ALELUYAS DE ANTONIO BALDUINO
INVIERNO
El invierno se lo llevó todo. Hasta lavó las manchas de sangre que quedaron en el lugar donde estuvo el Gran Circo Internacional. Luigi acabó de vender las tablas de los graderíos, el telón grande, el mono, que compraron unos alemanes de las fábricas; distribuyó el dinero entre el personal y declaró disuelto el circo… Tal vez encontraran trabajo… Antes de marcharse dijo a los otros:
—Jamás vi un circo más hundido de cuartos… Pero aun así, me gustaba…
Luigi, con el león y Fifí, se lanzó a peregrinar por los pueblos del interior, haciendo barracones-teatro, cobrando unas monedas por la entrada. El hombre-serpiente dio un espectáculo en su beneficio y desapareció. Antonio Balduino pensaba que si fuera a las plantaciones de tabaco lo tomarían por mujer. A veces parecía una dama, otras un adolescente. Pero es que el negro no vio en Cachoeira a un hombre que un día descubrió a la estrella en Feira de Santana. Un hombre culto y viajado, que había estado en Río y en Bahía y que se retiró del circo apenas acabado el número del hombre-serpiente. Huyó en un automóvil. Sólo después se supo que la policía buscaba a aquel hombre que se había fugado con todo el dinero del almacén donde estaba empleado.
En la distribución de las cosas que Luigi no consiguió vender, el oso les tocó a Antonio Balduino y a Rosenda. Rosenda ni se dio cuenta de que aquello había sido combinado entre Antonio Balduino y Luigi. El negro dijo:
—No vamos a poder dividir el animal… Y para venderlo no va a haber quien nos dé una perra por él.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Nos lo llevamos a Bahía. Podremos ganar cuartos con él en la feria de Agua dos Meninos…
—O en el teatro… —arriesgó Rosenda.
—También —el negro no quería discutir.
En el muelle les dijeron que el palacete de Mestre Manuel llegaría dentro de dos días.
Esperaron al «Viajero sin Puerto».
Pero batía el invierno en las aguas del río. Lluvias gruesas enturbiaron la faz del agua. El río bajaba caudaloso y llevaba troncos arrancados de las plantaciones, animales muertos, y pasó hasta una puerta que el agua había arrancado de una habitación. Los márgenes de piedra habían desaparecido, y los hombres ya no entraban en el río en busca de pescado para la comida. El río andaba traidor y rugía como un animal salvaje. Algunos se quedaban en grupo mirándolo desde el puente, y pasaban las aguas por debajo como una serpiente. Desde lejos llegaba un olor suave a tabaco. El río había engullido ya dos veleros aquel invierno. Había una obrera enlutada en una de las fábricas.
Durante la noche caen grandes cargas de agua. No hay razón para que Rosenda Roseda haya inventado esa historia del paseo para salir de noche de la pensión de doña Raimunda. Seguro que fue a Cachoeira. Lo que ella quería era dejarlo allí, cuidándose del oso, que andaba impaciente con la lluvia que caía del tejado con un ruido de río, con olor a tabaco. No pueden dejar al oso solo, desde luego. ¿Pero por qué este paseo de noche? Y el negro Antonio Balduino se da con la mano cerrada contra la frente. Si ella cree que él es burro, que no lo entiende, está engañada. ¿Cree acaso que él no vio a aquel alemán tras ellos, la noche en que murió Giuseppe? Nunca más dejó de seguirlos, de intentar entrar en charla, de decir cosas. Por dos veces Antonio Balduino quiso interrogarlo, preguntarle qué quería. Ahora recordaba que una tarde le dijo a Rosenda:
—Voy a preguntarle a ese gringo qué diablos le pasa…
Rosenda dijo que no valía la pena, que era una tontería. Que no valía la pena de buscar pelea porque un gringo la mirara. Y lo sacó de allí. Cuando una mujer quiere, es capaz de engañar a cualquiera. Pero cuando él tenía los ojos bien abiertos y comprendía, Rosenda había salido para encontrarse con el blanco. Andarían por cualquier parte, ella espatarrada. ¡Menuda sinvergüenza! Estaba buena, pero él no era hombre para que lo engañaran así. Siempre se había alabado de dejar plantadas a sus mujeres, y ahora Rosenda quería jugar con él. ¿Por dónde andaría? ¿Estarían metidos en un hotel? Era bien capaz. El gringo era un tipo de dinero. Pero daría con ellos. Y llevarían una lección. La lluvia azota el tejado. ¿Valdrá la pena salir a buscarlos? Quizá sea mejor quedarse en casa y cerrar la puerta del cuarto. Y ella que duerma en la calle. Pero apenas piensa esto cuando siente en su cuerpo la falta del calor de Rosenda. Cuando ella duerme con un hombre es como si danzara. ¡Las cosas que sabe aquella negra! Antonio Balduino sonríe. La noche es fría y la lluvia cae con violencia. Un gato se enrosca en sus piernas buscando calor. La cama es vieja y blanda. Buen colchón el de aquel cuarto. En muchas pensiones caras no tienen colchón así. Y Rosenda ¿en qué cama estará con el gringo? A lo mejor es un colchón duro. Merecía una zurra. Pero no vale la pena de que un hombre mate a otro por Rosenda, una fulana. Le dio una cuchillada a Zequinha, pero Arminda era una chiquilla de doce años que no sabía nada de la vida. Aquel negro condenado a prisión días atrás, había matado a un gringo, pero Mariinha era doncella y novia del negro. Lo que haría es darle una zurra al alemán y largar a Rosenda. ¡Pero qué frío hace! Coge al gato en el regazo. El animal está satisfecho y frota la cabeza contra sus piernas. No, no saldrá a buscarlos. El oso está inquieto. Tendrá miedo de la lluvia, tal vez añore a alguien. ¿Pero puede añorar un oso a alguien? Pobre oso aquel… ¿Cuántos años hará que no vio una hembra? Antonio Balduino no puede pasar una semana sin mujer. Ríe satisfecho. Tal vez el oso esté capado. Va a ver. El animal se retira, irritado. No, no está capado pero tampoco es macho. Es hembra, sí. ¿Y qué va a hacer con ese oso en Bahía? Estaría bien soltarlo en el Morro do Capa Negro. Pensarían que era un hombre lobo. Va amainando la lluvia. Se levanta. Irá a buscar a Rosenda. Echa al gato lejos. Pero Rosenda acaba de entrar riendo, con los dientes blancos en una abierta sonrisa.
Repara en la cara enfadada de Antonio Balduino.
Se acerca riendo al negro:
—¿Estás enfadado, mi amor? ¿Fue el oso?
—No te hagas la tonta, negra. ¿Crees que no sé que fuiste a verte con aquel gringo?
—¿Pero qué gringo? ¡Ay Dios mío!
¿Será verdadera esta sorpresa que se estampa en su rostro? Pero Balduino piensa que las mujeres son bichos ruines y traicioneros. Cuando piensa en una mujer ruin se acuerda de Amelia, la criada de casa del comendador. Amelia mentía cínicamente, con la misma cara de quien dice la mayor verdad del mundo. Y Rosenda Roseda puede estar mintiendo también con aquella cara de inocente:
—¿Adónde fuiste entonces?
—¿Es que no puede una ir a charlar un poco a casa de una vecina?
—Sí. Vecina…
—Pues vete a preguntarle a la mujer de Zuca. Estuve allá… Ella conoce a unos parientes míos que anduvieron por aquí…
El oso se impacienta. Antonio Balduino ahora no tiene ganas de discutir. Está dispuesto a aceptar todas las disculpas. Lo que quiere es tumbarse en el blando colchón teniendo junto a su cuerpo el cuerpo cálido de Rosenda Roseda. Vuelve a llover con fuerza y el agua corre por el tejado. En medio del cuarto hay una gotera que va haciendo un agujero en el suelo de tierra apisonada. El oso está nervioso. Rosenda le pasa la mano por la piel, pero el animal continúa impaciente. De nada valen las caricias de Rosenda. Antonio Balduino, tumbado en la cama, piensa en la manera de hacer las paces. Quiere tener a Rosenda junto a sí, su vientre danzando contra el suyo. A lo mejor mañana le pega una zurra y la abandona. Pero hoy no. La necesita, necesita su cuerpo, su calor. Lo peor es que no puede hacer las paces así de repente. Ella aún está enfadada y acaricia al oso. Antonio Balduino no sabe cómo empezar. Cierra los ojos, pero ella no va a la cama. Y mientras tanto sigue lloviendo allá fuera y el viento pasa por la calle rugiendo y entra por las hendiduras de la puerta. ¿Será que no siente esa invitación? Está muy enfadada. Tal vez tenga razón. Bien podía estar con la vecina, con la mujer de Zuca, que mete las narices en la vida de todo el mundo. Ella se saca el vestido. El vestido no está mojado. Si hubiera ido lejos, si hubiese ido con el gringo, volvería empapada, seguro. Lo que pasa es que al quedarse solo empezó a pensar tonterías. El gato se enrosca a sus pies y le da un agradable calor. Pero siente frío en el resto del cuerpo. La lluvia golpea en el tejado. Se acuerda de unos versos que sabe el Gordo. Hablan de la música de la lluvia en el tejado y de una mujer que llega de madrugada. No recuerda si llega a caballo o a pie. Cayó la combinación de Rosenda Roseda y los senos de la negra llenan el cuarto. Los ojos de Balduino no ven otra cosa. Pocas muchachas tendrán los senos de ella, erguidos y duros. Antonio Balduino tira el cigarrillo. Y haciendo un enorme esfuerzo, dice:
—¿Sabes que este oso es una osa?
—¿Qué?
—Que el oso es hembra.
Los senos le rozan el pecho y en el escenario de la lluvia y el frío, del viento que zumba en la calle, Rosenda danza sólo para él. Empuja con el pie al gato, que sale mayando.
* * *
El «Viajero sin Puerto» entró en el muelle bajo el aguacero. María Clara prepara un café para ellos. Partirán de noche, en cuanto el barco esté cargado. El oso queda amarrado a popa. Mestre Manuel le da noticias del Gordo, que volvió a vender periódicos y enterró a la abuela. Jubiabá sigue vivo, haciendo hechizos y prestigiando las macumbas. Joaquim va todos los días a la «Linterna de los Ahogados» con Ze Camarao. Antonio Balduino quiere noticias de todos los conocidos y también de la ciudad, del puerto, de los barcos que llegan y salen. De nuevo encara el misterio del mar. Cuando marchó (después de recibir la zurra enorme del peruano Míguez) no sabía reír. Andaba con la cabeza hundida, avergonzado de la paliza, del final de su carrera de boxeador, del noviazgo de Lindinalva. Ahora sabía reír de nuevo e iría a saborear las historias trágicas de Jubiabá. Porque en su fuga de dos años había visto mucha miseria. Su garganta tiene hoy un tono cruel, y en su rostro hay un tajo. Fueron los espinos de la noche del cerco. Mestre Manuel pregunta por la historia de aquel tajo. María Clara se queda mirando al fondo. Antonio Balduino habla, y piensa en el mar, en los barcos del puerto, en los navíos negros que parten de noche.
