LLEGAMOS a la ciudad, con los ojos legañosos pero triunfantes, a las siete y media de aquella mañana, más tarde que de costumbre porque la familia había celebrado el éxito de la inauguración hasta altas horas de la madrugada. Nuestra primera parada, como siempre, fue en la tienda del pescadero monsieur Iten, que olía ásperamente a arenque en vinagre. Había varios clientes delante de nosotros y ocupamos nuestro lugar en la cola, mientras Papa probaba su francés macarrónico con la esposa del gerente de la serrería de Lumière.
—Maison Mumbai. Bon, nah?
—Pardon?
Era nuestro turno.
—Buenos días —bramó Papa—. ¿Qué puede ofrecernos de especial hoy, monsieur Iten? El pescado al curry de anoche le gustó a todo el mundo.
Monsieur Iten estaba congestionado, como si hubiera estado bebiendo, y permanecía tieso en la parte de atrás de la tienda.
—Monsieur Haji —consiguió articular—, no queda pescado.
—Ja, ja. Me gusta esta bromita.
—No queda pescado.
Papa bajó los ojos a las bandejas de salmón plateado, a los cangrejos británicos con las pinzas atadas mediante gomas elásticas, a los platos de cerámica de arenque noruego marinado.
—¿Y eso qué es? Pescado, ¿no?
—Pescado sí. Pescado vendido.
Papa paseó su mirada alrededor y los demás aldeanos se apartaron de él, estudiándose los pies y clavando los dedos en bolsas de red.
—¿Qué está pasando aquí?
Salimos de la tienda con las manos vacías y nos dirigimos a los mercados cruzando la plaza. Los vecinos que habían cenado en nuestro restaurante justo la noche antes bajaban la cabeza y evitaban nuestras miradas. Toda la respuesta que merecieron nuestros saludos fueron hoscos murmullos. En cada puesto nos enfrentamos a esa misma respuesta fría. Esa calabaza en concreto, o esa col, o esa bandeja de huevos, estaban ya, «lamentablemente», vendidas. Nos quedamos solos en el centro del mercado, ignorados, metidos hasta los tobillos en un tejido de color morado y hojas de lechuga marchitas.
—Haar —exhaló Papa, cuando vio la chaqueta gris de madame Mallory desaparecer de repente tras un puesto en una esquina.
Yo tiré del codo de Papa e hice que mirara la cara cortada por el viento de madame Picard, quien dirigía una retorcida máscara de desprecio hacia el lugar donde acabábamos de ver desaparecer la cola de la chef más famosa de la ciudad.
Madame Picard se volvió hacia nosotros y nos hizo un gesto con su mano renegrida para que Papa y yo la siguiéramos detrás de la cortina de lona de su puesto.
—Esa perra —siseó, soltando la cortina—. Mallory. Nos ha prohibido que le vendamos.
—¿Cómo? —preguntó Papa—. ¿Cómo puede prohibirles que nos venda?
—Pff… —Picard agitó su mano en el aire—, Esa mujer mete la nariz en los asuntos de todo el mundo. Conoce los secretos de todos. Le oí prometer informar sobre monsieur y madame Rigault, esa bondadosa pareja de ancianos, a los inspectores de Hacienda, sólo porque no marcan en la registradora cada céntimo que venden. Imagínese. Qué mujer más terrible.
—Pero ¿por qué nos odia? —preguntó Papa, con la cara exenta de toda expresión.
Madame Picard escupió una densa flema hacia un montón de hojas de col desechadas.
—¿Quién sabe? —dijo encogiéndose de hombros y frotándose las manos para calentárselas—. Probablemente porque son extranjeros. No pertenecen a este lugar.
Papa se quedó rígido durante unos segundos y luego se marchó con brusquedad. Ni siquiera se despidió. Para excusarme por su rudeza, le agradecí efusivamente a madame Picard su ayuda. Ella me puso un par de peras estropeadas en la mano. Le habría gustado ayudar más, pero no podía.
—Me tiene cogida también, sabe usted. —Picard volvió a escupir, haciéndome pensar en las viejas brujas de Bombay—. Ten cuidado, muchacho. Esa mujer es el diablo.
