EN algún momento después de la cena, madame Mallory se deslizó en mi habitación del hospital. Yo estaba descansando la mirada y ella se pasó varios minutos sin que yo lo notara estudiando en silencio mi pecho, mis brazos, mi cuello, todo envuelto en dolorosos vendajes. Y, sobre todo, estudiando mis manos.
Al cabo de un rato sentí su fuerte presencia en la habitación, tal como me había ocurrido cuando estaba cocinando la noche de la inauguración, y abrí los ojos de golpe.
—Lo siento —comenzó ella—. No quería que llegásemos a esto.
Fuera empezaba a llover.
Mallory se encontraba en medio de las sombras, pero yo podía ver la silueta de su moño, sus brazos musculados, el cesto de mimbre de marca que viera por la mañana. Me di cuenta de que era la primera vez que hablábamos.
—¿Por qué nos odia?
Oí a la mujer respirar hondo, pero no me respondió. En vez de eso, se acercó a la ventana y miró la oscuridad. Por el cristal negro corrían cortinas de agua.
—Tus manos están bien. No se han lastimado.
—No.
—Mantendrás la misma sensibilidad en ellas y podrás seguir cocinando.
Yo no dije nada. Ella sacó un paquetito de su cesta con tortas de almendra y albaricoque.
—Prueba uno de mis pastelitos —ofreció.
Yo me enderecé y ella se inclinó para mullir las almohadas detrás de mi espalda.
—Dime —inquirió, dándose la vuelta y volviendo a mirar por la ventana—. ¿Qué sabor notas?
—Relleno de albaricoque y almendra.
—¿Nada más?
—Bueno, hay también una fina capa de nuez moscada y pasta de pistacho, y el glaseado es un barniz de yema de huevo y miel. Y usted ha… Déjeme pensar. ¿Es almendra? No, ya sé. Es vainilla. Ha molido granos de vainilla y ha incorporado el polvo directamente en la pasta del buñuelo.
Madame Mallory no tenía palabras. Continuó mirando por la ventana, mientras la lluvia golpeaba el cristal como si allá arriba alguna diosa desconsolada estuviera llorando con el corazón partido.
Cuando se dio la vuelta, sus ojos brillaban como aceitunas españolas. Tenía una ceja arqueada y me miró intensamente en la oscuridad hasta que, por primera vez, comprendí que yo tenía el equivalente culinario de lo que en música sería un tono perfecto.
Finalmente, Mallory dejó el papel parafinado y los pastelitos sobre la bandeja del hospital.
—Buenas noches —dijo—. Deseo que te mejores.
El comedor estaba lleno cuando Mallory regresó a Le Saule Pleureur a última hora de la noche. Monsieur Leblanc estaba en su lugar, en el mostrador de recepción, saludando a los clientes y acompañándolos a sus mesas. Las chaquetas blancas de los camareros jóvenes centelleaban con rapidez por la ventana y las bandejas con campanas de plata brillaban al ser llevadas en alto entre un laberinto de mesas de manteles almidonados.
Mallory contempló todo eso desde el exterior mientras permanecía de pie con la nieve hasta los tobillos y miraba en silencio las brillantes ventanas iluminadas desde su jardín de rocalla. Vio al camarero de los vinos calentando un brandy mientras el viejo almirante Richelieu se reía y sus dientes empastados en oro refulgían bajo la luz. Lo observó acercarse un trozo de pan especiado con piña a los labios; de repente, su envejecido rostro se llenó de un placer hedonista.
Mallory se llevó una mano a la garganta, profundamente conmovida ante la visión de la obra de su vida, que funcionaba con garbo y elegancia en la noche. Permaneció un rato en la fría oscuridad, observando en silencio la devoción de su personal al restaurante y a los clientes, hasta que los agotadores acontecimientos de la jornada se instalaron en sus fatigadas articulaciones. Poco antes de que las campanas de St. Augustine dieran la medianoche, Mallory subió al ático por las escaleras de atrás, y se entregó por fin en cuerpo y alma a los ritmos de la noche.