* * *
Fue una noche así de temporal cuando Viriato entró mar adentro. Los gusanos se apoderaron de su cuerpo y se agitaban. También el viejo Salustiano fue a buscar en el mar el camino de casa. Y una mujer que se había echado al agua con una piedra al cuello. El velero se balancea en las aguas sobre los escollos. Hoy nadie ve los escollos. Las aguas lo cubren todo y Mestre Manuel no cedería el timón a nadie.
Sería rápido. El velero encallaría en un escollo, acabaría la charla entre María Clara y Rosenda Roseda (María Clara va despeinada, con el pelo en desorden movido por el viento, y de él llega un aroma de mar. A lo mejor nunca ha vivido en una casa. Posiblemente es hija del mar). La pipa de Manuel se apagaría. Y las aguas del río cubrirían el barco. El río baja lleno y forma olas como si fuera un mar. Pero Mestre Manuel no cede el timón a nadie. El viento agita los árboles de la orilla. Muy a lo lejos brilla la linterna de otro velero. En la oscuridad de los matorrales guiñan su luz las luciérnagas. El viento carga al velero que vuela por las aguas como una motora. En este momento, en medio del temporal, están cerca de la muerte. Un desvío del timón y se verán lanzados contra los escollos invisibles. Antonio Balduino alza el rostro hacia el aire pensando en estas cosas. En el cielo no ve ninguna estrella, sólo nubes negras y cargadas que corren azotadas por el viento. De María Clara llega este aroma salado a mar. El mar está próximo. El barco está llegando a la boca de la barra. Las márgenes del río van quedando atrás. Los poblados duermen sin luz. Antonio Balduino piensa que, al fin, la vida es una estupidez, que no vale la pena seguir viviendo. Viriato el Enano sabía de estas cosas. Y es amplio el camino del mar. Hoy es amplio y revuelto. El lomo verde del mar se agita. También es una invitación. Él, negro valiente y decidido, pensaba desde niño en tener su historia en verso, que alguien leería luego a los otros negros. Una historia de lances de valor. Si lo tragan las aguas, nadie contará su historia. Un negro valiente no se mata, a no ser para evitar que le coja la policía. Y un hombre de veintiséis años aún tiene mucho que vivir, aún tiene que luchar mucho para merecer su historia en aleluyas. Pero el mar es una invitación. Ahí está su camino. Viene de María Clara un olor salado a mar. Ella habla del mar, cuenta casos ocurridos a patrones de pataches, historias de naufragios y de muertes. Habla de su padre, que fue pescador y desapareció en un lanchón, en medio del temporal. De ella viene el olor salado a mar. En ella está el mar siempre presente, amigo y enemigo, incorporado en ella. En el negro Antonio Balduino, nada se incorporó. Ya lo ha sido todo y no es nada. Sabe que lucha y que tiene que luchar aún más. Pero todo esto aparece muy desvaído dentro de él. Su lucha es una lucha perdida. Siente que los nervios se le aflojan, como si diera puñetazos en el aire. Y ahora el mar le llama, como en la vida lo llamaban los labios de María Clara. Mestre Manuel señala. Al fondo aparecen las luces de Bahía. El viento vuela en torno de sus cabezas, y trae todo el olor de mar que hay en el cuerpo de María Clara. Las luces de Bahía destellan como una salvación.
* * *
Rosenda Roseda se quedó en casa del Gordo. Jubiabá vino de noche y ellos le besaron la mano. El viejo negro se apoya en un rincón. La luz del candil bate de nuevo en su cara arrugada. El Gordo no tiene en casa luz eléctrica. El Gordo sonríe con la alegría de encontrarse de nuevo con su amigo. Todos oyen las historias de Antonio Balduino. El oso duerme en un rincón. Y deciden que al día siguiente irán todos a la feria de Agua dos Meninos a ver si ganan algún dinero con el oso. Bajan a la «Linterna de los Ahogados» y allí se emborrachan. Después, Antonio Balduino lleva a Rosenda Roseda al arenal y la ama ante el mar. Pero ella se queja de la arena y se duele de aquella arena que se le clava en el cuerpo y se le mete entre el pelo alisado a hierro. El negro ríe a gusto. La silueta de las grúas en el puerto.
La feria de Agua dos Meninos empieza el sábado por la noche y dura todo el domingo hasta el mediodía. Pero lo mejor es la noche del sábado. Los barqueros atracan sus canoas en Porto da Lenha, los patrones de los pataches dejan sus barcos en el pequeño puerto, llegan hombres con animales cargados, las negras venden mingau y arroz dulce. Pasan los autobuses llenos de gente. Todo el mundo viene a la feria de Agua dos Meninos, unos para comprar comestibles para la semana, otros por el placer del paseo, por comer, tocar la guitarra o buscar mujer. La feria de Agua dos Meninos es una fiesta. Fiesta de negros, con música, risas y peleas. Las barracas se extienden en filas. Pero la mayor parte de las cosas no están en las barracas. Están en grandes cestos, en cajones, en calderos. Campesinos de ancho sombrero de paja, sentados al lado, charlan animadamente con los parroquianos. Raíces de plantas saludables, frutas: abacaxís, naranjas y sandías. Toda clase de bananas en la feria de Agua dos Meninos. De todo hay en la feria. Un hombre que da la suerte con un periquito. Cuesta doscientos reis el boleto. Rosenda Roseda saca el suyo. Decía:
SUERTE
No confíes en personas que te adulan, porque todo es falso. Eres aún ingenua para juzgar a todos por ti. Tienes buen corazón y no juzgas malo a nadie. Pero no te preocupes, porque naciste con buena estrella. Tu juventud será una fiesta de amores y tendrás en amor muchas desavenencias. Te casarás al fin con el hombre a quien menos importancia dabas al principio, pero que al fin se adueñará de tu corazón, y será él el único a quien amarás toda tu vida con verdadero afeito. Darás a luz tres lindos bebés, que criarás con mucho cuidado y te traerán paz verdadera al corazón.
Vivirás ochenta años. Tendrás suerte en la lotería con el número 04554.
Rosenda se echa a reír. Antonio Balduino le advierte:
—Vas a parir tres veces.
—Una gitana me dijo que tendría ocho hijos. Y que iba a hacer un largo viaje. El viaje ya lo hice. Vine de Río a Bahía. Acertó.
Pero Antonio Balduino piensa en el trozo de la «SUERTE» donde dice: «tu juventud será una fiesta de amores y tendrás en amor muchas desavenencias». Decididamente está encaprichado con la negra. Parece como si hubiera un hechizo de Jubiabá. Jubiabá no vino a la feria. Aún es temprano para él. Hoy es sábado y va mucha gente a ver al padre-de-santo. Gente que sufre. Unos, enfermos que quieren remedios para el cuerpo: heridas, tuberculosis, lepra, enfermedades. Jubiabá va distribuyendo hojas y rezos. Otros vienen porque sufren traición de mujer o porque desean a una mujer que no los acepta; vienen en busca de hechizos fuertes, de mandinga, de amuletos. Por la mañana amanecen las calles llenas de hechizos. Padre Jubiabá protege amores, acaba amores, aparta a la mujer de la cabeza del hombre, mete al hombre en la cabeza de la mujer. Sabe secretos raros, sabe de la vida de los pobres, ¿qué es lo que no sabrá en su casita del Morro do Capa Negro? Vendrá más tarde, apoyado en su bastón. Habrá curado gente, arreglado los asuntos de muchos. Llegará allí donde ellos están ahora. Ya llegó el Gordo con el oso. Antonio Balduino le complica siempre la vida al Gordo. El Gordo iba muy bien vendiendo sus periódicos cuando llegó Antonio Balduino y lo metió en este negocio. El Gordo deja los diarios y sigue a su amigo. De repente se acaba todo y el Gordo vuelve a pregonar periódicos con voz sonora y triste. Ahora anda con el oso de un lado al otro. Al principio le tenía miedo. Pero después se acostumbró al animal y, como ya murió su abuela, es todo cariños para el oso, que tiene comida abundante aunque el Gordo se quede con hambre. El oso está allí amarrado por el hocico, dispuesto a ganarse la vida. Se reúnen los campesinos alrededor del Gordo, que inventa una historia para el oso. Pero tropieza con una dificultad: ¿tendrán los osos ángel de la guarda? Nunca oyó decir tal cosa. Pero las historias sin ángeles pierden gracia, y el Gordo decide darle un ángel al oso. Balduino repite lo que oyó decir a Luigi sobre el león.
—Este monstruo que aquí ven, respetable público, fue capturado en las selvas africanas. Es un triple asesino, pues mató a tres famosos domadores. (Recuerda el pregón palabra por palabra. Luigi lo repetía todas las noches.) Es un asesino… Pues bien, van ustedes a verlo trabajar. Pero mucho cuidado… Este oso ya mató a tres hombres…
El Gordo mira el hocico del oso y descubre que tiene unos ojos cálidos de niño y es incapaz de matar a nadie. No hay derecho a que Balduino le llame asesino. Pero el oso empieza a andar cabeza abajo y el corro aumenta. Rosenda lee el futuro en la mano de los hombres. Les gusta que les diga la buenaventura porque ella les hace un leve cosquilleo en la palma, un cosquilleo que les trepa por el cuerpo como una comezón. Rosenda sabe ganar dinero. A un mulato bobalicón le dice:
—Hay una mulatita que bebe los vientos por ti…
El mulato sonríe a Rosenda. Bien podía ser ella misma. Y Rosenda se va guardando los níqueles. El Gordo recoge en un sombrero de paja el dinero para el oso. Antonio Balduino, muy elegante, con zapatos rojos y camisa roja, hace el elogio del animal. La feria se mueve alrededor de ellos…
* * *
Un automóvil está parado en la calle. Una avería. El chófer se mete bajo el coche buscando el motivo de la avería. Un hombre explica al grupo:
—¿No dije? Esto de las máquinas es un timo. El caballo fogoso nunca ha tenido una avería. ¿Vieron alguna vez un caballo averiado?
Antes estaba contando la historia del caballo fogoso que había comprado su cuñado. Está contra los caballos de motor. Hace la apología de los caballos de sangre, del carro de bueyes. Cita la Biblia. Jubiabá le escucha en silencio. Los otros cortan la charla con señales de aprobación. Cuando Jubiabá llegó, estaban contando el dinero que habían ganado —cincuenta y nueve mil reis; una fortuna— y se quedaron de farra en la feria, que está animada. El oso va tras ellos. Frente a la barraca donde Joaquim bebe, se paran todos. Y se quedan oyendo al hombre que cuenta la historia del caballo fogoso:
—En aquel tiempo, cuando aún no había cacharros de esos —y señala al auto averiado— los hombres vivían mucho tiempo… Matusalén vivió novecientos años… Está en la Biblia; no lo digo yo…
—Está, está… —asiente un mulato claro y viejo.