Alcancé a Papa en el aparcamiento del pueblo. Cuando se dejó caer en el asiento del conductor y se inclinó, pensativo, sobre el volante, su gran peso hizo que el mercedes se hundiera. Papa no estaba furioso, sólo inmensamente triste mientras contemplaba el aparcamiento y los Alpes, situados al fondo. Y eso me preocupó más que cualquier otra cosa que pudiera haber hecho.
—¿Qué pasa, Papa?
—Estoy pensando en tu madre. Esa gente, no pudimos escondernos de ella, ¿yaarì ¿No crees? Esa gente vivía en Napean Sea Road. Y ahora nos los encontramos también en Lumière.
—Oh, Papa.
Yo temía que la depresión de Southall fuera a regresar, pero mi voz temblorosa pareció sacar a Papa de su melancolía, porque se volvió hacia mí con una sonrisa mientras ponía el motor en marcha.
—Hassan, no te preocupes. Somos Haji.
Colocó su inmensa mano sobre mi rodilla y la apretó hasta que solté un grito.
—Esta vez no huiremos.
Su brazo rodeó el respaldo de mi asiento mientras sacaba el vehículo dando bandazos marcha atrás hasta la carretera, mientras los otros coches que se encontraban detrás de nosotros tocaban las bocinas con furia. Cuando metió el mercedes en primera y salimos rugiendo hacia la luz, en su voz había una frialdad de acero.
—Esta vez pelearemos.
Papa nos condujo a Clairvaux-les-Lacs, la capital de la provincia, situada a setenta kilómetros de distancia. Nos pasamos todo el día negociando con proveedores, cruzando una y otra vez las callejuelas de adoquines y confrontando a los mayoristas de frutas y verduras entre sí.
Nunca había visto a Papa como un negociador tan brillante, con tanto encanto, tan decidido a someter sin piedad la voluntad de los demás a la suya y, sin embargo, tan generoso haciéndoles creer que habían ganado.
Compramos un camión frigorífico de segunda mano y contratamos a un conductor. A última hora de la mañana, llamamos a Maison Mumbai y Papa ordenó a mi hermana que sirviera la comida a la multitud que vendría para el almuerzo; dijo que yo volvería a tiempo para hacerme cargo del turno de noche. Tras una consulta en la sucursal local de la Societé Génerale y transferir fondos para pagar el camión, Papa y yo cargamos la parte trasera de nuestro destartalado mercedes con piernas de cordero, cestas de marisco y carpas, mallas de naranjas, sacos de patatas y coliflor y mange tout.
No perdimos el ritmo.
Ningún cliente sospecharía siquiera que habíamos tenido dificultades.
A la mañana siguiente, madame Mallory abrió de golpe la puerta de su restaurante, aspiró profundamente y se sintió bien. Olió la nieve que ahora espolvoreaba la cima de las rocosas caras del Jura que dominaban Lumière y la escarcha de estrás que había por todas partes y que el sol matutino aún no había derretido le devolvió teatralmente su brillo. En la iglesia de St. Augustine, el repiqueteo de campanas de última hora de la mañana estaba terminando cuando, de repente, un ciervo mayor se precipitó a través de un campo plateado hacia la seguridad de los bosques de pinos. Temporada de caza. Eso le recordó que tenía que ir a ver a monsieur Berger para hablar de su pernil de venado, que ya colgaba en su cobertizo.
Justo cuando estaba disfrutando de la belleza de esa fría mañana, un camión entró retumbando en la calle. La mujer oyó el cambio de marchas al disminuir y se dio la vuelta para seguir el traqueteo. El camión tomó la curva para meterse en la vieja finca Dufour, mostrando unas grandes letras doradas que resaltaban de manera estridente en su parte de atrás: MAISON MUMBAI.
—Ah, non, non.
En los laterales del camión aparecían garabateados varios poemas urdu en un rosa y naranja intenso. En los guardabarros colgaban guirnaldas negras. «Toque la bocina, por favor», se leía en un rótulo en inglés adherido a la puerta trasera. «Cuidado —decía otro—, las plegarias de la Madre están con nosotros».