—Me tenía usted preocupado —la regañó monsieur Leblanc a la mañana siguiente—. No lográbamos encontrarla. Pensé: «Dios mío, ¿qué he hecho? ¿Qué he hecho?»
—Ah, cher Henri.
Pero ésa era toda la emoción que Mallory era capaz de expresar y se puso a abrocharse los botones de su chaqueta de punto.
—No ha hecho usted nada malo —dijo suavemente—. Venga, volvamos al trabajo. Pronto llegará la Navidad. Ya es hora de que recojamos el foie-gras.
Madame Degeneret, la proveedora de foie-gras de Le Saule Pleureur, vivía en las laderas, sobre Clairvaux-les-Lacs. Degeneret era una animosa anciana de ochenta años que mantenía en marcha su destartalada granja mediante los ingresos obtenidos de la alimentación forzada de un centenar de patos Moulard. En efecto, cuando Leblanc entró el Citroën en el profundo garaje de la vieja finca, unos patos cobrizos correteaban con energía por el patio, graznando con la cabeza bien alta.
La anciana Degeneret, vestida con leotardos grises de lana y un raído jersey, apenas se dio cuenta de su llegada, ocupada como estaba en lidiar con una bolsa de pienso. Mallory se sintió aliviada al ver a la encogida mujer aún en pie, metida en una acalorada persecución de los patos, e impulsivamente le dijo a Leblanc que fuera él a recoger el foie-gras mientras ella esperaba fuera con madame Degeneret.
Por supuesto, esto era algo totalmente insólito. Mallory siempre había insistido en ser ella misma quien juzgara los hígados, ya que nadie más era lo bastante competente. Pero antes de que Leblanc pudiera objetar nada, Mallory ya había cogido un taburete de ordeñar y se había sentado junto a madame Degeneret para observar cómo las artríticas y nudosas manos de la anciana deslizaban con suavidad un embudo de alimentación por el gaznate de un pato. ¿Qué podía decir? Leblanc desapareció en el interior del granero, donde los trabajadores jóvenes desplumaban y sangraban a una docena de patos antes de extraer el preciado foie-gras y el magret.
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó Mallory sacando un pañuelo de la manga de su chaqueta y limpiándose discretamente la nariz.
—No puedo quejarme.
La mujer sacó el embudo de la garganta del pato y agarró a otra ave que no paraba de graznar, pero de pronto se detuvo. Miró la marca que el animal tenía en la pata y lo volvió a soltar.
—Tú, no. Fuera. Lárgate.
El ave aleteó a través del patio, seguida por media docena de patitos que se tambaleaban con brío. Mallory estaba tranquila, con las manos cruzadas sobre el regazo, mientras el tenue sol invernal le acariciaba la cara.
—¿Por qué ése no? —preguntó en voz baja.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Hace varias semanas —dijo Degeneret con un bufido de desprecio—, un turista descerebrado entró con el coche en la granja demasiado rápido y atropelló a la madre de esos patitos. Por lo general, constituye el fin para los pequeños porque los demás los picotean hasta matarlos, pero esa vieja ave se encargó de los polluelos huérfanos y los dejó unirse a su propia nidada.
—Oh. Ya veo.
—Non, non, madame. Ese pato vivirá su vida entera. No lo mataré. ¿Para qué? ¿Por un hígado? No podría dormir por las noches. Imagínese, un pato que muestra más bondad que un ser humano. No puedo hacer eso.
Justo en aquel momento, Leblanc salió del granero con dos bolsas de plástico llenas de foie-gras y madame Mallory se levantó de su taburete, incapaz de decir una palabra.