—Todo el mundo vivía doscientos, trescientos años. Cien años no era nada entonces, nada. Ahí está, en la Biblia…
—Dicen que los loros viven cien años…
El hombre lanza una mirada atravesada al interruptor. Pero cuando ve que fue Rosenda abre su boca en una sonrisa:
—Sí, sí… Y Noé vivió no sé cuánto tiempo. Entonces no había autos. La gente iba en carro de bueyes…
Echa un trago de aguardiente. El mulato claro apoya:
—Sí, en carro…
El mulato quería probar que también él era un hombre sabido. El negro asentía con la cabeza. Estaba admirando al hombre que citaba la Biblia.
—Un hombre salía de casa en un carro de bueyes y sabía que llegaba a donde quería ir. Ahora sale uno en un cacharro de esos —y señalaba para el auto estropeado— y se queda en medio del camino… Se quedó sin gasolina. Un carro de bueyes nunca se queda sin gasolina. Por eso los hombres mueren hoy cuando apenas acaban de nacer. Las máquinas no son invención de Dios. Son cosa del diablo.
El mulato claro apoyó. Siguió el hombre:
—En los tiempos del carro de bueyes una mujer podía dar a luz hasta los cien años…
—Bueno, eso yo no me lo creo, la verdad. Usted perdone, pero eso de que una mujer pueda parir a los cien años no me entra —exclama Antonio Balduino.
Todos se echan a reír menos el mulato claro.
—Pues lo dice la Biblia… —continúa el hombre.
Pero Antonio Balduino no se lo cree. «¿Parir una mujer a los cien años? Ni hablar.» Aquel tipo les tomaba el pelo. Todos bobeando con aquellas historias… Va abrir la boca para decirlo, cuando habla Jubiabá:
—En el tiempo de los carros de bueyes, el negro se moría de hambre. Hoy sigue igual. Para el negro tanto da.
El mulato viejo asiente:
—Eso es —y quiere seguir—. Para los pobres… Pero tienen detrás a media feria, y Jubiabá habla con el hombre que odia a los autos (ahora está contando la historia de una enfermedad que sufrió hace muchos años). Siguen feria adelante, sin rumbo fijo, parándose en los barracones, hablando con los campesinos, comiendo cosas. Un borracho mira a Rosenda y dice:
—¡Mulata cachonda!
Antonio Balduino se da por ofendido, pero Rosenda no le deja pelear:
—¿No ves que está borracho?
—¿Y él, no ve que vas conmigo?
No, no ve nada. Bebió mucho en todas las barracas donde hay aguardiente. Pero supo ver a Rosenda y supo ver que es una mujer espléndida. Antonio Balduino siente ganas de volverse a decirle cuatro cosas al hombre.
Un poco más allá estalla el barullo. Jubiabá viene a decir que se va. Tras él llega el hombre que odia a los autos y que ahora tiene una gran confianza en que Jubiabá lo va a curar con sus rezos. Aumenta el barullo al otro lado de la feria. Antonio Balduino nota que el Gordo no está con ellos. Pregunta:
—¿Qué es del Gordo?
—Por ahí andaba, con el oso…
Joaquim sólo tiene ojos para Rosenda. Si no estuviese amigada con Balduino, de buena gana le pegaría un pellizco. Busca dónde está el Gordo:
—Allá está. Aquel follón va por él —dice Antonio Balduino, que se apartó un poco.
Corren Antonio Balduino y Joaquim. Rosenda se apresura también. El Gordo se defiende a bofetadas de un individuo que tira de la correa del oso. Los hombres gritan:
—Déjanoslo ver, hombre… Déjanoslo…
Antonio Balduino atraviesa el grupo, coge por el hombro al Gordo:
—¿Qué pasa?
—Quiere meter el cigarro en las narices al oso.
—Sólo para ver qué hace —ríe el hombre mostrando el puro encendido. El hombre tiene una cicatriz en el mentón y un bigote ralo sobre el labio—. Tiene una cara tan divertida. Ya verás…
Todos ríen. Antonio Balduino lo aparca de un manotazo. Joaquim está detrás del hombre, que oye lo que le dicen dos mulatos. El hombre del puro, protesta:
—Pero, hombre… ¡Qué idiotez…! Ya veréis…
—Métalo —dice Antonio Balduino.
El hombre se acerca al oso. Levanta el puro. El oso retrocede. Pero el puro está ya junto al hocico del oso y el Gordo va a gritar. El hombre cae de narices al suelo a consecuencia del tortazo de Baldo, el boxeador. Los dos hombres que estaban detrás avanzan hacia el negro. Pero Joaquim agarra a uno y el otro recibe una patada de Balduino en la boca del estómago. El Gordo quiere sacudirle un puñetazo al hombre del puro, que intenta levantarse, pero le da en la cara a un negro que no tiene nada que ver con la historia y que replica. Se mete también en la pelea el hermano del negro. Mestre Manuel, que vendía abacaxís, aparece también, y con él tres más. Antonio Balduino está metido en un lío, Manuel se meterá también. Y los tres que lo acompañan entran con él en la pelea. Varios hombres intentan poner paz, pero acaban también a golpes. Al cabo de un momento la pelea alcanza a todos. Llega gente de todas partes. Un soldado saca un sable, ¿pero qué vale un sable ante tantas navajas que brillan? Un guardia hace sonar el pito inútilmente. Antonio Balduino le da de puñetazos a un tipo que no sabe quién es, un tipo que nada tenía que ver con el negocio, que entró sólo por separarlos. El hombre del puro le suelta un estacazo a uno de los que entraron a ayudarle. El Gordo se ha apartado con el oso y saborea la escena desde lejos. Rosenda Roseda muerde a los hombres que atacan a Balduino. Lleva el vestido desgarrado y se ha sacado la navaja de la media. Toda la feria de Agua dos Meninos es una gigantesca pelea. Se zurran por zurrar, sin saber por qué, por el placer físico de darse de puñetazos con alguien, de rodar por la arena soltando puntapiés. Los negros se olvidan de todo, de las raíces de inhame, de los montones de naranjas, de abacaxís, de beijús. Lo que quieren ahora es pelear. Pelear es tan bueno como cantar, como oír una historia, como mentir, como contemplar el mar por la noche desde el muelle.
El Gordo roba una botella de cerveza para el oso. Alguien grita:
—¡Que viene la caballería!
Rápida como empezó acaba la zarabanda. Los hombres vuelven a sus barracas, a sus montones de frutas y de filloas. Los de a caballo ya no ven nada, apenas unas gotas de sangre. Un hombre se tapa el tajo del rostro con un pañuelo. Desaparecieron las navajas. Y los negros se ríen satisfechos porque se han divertido de lo lindo. El hombre del puro le dice a Antonio Balduino:
—¡Vaya follón! Lo he pasado en grande…
Ofrece cerveza, acaricia la cabeza del oso. La lluvia cae sobre los negros.
EL BAILE
El «Liberdade na Bahia» quedaba en la Rua do Cabeça, en un segundo piso servido por una escalera estrecha. Es una sala amplia, con sillas adosadas a las paredes, para las damas, y un tablado donde está el jazz. También hay un patio de cemento, con mesas donde sirven bebidas, pues está rigurosamente prohibido beber en la sala de baile. Al lado, las letrinas. El cuarto donde las damas se arreglan es pequeño, pero tiene un espejo grande y un banquito para que se sienten. Hay también un peine y un tarro de brillantina. En los días de grandes bailes —cuando se acerca el carnaval o las fiestas de Bonfim— la sala queda engalanada con flores y cintas de papel de todos los colores. Pero ahora lo que se está acercando es el San Juan, y del techo cuelgan farolillos innumerables y bolas de colorines… Va a ser una fiesta por todo lo alto la de San Juan. El «Liberdade na Bahia» tiene tradiciones que cuidar y su baile de junio reunirá a todas las criadas de las casas más ricas, a las mulatas que venden pastelillos en las calles, a los soldados del 19, a los negros de la ciudad. Es el baile más popular. En Bahía no hay muchos de esos bailes. Los negros prefieren ir a bailar a las macumbas, la danza religiosa de los santos, y sólo van a los bailongos los días de gran fiesta. Pero el «Liberdade na Bahia» consiguió el apoyo de Jubiabá, que es su presidente honorario, y fue prosperando. Además tiene un jazz estrepitoso que se ha formado allí, pero que gana ya sus buenos cuartos por las fiestas de la ciudad. Fiesta de gente rica sin el «Jazz dos 7 Canarios» no es fiesta. Y los negros del jazz hasta se ponen smoking. Pero cuando la cosa va en serio es en la fiesta del «Liberdade na Bahia». No hay dinero en el mundo para hacer que los del jazz toquen en otra fiesta los días que hay baile en el «Liberdade». Allí pueden bailar, visten ropas a gusto, están entre amigos y hay discursos. El «Liberdade na Bahia» está en auge y tiene tradiciones que guardar. Se prepara el baile de San Juan.
* * *
Siempre que Antonio Balduino veía el «Jazz dos 7 Canarios» decía que iba a ser maestro en una banda de música o de jazz. Mejor sería de una banda de música porque sus componentes llevan uniforme y el maestro va al frente, de espaldas, batuta en mano. Antonio Balduino ama los colores vistosos, los rutilantes uniformes de los maestros de las bandas de música. Los hombres del jazz vestían o se ponían el smoking (en las fiestas ricas). Y el smoking no tentaba al negro. Pero en la banda de música se contentaría con ser el del jazz, el que canta y zapatea.
Llevaba mucho tiempo sin componer una samba. En las plantaciones de tabaco no tenía tiempo para nada. Pero ahora, apenas vuelto a Bahía, compuso dos sambas que hasta las dieron por la radio, y además puso en verso la historia de Zumbi dos Palmares, donde cantaba la vida que había imaginado para su héroe. Según su historia había nacido en África, allí había luchado con leones, mató tigres, y un día, engañado por los blancos, entró en un barco que lo llevó esclavo a las plantaciones de tabaco. Pero no estaba dispuesto a recibir golpes y escapó, luchó con otros negros, mató muchos soldados y para que no lo cogieran se tiró de un precipicio abajo:
«África, donde nací
aún me acuerdo de ti.
Vivía libre, cazando
comiendo fruta y maní…
………………
………………
………………
Palmares donde luché
defendiendo a los esclavos.
Mil soldados me cercaron
y uno a uno los maté.
………………
………………
………………
Y así Zumbi dos Palmares
por el morro se tiró,
diciendo: “Adiós pueblo mío
esclavo no seré yo.”»
El Gordo se aprendió la historia de cabo a rabo y la cantaba por las ferias acompañado a la guitarra.