El conductor saltó de un asiento delantero orlado con borlas. Abrió de golpe las puertas de atrás para revelar al mundo un refrigerador lleno de cordero de alta calidad, aves de corral y sacos de cebollas.
Madame Mallory cerró de un portazo con tanta fuerza que monsieur Leblanc pegó un brinco y una mancha de tinta se extendió por sus cuentas.
—Gertrude…
—Oh, déjeme en paz. ¿Por qué no ha terminado aún sus cuentas? La verdad, cada vez tarda más tiempo. Quizás debería contratar a alguien más joven para llevar los libros.
La chef no esperó una respuesta, ni siquiera se preocupó de comprobar si su observación había herido a Leblanc. En su lugar, salió disparada hacia el vestíbulo, a través del comedor, para abrir de repente la puerta de la cocina.
—¿Dónde está la tarrine, Margaret? Déjeme probarla.
La ayudante de chef, de sólo veintidós años, tendió a madame Mallory un tenedor y acercó con cautela a su jefa el bloque de espinacas, langostinos y calabaza parecido a una cassata. La vieja se concentró, se relamió los labios y dejó que los sabores se disolvieran en su lengua.
—¿Cuánto tiempo lleva usted conmigo, Margaret? ¿Tres años?
—Cinco, madame.
—Cinco años. ¿Y aún no sabe cómo preparar adecuadamente una terrine? Casi no me lo puedo creer. Esta terrine sabe como el culo de un niño. Es insípida, pastosa, horrible.
Barrió de un manotazo el plato ofensor de la encimera y lo tiró a la basura.
—Ahora, hágalo bien.
Margaret, ahogando las lágrimas, se sumergió bajo la encimera para sacar otro plato de cristal.
—Y usted, Jean-Pierre, no me mire tan sorprendido. Su daube es algo inaceptable. Simplemente inaceptable. La carne debería estar tan tierna que se partiera con el tenedor. Su daube es amarga y está quemada. Y mire, mire cómo está haciendo eso. ¿De quién lo ha aprendido? Desde luego, no de mí.
Madame Mallory se acercó a Jean-Pierre y a la fuente de horno, abriendo y cerrando con agresividad unas tenazas. Eso trastornó aún más al personal, porque las tenazas formaban parte de los utensilios de cocina personales de la chef, que se guardaban en un estuche de cuero bajo la encimera principal, lo que significaba que eso iba en serio.
—La pintada necesita que se le dé la vuelta cada siete minutos para que los jugos fluyan a través de la carne. He estado observando cómo trabaja usted. Usted maltrata las aves. Es usted muy tosco, como un granjero.
No tiene sensibilidad para el juego. Tiene que ser delicado, ¿lo ve? Mire cómo lo hago yo. ¿Puede hacer eso usted, imbécil?
—Oui, madame.
Madame Mallory se quedó inmóvil en mitad de la cocina, respirando agitadamente y con la cara moteada de rojas manchas de rabia. El personal permanecía helado bajo su mirada de solemne furia.
—Quiero la perfección. La perfección. Cualquiera que no satisfaga lo que espero de él será despedido. —Mallory cogió un plato de terracota y lo hizo añicos contra el suelo—. Así. Así. ¿Lo entienden ustedes? Marcel, recoge eso.
Madame Mallory salió hecha una hidra de la cocina y subió con pasos pesados las escaleras de madera que conducían a sus habitaciones del ático. Durante unos minutos, mientras la tormenta escampaba, los supervivientes de la cocina se encontraron demasiado sorprendidos para hablar, demasiado aturdidos para comprender por entero lo que acababa de suceder.
Sin embargo, por suerte para ellos, la atención de madame Mallory se concentró de inmediato en otro objetivo. Volvió a bajar furiosamente las escaleras y esta vez salió por la puerta principal.
—¿Qué está usted haciendo? —chilló a través del patio delantero.
El alcalde, que estaba cruzando la calle, se detuvo en seco. Se dio la vuelta lentamente con los hombros encogidos a la altura de las orejas.
—¡Gertrude, maldita sea, me ha asustado!
—¿Por qué se está usted escabullendo?
—No me estoy escabullendo.
—No me mienta. Iba usted a ese sitio para almorzar.
—¿Y qué pasa?
