría cambiar si quisiera. Con un esfuerzo podría pensar algo bueno. No tiene peor suerte que nosotros, quizás incluso mejor; después de todo, trabajan a paso de tortuga… Ojalá yo pudiera trabajar en un año lo mismo que la media de los deps.
Ahora, por la puerta abierta, entró una mujer alta de mediana edad con un largo abrigo gris. Era Ingred Hibbler, la obcom; contando en silencio, dio una vuelta a la mesa golpeando al pasar cada una de las sillas. Baines y Annette esperaron; el hebe que barría el suelo levantó la vista y rió tontamente. El dep siguió cabizbajo, sin mirar alrededor. Al cabo, la señorita Hibbler encontró una silla con un número que le gustaba; la echó para atrás, se sentó rígidamente, apretando las manos con fuerza y moviendo los dedos a gran velocidad, como tejiendo un vestido protector invisible.
—Me he encontrado con Straw en el parque de los coches —dijo, y contó en silencio—. El mans. Uf, es una persona horrible; ha estado a punto de atropellarme. Tuve que…
Calló de repente. —No importa. Pero es difícil librarse de su aura, cuando infecta. —Se estremeció.
—Este año —dijo Annette, sin dirigirse a nadie en particular—, si Manfreti vuelve a ser el esquiz probablemente entre por la ventana en vez de por la puerta. —Rió alegremente. El hebe que barría se unió a ella.— Y estamos esperando al hebe, claro —dijo Annette.
—Yo soy el de… delegado de Ciudad Gandhi —dijo el hebe, Jacob Simion, empujando maquinalmente la escoba—. Se… se me ocurrió hacer esto mientras esperaba. —Dedicó a todos una cándida sonrisa.
Baines suspiró. El representante hebe, un sirviente. Aunque era lógico: todos lo eran, en potencia por lo menos. Entonces faltaban sólo el esquiz y el mans, Howard Straw, que vendría en cuanto dejara de correr por el aparcamiento, asustando a los delegados que iban llegando. Será mejor que no intente intimidarme a mí, pensó Baines. Porque la pistola láser que Baines llevaba en la cintura no era simulada. Y siempre contaba con el simu, esperando en el vestíbulo a que lo llamasen.
—¿De qué trata esta reunión? —preguntó la señorita Hibbler, la ob-com, y se puso a contar deprisa, con los ojos cerrados y bamboleando los dedos—. Uno, dos. Uno, dos.
—Hay un rumor —dijo Annette—. Se ha avistado una extraña nave y no son comerciantes de Alfa II; estamos casi seguros. —Siguió comiendo caramelos; Baines vio que ya había devorado casi toda la bolsa y sonrió con desaprobación. Annette, como él bien sabía, padecía un trastorno diencefálico, una sobrestimación en la zona del síndrome de la glotonería. Y cuando estaba tensa o preocupada era peor.
—Una nave —dijo el dep, volviendo a la vida—. A lo mejor puede sacarnos de esta situación tan desagradable.
—¿Qué situación desagradable? —preguntó la señorita Hibbler.
Agitándose, el dep dijo: —Ya sabe. —Eso fue todo lo que pudieron sacarle; recayó en aquel coma de tristeza y volvió a enmudecer. Para los deps la situación siempre era desagradable.
Y además tenían miedo de los cambios, claro. El desprecio de Baines aumentó mientras lo pensaba. Pero… una nave. El desprecio por el dep se transformó en preocupación. ¿Era aquello cierto?
Straw, el mans, debía de saberlo. En Cumbres Da Vinci los manses habían elaborado unos sofisticados aparatos para observar el tráfico que entraba; era probable que el rumor original proviniera de Cumbres Da Vinci… A menos, por supuesto, que fuera una visión de un místico esquiz.
—Probablemente sea mentira —dijo Baines en voz alta.
Todos los presentes en la sala, incluso el melancólico dep, lo miraron; hasta el hebe dejó de barrer por un instante.
—Los manses —explicó Baines— son capaces de cualquier cosa. Ésa es su manera de sacarnos ventaja a todos los demás, pagándonos con nuestra misma moneda.
—¿El qué? —dijo la señorita Hibbler.
—Ya sabéis, los manses nos odian a todos —dijo Baines—. Son unos matones, bárbaros y ordinarios, unos sucios soldados de asalto que toman las armas en cuanto oyen la palabra «cultura». Es parte de su metabolismo; son como los antiguos godos. —Sin embargo, no lo decía del todo en serio; a decir verdad no sabía por qué los manses estaban siempre dispuestos a hacer daño a los demás, si no era porque, según su teoría, para ellos causar dolor era un auténtico placer. No, pensó, debe de haber algo más. Malicia y envidia; deben de envidiarnos, deben de saber que tenemos una cultura superior. Por muy diversa que sea Cumbres Da Vinci, carece de orden o de unidad estética; es un baturrillo de proyectos incompletos supuestamente «creativos», que empezaron y no terminaron nunca.