Antonio Balduino buscó al poeta que le compraba las sambas a ver si quería quedarse también con la historia de Zumbi dos Palmares, pero el poeta sólo quiso las dos sambas, y dijo que la historia no valía nada, que los versos no rimaban y otras cosas que Balduino no entendía. El negro se enfadó porque creía que la historia de Zumbi dos Palmares era muy bonita, y tras recibir treinta mil reis por las dos sambas, dijo una sarta de desafueros al poeta, que no reaccionó. Ya más aliviado después de echar rayos y demonios por la boca, Antonio Balduino se retiró y les cantó la historia de Zumbi a Rosenda y a Jubiabá, que la encontraron formidable. Jubiabá se las arregló con Jerónimo del Mercado para que los versos de Zumbi salieran en la «Biblioteca del Pueblo» (colectánea de las mejores poesías, trovas populares, historias, canciones, oraciones, recetas útiles, anécdotas, etc., al precio de 200 reis). Salió junto con la Historia del buey misterioso y la de El mestizo y el recién nacido, y pronto la aprendieron de memoria los estibadores del muelle y los patrones de los faluchos (que la llevaron para los ciegos de las ciudades del Reconcavo), los vagabundos de la ciudad, todos negros. Ahora Antonio Balduino tan sólo pensaba en entrar en el «Jazz dos 7 Canarios».
* * *
Era socio del «Liberdade na Bahia», pero no solía ir por allá. Tenía siempre fiestas adonde ir, y en el «Liberdade na Bahia» había que pagar la bebida y no había nada que comer. Sólo por causa de una mulata aparecía de vez en cuando por el club, y Juvencio, el secretario, un negro gordo que cuidaba también del orden de la sala, le decía invariablemente:
—¡Vaya, hombre! ¡Por fin, Antonio Balduino honra al club con su presencia! Parece que desprecia a la gente…
No despreciaba nada. Pero en el «Liberdade na Bahia» no podía bailar agarrado, porque estaba prohibido, no podía quedar conversando con una dama en medio de la sala, no admitían borrachos. Todo eso disgustaba al negro, que no sabía contenerse, que achuchaba a las negras en el baile, que muchas veces andaba borracho como una cuba. Recordaba la primera vez que apareció por el club. Hacía mucho tiempo. Apenas entró ya tuvo un tropiezo con Juvencio. El jazz estaba tocando con un entusiasmo delirante, y precisamente una de sus sambas, de las primeras que vendió al poeta. Sacó a bailar a una mulata (Isolina, que lo tenía encaprichado). Empezaron a danzar por la sala, y el negro le dio unos tientos a la chica. Como si lo llamaran, apareció Juvencio:
—¡Eh! ¡Que no se puede hacer eso…! —Juvencio era muy riguroso.
—¿Qué es lo que no se puede hacer?
—Aquí no se viene a sobar…
—¿Y quién está sobando?
—Usted, a esa señorita.
Balduino le soltó un tortazo. Se armó el barullo, pero Jubiabá se metió por medio y los separó. Juvencio explicó que tenía que conservar la moral del club. Si permitía aquellos sobeos descarados, las familias se retraerían. ¿Qué dirían los padres de las chicas, que tanto confiaban en la moralidad del club? El no quería problemas. Tenía que vivir con todos. No tenía por qué meterse en la vida de la gente. Pero dentro del club, no. Allí quería respeto, mucho respeto. Aquello no era una casa de citas. Era una sociedad recreativa y danzante. Eso sí. Antonio Balduino encontró que tenía razón, e hicieron las paces. El negro continuó bailando y bebiendo. Vino también el Gordo y quedaron un poco alegres. Era casi la una de la mañana cuando un sargento empezó a bailar de modo escandaloso con una blanca. Juvencio le advirtió por primera vez, pero el sargento no hizo caso. Juvencio reclamó de nuevo. A la tercera le dijo al sargento que no podía seguir bailando. El sargento empujó a Juvencio. Antonio Balduino se metió en la pelea en ayuda de Juvencio, tumbó al sargento de un puñetazo y le hizo abandonar la sala entre abucheos, mascullando amenazas. Luego se fue a beber una cerveza. Pero al cabo de un rato apareció otra vez el sargento, rodeado de soldados. Se armó la gorda. Hubo quien se encerró en el retrete, y hasta tiros dispararon los soldados. La fiesta acabó con algunas cabezas rotas y gente en el calabozo. Antonio Balduino consiguió escapar. Se hizo célebre en el «Liberdade», y cuando aparecía salía Juvencio con muchas fiestas y mandaba que le pusieran una cerveza, pero la verdad es que él prefería las juergas del Morro do Capa Negro, de las calles de Itapagipe, del Rio Vermelho, a los bailes del «Liberdade na Bahia». En carnaval sí, entonces le gustaba ir al club porque iba vestido de indio con plumas rojas y verdes, cantando canciones de macumba. El carnaval era bueno. Pero en San Juan prefería ir a la fiesta que daba Joao Francisco en su casa de Rio Vermelho, con una hoguera enorme en la puerta, un montón de globos, cohetes y mucho aguardiente y licor de frutas. Pero este año tendría que ir al «Liberdade na Bahia», pues Rosenda Roseda se había hecho un vestido de baile y quería estrenarlo en la fiesta del club. ¡Vanidosa que era la mulata! Y tuvo que dejar la fiesta de Joao Francisco.
* * *
Antonio Balduino empezaba ya a cansarse. La verdad es que Rosenda se estaba poniendo insoportable. Quería mandar en él. Un día iba a acabar por darle un puntapié y ponerla de patitas en la calle. La negra no paraba de pedir. Le había hecho vender el oso para comprarse un vestido de baile (que hubiera podido alquilarle a un turco) y ahora venía pidiendo un collar de doce mil reis que había visto en una tienda de la Rua Chile. Había salido a comprárselo, pero se encontró con Vicente y le dio diez mil reis para el entierro de Clarimundo, que murió bajo un guindaste en el muelle. El sindicato cargaba con el entierro, pero los estibadores querían hacer una colecta para la viuda y comprar una corona. El pobre Clarimundo murió de mala muerte. Una bola de hierro le dio en la cabeza (el pobre iba cargado con un fardo y no podía mirar para arriba) y dejaba mujer y cuatro hijos pequeños. Antonio Balduino le dio a Vicente los diez mil reis y quedó en hablar con Jubiabá para ver si el pai-de-santo conseguía sacar algo más para la mujer. Balduino había tratado mucho al negro Clarimundo, siempre risueño, cantando, que se había casado con una mulata clara. «Una tabla», que decía Joaquim. Era un buen compañero, que siempre estaba dispuesto a echarle una mano a uno cuando tenía dinero. Ahora estaba muerto y la mujer tendría que vivir de lo que otros le dieran. ¿De qué valía trabajar, vivir bajo los fardos cargando barcos? Después moriría, y quedaban sin nada la mujer y los hijos. El viejo Salustiano se había tirado al agua. Y de tanto pensar en estas cosas, Viriato el Enano se mató una noche de temporal. A Antonio Balduino no le gusta pensar en estas cosas. Lo que a él le gusta es reír, tocar la guitarra, oír historias bonitas del Gordo, las historias heroicas de Ze Camarao. Pero hoy está de mal humor porque va a perder la fiesta de Joao Francisco. Tiene que ir con Rosenda al baile del «Liberdade na Bahia». Pero antes pasará por casa de Clarimundo, que le coge de camino. Irá a ver al muerto que fue su amigo. Lo mejor sería no ir de juerga y quedarse velando al muerto. Tendría que hablar con Jubiabá para que el hechicero fuera a encomendar el cadáver. Jubiabá debe de estar en casa, charlando con el Gordo. La casa del Gordo está cerca del Morro do Capa Negro, y de vez en cuando Jubiabá pasa un rato por allí para charlar. Jubiabá no envejece. ¿Cuántos años tendrá? Ya debe de pasar de los cien. ¡Y lo que sabe el hombre! Jubiabá aumenta la angustia que de vez en cuando se apodera de Antonio Balduino. Jubiabá dice unas cosas que quedan dentro del negro y le hacen pensar en el mar donde Viriato se metió para morir, donde el viejo Salustiano se tiró para olvidar el hambre de los hijos. Antonio Balduino piensa que no es el mismo, que no está tan alegre como antes. Ahora piensa en cosas tristes. Y allí mismo, en la calle, el negro se echa a reír alegre, estrepitosamente. Los transeúntes se vuelven sorprendidos. El negro sigue riendo, pero comprende que ríe más para molestar a los otros que por alegría. Sigue andando con paso apresurado y como descabalado. Hasta parece que corre. Pero cuando llega a casa se queda tranquilo y piensa en el traje blanco que se va a poner para el baile de la noche.
—¿Traes el collar, cariño?
Antonio Balduino mira a la mulata con cara desconsolada. Se había olvidado del collar. Los diez mil reis se los dio a Vicente para la mujer de Clarimundo. Lleva dos mil en el bolsillo. Rosenda desconfía:
—¿No me has traído el collar?
—¿Sabes quién murió?
Pero no sirve de nada. Rosenda no conoce a Clan mundo.
—Tanto como me gustaba, y no me lo has traído… Por pura maldad… Y luego dices que me quieres. Pero ya verás…
Es víspera de San Juan y todos están alegres en la calle. También a Antonio Balduino le gustaría estar alegre. Los hombres pasan ante él con sus rostros risueños y las casas de pirotecnia están llenas de parroquianos. Todos se preparan para una noche feliz. Soltarán tracas y cohetes de estrellas. Los negros sólo hablan de la fiesta de Joao Francisco y del baile del «Liberdade na Bahía». Pero Antonio Balduino no puede estar alegre esta noche. Clarimundo murió, y él sólo piensa en el estibador. Rosenda empieza ya a cargarle. Se ha puesto de morros. No contesta a las preguntas de la mulata y ésta se pone a llorar. Se va hacia la puerta. En casa de Osvaldo están preparando una hoguera. Va a ser enorme. En el patio, unas muchachas intentan ver el retrato de su futuro novio en un cubo de agua. Todos están alegres hoy. Sólo él está triste, de mal humor. También la viuda de Clarimundo debe de estar llorando. Ella tiene motivo. Murió su hombre. Pero Rosenda no tiene por qué llorar. Son ganas de fastidiarle. Lo mejor sería darle un puntapié y marchar a la fiesta de Joao Francisco. Rosenda ha cogido una perra y Antonio Balduino, que está harto de llantos, sale a la puerta. Rosenda sigue llorando en su cuarto y dice que no quiere verle más. El negro agarra el sombrero y marcha a casa de Jubiabá, para avisarle de que ha muerto Clarimundo.
* * *
Cuando volvió, después de haber hablado con Jubiabá y el Gordo (el Gordo salió inmediatamente para el velorio), encontró a Rosenda toda hocicos, pero preparándose para el baile.
—Oye, Rosenda, vamos a tener que pasar un momento por casa de Clarimundo.
—¿Quién es Clarimundo? —pregunta ella, aún de morros.
—Un estibador que ha muerto. El dinero del collar se lo di a Vicente para el entierro.
—¿Y qué vamos a hacer allá?
—Ver a su mujer. Pobre.
—¿Así, con el vestido de fiesta?
—¿Y qué más da?
Pero Rosenda está furiosa con lo del collar y se queda rezongando que no está bien ir a casa de un muerto vestida de fiesta. Pero no obstante se va preparando. Antonio Balduino toma un café. Las palabras de Rosenda le llegan desde el cuarto.
