—HASSAN, ¿eres tú?
De la cocina del ático bajaba el estrépito de platos al ser lavados en el fregadero.
—Sí.
—¡Es increíble! ¡Tres estrellas!
Mehtab se había peinado con elegancia aquel día y entró en el vestíbulo. Llevaba los ojos pintados con kohl como nuestra madre y su mejor salwar kameez de seda, y me sonreía, con los brazos estirados hacia mí.
—No está mal, yaar —dije yo, regresando al dialecto de nuestra infancia.
—Oh, qué orgullosa estoy. Oh, cuánto me gustaría que Mami y Papa estuvieran aquí. Estoy a punto de llorar.
Pero no lo parecía para nada. De hecho, me dio un pellizco muy duro.
—¡Ay! —grité.
Las pulseras de oro que llevaba en el brazo emitieron un tintineo amenazador mientras ella me apuntaba con el dedo.
—¡Tío asqueroso! ¿Por qué no me llamaste para contármelo? ¿Por qué me avergüenzas delante de los vecinos? ¿Tengo que enterarme por los extraños?
—Ah, Mehtab. Quería contártelo, pero estaba muy ocupado, yaar. Me enteré justo antes de que el restaurante abriera y después no paró de sonar el teléfono y de llegar clientes. Cada vez que intentaba llamarte, surgía algo que me lo impedía.
—Ya. Excusas.
—Entonces, ¿quién te lo dijo?
De repente, la cara de Mehtab se suavizó. Se llevó los dedos a los labios y me hizo signos para que la siguiera.
Margaret estaba en el salón, sentada muy tiesa en medio de nuestro sofá de piel blanco con los ojos cerrados y la cabeza que se le caía ligeramente hacia atrás mientras dormitaba, sólo para volver a enderezarse en el último momento. Cada una de sus manos descansaba sobre su hijo y su hija, ambos profundamente dormidos con las cabezas sobre su regazo y las piernas dobladas bajo unas mantas que yo reconocí como procedentes de la ropa personal de Mehtab. Recuerdo que las caras de los niños estaban libres de todo, excepto de la más profunda y conmovedora inocencia.
—¿No son adorables? —susurró Mehtab—. Y tan buenos. Se comieron todo lo que les preparé para cenar.
La expresión de la cara de mi hermana era de una absoluta alegría de por fin tener niños en su casa, ese destino que ella siempre pensó que sería el suyo, pero que jamás iba a producirse.
Sin embargo, entonces frunció el ceño, igual que la tía, con esa expresión del que come limones amargos.
—Fue la única de tus amigos en preocuparse de decirme lo de la tercera estrella.
Volvió a pellizcarme, aunque esta vez no lo hizo tan fuerte.
—Me trajo el periódico, el France Soir. ¡Qué encanto! Y me contó lo de su marido, ¿sabes? Vaya pedazo de bruto. Han sufrido mucho, terriblemente, ella y los pequeños… ¿Por qué no me dijiste que se había mudado a París?
Por suerte, en aquel momento me salvé de otra andanada de los mortales ataques de Mehtab porque Margaret abrió los ojos y, cuando nos vio atisbándola desde la puerta, sonrió y su cara se iluminó con dulzura. Levantó un dedo indicando que aguardáramos y despacio, con delicadeza, logró liberarse de las oscilantes extremidades de sus hijos, ambos aún profundamente dormidos.
Nos abrazamos y besamos cálidamente fuera, en el vestíbulo, sin que Mehtab nos quitara ojo.
—No me lo podía creer, Hassan. Es tan emocionante.
—Para mí fue una gran impresión, cayó como llovido del cielo.
Le cogí las dos manos y se las apreté, mirándola a los ojos.
—Gracias, Margaret, por venir aquí. Por contárselo a mi hermana.
—Vinimos en cuanto nos enteramos de la noticia. Fue fantástico. Teníamos que verte y felicitarte enseguida. Immédiatement. Qué éxito tan increíble. ¡Madame Mallory tenía razón!
—Estoy seguro de que allá arriba, en el cielo, le estará diciendo eso mismo a Papa.
Nos echamos a reír.
Mehtab, en su papel de tía, nos ordenó con fiereza que bajáramos la voz, llevándose un dedo a los labios, y nos indicó que nos dirigiéramos al otro lado del piso, al mostrador de la cocina, a charlar. En la cocina, sacamos los taburetes del mostrador de mármol, mientras Margaret me contaba cómo iban las cosas en el Montparnasse y lo agradable que era el chef Piquot, que jamás gritaba ni se comportaba como un tirano como tantos otros chefs destacados.