—Straw es un poco grosero, es cierto —dijo Annette lentamente—. Incluso para la gente inquieta como él. Pero ¿por qué iba a decir que se ha visto una nave extraña si es mentira? No has dado ninguna razón clara.
—Pero sé —dijo Baines, testarudo— que los manses y especialmente Howard Straw están en contra de nosotros; deberíamos hacer algo para protegernos de… —Calló, porque la puerta se había abierto y Straw entró bruscamente en la sala.
Era pelirrojo, grande y fornido, y sonreía. A él la aparición de una nave forastera en su diminuta luna no lo preocupaba.
Ahora sólo faltaba el esquiz y, como era habitual, podría llegar una hora tarde; estaría en trance en alguna parte, perdido en visiones turbias de una realidad arquetípica, de las protofuerzas cósmicas subyacentes al universo temporal, la perpetua visión de lo que llamaban Urwelt.
También podríamos ponernos cómodos, decidió Baines. Todo lo que nos sea posible, teniendo en cuenta la presencia de Straw. Y de la señorita Hibbler; ella tampoco le gustaba mucho. En realidad, no le gustaba ninguno de los presentes, a excepción tal vez de Annette, la del busto desordenado y ostentoso. Y no estaba avanzando nada con ella. Como siempre.
Pero no era culpa de él; todos los polis eran así, no se sabía nunca por dónde iban a saltar. Renegaban de la reflexión; se oponían a los dictados de la lógica. Y sin embargo no eran insectos, como los esquizos, ni máquinas descerebradas como los hebes. Eran muy vivaces; eso era lo que le gustaba de Annette, su animación, su frescura.
De hecho hacía que se sentiera rígido y metálico, encerrado en una piel de acero, como alguna arma arcaica de una guerra olvidada e inútil. Ella tenía veinte años, y él treinta y cinco, tal vez ésa fuera la razón. Pero no lo creía. Y entonces pensó: Apuesto a que quiere que me sienta así; está intentando hacerme sentir mal deliberadamente.
Y, como reacción, al instante sintió por ella el odio helado y cuidadosamente razonado de los pares.
Annette, fingiendo no darse cuenta de lo que ocurría, siguió devorando lo que quedaba de la bolsa de caramelos.
El delegado esquiz de la reunión bianual en Adolfvilla, Omar Diamond, contempló el paisaje del mundo y vio, debajo y encima de él, los dragones gemelos, rojo y blanco, de la vida y la muerte; los dragones, enzarzados en una batalla, hacían que la llanura temblara y, sobre su cabeza, el cielo se hendía y un sol gris y marchito en decadencia proporcionaba poco o ningún consuelo a un mundo que perdía rápidamente su escasa provisión de vitalidad.
—Alto —dijo Omar, levantando la mano y dirigiéndose a los dragones.
Un hombre y una chica de cabellos ondulados, que caminaban por la acera del centro de Adolfvilla en su dirección, se detuvieron. La chica dijo: —¿Qué le pasa? Está haciendo algo. —Repugnancia.
—Sólo es un esquiz —dijo el hombre, divertido—. Perdido en sus visiones.
—La guerra eterna ha vuelto a estallar —dijo Omar—. Los poderes de la vida están menguando. ¿Acaso no puede nadie tomar la decisión fatal, renunciar a su propia vida en un acto de sacrificio para restaurarlos?
—Ya sabes, a veces cuando se les hace una pregunta dan una respuesta interesante —le dijo el hombre a su esposa—. Sigue adelante, pregúntale algo, algo importante y genérico, como «¿Cuál es el significado de la existencia?», y no «¿Dónde están las tijeras que perdí ayer?» —Le hizo un ademán para que se adelantara.
Con cautela, la mujer se aproximó a Omar. —Perdone, pero siempre he querido saber si hay vida después de la muerte.
—La muerte no existe —dijo Omar. Lo sorprendía la pregunta; demostraba una ignorancia enorme—. Lo que usted llama «muerte» es sólo la fase de germinación en la que la nueva forma de vida yace durmiente, aguardando su siguiente encarnación. —Levantó los brazos, señalando — ¿Ve? El dragón de la vida no puede morir; aun cuando su sangre tiñe de rojo la pradera, nuevas versiones suyas surgen en todas partes. La semilla enterrada en la tierra vuelve a brotar. —Siguió andando, entonces, dejando atrás a la mujer y al hombre.