—¿Que qué pasa? —se burló ella—. ¿No es usted el alcalde de esta ciudad? ¿No se supone que ha de conservar usted nuestra forma de vida? No debería estar alentando a esos extranjeros. Es una desgracia. ¿Por qué va a comer ahí?
—Gertrude, porque la comida es excelente. Y es agradable cambiar.
Dios del cielo. Fue como si el alcalde le hubiera pegado. Madame Mallory soltó un horrible chillido y a continuación se dio la vuelta con brusquedad, huyendo al refugio de Le Saule Pleureur.
Resultaba sumamente curioso que ahora lo que madame Mallory más detestaba de la Maison Mumbai (la histeria y la falta de profesionalidad) echara raíces en su propio restaurante, dirigido sin tacha. El caos se apoderaba de los rituales de la posada de dos estrellas, ensayados una y otra vez, y Mallory, aunque jamás lo habría reconocido, sólo podía culparse a sí misma de este giro de los acontecimientos.
Margaret, la emotiva ayudante de chef, se pasó la noche besando el crucifijo que pendía de su cuello y temblando mientras proseguía con sus deberes. Jean-Pierre estaba aún en ascuas por la afirmación de Mallory de que «no tenía sensibilidad para el juego», y durante toda la noche estuvo maldiciendo y soltando violentas patadas a los paneles laterales de acero de la cocina con sus zuecos de madera. Y el joven Marcel estaba tan nervioso que en tres ocasiones se le cayeron los platos cuando las puertas batientes de la cocina se abrieron de repente.
No es que las cosas fueran mucho mejor en el comedor. El camarero que servía los vinos tenía terror de que madame Mallory pudiera descubrir otra mancha en su chaqueta y aquella noche se tomó una molestia poco corriente para permanecer impoluto, vertiendo el caldo a la mayor distancia posible de la mesa y sacando el trasero de forma desagradable en el pasillo. Y cuando, nervioso, aireaba el vino en una copa, lo revolvía en el cristal con demasiada energía, salpicando el suelo con el precioso líquido ambarino para gran irritación del cliente.
—Merde! —exclamó el almirante Richelieu, dándose la vuelta en la silla ante el último bong metálico procedente de la cocina—. ¡Monsieur Leblanc, monsieur Leblanc! ¿Qué demonios está pasando en la cocina? Este ruido es imposible. El sonido de platos rompiéndose de fondo, es como estar en una boda griega.
Los clientes de la cena cruzaban confiados el umbral de Le Saule Pleureur, esperando, como siempre, verse transportados al soufflé de una elegante cena. En vez de ello, eran interpelados en la puerta por una madame Mallory de mirada extraviada que les tironeaba de la manga.
—¿Ha estado usted al otro lado de la calle? —preguntó a madame Corbet, dueña de un viñedo situado dos pueblos más abajo que había ganado varios premios.
—¿Al otro lado de la calle?
—Venga, va. Ya sabe de qué estoy hablando. Los indios.
—¿Los indios?
—No la quiero en mi restaurante si ha estado usted al otro lado de la calle. Repito, ¿ha estado?
Madame Corbet desvió su mirada nerviosa en busca de su marido, pero no lo encontró, ya que él y monsieur Leblanc se habían adelantado hacia el comedor.
—Madame Mallory —dijo la elegante vinatera—, ¿no se encuentra bien? Esta noche parece tener fiebre…
—Ah, pff… —Mallory hizo un gesto de rechazo hacia la mujer, disgustada—. Acompáñala a la mesa, Sophie. Los Corbet son incapaces de decir la verdad.
Por suerte para madame Mallory, en aquel momento, un chico del pan tropezó con el trasero arqueado del camarero de los vinos, lo que le hizo verter el líquido por todo el brazo del almirante Richelieu. Los rugidos y maldiciones del almirante impidieron a madame Corbet oír la insultante e inmoderada observación de Mallory.
Poco después de las diez y media, monsieur Leblanc tuvo que reconocer para sí que la noche se había ido al garete. Dos clientes se habían sentido tan insultados por el desagradable interrogatorio de madame Mallory en la puerta que dieron la vuelta de inmediato y se marcharon. Otros captaron la tensión que flotaba en el aire y el estrés que sufría el servicio, y se quejaron con acritud a monsieur Leblanc de su insatisfacción por la comida servida aquella noche.