Papa fue a buscarme al hospital en la furgoneta de Maison Mumbai y poco después cruzábamos las puertas abiertas de la finca Dufour, con los letreros forrados de crepé que se extendían por el patio dándome la bienvenida a casa. Un grupo de personas formado no sólo por mi familia, sino también por unos cincuenta ciudadanos de Lumière que venían a expresar sus buenos deseos, de pie bajo los rótulos, rompieron en un cálido aplauso a nuestra llegada, emitiendo vivas y silbidos de afecto. Yo, embargado por la emoción y encantado de ser el centro de atención, abrí la puerta del vehículo y saludé como un héroe de guerra que volviese al hogar.
Fue un regreso precioso. Estaban monsieur Iten y su esposa, y madame Picard, y también el alcalde y su hijo, mi nuevo amigo, Marcus.
Y madame Mallory.
Papa y yo la descubrimos al mismo tiempo, rezagada al fondo del grupo, y de inmediato el humor de la reunión de bienvenida cambió. Papa se puso furioso y frunció el ceño, mientras la gente giraba la cabeza para ver qué miraba. Se oyeron gritos ahogados y cuchicheos.
Pero madame Mallory no hizo caso de ello y dio un paso adelante, mientras la aglomeración se separaba para dejarla pasar.
—No es usted bienvenida —estalló Papa desde la furgoneta—. Váyase.
—Monsieur Haji —gritó Mallory, avanzando hasta la primera fila—, vengo a pedirle perdón. Por favor, se lo suplico. No se vaya de Lumière.
Un murmullo de emoción recorrió la multitud.
Papa estaba majestuosamente de pie sobre el estribo de la furgoneta, por encima de todos, sin mirar a Mallory, como un político que se dirigiera a la muchedumbre.
—¿Ahora quiere usted que nos quedemos, yaarì —bramó—. Pues el momento ha pasado. Es demasiado tarde.
—Mais non, no es demasiado tarde —imploró la mujer. Papa seguía sin mirarla, aunque ella se encontraba ahora a sus pies—. Por favor, quiero que se queden, y quiero que Hassan venga a trabajar en mi cocina. Le enseñaré la cocina francesa. Le daré una educación adecuada.
Mi corazón pegó un brinco. Sin embargo, fue esta petición de que fuera a trabajar para ella lo que finalmente consiguió que Papa bajara la mirada hacia la famosa chef.
—Está usted completamente loca. No, peor aún: está enferma. ¿Quién se cree que es?
—Ah, merde, no sea tan cabezón…
Entonces Mallory se detuvo, tratando visiblemente de controlar su carácter. Respiró hondo y volvió a intentarlo.
—Escuche, escuche usted lo que le estoy diciendo. Ésta la oportunidad de que su hijo se convierta de verdad en un gran chef francés, en un hombre de gusto, un auténtico artista, y que no sea un simple cocinero de curry que trabaja en un restaurante hindú.
—¡Aaaaarg! No lo entiende.
Papa bajó de la furgoneta, proyectando agresivamente su gran barriga hacia delante.
—¿Qué le pasa? —gritó, obligándola a retroceder paso a paso entre la multitud hacia las puertas—. ¿No oye lo que le estoy diciendo? Nah? No la soportamos, vieja inútil. No queremos tener nada que ver con usted.
Para cuando terminó su diatriba, ella se encontraba de nuevo en la calle adoquinada.
Sola.
Nosotros, en el patio, la abucheamos.
Mallory esbozó una sonrisa, se colocó algunos cabellos sueltos detrás de la oreja y se retiró, sola, a su restaurante. Nosotros también le dimos la espalda y entramos en casa para disfrutar de mi fiesta de bienvenida.
Eso, pensamos, era todo.
Pero madame Mallory no estaba sola.
Monsieur Leblanc había seguido la escena desde detrás de las cortinas del restaurante. Fue corriendo a recibirla a la puerta, donde la cogió de la mano con ternura. Cualquiera que le hubiera visto inclinar la cabeza, que raleaba en algunas zonas, para besarle la mano, habría reconocido que el gesto de cariño no expresaba otra cosa que el más profundo respeto y afecto.