Debo ir al edificio de piedra de seis plantas, se dijo Omar. Están esperando allí, el consejo. Howard Straw, el bárbaro. La malhumorada señorita Hibbler. Annette Golding, la encarnación de la propia vida, zambulléndose en todo lo que le permite existir. Gabriel Baines, obligado a inventar maneras de defenderse contra lo que no ataca. El simple de la escoba que está más próximo a Dios que ninguno de nosotros. Y el triste que nunca levanta la vista, el hombre que ni siquiera tiene nombre. ¿Cómo puedo llamarlo? Tal vez Otto. No, creo que será Dino. Dino Watters. Aguarda la muerte sin saber que vive esperando un fantasma vacío; ni siquiera la muerte puede protegerlo de su propio ser.
Cuando llegó al enorme edificio de seis plantas, el más grande de Adolfvilla, el asentamiento pare, se puso a levitar; flotó hasta la ventana correcta y arañó el vidrio con la uña hasta que alguien al fin fue a abrirla.
—¿No va a venir el señor Manfreti? —preguntó Annette.
—Este año no hemos podido hablarle —explicó Omar—. Ha entrado en otro reino y está inactivo; hay que alimentarlo a la fuerza por la nariz.
—Uf —dijo Annette, y se estremeció— Catatonia.
—Matadlo —dijo Straw con aspereza—, y se habrá acabado. Estos esquizos catatónicos son peor que inútiles; están malgastando los recursos de Juana de Arco. No me extraña que tengáis un asentamiento tan pobre.
—Pobre desde el punto de vista material —admitió Omar—, pero rico en valores eternos.
Se mantuvo alejado de Straw; no le gustaba en absoluto. A pesar de su nombre, Straw[1] sólo servía para romper cosas. Le gustaba destruir y pulverizar; era cruel por placer, no por necesidad. El mal era gratuito en Straw.
En cambio, Gabe Baines, como todos los pares, podía ser cruel, también, pero sólo si se veía obligado, en defensa propia; estaba tan entregado a su propia protección que era normal que se equivocara. Uno no podía castigarlo, como podía castigar a Straw.
Sentándose, Omar dijo: —Bendita sea esta asamblea. Que sólo tengamos que oír nuevas de los bienes de la vida, y no de las actividades del dragón del mal. —Se volvió hacia Straw.— ¿Qué tiene que informarnos, Howard?
—Una nave armada —dijo Straw con una sonrisa amplia, maliciosa y horrible; estaba disfrutando de la inquietud colectiva—. No es de un comerciante de Alfa II; viene de un sistema completamente distinto. Un tip nos ha ayudado a captar lo que piensan. No han venido para comerciar, sino para… —Calló sin haber acabado la frase intencionadamente. Quería verlos retorcerse.
—Tendremos que defendernos —dijo Baines. La señorita Hibbler asintió con la cabeza y lo mismo hizo Annette, de mala gana. Incluso el hebe había dejado de reír tontamente y parecía inquieto—. Podemos organizar la defensa en Adolfvilla —dijo Baines—. Contamos con su gente, Straw, para que nos proporcione el material técnico; esperamos mucho de vosotros. Esperamos que en esta ocasión os unáis a nosotros por el bien común.
—El «bien común» —imitó Straw—. Nuestro bien, quiere decir.
—Dios mío —dio Annette—, ¿tiene que ser siempre tan irresponsable, Straw? ¿Es que por una vez no puede tener en cuenta las consecuencias? Piense por lo menos en nuestros hijos. Debemos protegerlos a ellos, si no a nosotros.
Omar Diamond se puso a rezar. —Que las fuerzas de la vida se levanten y triunfen en el llano de la batalla. Que el dragón blanco eluda la mancha roja de muerte; que el útero protector descienda sobre esta pequeña tierra y la guarde de aquellos que se asocian con lo impío. —Y, de pronto, recordó una visión que había tenido cuando se dirigía hacia allí, a pie, un presagio de la llegada del enemigo. Una corriente de agua se había convertido en sangre mientras la cruzaba. Ahora sabía lo que significaba la señal. Guerra y muerte, y tal vez la destrucción de los Siete Clanes y sus siete ciudades; seis, sin contar el montón de basura en el que vivían los hebes.
Dino Watters, el dep, murmuró con voz ronca: —Estamos condenados.
Todos lo miraron, incluso Jacob Simion, el hebe. Qué típico de un dep.
—Perdonadlo —susurró Omar. Y en algún lugar, en el imperio invisible, el espíritu de la vida oyó, respondió y perdonó a la criatura moribunda que era Dino Watters del asentamiento dep, Estados Cotton Mather.