Basta, decidió Leblanc. Basta.
Encontró a madame Mallory en la cocina, de pie detrás de Jean-Pierre mientras éste preparaba un postre de helado con sabor a hinojo e higos tostados con nougatine. La mujer acababa de quitarle el azucarero de la mano.
—Ésta es una de mis especialidades —soltó con rabia—. La está usted estropeando. Mire, así. Así. No así…
—Vamos —dijo Leblanc cogiendo a Mallory del codo con firmeza—. Ahora. Tenemos que hablar.
—Non.
—Sí. Ahora.
Leblanc obligó a la chef a salir al aire fresco de la noche.
—¿Qué quiere, Henri? Ya ve que estoy ocupada.
—¿Qué le pasa? ¿No ve lo que está haciendo?
—¿De qué habla?
—Lo que le está haciendo al personal. ¿Se trata de esa obsesión tan rara por los Haji? Se está comportando como una loca. Tiene a todo el mundo de los nervios. Ha llegado incluso a insultar a nuestros clientes, Gertrude. Dios mío. Usted sabe hacer mejor las cosas. ¿Qué le está pasando?
Mallory se llevó una mano al pecho mientras unos gatos maullaban fuera en la noche. A sus ojos, nada era peor que perturbar la experiencia de la cena de un cliente y la mujer estaba disgustada consigo misma. Sabía que había perdido el control. Pero, aun así, reconocer que se había equivocado no era algo que madame Mallory hiciera con facilidad y los dos viejos camaradas culinarios siguieron mirándose en tensión en la penumbra hasta que Mallory dejó escapar un profundo suspiro que indicó a Leblanc que todo volvería a ir bien.
La mujer remetió un mechón de cabello gris bajo su diadema de terciopelo negro.
—Es usted la única persona que podría decirme semejante cosa —dijo finalmente, sin que la aspereza hubiera desaparecido por completo de su voz.
—¿Se refiere a decirle la verdad?
—De acuerdo. Vale. Le he oído.
Mallory cogió el cigarrillo que le ofrecían y la llama de su encendedor parpadeó en el húmedo aire nocturno.
—Sé que estoy comportándome de un modo extraño, pero mon Dieu, cada vez que pienso en ese asqueroso individuo y su chico en la cocina, sólo veo…
—Gertrude, tiene usted que controlarse.
—Lo sé. Tiene usted razón, desde luego. Sí, lo haré.
Los dos fumaron en silencio en la noche. Un búho ululó en los campos; el sonido de un tren lejano en el otro extremo del valle se extendió a través de la oscuridad. Era un momento tan sereno y tranquilo que, por primera vez, madame Mallory se sintió regresar a este mundo.
A su pedazo de mundo.
Sin embargo, en aquel preciso instante, el tío Mayur subió a tope los altavoces exteriores de nuestro restaurante y la noche de Lumière se llenó del sonido gangoso de las cítaras y el hipnotizante tamborileo de un gazai, salpicado por el tintineo de unos crótalos. Todos los perros del vecindario se unieron al estrépito con sus ladridos.
—Ah, non, non. Esos cabrones.
Mallory se desasió de Leblanc, cruzó la puerta de atrás y al cabo de unos momentos estaba hablando por teléfono con la policía. Leblanc sacudió la cabeza. ¿Qué podía hacerle?
Mallory descubrió enseguida que una llamada a la policía no iba a resolver su problema. Aparentemente, los policías ya no tenían jurisdicción sobre el ruido. Ahora las quejas en este aspecto eran competencia del departamento de Medio Ambiente, Tráfico y Mantenimiento del Telesquí, recién creado.
Al día siguiente, Mallory se dirigió al Ayuntamiento como un tiro. Tras un montón de incomprensibles carraspeos, el joven a cargo de la nueva burocracia reconoció que ciertamente, con las pruebas adecuadas, podía incoar un procedimiento contra Maison Mumbai. El problema era que no tenía suficientes recursos financieros para reunir esas pruebas durante una patrulla nocturna. El departamento sólo podía investigar los ruidos entre las nueve de la mañana y las cuatro y media de la tarde.