—Nunca lo olvidaré, Hassan. Te lo debemos todo.
—Yo no hice nada, sólo una llamada telefónica.
Saqué una botella de Beaujoláis Nouveau de la nevera Siematic y serví unas copas de vino helado de la botella con tapón de goma. Margaret, refrescada por la siesta, se mostraba charlatana.
—Me encantó volver a ver a tu hermana después de tantos años. Fue tan buena con nosotros, cuando aparecimos en la puerta de repente, sin anunciarnos. Es tan cariñosa con los niños. ¡Y, madre mía, cómo cocina! Oh la la. Tan bien como tú. Nos dio de cenar. Délicieuse. Un estofado de buey con especias, espeso y suculento, perfecto para el frío de la noche. ¡Y tan diferente de nuestro boeuf Bourguignon!
Tras los elogios recibidos por su cocina, Mehtab estaba encantada, pavoneándose a distancia mientras fingía no escuchar nuestra conversación. Estaba poniendo la mesa para mi último bocado de la noche.
—Margaret, ven —dijo, empujando un plato de dulces a través del mostrador—. Aún tienes que probar mi halva de zanahoria. Y tenemos que hablar de la fiesta de Hassan. Del menú, y de a quién deberíamos invitar.
Mi hermana se volvió hacia mí y en un tono próximo a un ladrido, dijo:
—Anda. Ve a lavar los platos.
Cuando estaba poniendo mi cara bajo el agua del grifo, sonó el teléfono. Momentos más tarde, se oyó el sonido de unos pasos acolchados y la voz de Mehtab penetró a través de la puerta del baño.
—Es Zainab. Cógelo.
La línea tenía interferencias y se oía muy lejos. Era como hablar bajo el mar.
—Oh, Hassan, se habrían sentido muy, pero que muy orgullosos. Papa y Mami, y Ammi. Imagínate. ¡Tres estrellas Michelin!
Yo traté de cambiar de tema, pero ella no quería, de modo que tuve que contarle todos los detalles.
—Uday quiere decirte algo.
La voz de barítono de Uday resonó por la línea.
—Qué noticia tan increíble, Hassan. Estamos tremendamente orgullosos de ti. Felicidades.
El marido de Zainab, Uday Joshi.
No, no el restaurador de Bombay que le daba tanta dentera a mi padre. Su hijo.
Uday y Zainab eran la comidilla de todo Mumbai. Habían convertido el viejo restaurante de Hyderabad en un elegante hotel boutique y una cadena de restaurantes. Muy Mumbai chic. Resultaba que, de todos nosotros, la pequeña Zainab era la que más se parecía a Papa: una constructora de imperios. Siempre con grandes planes, sólo que más competente.
Recuerdo el día en que Zainab y Uday se casaron en Mumbai, poco antes de que Papa muriera. Al principio fue muy incómodo, cuando Papa y Uday Joshi padre, finalmente se conocieron en la boda. Papa habló demasiado, manteniendo su presuntuosa palabrería, mientras que el viejo Joshi parecía aburrido, encorvándose para agarrar el mango de su bastón. Pero luego los dos ancianos padres posaron juntos para el fotógrafo de Helio Bombay como una pareja de paternales pavos reales para una doble página de la boda que finalmente ocuparía cinco páginas de la popular revista, y después de eso los dos viejos se ablandaron y charlaron juntos hasta última hora de la noche.
Cuando Papa y yo nos encontramos más tarde, me dijo:
—Ese viejo gallito. Yo tengo mucho mejor aspecto que él, yaar ¿no crees? Está muy mayor.
Recuerdo haberme quedado con Papa hasta avanzada la noche, cuando la fiesta estaba en pleno apogeo y los recién casados se trasladaban por la hierba a lomos de un elefante y se abrían paso con profesionalidad entre mil doscientos invitados deslumbrantes, mientras los sirvientes, vestidos con chaquetas blancas, levantaban en el aire bandejas de flautas de champán. Y en el centro de la carpa principal, donde había una vasija de plata llena de beluga, los políticos se abrían paso a codazos para depositar pesados cucharones de caviar en sus platos, a razón de dos mil dólares la porción.