—Ir a ver á un muerto. ¡Vaya bobada!
Es como para darle una zurra. ¡Qué pesada es! Quería el collar para la fiesta, el pescuezo adornado con cuentas azules. Un collar de doce mil reis… Diez los había dado para la viuda de Clarimundo. Los otros dos mil estaban en su bolsillo. Daban para una cerveza. Un collar en el cuello de Rosenda quedaría bien. Pero sería mejor de color rojo. A Antonio Balduino le gusta el rojo. Aquella negra sabía ser mujer. En la cama no había otra. Pero en cuanto la sacaban de la cama no había quien la aguantara, llena de manís y de remilgos. Negra remilgosa. Le gustaba que le acariciaran la melena. Y se pasaba la vida diciendo que iba a trabajar en el teatro y quería entrar de camarera. Que había nacido para el teatro, decía. Se enfrió el café. Y además estaba ralo. Un café, si no es bien fuerte es como si nada. Ni siquiera sabe hacer un café como Dios manda. La mujer de Clarimundo sí que lo hacía bien. Si no encuentra un hombre va a acabar pasando hambre. Los tiempos están malos, y lavando ropa no come nadie. Además, ella no lo aguanta. Tan flaca… Del cuarto llega la voz de Rosenda, irritada:
—¿Vas a ir o no?
—¿Por qué?
—A ver si vienes a cambiarte de ropa de una vez. ¿A qué hora vamos a llegar? Y encima pasar por la casa del muerto. Son ganas. Vestidos de baile, además. ¿Dónde se ha visto bobada semejante?
Antonio Balduino se viste de blanco, pero como ha de pasar por casa de Clarimundo, no se pone la corbata roja. Sale de mal humor. Rosenda también. Van separados como si no se conocieran. Suben globos cielo arriba. En casa de Osvaldo encendieron una hoguera. Estallan tracas y buscapiés.
* * *
Clarimundo no verá los globos de este San Juan. Nunca en su puerta había faltado una hoguera ni el estampido de los cohetes. Los amigos iban a beber vino de jeníparo y cachaza. Antonio Balduino había ido a menudo. Soltaban buscapiés que corrían tras los transeúntes distraídos. Una vez soltaron un globo enorme, de seis metros, en forma de zepelín, con tres bocas. Una maravilla. Un diario llevaba la foto al día siguiente. La sala estaba llena. Hoy también la sala estaba llena, pero no había hoguera en la puerta. Tendido en un ataúd, Clarimundo tiene los ojos cerrados. Pasan globos por el cielo. Clarimundo no los ve. No ve la hoguera de casa de Osvaldo. Los otros años apostaban a ver quién hacía una hoguera más grande. Este año la de Osvaldo es la mayor porque en casa de Clarimundo sólo arden las velas al lado del difunto. El rostro está irreconocible. La bola de hierro del guindaste aplastó la cabeza del estibador, le rompió los huesos. También hoy soltaron un globo en forma de zepelín. Todos corren a las ventanas para verlo. Va lleno de luces, atravesando el cielo azul. Sólo Clarimundo no lo ve, porque el guindaste lo mató trabajando en el muelle. Los otros estibadores están allí. El sindicato corre con el entierro. De los que están allí muchos irán al baile del «Liberdade na Bahía». Jubiabá no irá porque está encomendando al muerto. En su mano balancea unas hojas. Tampoco irá el Gordo, seguro. Se quedará velando a Clarimundo, ayudando a Jubiabá en sus rezos. Pasan globos en la noche. Clarimundo, el negro Clarimundo, esta noche no tiene hoguera ante su casa. Pero el negro Antonio Balduino cogerá una borrachera a causa de su muerte. Y de ahora en adelante mirará a los guindastes como enemigos.
La mujer de Clarimundo habla con voz resignada y como quien se libra de una opresión.
—Tenía que pasar. Siempre cuando salía yo pensaba que iban a traérmelo en brazos, muerto por los guindastes…
La hija mayor, de diez años, llora apoyada en la mesa. El menor, de tres años, mira los globos que pasan por el cielo. Jubiabá encomienda al muerto. Antonio Balduino se emborrachará esta noche. De una casa próxima llegan sones de samba e invaden la casa del difunto.
* * *
El «Liberdade na Bahia» está abarrotado. Vibran las carcajadas en el aire. El olor a sudor llena la sala, pero nadie lo nota. El «Jazz dos 7 Canarios» está delirante. Las parejas casi no se pueden mover por la sala. Juvencio dejó las funciones de maestresala para decirle a Balduino:
—Al fin nos honras con tu presencia…
Juvencio viste de azul. Balduino presenta a Rosenda, que lleva un vestido verde de fiesta. Se quedan en la entrada hasta que acaba la música. Las parejas salen y ellos entran. Las mulatas miran a Rosenda Roseda y cuchichean. El vestido verde es un éxito. Todos los negros la miran. Rosenda le dice a Antonio Balduino:
—Parece que nunca hayan visto a nadie…
Pero está satisfecha y risueña. Si hubiera venido con el collar iba a dar el golpe. Antonio Balduino también está satisfecho al ver el efecto de la negra. Todos los miran y cuchichean. Rosenda Roseda mueve las cachas al caminar como si bailara una samba. Se paran en medio de la sala, bajo las luces. Rosenda va a los servicios a alisarse el pelo estirado a hierro. Unos negros se acercan a hablar con Antonio Balduino. Joaquim ya está medio borracho:
—Está bueno esto, amigo… Ya anduve bebiendo por ahí…
—Creí que ibas a la fiesta de Joao Francisco…
—Y claro que voy… Pero primero he de dar un garbeo por aquí. A ver esto. Está bueno. La mulata está que tumba, ¿eh?
—¿Rosenda? ¿La quieres?
—Yo no quiero los restos de otro…
Ríen los negros. Uno pregunta a Antonio Balduino quién le dio aquel tajo en la cara. El negro miente, inventando historias de una pelea con seis hombres. Zefa está en el baile y acecha a Antonio Balduino. Él se le acerca y se queja diciendo que «parece como si no quisieras trato con los pobres». Rosenda sale del lavabo y sonríe. Sus dientes son blancos. Zefa la mira con envidia.
—Ahí te viene la patrona…
Rosenda se sienta junto a Zefa, en el sitio donde estaba Antonio Balduino, que fue a echar un trago, allá dentro, con Joaquim y Juvencio. Se retrasa la danza porque los músicos están bebiendo cerveza. Pero de repente explota en la sala la música de una marcha de carnaval. Antonio Balduino mira desde su mesa. Son muchas las parejas. No vale la pena bailar ahora. Se mira los zapatos, rojos y nuevos. Si se mete en la danza le van a pisar los zapatos nuevos. Joaquim encuentra los zapatos muy bonitos. Antonio Balduino dice que va a buscar a Rosenda para beber una cerveza. Cuando se levanta, ve a la negra danzando con un blanco. Se vuelve hacia Joaquim:
—¿Quién es ese?
—¿Cuál?
—El que está bailando con Rosenda.
—Es Carlos, un chófer. Peleón él…
¿Dónde se ha visto que una dama que va al baile acompañada dance con un desconocido sin pedirle permiso al caballero que la trajo? No hay derecho. Rosenda le ha hecho una faena. Se ha enfadado con lo del collar y ahora quiere molestar al negro. Zefa no baila. Se acerca a su mesa y acepta una cerveza:
—Tu mulata anda cachonda, negro. Mira cómo se ríe con el blanco. Es tremendo este Carlos…
Joaquim saca a Zefa a bailar. Zefa ríe, se ríe de Antonio Balduino. Todos piensan que está enamorado de Rosenda, que ella le dio un hechizo para cazarlo. Antonio Balduino pide aguardiente al chico, uno que lleva la pata de palo. En la mesa de al lado hay un tipo que quiere pelearse con todo el mundo.
Las negras bailan en la sala. El jazz se quiebra de tanto entusiasmo. Rosenda baila. Carlos le habla al oído. Eso no vale, amigo. ¿Por qué no va Juvencio a advertírselo? Antonio Balduino piensa:
—¿Será que ando con mal de cuernos?
Bonita aquella mulatita que se quedó sin bailar junto a la vieja gorda. Tiene una cara que es un primor. Los pechitos pequeños. Rosenda pasa junto a la ventana y se ríe. ¿Por qué no puede pensar Balduino en la mulatita? Pide más aguardiente. Todo por culpa del collar. ¿Por qué no le iba a dar el dinero a la mujer de Clarimundo? Clarimundo murió bajo el guindaste. El collar era azul. ¡Si por lo menos fuera rojo! Rosenda pasa otra vez riendo. ¿Es que quieren reírse de él? No conocen al negro Balduino. Siente el contacto de la navaja en el bolsillo del pantalón. Estaría bien el tal Carlos con un chirlo en la cara. Además, no queda bien un collar azul con un vestido verde. Otro vaso de cachaza. ¡Si fuera un collar rojo! Mañana la mujer de Clarimundo empezará a lavar ropa. Mal trabajo. Está muy flaca y acabará tuberculosa. Rosenda se está ganando una zurra. Nunca una negra le hizo tal cosa. La sala está llena. Las negras de vestido de baile danzan como mujeres elegantes. Pocas mujeres visten como la negra Joana. Pero hoy Rosenda está más bonita. El chófer va satisfecho, exhibiendo a su pareja. El dinero del collar lo dio para Clarimundo. El jazz para, pero las palmas lo obligan a empezar de nuevo. En la mesa de al lado un hombre quiere pelear con quien sea. Balduino se mueve:
—Ya voy, mulato.
—Gracias, caballero, pero no va con usted…
Y protesta contra el camarero, contra su compañero de mesa.
—Hoy aquí va a haber hule…
Antonio Balduino podía pedirle a Jubiabá que le hiciera un hechizo para que Rosenda quedara perdidita por él. Un negro canta con el jazz.
«Mulata, tú me despreciaste…»
Pero no le gusta lograr a una mujer con hechizos. ¡Que se vaya si quiere! Pero lo que no puede admitir es un papelón como este. Vamos. ¿Dónde se ha visto? Él la ha traído, y ella se pone a bailar con otro. Quiere darle celos. Las negras se animan con el ritmo de marcha. Un negro viejo cuenta una historia al otro lado. El que quiere pelea le interrumpe constantemente. Apesta a sudor. Un individuo quiere convencer a una mulata para que se vaya con él. Naturalmente, el chófer le está pidiendo lo mismo a Rosenda. Ella se ríe. Balduino se levanta. El dinero lo había dado para la mujer de Clarimundo. Se acerca al chófer y coge a Rosenda por el brazo:
—A bailar conmigo…
El chófer se ofende:
—Esta dama está conmigo…
—Yo la traje. Este vestido se lo compré yo. Ella quería un collar, pero yo di el dinero para la mujer de Clarimundo. Lo mató el guindaste…
Tira de Rosenda que se queda indecisa, con miedo. Ella sabe que al negro Balduino le gustan las peleas. Pero el chófer no está dispuesto a ceder a su chica. Acaba la música y ellos se quedan en medio de la sala, discutiendo. Juvencio se acerca a decirles que no está permitido quedarse parado en medio de la sala. El chófer se enfada:
—Lárgate…
Joaquim se acerca:
—¿Qué pasa?