Podéis imaginar el resto. Madame Mallory le echó tal bronca al pobre hombre que éste aceptó al instante prestar a Mallory el equipo de medición de ruidos. Ella misma, siguiendo estrictas directrices, podía registrar los decibelios nocturnos que emergían de nuestro restaurante.
Así, una oscura noche, Mallory y Leblanc se deslizaron por la parte de atrás de Le Saule Pleureur, arrastrando el pesado equipo a través de la calle hasta un campo adyacente a nuestro restaurante. Monsieur Leblanc trasteaba con torpeza con la maquinaria a pilas mientras se hundía hasta los tobillos en un musgo esponjoso. Mallory, mientras tanto, hacía de centinela, atisbando a través de los setos que marcaban nuestro perímetro las ventanas intensamente iluminadas de Maison Mumbai, así como las cristaleras que daban al jardín.
Una combada lona aparecía extendida sobre el patio de losas, asegurada con alambres y estacas de metal. Los comensales ocupaban tres mesas de jardín, acurrucados alrededor de unas grandes estufas portátiles que escupían llamas, y que tenían forma de conos ardiendo, como si fueran la parte trasera de unos reactores. Cuando el tío Mayur cruzó la puerta de atrás, encendió los calentadores de platos y sirvió el vino, los siseantes calefactores industriales hicieron que su piel brillara con un tono azul rojizo en la oscuridad. Los dos hirientes altavoces colgaban de la pared y Kavita Krishnamurthy cantaba con tanta potencia que superaba el rugido de los motores a reacción.
—Vale —dijo monsieur Leblanc—. Está funcionando.
La aguja subía como loca a través de la cinta blanca, y por fin Mallory sonrió en la oscuridad.
No teníamos ni idea de qué estaba pasando, puesto que nos hallábamos imbuidos en largas horas de duro trabajo, pero la estrategia de intimidación de Mallory estaba dando resultados. El intenso tráfico que tanto nos animó la noche de la inauguración empezó a caer de inmediato y al final de la semana teníamos suerte si conseguíamos llenar cinco mesas. Pranay sufría acoso escolar en el colegio y era perseguida por las callejuelas a los gritos de «¡Cabeza de curry, cabeza de curry!».
Algunas familias eran amables con nosotros. Marcus, el hijo del alcalde, llamó para invitarme a ir a una cacería de jabalíes con él. Acepté de buena gana, naturalmente, y aquel domingo, la mañana de mi día libre, Marcus pasó por el restaurante para recogerme en un jeep descubierto. Estaba muy charlatán, a diferencia de la mayoría de los vecinos.
—Sólo disparamos a los jabalíes mayores —gritó por encima del viento huracanado—, los que andan por los ciento cincuenta kilos. Es una regla de hierro. Somos una cooperativa y troceamos equitativamente los animales grandes para que cada uno de nosotros salga de la matanza con un kilo de carne maciza. Que es un poco dura y amarga, pero fácil de arreglar durante la preparación.
Marcus nos condujo a través de varios valles, al principio hacia el sur y luego al este, para adentrarnos en las montañas. Subíamos por carreteras forestales y bajábamos por pistas de tierra, siempre en lo más espeso del bosque, hasta que por fin llegamos a un lugar en el que había estacionada una fila de coches en zanjas en la ladera de una montaña. Marcus detuvo el jeep detrás de un baqueteado Renault 5 mal aparcado bajo un castaño.
Había que ser de allí para saber dónde nos encontrábamos. Era un lugar salvaje, denso y oscuro, el tipo de bosque primitivo que no se ve muy a menudo en Europa. Marcus se colgó su Beretta a la espalda y nos adentramos en el bosque, remontando un sendero lleno de barro alfombrado de hojas.
Antes de ver el chisporroteo a través de la espesura, olí el humo de abedul. Unos cuarenta hombres con chaquetas impermeables, bombachos de pana y calcetines de lana estaban reunidos en torno a una fogata, con sus fusiles y escopetas para venados apoyados contra los árboles a sus espaldas. Un abollado Land Rover, salpicado de barro, había hecho todo el camino hasta el claro por una pista de leñadores abandonada y, detrás del vehículo, un grupo de beagles y sabuesos de ojos tristes, originarios del sur de Francia, aparecían encerrados en una gran jaula para perros hecha a partir de un carro.