En el instante en que aquellos labios rozaron el dorso de su mano, madame Mallory comprendió cuán intensos eran el amor y la devoción de Leblanc y se quedó sin respiración, llevándose una mano al pecho como una niña. Porque finalmente entendió la gran suerte que tenía, lo afortunada que era de contar con un amigo tan bueno y amable a su lado, y fue el afectuoso apoyo de Leblanc lo que le dio la sensación de que podría soportar cualquier cosa en nombre de la justicia.
Mientras nos divertíamos bajo las centelleantes luces de discoteca del restaurante, ninguno de nosotros advirtió el tranquilo giro de los acontecimientos que tenía lugar frente a la puerta principal de Maison Mumbai; sólo la vieja chalada de Ammi, que salió del garaje para dar un paseo, hablando sola sobre Dios sabe qué, y que casi tropezó con madame Mallory.
Ammi describió un círculo alrededor de la chef mientras ésta colocaba tranquilamente una silla de madera en medio de nuestro patio de adoquines. Tres botellas grandes de Evian fueron a parar bajo la silla. Cuando Mallory se sentó, con una manta de cuadros en su regazo, cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Qué? —preguntó Ammi chupando su pipa—. ¿Qué está haciendo aquí?
—Sentarme.
—Haar —aprobó Ammi—, un buen lugar.
Y continuó su paseo. Sin embargo, quizás algo sí que penetró en su confuso cerebro, porque finalmente se abrió paso en la fiesta a través de los cuerpos que giraban y tiró de la kurta de Papa.
—Visitante.
—¿Qué quieres decir con «visitante»?
—Fuera. Visitante.
Papa abrió de golpe la puerta principal y un viento frío silbó a lo largo del vestíbulo.
Os lo aseguro, el rugido que lanzó Papa hizo que la fiesta se detuviera en seco.
—¿Está usted sorda? ¿Está loca? Le dije que se marchara.
Todos nos amontonamos en las escaleras heladas para ver lo que pasaba.
Madame Mallory miraba fijamente al frente, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
—No me moveré —repuso con calma—. No me moveré hasta que deje que Hassan venga a trabajar para mí.
Papa se rió y, desde la escalera, todos nosotros nos unimos a su risa burlona.
—Está loca —exclamó—. Jamás. Pero haga lo que quiera. Si quiere, puede quedarse ahí hasta que se pudra. Adiós.
Cerró la puerta y volvimos a nuestra celebración.
A primera hora de la noche, la fiesta se disolvió. Nuestros invitados se marcharon por la puerta principal, charlando entre ellos, sorprendidos de encontrarse a madame Mallory todavía sentada en medio del patio.
—Bonsoir, madame Mallory:
—Bonsoir, monsieur Iten.
La emoción del regreso al hogar había sido demasiado para mí y subí las escaleras a mi habitación mientras el resto de la familia se preparaba para cumplir con sus obligaciones para la cena de la noche. Yo estaba encantado de encontrarme por fin con mis cosas en mi habitación de la torreta: mi palo de cricket, el póster del Che Guevara y mis cedés, pero el mundo podía esperar y me tumbé en la cama, demasiado cansado incluso para meterme bajo el edredón.
Fue a última hora de la noche cuando me desperté. Abajo, en el comedor, reinaba cierto revuelo. Me dirigí a la ventana para mirar a través de los carámbanos que colgaban del canalón del tejado.
Allí estaba ella, abajo, envuelta en un grueso abrigo. Alguien la había tapado con unas mantas y la mujer estaba enterrada bajo ellas como los que pescan en el hielo, esperando con paciencia en el frío. Tenía la cabeza envuelta en una bufanda de franela y recuerdo que una columna de vaho salía de su rostro con cada respiración. Los clientes que iban llegando al restaurante no estaban seguros de cómo comportarse en una situación tan inusual y se detenían, nerviosos, para charlar con ella, continuaban su camino y de nuevo le deseaban lo mejor cuando salían, cerca de la medianoche.