Rosenda coge del brazo a Joaquim:
—Baldo quiere pegarse porque yo estaba bailando con este caballero. No les dejes pelearse, Joaquim.
Ahora todos los miran. El borracho que quería pegarse con todo el mundo se pone a disposición de Antonio Balduino:
—¿Me necesita, caballero?
Juvencio les dice que no hagan bobadas, y pide música, maestro. Empieza un fox. Antonio Balduino agarra a Rosenda. El chófer dice:
—Nos veremos…
Rosenda queda toda remilgosa. Ahora que Balduino se la ganó al otro, ella se pone tierna y se apretuja contra él. El negro piensa que quedaría mejor con el collar rojo. El hombre que buscaba gresca, al fin ha logrado armarla allá abajo. El chófer está esperando en la puerta. Se acabó el barullo. Sigue la danza. Juvencio bate palmas en la sala. Este fox parece música de entierro, de tan triste. Clarimundo murió y ya no verá más globos de San Juan. Cuando acaban de bailar. Amonio Balduino se acerca al chófer:
—Mira amigo, yo sólo quería mostrarte que no eres hombre para quitarme una mujer. Ahora puedes quedarte con ella, que no quiero estos cueros ni para tocar el tambor.
El bailongo se destroza en la danza. Y el negro acaba la noche dirigiendo el «Jazz dos 7 Canarios». El maestro agarró una borrachera que no se aguanta. El chófer desapareció con Rosenda. El baile huele a sudor. Los negros ríen y se parten bailando la machicha.
ROMANCE DE LA «NAU CATARINETA»
Lindinalva leía en la galería poesías de amor, romances románticos. Le gustaba el de la «Nau Catarineta»:
«Ahí viene la Nau Catarineta
que tanto trae que contar.»
La «Nau Catarineta» podía traerle un novio, quién sabe. Una vez un chiquillo que pedía limosna le dijo que su novio vendría en un navío cortando el mar. Ella lo espera. Y mientras lo espera lee en la galería novelas románticas, poesías de amor.
Desde el casamiento de la chica de la casa de enfrente la Travessa Zumbi dos Palmares perdió lo que le quedaba de poesía. Nunca más el galán cruzó la calle y tiró claveles a la baranda. Los novios se fueron a vivir a una calle bulliciosa, y la casa cerró completamente sus ventanas, encubriendo el retrato del joven militar que mató con su muerte toda la alegría de aquella familia. Lindinalva se entristeció cuando se casaron. Le gustaba esconderse en los jardines del comendador mirando los amores de la vecina y tenía su parte en el clavel que el enamorado le lanzaba a la novia. Aquellos amores eran el motivo romántico de la calle. Después se casaron, y Lindinalva, que nunca había cruzado una palabra con la vecina, se sintió más sola, más aislada. Amelia envejecía en la cocina. Un año después de haber huido Antonio Balduino, Lindinalva lloró la muerte de su madre. El comendador, viudo, dividía su tiempo entre los negocios y los amores fáciles. Le dio por la bebida, y Lindinalva vivía abandonada en el caserón donde habían muerto los gansos y se mustiaban las flores. Lindinalva leía la historia de la «Nau Catarineta» y deshojaba rosas. Un día llegaría su novio en un navío. Lindinalva soñó tanto con eso que tuvo una sorpresa cuando supo que Gustavo (el Dr. Gustavo de Barreira, abogado, de una de las mejores familias de la capital) había llegado hacía poco de Río con su título y una voluntad decidida de hacer fortuna. Fue abogado del comendador en un negocio, y así conoció a Lindinalva. Las pecas que hacían que Lindinalva no fuera bonita le daban un aspecto de raro atractivo. Y el cuerpo delgado, de senos altos y puntiagudos tentaba los ojos del abogado. El noviazgo transcurrió risueño y la Travessa Zumbi dos Palmares adquirió nueva vida. Paseaban del brazo y él decía cosas románticas. Desde la casa de enfrente, las amapolas se inclinaban en el muro para ver a los enamorados. Amapolas rojas, carnosas como labios. Él dijo una vez:
—Las amapolas invitan al pecado… —y la besó.
El viento balanceaba las amapolas. Lindinalva era tan feliz que se olvidó del negro Amonio Balduino, con quien soñaba en sus noches de pesadilla. Soñaba ahora con una casita, un jardín con amapolas, muchas amapolas rojas como pecados…
* * *
El comendador quebró (las mujeres se comieron la casa, decían los comerciantes). El novio resultó un tipo raro. Trabajaba mucho pero no conseguía nada. El comendador pasaba la vida en los burdeles más baratos y el novio iba a ver a Lindinalva todas las tardes. Un día dejaron la casa, que quedó para los acreedores. Fueron a vivir muy lejos, y era el novio quien sustentaba la casa. Un día de temporal, se quedó a dormir. El comendador se había quedado también en el burdel. La puerta del cuarto de Lindinalva sólo estaba entornada. Gustavo entró. Ella se embozó en la sábana. Sonriendo.
Pero Lindinalva no pensaba que todo pudiera cambiar así, tan de repente. Durmieron juntos varias veces, y al principio todo era muy bonito. Noches dulces de amor, besos que dolían en los labios, manos que acariciaban los senos como si deshojaran amapolas. Pero poco a poco se fue alejando, quejándose de que los negocios no prosperaban, de las dificultades de la boda, que fue aplazada tres veces. El comendador murió en el burdel. Los diarios dieron la noticia. Gustavo se sintió ofendido con aquello, declaró que su carrera estaba comprometida y el día del entierro no apareció. Días después le hizo llegar dos billetes de cien mil reis. Lindinalva le escribió que quería verlo. Pasó una semana y al fin vino. Llegó tan sombrío y con tanta prisa que ella no lloró ni dijo que estaba encinta.
CANTIGA DE AMIGO
Fue Amelia quien le dijo a Antonio Balduino que Lindinalva se había echado a la vida. Amelia estaba maternal y tierna desde que la desgracia se abatió sobre la casa del comendador. Había sido padre y madre para Lindinalva. Pero cuando se mudaron, Lindinalva se empeñó en que buscara otro empleo, que no los acompañara. Ella hubiera querido ir, pero Lindinalva no se lo permitió; incluso llegó a enfadarse. Amelia tuvo que ir para la casa de Manuel das Almas, portugués rico que poseía una confitería en la ciudad. Por esta época Antonio Balduino andaba por las plantaciones de tabaco. Cuando Lindinalva dio a luz, fue Amelia quien la ayudó. Abandonó el empleo para quedarse con la chiquilla, que era como llamaba a Lindinalva. De ella fue el dinero para el parto, y ella fue la enfermera, abnegada y buena. Tan buena que Lindinalva no sentía la humillación. Gustavo, que se había casado con la hija de un diputado, mandó cien mil reis para Lindinalva y una petición angustiada de silencio. Lindinalva le contestó que podía quedarse tranquilo, que nunca iba a revelar nada. De nuevo hizo que Amelia buscara empleo. Y aceptó la invitación de Lulú, que era el ama del burdel más caro de la ciudad, el «Monte Carlo». Antonio Balduino oyó todo esto con la cabeza baja, pasándose la mano por el tajo de la cara. La noche, allá fuera, estaba lluviosa.
La criatura, un chiquillo fuerte como el padre y triste como la madre, se quedó con Amelia. Lindinalva hizo aquella noche su estrena en el «Monte Carlo» con un vestido de baile descolado. Lulú le dio instrucciones: pedir bastante bebida, y bebida cara. Arrimarse con preferencia a los gordos hacendados del cacao, del tabaco, de la caña de azúcar. Lindinalva tenía un cuerpo esbelto, de virgen, que tenía que gustar a los viejos. Y que los explotase cuanto pudiese. Era la vida…
Sonaba un vals lento cuando ella entró en la sala del burdel. En el seno llevaba la llave del cuarto y tenía que entregarla al hombre que la invitara. Con aquella llave se abrían los secretos de su cuerpo… Lindinalva no tiene ganas de llorar. Es la música, que es triste. Las parejas se arrastran por la sala. Aún es temprano, y no hay mucha gente en el salón. Sólo dos mujeres que están en una mesa con unos muchachos que beben cerveza…
Lindinalva se sienta en una mesa de mujeres… Una rubia explica:
—Es la novata.
Las mujeres miran a Lindinalva con indiferencia. Sólo la mulata, que bebe una copa de aguardiente, le pregunta:
—¿Y qué vienes a hacer aquí?
La música se arrastra con tristeza. La voz de Lindinalva tiembla:
—No encontré trabajo…
Una francesa ofrece cigarrillos:
—A ver si viene hoy Pedro… Necesito dinero.
La mulata mira la copa y de pronto suelta una carcajada. Las otras no se preocupan. Ya están acostumbradas a las tonterías de Eunice. Pero Lindinalva se asusta. ¿Por qué ponen una música tan triste? Bien podían tocar una samba alegre. De la calle llega un ruido confuso de voces y autobuses. Un ruido de vida. La pensión parece un cementerio con música. Es lo que Eunice está diciendo:
—Nosotras estamos muertas, y lo sabemos. La vida se acabó. Una puta es casi como un muerto.
La francesa espera al rico Pedro. Necesita dinero. Recibió una carta de los padres, que están en una provincia de Francia. El hermano se está muriendo. Y le piden que ella, que va tan bien con su casa de modas en el Brasil, les mande algún dinero. Ella golpetea con los dedos en la mesa:
—Casa de modas… casa de modas…
Eunice bebe de un trago:
—Todas muertas… Todo un cementerio…
—Pues hija: yo estoy bien viva… —replica una morena joven—. Esta Eunice tiene cada idea… —y sonríe.
Lindinalva la mira. Es casi una niña. Una niña alegre de pelo negro. La rubia sí que es vieja, tiene arrugas y un aire lejano, como quien vive en lejanos parajes. La música del vals se extingue. Dos individuos entran en el salón y piden mezclas complicadas. La chiquilla morena se va a quedar con ellos. Le tocan los muslos, piden más bebida, le dicen cosas al oído. Lindinalva siente una tristeza inmensa y unas ganas inmensas de acariciar a la morenita. Eunice pide un pitillo. ¿Será que tiene también pena de la chiquilla morena?
—¡Somos la escupidera de todos…! —Eunice cree que está sonriendo.