Los hombres, mal afeitados, según pude ver, procedían en su mayor parte de Lumière y las granjas circundantes del valle, y constituían una democrática asamblea de banqueros y tenderos igualados socialmente por un breve instante durante ese ritual de otoño de la caza del jabalí. A nuestra llegada levantaron la mirada e incluso algunos emitieron afables saludos de bienvenida antes de retomar el asado de salchichas y chuletas de ternera en la fogata de abedul.
Un individuo de aspecto tosco contó un chiste sobre una mujer de grandes pechos y los demás se rieron a carcajadas mientras metían sus trozos calientes de carne entre rebanadas de pan de pueblo. Alguien sacó de una chaqueta una botella de coñac y el terso cristal del frasco centelleó bajo la luz mientras pasaba de mano en mano, para añadirlo a los vasos de plástico de café humeante.
Me sentí incómodo y me fui a inspeccionar los perros enjaulados, mientras Marcus se arrodillaba junto al fuego y cocinaba nuestros filetes. Monsieur Iten vino a mi lado y, mientras sacaba punta a un trozo de abedul, contaba cómo en una ocasión los mejores perros habían sido corneados por un verraco y hubo que coserlos. Siguió hablando sobre el jefe de la cacería, que llevaba fuera desde primeras horas de la mañana buscando pistas recientes de jabalíes y planeando la caza del día, y que debería estar de vuelta dentro de poco, pero yo noté que alguien nuevo se había unido a los cazadores porque un clamor de saludos de bienvenida se alzó junto con el crepitar de aire caliente de la fogata.
Cuando nos dimos la vuelta, madame Mallory estaba justo frente a mí, al otro lado de la hoguera, con una resquebrajada escopeta descansando en su brazo y los pies fijos separados con firmeza. Al ver esa familiar expresión de imperialismo escondida ahora bajo un sombrero tirolés me puse tenso, pero la mujer estaba hablando tranquilamente con el caballero que estaba a su lado. Y aunque era la única mujer en aquel círculo de hombres de tosco aspecto, no parecía sentirse incómoda, sino que se reía con los demás. Era yo el que se sentía embarazado porque, aunque ella debía de saber que yo me encontraba allí, nunca me miró directamente ni se dio por enterada de mi presencia de ninguna manera.
Recuerdo que, de repente, la luz de la fogata pareció suavizar su piel en una especie de lifting imaginario y, por un breve momento, vislumbré cómo madame Mallory podía haber sido en el pasado: de corazón alegre, llena de ilusiones, con la piel tersa. Pero bajo aquella luz trémula y vacilante, también entendí que podía cambiar hacia el otro lado con facilidad, cosa que sucedió un momento después. Porque el parpadeo del fuego arrojó unas sombras sobre ella que exageraron con horror sus mejillas descolgadas y las profundas arrugas que bordeaban sus ojos, y también vi la crueldad que yacía allí, todo ello estrechamente ligado bajo aquel sombrero tirolés de plumas.
De pronto, el jefe de cacería llegó de la espesura con los tres «ojeadores» y con el walkie-talkie graznando en la mano. No estoy seguro de qué pasó entonces, hubo muchos gestos y palabras acaloradas y trozos de ternera que se agitaban en el aire para remarcar algún punto, pero de pronto todos estábamos en marcha, atravesando el bosque y subiendo las laderas de las montañas, mientras hojas y rocas caían en cascada por las inclinadas pendientes que dejábamos atrás.
Una hora más tarde, agotados, el jefe de la partida empezó a colocarnos en un risco elevado situado en la profundidad del bosque. Más o menos cada treinta metros, palmeaba a un cazador, que se dejaba caer de bruces en la alfombra de hojas. A mí me dio la impresión, a medida que caía un hombre tras otro detrás de nosotros, de que el jefe de la cacería estaba soltando guijarros humanos a través del bosque para poder recordar el camino de vuelta hasta el campamento.