—¿Todavía está ahí?
Me di la vuelta. Era la pequeña Zainab, en pijama, frotándose los ojos. La cogí en brazos con cuidado y nos sentamos en el alféizar, mirando a la desolada figura abajo en nuestro patio. Estuvimos sentados allí un rato, casi en trance, hasta que oímos un extraño ruido, diferente del jaleo del restaurante. Era una especie de parloteo desagradable. Supusimos que se trataba de Ammi, que mantenía uno de sus diálogos con el pasado, y nos dirigimos al pasillo para ayudarla a volver a la realidad.
Era Papa.
Estaba mirando a hurtadillas desde la ventana del corredor de arriba, oculto tras las cortinas.
—¿Qué debo hacer, Tahira? —oímos que murmuraba—. ¿Qué debo hacer?
—Papa.
Pegó un brinco y soltó las puntas de la cortina.
—Wah? ¿Por qué me espiáis?
Zainab y yo nos miramos, y Papa salió disparado junto a nosotros para bajar la escalera.
Madame Mallory pasó en aquella silla toda la noche y todo el día siguiente.
La noticia se extendió y su huelga de hambre se convirtió en la comidilla del valle. A mediodía, una densa muchedumbre se había reunido a las puertas de Maison Mumbai; a las cuatro llegó un reportero local del fura que metió su teleobjetivo entre los barrotes de la verja para tomar fotos de la achaparrada figura que permanecía resueltamente sentada en mitad de nuestro patio.
Cuando Papa vio eso desde la ventana del pasillo de arriba, se volvió totalmente loco; oímos sus rugidos por toda la casa y le oímos bajar la escalera central y salir por la puerta principal.
—¡Fuera de aquí! —gritó—. ¡Venga, fuera!
Pero los vecinos no se movieron del otro lado de la verja.
—No estamos en su propiedad. Podemos quedarnos aquí.
Los chicos del pueblo se burlaron de él, cantando: «¡Haji es un tirano, Haji es un tirano!»
—Monsieur Haji —llamó el reportero—, ¿por qué la trata con tanta mezquindad?
La voz de Papa temblaba de incredulidad.
—¿Que yo la trato con mezquindad? ¡Esa mujer trata de arruinar mi negocio y casi mata a mi hijo!
—Fue un accidente —habló madame Picard.
—¿Usted también? —preguntó Papa con asombro.
—Perdónela.
—No es más que una vieja atolondrada.
Papa miró a la multitud frunciendo el ceño.
Se dio la vuelta y se dirigió hasta madame Mallory.
—Pare, pare ya. Va a caer enferma. Es demasiado vieja para andarse con estas tonterías.
Era cierto. La anciana estaba ahora bastante rígida, y cuando giraba la cabeza, todo su torso tenía que girar con ella.
—Deje que Hassan venga a trabajar para mí.
—Por mí, puede morirse de frío. Estaré encantado.
Recuerdo que aquella noche, antes de volver adentro, estuve sentado de nuevo con Zainab, mi hermana pequeña, en la ventana de la torreta. A la luz de la luna, observamos durante horas a la vieja francesa en el patio, con los brazos cruzados sin moverse. El astro y las nubes que se arremolinaban en el cielo habían quedado atrapadas a sus pies en los charcos helados que se formaban en el irregular patio de adoquines y que nos devolvían la imagen reflejada.
—¿Qué le va a pasar? —quiso saber Zainab—. ¿Qué nos pasará a nosotros?
Le acaricié el cabello.
—No lo sé, pequeña. No lo sé.
Papa estuvo dando vueltas y revueltas en su cama aquella noche y en tres ocasiones se levantó a mirar por la ventana. Creo que lo que más le hería era la idea de que Mallory estaba utilizando la resistencia pasiva para conseguir lo que quería. Por supuesto, ése era el mismo método con el que Gandhi había creado la India moderna y resultaba intolerable y exasperante que ella empleara la misma táctica contra nosotros. Os lo aseguro, durante todo este tiempo Papa era la imagen misma de un hombre alborotado y pasó toda la noche deslizándose extrañamente dentro y fuera de la conciencia, murmurando cosas para sí mismo en un sueño agitado.