Ahora la orquesta toca un tango. Habla de amor, de abandono, de suicidio. Entran hombres ricos de la ciudad. Lindinalva conoce a aquel comerciante. Una vez, cuando iban prósperos los negocios del comendador, almorzó en su casa. El comendador acabó por los burdeles y fue a morir en el cuarto de una mujer. ¿Cuántas de aquellas habrán conocido al comendador? ¿Cuántas se habrán reído de él? ¿Cuántas le esperarían para pedirle dinero? Ahora Lindinalva espera también un comendador que le traiga dinero, que gaste en bebida para que Lulú quede satisfecha y no la eche. El tango habla de abandono. En el burdel, Lindinalva no quiere acordarse de su hijo. En este momento estará tendiendo los brazos hacia Amelia. Cuando diga «mamá» se dirigirá a Amelia. Cuando sonría, Lindinalva no estará allí. Los dos muchachos cuchichean con la mocita morena. ¿Qué le estarán proponiendo? Ella dice que no. Pero el día está malo. Hay poca gente. Ellos insisten, y la chiquilla se va con los dos hacia el cuarto. Eunice escupe con fuerza. Está rabiosa. Lindinalva tiene ganas de llorar. Lulú sonríe y muestra a Lindinalva a los comerciantes. Dice algo en voz baja. Eunice avisa:
—Ahora te toca a ti…
La francesa hace un ademán. ¿Qué importa? Todas están muertas, dice el tango. Ya lo dijo también Eunice. Ella ya no es Lindinalva, la pálida Lindinalva que corría por el parque de Nazaré. Ahora está muerta, su hijo está con Amelia. Cuando pasa junto a Lulú, la madama le dice en voz baja que pida champán. Después, en el cuarto, el comerciante (el mismo que había comido en su casa) le pregunta qué es lo que hace, además de lo normal. Todas están muertas. Han muerto todas. Eunice bebe más aguardiente. Solloza el tango. Así fue el estreno de Lindinalva.
* * *
Pronto fue ya vieja para los burdeles caros. Los ricos ya no van con ella. Ahora su boca conserva siempre un regusto amargo de aguardiente. Eunice tuvo que irse a la Rua de Baixo, donde las mujeres cobran unas monedas. Hoy se irá también Lindinalva. Alquiló una habitación en la misma casa que Eunice. Durante el día fue a ver a su hijo en el cuarto donde vive Amelia. Gustavinho está lindo, los grandes ojos vivos, la boca carnosa como aquella flor roja de que hablaba Gustavo. Lindinalva ni se acuerda del nombre. Ahora sabe palabrotas en francés y toda la jerga de las mujeres de la vida. Pero el niño dice «mamá» y ella se siente pura como una virgen. Le cuenta cuentos, cuentos que le oyó a Amelia en otros tiempos, cuando ella era Lindinalva. En la casa adonde irá a trabajar ahora, la patrona le dice que en adelante su nombre será Linda, a secas. Le cuenta al hijo la historia de la Cenicienta y se siente feliz, muy feliz. (Qué hermoso si el mundo acabara en aquel momento, si murieran todos.)
Se quedan en la sala de atrás con las ventanas entornadas. Pasan los hombres por la calle y ellas los llaman. Unos entran, otros dicen porquerías, algunos pasan de prisa con paquetes. Eunice está borracha y dice que ya murió, que están todas en el infierno. La polaca vieja se queja de su mala suerte. El día anterior no cazó ninguno. Hoy tampoco. Tal vez tenga que ir a la Ladeira do Taboao, donde las mujeres cobran un puñado de calderilla y mueren luego envilecidas por completo. Lindinalva está lejos de allí. Está con su hijo en el pobre cuarto de Amelia. El niño sonríe y dice «mamá». Tiene unas ganas locas de besar los labios carnosos del niño, de continuarle contando la historia de la Cenicienta. La madama pone en marcha una gramola. Los pechos blandos de Eunice le saltan bajo la combinación. Llama a los hombres desde la ventana. Tal vez cuando Gustavinho sea mayor pase por estas calles. Pero cuando esto ocurra ya habrá muerto Lindinalva, y él no la verá tras las ventanas llamando a los hombres. De Lindinalva sólo guardará el recuerdo de una joven sencilla y bonita que le contaba el cuento de la Cenicienta.
Eunice sigue diciendo que todas están muertas. La polaca pide prestados dos mil reis. Un muchacho melenudo atiende a la llamada de Lindinalva. Eunice habla:
—Buena suerte. Linda —y levanta la copa imaginaria.
En el cuarto el muchacho pregunta cómo se llama, quiere saber toda su vida, dice que es poeta y recita versos (habla de su madre enferma que está en el sertao), dice que ella es hermosa como las acacias, compara sus cabellos con trigales, promete hacerle un soneto. La gramola se deshace en una samba en el comedor. Al muchacho le gustan los tangos románticos. Pregunta la opinión de Linda sobre política:
—Es una bobada, ¿no?
Así fue el estreno de Linda.
* * *
Lindinalva bajó de escalón en escalón. Acabó junto a la ciudad baja, en la Ladeira do Taboao. De la Ladeira do Taboao las mujeres sólo salían para el hospital o para el depósito municipal. De todos modos iban en automóvil: o en la ambulancia o en el coche rojo de los cadáveres.
En la Ladeira do Taboao, toallas en las ventanas y caras negras en las puertas.
Lindinalva había ido a ver a Gustavinho, convaleciente de sarampión. Él estiró los brazos y sonrió alegre al ver a su madre:
—Mamá, mamá…
Después puso cara seria y preguntó:
—¿Cuándo vendrás a vivir con nosotros, mamá?
—Un día de estos, hijo mío, un día de estos…
—Ya verás qué bien vamos a estar, mamá…
Lindinalva pasó junto al viejo elevador que une las ciudades alta y baja. Sonrió respondiendo a la sonrisa del conductor del autobús y siguió hasta el número 32, donde había alquilado un cuarto.
Gustavinho tenía que engordar. Había adelgazado con el sarampión. Empujó la puerta colonial, pesada, con un llamador de argolla. El número 32 estaba escrito con tinta azul clara, un número muy grande. Gritaron desde arriba:
—¿Quién eres?
Lindinalva subió las escaleras sucias. Tenía los ojos casi cerrados, y le ardía el pecho. Había pasado la noche pensando… Al principio intentó dormir, pero cuando le vino el sueño tuvo pesadillas horribles en las que veía mujeres sifilíticas de enormes dedos hinchados, todas juntas a la puerta de un hospital minúsculo. Cargaban una ambulancia… No, no era una ambulancia… Era el cuerpo del comendador que había muerto en un burdel… Y después era el cuerpo de Gustavinho que había muerto del sarampión… De repente acabó todo y quedó sólo el negro Balduino dando grandes carcajadas de placer, con un billete de cinco mil reis y unos níqueles en la mano.
Despertó envuelta en sudor. Bebió agua.
Noche horrible de su vida. Lindinalva ahora no pensaba. Era su destino… El destino era así. Para unos bueno, para otros, miserable. Cada persona nace con su destino, él no viene en la «Nau Catarineta». El destino suyo era un destino ruin. ¿Qué le iba a hacer?
Subía las escaleras de mala gana. La víspera, la mulata que alquilaba los cuartos del quinto piso le había dicho claramente:
—De aquí, mi amor, o para el hospital o para el agujero…
Miró el cielo por la ventana:
—Ya vi salir tantas…
Lindinalva sube las escaleras con los ojos distantes. ¿Por dónde andará aquella Lindinalva que reía y saltaba en el Parque de Nazaré?
Va inclinada, y sus mejillas hundidas llevan lágrimas que resbalan. Lindinalva llora, sí… Caen las lágrimas de sus ojos, lágrimas que lavan la suciedad de la escalera.
Lindinalva va inclinada, su rostro pecoso y blanco oculto por el brazo. Caen las lágrimas por su cara triste. Lindinalva tiene un hijo y le gustaría vivir para él. Pero de la Ladeira do Taboao las mujeres sólo salen para el hospital o para el depósito de cadáveres.
En el quinto piso una mujer le dice a otra:
—Es la Pecosa. Dejadla, la pobre viene llorando…
En la voz hay una piedad ardiente.
Así fue la recepción de la Pecosa.
GRÚAS
Irán a la «Linterna de los Ahogados», al muelle, donde la noche es bonita. Salen de la Baixa dos Sapateiros y bajan por la Ladeira do Taboao. Al fin el Gordo vio una estrella que nunca había visto:
—Mira, una estrella nueva… Aquella es mía.
El Gordo ganó una estrella y va satisfecho. Jubiabá dice que las estrellas son hombres valientes que murieron. Debe de haber muerto un hombre valiente, un hombre que merezca una historia en verso, pues el Gordo descubrió una estrella nueva. Joaquim busca una, pero no la encuentra. Antonio Balduino piensa en quién habrá muerto esta noche. Hay gente valiente en todas partes. Cuando él muera brillará también una estrella en el cielo. La descubrirá el Gordo, o quizá la descubra un niño, un pilluelo de la calle que pida limosna y lleve una navaja en el bolsillo del pantalón. Les gusta pasear por las calles desiertas en las noches de luna llena, cuando la ciudad aparece envuelta en una luz amarilla. No hay nadie por las calles, y las casas tienen las ventanas cerradas. Los hombres duermen. Ellos son de nuevo los dueños de la ciudad como en los tiempos en que mendigaban. Son los únicos hombres libres de la ciudad. Son vagabundos, viven a salto de mata, cantan en las fiestas, duermen en el arenal, aman a las mulatas, no tienen hora de dormir ni de despertar. Ze Camarao nunca trabajó. Ya está empezando a envejecer y siempre vivió igual, vagabundo, peleón, tocador de guitarra, luchador de capoeira. Antonio Balduino fue su mejor discípulo. Y fue más lejos que el maestro. Lo fue todo en la vida. Hasta trabajador en las plantaciones de tabaco, boxeador y artista de circo. Ahora vive de hacer una samba de vez en cuando y de cantarla en las fiestas de los negros de la ciudad. Joaquim trabaja tres o cuatro días al mes, cuando le viene en gana. Carga maletas por otros cargadores que andan con demasiado trabajo. El Gordo vende diarios cuando Balduino no está en Bahía. Cuando Balduino llega, se acabó todo. Va detrás del negro en esa vida deliciosa de no hacer nada, de vivir suelto por la ciudad dormida. Antonio Balduino pregunta:
—¿Qué hacemos? ¿Vamos a anclar a la «Linterna de los Ahogados»?
—Vamos…
La Ladeira do Taboao está silenciosa a estas horas de la noche. El servicio del viejo elevador ya ha terminado y la torre parece inclinarse sobre la ciudad. En las ventanas más altas brillan luces. Son las mujeres de la vida que volvieron de la calle y despachan a los últimos hombres.