A nosotros nos tocó donde la accidentada pista formaba un recodo y, de inmediato, Marcus se quitó la chaqueta y cargó la Beretta tranquilamente con una bala del calibre doce. Con los ojos y un movimiento de la cabeza, me indicó que me echara al suelo en completo silencio, lo cual hice girando un segundo la cabeza para observar al jefe de la partida continuar su viaje, mientras el walkie-talkie que le conectaba con los ojeadores ahora se callaba. Seguí el tonto balanceo del sombrero de plumas de madame Mallory hasta que el maestro le dio un golpecito en la espalda, y ella, al igual que nosotros, desapareció de pronto en el suelo del bosque, un poco más arriba.
Durante bastante rato estuvimos en un monótono silencio, con la barriga pegada al suelo, atisbando por encima del risco la ladera montañosa que se extendía por debajo de nosotros.
De repente, el aire se llenó de los gritos de los ojeadores que estaban abajo y del ladrido de sus perros, mientras subían juntos por la montaña empujando toda la caza del bosque hasta nuestra trampa mortal.
Con la Beretta al hombro, Marcus se concentró intensamente en un tenue camino y un claro que había ante nosotros. Entonces oí el leve tintineo de un cascabel para perro y el correteo de sus patas a través del suelo del bosque, cubierto de hojas secas. Y luego un sonido diferente, lo que, en mi ignorancia, me pareció el pesado golpeteo de unas pezuñas corriendo presa del pánico.
Una piel roja se detuvo con brusquedad, percibiendo el peligro. Marcus, que ya tenía experiencia, se relajó al instante, y con ese movimiento el zorro se largó del claro. Lo que habíamos estado esperando llegó entonces de encima, del cielo azul despejado: un único estallido de un arma bajando por las colinas como una pequeña explosión.
Y eso fue todo. El jefe de la partida soltó su grito, ya conocido. La caza había terminado.
De vuelta en el campamento, madame Mallory se alzaba con orgullo ante su caza y era el centro de atención. El jabalí colgaba de sus cuartos traseros de las ramas de un roble y su sangre goteaba rítmicamente sobre el suelo del bosque. Recuerdo que Mallory le contaba con vehemencia una y otra vez a cada cazador que regresaba cómo había cazado el animal cuando éste cruzaba el bosque.
Yo no podía apartar los ojos de aquel extraño fruto que colgaba ante mí, con su limpio agujero del tamaño de una empanadilla abierto en el pecho del animal. Hasta hoy sigo recordando el pequeño morro, los colmillitos salientes que obligaban al labio superior a curvarse hacia arriba, haciendo que pareciera que el jabalí se hubiera reído con alguna observación oída en el momento de su muerte. Pero, sobre todo, recuerdo los ojos de largas pestañas, tan cerrados contra el mundo, de una belleza tan muerta. Ahora, cuando vuelvo a pensar en ello, quizás fue el tamaño del verraco lo que me trastornó tanto, lo que mareó al joven que, no obstante, ya estaba bastante acostumbrado a los finales sangrientos y poco sentimentales de la cocina. Porque este jabalí, que colgaba sin dignidad de sus cuartos traseros ante mí, era sólo un bebé que no pesaría más de veinte kilos.
—Yo no quiero tener nada que ver con esto —oí que un furioso granjero le espetaba al jefe de la partida—. Es una desgracia. Un sacrilegio.
—Estoy de acuerdo, pero ¿qué quiere que haga?
—Tiene usted que decirle algo. No está bien.
El jefe de la cacería tomó un sorbo de coñac antes de adelantarse para censurar a madame Mallory por violar las reglas del club.
—He visto lo sucedido —comenzó, subiéndose los pantalones—. Sencillamente, lo que hizo usted no es permisible. ¿Por qué no disparó a los jabalíes mayores cuando la manada pasó ante usted?
Mallory se tomó tiempo para responder. La forma como pareció atisbar con indiferencia por encima del hombro del cazador para mirarme a mí directamente, por primera vez aquel día, con una débil sonrisa tirando de las comisuras de sus labios, fue casi inocente.
—Porque, amigo mío, opino que la carne de los animales jóvenes es más sabrosa. ¿No está usted de acuerdo?