Pero Papa y yo, de pie a un lado en las sombras de la noche, bajo una ristra de lucecitas de colores, nos limitábamos a observar mientras comíamos kulfi y el helado hindú, de los sencillos potes de arcilla de los kulfi wallahs. Recuerdo el sabor de la crema de almendras peladas mientras nos maravillábamos ante los pendientes de esmeraldas que llevaban las mujeres. Grandes como ciruelas, repetía Papa, grandes como ciruelas.
—Tenemos que hablar de negocios —insistió el marido de mi hermana por teléfono—. Zainab y yo tenemos una propuesta que podrías considerar interesante. Ahora es el momento de abrir restaurantes franceses de primera categoría en la India. Hay montones de dinero que ganar y ya tenemos financiación.
—Sí, sí. Quedemos un día para hablar, pero no esta noche. Hablemos la semana que viene.
—Cena muy ligero, o incluso nada en absoluto, pero siempre toma un bocado por la noche cuando regresa del trabajo —le estaba contando Mehtab a Margaret cuando volví a la cocina—. Le ayuda a relajarse. Y generalmente toma un té de menta con una cucharada de garam masala. O, a veces, un poquito de verdura. Y agua mineral con gas.
—Ah. Este hojaldre me suena.
—No procede de la pastelería, claro. Lo hago yo misma, usando una receta de su vieja maestra. Una crema de pistacho y, en el glaseado, yaar, un poco de esencia de vainilla. Pruébalo.
—Creo que es mejor que el de Mallory. Al menos, es mejor que el mío.
Mi hermana se sonrojó tanto con este cumplido que tuvo que darse la vuelta hacia el fregadero para tapar su embarazo. Yo no pude más que sonreír.
—Mehtab, ¿llamó alguien más?
—Umar. Quiere traer a toda la familia para la fiesta de las Tres Estrellas.
Umar seguía viviendo en Lumière y era el orgulloso propietario de dos talleres mecánicos locales de Total. Tenía cuatro chicos estupendos, el segundo de los cuales iba a venir a París al año siguiente para acompañarme en la cocina de Le Chien Méchant. El resto de los Haji se encontraban a la deriva, esparcidos por el globo. Mis hermanos pequeños, los muy tunantes, ambos crónicamente inquietos, habían vagado por el mundo durante años. Pranay trabajaba como diseñador de software para teléfonos móviles en Helsinki y Arash era catedrático de derecho en la Universidad de Columbia, en Nueva York.
—Debes llamar a tus hermanos mañana, Hassan.
—Mais oui —corroboró Margaret, tocándome ligeramente el codo—. Tus hermanos deben enterarse de la fantástica noticia directamente por ti.
Mi hermana siguió contando que Umar también quería ver si el tío Mayur se animaba para la celebración, aunque no creía que la residencia de ancianos le permitiera hacer el viaje a París, dado que últimamente le temblaban mucho las piernas. A sus ochenta y tres años, era el último que pensábamos que iba a vivir tanto. Pero si mirábamos atrás, el tío Mayur nunca se preocupó por nada ni sufrió estrés, quizás porque la tía ya se ponía suficientemente nerviosa por los dos.
Mehtab se arregló el pelo con unos golpecitos.
—¿Y tú qué piensas, Margaret? ¿A quién más de los amigos de Hassan deberíamos invitar? ¿Qué me dices de ese extraño carnicero dueño de todas esas tiendas, el que posee el castillo en Saint-Etienne?
—Ah, mon Dieu. Hessman. Es un cerdo.
—Haar. Yo también lo pienso. Jamás he sabido qué ve Hassan en ese hombre.
—Ponlo en la lista —corté yo—. Es amigo mío y va a venir.
Las dos mujeres se limitaron a mirarme, parpadeando de sorpresa.
—¿Y qué piensas de la contable? Maxine, la nerviosa. ¿Sabes?, me parece que está colada por Hassan.
Las dejé con ello, con sus complots y maquinaciones para mi fiesta, mientras yo vagaba por el piso, inquieto, de habitación en habitación, como si hubiera algún asunto sin resolver que tuviera que atender, pero que no pudiera recordar.
Abrí la puerta de mi estudio.
Mehtab había dejado un ejemplar de France Soir en mi escritorio.
En mi mesa, cogí unas tijeras y recorté con cuidado el artículo de la página tres, y luego lo metí en un marco de madera. Entonces me incliné y colgué el anuncio de mi tercera estrella en la pared.
En aquel hambriento espacio.
Desde hacía generaciones.