Alrededor de las cuatro de la mañana, el vestíbulo se llenó de crujidos.
Yo, en mi habitación, y Papa en la suya, nos despertamos al instante por el ruido y bajamos de la cama para ver qué sucedía.
—¿Tú también lo has oído? —susurró mientras nos deslizábamos por el pasillo con los pijamas que ondeaban en el aire frío.
—Sí.
Varias figuras luminosas rondaban por la escalera.
—¿Qué estáis haciendo? —bramó Papa encendiendo de golpe la araña del techo.
La tía y Ammi gritaron y dejaron caer un plato que se rompió contra los escalones. Tres trozos de naan y una botella de agua Evian salieron rodando hasta el pie de las escaleras. Volvimos a mirar a las dos infractoras. Ammi llevaba un orinal.
—¿Para qué es eso? ¿Para qué es eso?
—Eres un animal, Abbas —gritó la tía—. La pobre mujer se está muriendo de hambre. Vas a matarla.
Papa cogió con brusquedad a Ammi y a la tía por los codos y las empujó escaleras arriba.
—Todo el mundo a la cama —rugió—. Mañana haré que esa mujer se vaya. Se acabó. No lo consentiré. Es un insulto a la memoria de Gandhi utilizar estas técnicas contra nosotros.
Por supuesto, después de eso nadie volvió a pegar un ojo en toda la noche y todos nos levantamos temprano. Vimos a Papa pasear arriba y abajo ante el teléfono hasta que, finalmente, las lentas manecillas del reloj señalaron la hora prevista y Papa llamó a su abogado en la oficina, exigiendo que la policía se llevara a Mallory por invadir una propiedad privada.
El miedo se había instalado en toda la familia. De mal humor, todos removíamos por el plato las patatas de nuestro desayuno mientras Papa hablaba y hablaba por teléfono. Sólo Ammi comía bien.
Pero esa mañana entendimos que Zainab estaba hecha de la misma pasta que Papa. Mi hermana pequeña se acercó a él cuando hablaba por teléfono y, sin el más mínimo temor, tiró de su kurta.
—Basta, Papa. No me gusta.
Dios mío, la cara que puso Papa fue horrible. Me adelanté y cogí a la niña de la mano.
—Sí, Papa. Ya es hora de que esto termine. Ahora.
Siempre recordaré aquel momento. Mi padre se quedó boquiabierto, con su torso congelado en un extraño giro, medio hablando por teléfono, medio vuelto hacia sus dos hijos. Zainab y yo permanecimos así, resueltos, durante un rato, esperando el bramido o la bofetada, pero Papa se giró hacia el teléfono y le dijo a su abogado que le volvería a llamar.
—¿Qué decís? Creo que no os he oído bien.
—Papa, si Hassan se vuelve un chef francés querrá decir que nos quedaremos aquí y se convertirá en nuestro hogar. Bueno, yo estoy cansada de cambiar de lugar, Papa, y no quiero volver a la lluviosa vieja Inglaterra. Me gusta este sitio.
—Mami querría que dejáramos de huir —añadí—. ¿No la oyes, Papa?
Papa nos miró con frialdad, como si le hubiéramos traicionado, pero poco a poco la dureza de su rostro se disolvió y fue algo casi milagroso, como observar un trozo congelado de grasa de ganso deshacerse en una sartén caliente.
El aire de la montaña era limpio y fresco, exactamente igual que aquel primer día, cuando llegamos a Lumière, muchos meses antes, y la famosa luz matutina de la región estaba atareada bañando las montañas en tonalidades rosas, malvas y marrones claros.
—Madame Mallory —llamó Papa con voz ronca a través del patio—, venga y desayune con nosotros.
Pero la chef ya no tenía fuerzas para girar la cabeza. Su piel estaba blanca como la muerte y recuerdo su nariz, roja e irritada, que moqueaba.
—Prométamelo —graznó con voz débil, en tanto seguía mirando hacia delante a través de una pequeña abertura entre las capas de mantas—. Prométame que Hassan vendrá a trabajar conmigo.
La cara de Papa se oscureció ante la obstinación de la mujer y estuvo a punto de salirse nuevamente de sus casillas, pero la pequeña Zainab, su conciencia, estaba a su lado y le tenía la mano cogida, tironéandole de la ropa como advertencia. Papa respiró hondo y dejó escapar un tremendo suspiro.
—¿Tú qué piensas, Hassan? ¿Quieres aprender cocina francesa? ¿Quieres trabajar para esta mujer?
—Es lo que más deseo en el mundo.
Creo que el fervor de mi respuesta, aquella irrebatible llamada del destino que habló a través de mí, golpeó físicamente a Papa, quien por unos momentos no pudo hacer más que contemplar fijamente las grietas de los adoquines que tenía bajo sus pies, agarrándose a la pequeña Zainab en busca de fuerzas. Pero, pasado cierto tiempo, levantó la cabeza. Era un buen hombre, mi Papa.
—Tiene usted mi palabra, madame Mallory. Hassan, trabajarás en la cocina de Le Saule Pleureur.
La alegría que sentí fue como esa increíble explosión de nata cuando muerdes una lionesa. Pero Mallory no mostró la arrogante sonrisa del vencedor en sus labios, sino algo humilde, algo que expresaba alivio y un sombrío agradecimiento y, de alguna manera, el reconocimiento del sacrifìcio que había hecho mi padre. Creo que Papa lo apreció, porque se plantó solidamente ante ella para guardar el equilibrio y le ofreció sus manos extendidas.
Recuerdo muy bien el momento en que la mujer puso sus manos en las de él y Papa tiró de ella para ponerla en pie con un gruñido, y cómo mi maitresse, despacio y con un crujido de huesos, se levantó de su silla en el patio. Eso también lo recuerdo.
Así, al día siguiente, la tía y Mehtab me ayudaron a empaquetar mis cosas y crucé la calle. Una gran emoción me embargaba en aquel viaje de diez metros que hice con la maleta de cartón en la mano de un lado al otro del bulevar de Lumière. Ante mí aparecían el sauce llorón espolvoreado de azúcar, las ventanas emplomadas y las cortinas de encaje, la elegante posada donde hasta los combados escalones de madera estaban empapados de la gran tradición francesa. Y allí, de pie en la escalera de piedra de Le Saule Pleureur, con un delantal blanco, me esperaba la taciturna madame Mallory, y junto a ella un amable monsieur Leblanc: una pareja mayor, esperando con los brazos abiertos a su hijo recién adoptado.
Me dirigí hacia ellos, hacia mi nuevo hogar y al aprendizaje que tendría que llevar a cabo como estudiante de cocina francesa y como servidor de la cocina. Detrás de mí quedaba el mundo de donde había venido: la pequeña Zainab y una Ammi de ojos llorosos, castañolas al estilo tikka y cerveza Kingfisher, las lamentaciones de Hariharan, el kadai caliente escupiendo aceite, y los guisantes, el jengibre y la guindilla.
Cuando, en las puertas de hierro, pasé por delante de Papa, como es deber de cada nueva generación, él lloraba sin pudor y se secó la cara, afligida por la pena, con un pañuelo blanco. Y recuerdo, como si fuera ayer mismo, sus palabras cuando me fui.
—Recuerda, dulce muchacho, eres un Haji. Recuérdalo siempre. Un Haji.
En cuanto a metros, era un viaje muy pequeño, pero era como si estuviera saltando de un universo a otro, con la luz de los Alpes iluminando mi camino.