Joaquim silba una samba. Ellos van callados, sólo el silbido de Joaquim corta el silencio. Antonio Balduino va pensando en lo que Amelia le contó, en la historia de Lindinalva. Ahora no tendrá tanto orgullo y, si quisiera, él podría poseerla. Ya no es la hija del patrón, la rica heredera del comendador, es una tirada de la Ladeira do Taboao que se vende a los hombres por unas monedas. ¡Cómo cambian las cosas! El día que le dé la gana subirá las escaleras del piso donde ella está y la tendrá en sus brazos. Basta una moneda de plata. Él recuerda su fuga de la Travessa Zumbi dos Palmares. Si Amelia no hubiera inventado aquellas mentiras, él seguiría con el comendador, viendo en Lindinalva una santa, trabajaría en el comercio del padre, tal vez impidiera la quiebra del patrón. Habría sido un esclavo. Amelia le había hecho un bien creyendo hacerle un mal. Ahora era libre y podía poseer a Lindinalva cuando le diera la gana. Era pecosa y tenía rostro de santa. Nunca la había mirado con ojos de deseo. Pero desde que Amelia inventó la historia de que Balduino la espiaba cuando estaba en el baño, el negro no poseyó a otra mujer. Durmiera con quien durmiera, era con Lindinalva con quien dormía. Incluso durmiendo con Rosenda Roseda. Se la había regalado al chófer. Ella bailaba ahora en un cabaret barato, tirada a la vida también, y ya le había mandado pedir dinero prestado. Rosenda era mulata vanidosa y ahora las estaba pagando. Lindinalva no era vanidosa, pero había acabado odiándole. También las estaba pagando. Andaba por la Ladeira do Taboao, donde viven las mujeres más tiradas de la ciudad, las más baratas y gastadas. Podía tenerla cuando le diera la gana. Entonces ¿por qué no está alegre?, ¿por qué se entristece y no mira el espectáculo de la luna llena? ¿No estuvo toda su vida esperando que llegara el día de tener a Lindinalva? Entonces ¿por qué no sube hasta el quinto piso del número 32 de la Ladeira do Taboao y no llama en la puerta de Lindinalva? Allí está la cosa. Van a pasar por delante. La calle duerme en silencio y sólo se oye el silbido de Joaquim. ¿Qué viento frío del mar es el que hace temblar a Antonio Balduino? De la puerta del 32 sale de pronto una mujer, con los pelos sueltos. En cuanto aparece en la puerta, Balduino tiene la certeza de que es Lindinalva. Pero es un trapo humano, una figura que perdió el nombre en la Ladeira do Taboao. Rostro pecoso y demacrado, manos finas temblorosas, ojos saltones y brillantes. El viento sacude su cabello. Ella se para ante los tres hombres, mueve los brazos, tuerce las manos en gesto de súplica:
—Dos mil reis para una cerveza… Dos mil reis, por vuestra madre…
Los hombres están mudos de espanto. Ella piensa que no se los van a dar:
—Entonces, un pitillo… un pitillo… Hace dos días que no fumo…
Joaquim le tiende un pitillo. Ella lo aprieta entre sus dedos flacos y se echa a reír.
Es Lindinalva, sí. Por eso Antonio Balduino tiembla como si tuviera fiebre. Un viento frío viene del mar. Con la llegada de la mujer lo ha invadido un horror profundo. Tiembla, tiene miedo, quiere echar a correr, huir al fin del mundo. Pero está clavado en el suelo mirando el rostro pecoso y descarnado de Lindinalva. Ella no lo reconoce. Ni lo ve siquiera. Fuma el cigarrillo y pregunta con voz suave, voz que recuerda a aquella otra Lindinalva que corría por el Parque de Nazaré y jugaba con el negrito Baldo:
—¿Y la cerveza? ¿No me la vais a dar?
Antonio Balduino consigue sacar diez mil reis del bolsillo. Se los da a la mujer, que ríe y solloza. Y temblando de miedo, temblando de horror, sale corriendo por la Ladeira y sólo encuentra descanso cuando llega a casa de Jubiabá, llorando junto al pai-de-santo, que le acaricia como el día en que Luisa enloqueció.
* * *
Cuando pasó el horror —y duró días— volvió a casa de Lindinalva. En el cuarto, casi enteramente ocupado por una cama, Lindinalva agoniza. Amelia contiene las lágrimas. Él entra levemente, como le recomendó la prostituta que solloza en el rellano. Amelia no se asombra de verle. Se lleva el dedo a la boca recomendando silencio. Y se acerca a él, que pregunta:
—¿Enferma? —y señala a Lindinalva con el dedo.
—Se muere…
Con la muerte que se acerca, volvió a ser la misma Lindinalva de la Travessa Zumbi dos Palmares. Su rostro pecoso, rostro de santa. Las manos que tocaban el piano y deshojaban rosas son las mismas. Nada queda de la Lindinalva del burdel «Monte Carlo», de la Linda de la Rua do Baixo, de la Pecosa del Taboao. Ahora es de nuevo la hija del comendador, que vivía en la casa más bonita de la Travessa Zumbi dos Palmares y esperaba un novio que llegaría en la «Nau Catarineta». Pero se mueve y aparece otra Lindinalva. A esta no la conoció Antonio Balduino. Pero Amelia sabe cuál es. Es la novia de Gustavo, la amante de Gustavo, la madre de Gustavinho. Un rostro risueño de señora joven. Murmura algo. Amelia se acerca y le coge la mano. Está diciendo que quiere ver al hijo, que se lo traigan, que va a morir. Amelia vuelve llorando. Antonio Balduino pregunta:
—¿Y el médico?
—Nada pudo hacer… Dice que sólo queda esperar la muerte…
Pero Antonio Balduino no se conforma. Tiene una inspiración:
—Voy a buscar a padre Jubiabá…
—Pasa por mi casa y tráete al niño…
Y él, que fue allí para vengarse, para poseerla y luego tirarle dos mil reis en la cama, que vino para insultarla, para decir que una blanca no vale nada, que un negro como él hace de ella lo que quiere, ahora va a buscar a Jubiabá para ver si la salva. Si sana, él desaparecerá, pero si muere, ¿qué va a hacer en la vida? No le queda más camino que el camino del mar, por donde entró Viriato el Enano, que tampoco tenía a nadie en el mundo. Sólo entonces Antonio Balduino comprende que si muere Lindinalva, quedará solo, sin razón para vivir.
Vuelve con el niño. Jubiabá no estaba. Nadie sabía para dónde había ido. Antonio Balduino lo buscó inútilmente. Maldijo al viejo hechicero. Lleva al chiquillo de la mano. El niño tiene la misma nariz que Lindinalva, las mismas pecas. Pregunta muchas cosas, quiere saberlo todo. Antonio Balduino le va explicando, lleno de paciencia.
Al llegar a la escalera coge al niño en brazos. Amelia le advierte, sofocando los sollozos:
—Entra… está muriendo…
Antonio Balduino pone al niño junto a la cama. Lindinalva abre los ojos:
—Mi hijito…
Quiere sonreír y su boca hace una mueca amarga. El niño se asusta y empieza a llorar. Amelia se lo lleva después de que Lindinalva le ha dado un beso en la mejilla. Quería besarle en los labios. Aquellos labios que eran los de Gustavo. Pero no puede…
Ahora llora y no quiere morir. Ella, que pidió la muerte tantas veces. Presiente que hay alguien más en el cuarto. Pregunta a Amelia:
—¿Quién es?
Amelia queda confusa, sin saber si debe decirlo. Pero Antonio Balduino se acerca con los ojos bajos. Si uno de sus amigos lo viera ahora, tal vez no comprendiera por qué llora. Lindinalva procura sonreír al reconocerlo:
—Baldo… fui mala contigo…
—No importa…
—Perdóname…
—No diga eso… No me haga llorar…
Ella pasa la mano por el pelo del negro y muere diciendo:
—Baldo, ayuda a Amelia a criar a mi hijo… Baldo, cuida de él…
Antonio Balduino se lanza a los pies de la cama como un negro esclavo.
* * *
Él quiere que el ataúd sea blanco, como de virgen. Pero nadie le comprende, ni siquiera Jubiabá, que sabe tantas cosas. Sólo el Gordo comprende, porque el Gordo es muy bueno, pero en el fondo está asustado porque nunca vio que un ataúd de prostituta fuera blanco. Sólo Amelia asiente:
—La amabas mucho, ¿verdad? Y yo tuve la culpa de todo… Andaba celosa porque todos te querían tanto. Yo llevaba con ellos veinte años. Yo había criado a la pequeña. Merecía un destino mejor… Tan buena…
Entonces Antonio Balduino tiende las manos y explica con aquella voz pesada que tiene a veces:
—Era virgen… Lo juro… Nadie la tuvo… No fue de nadie… Vivía de eso, pero no se daba… Sólo yo la tuve… Sólo yo… Cuando estaba con una mujer, era con ella con quien estaba… Quiero que lleve una caja blanca…
Sí, nadie la poseyó porque todos la compraron. Sólo el negro Antonio Balduino, que nunca durmió con ella, la poseyó. La tuvo en el cuerpo virgen de María dos Reís, en el cuerpo cálido de Rosenda Roseda. Sólo él la poseyó en el cuerpo de todas las mujeres que durmieron con él. En la maravillosa aventura de amor del negro Antonio Balduino y de la blanca Lindinalva, ésta fue blanca, negra, mulata, fue también aquella chinita del Beco de María Paz, fue gorda y delgada, tuvo una voz masculina cierta noche del arenal, mentía como la negra Joana. Pero no puede ir vestida de virgen. Amelia está explicando que amó a Gustavo, que él la poseyó de verdad, sin comprarla. Pero Antonio Balduino no quiere escuchar, y piensa que aquello es otra intriga de Amelia, para apartarlo de Lindinalva.
* * *
Para ayudar al hijo de Lindinalva, el negro Antonio Balduino entró en la estiba en el lugar de Clarimundo, que había muerto aplastado por el guindaste. Ahora iba a tener una profesión, iba a ser esclavo de la hora, de los capataces, de las grúas y de los navíos. Pero si no lo hacía, sólo le quedaba el camino del mar.
Las sombras enormes de las grúas aparecen en el mar. Y el mar, verde y agitado, llama al negro Antonio Balduino. Las grúas hacen esclavos, matan hombres, son enemigas de los negros y aliadas de los ricos. El mar hace hombres libres. Se hundirá y sólo tendrá tiempo de lanzar su carcajada. Pero Lindinalva acarició su cabeza y pidió que cuidara de su hijo.
PRIMER DÍA DE HUELGA
Antonio Balduino se pasó la noche descargando un barco sueco que llevaba material para el ferrocarril y que luego sería abarrotado de cacao. Cargaba un haz pesado de hierros cuando al pasar junto a Severino, un mulato flacucho, éste le dijo:
—Hoy empieza la huelga de tranvías…
Hacía tiempo que se esperaba esta huelga. Varias veces el personal de la Compañía Circular, que controlaba la luz, el teléfono y los tranvías de la ciudad, había intentado alzarse pidiendo aumento de salario. Llegaron anteriormente a una huelga, pero fueron engañados con promesas que aún estaban por cumplir. Y ahora, desde hacía ocho días, la ciudad se levantaba todas las mañanas esperando encontrarse sin tranvías y sin teléfono. Pero la huelga no estallaba, aplazada siempre. Por eso Antonio Balduino no dio demasiada importancia al aviso de Severino. Luego, sin embargo, oyó que un negro alto decía:
—Deberíamos adherirnos; ponernos a su lado…
Los guindastes depositaban en los muelles enormes rollos de barras de hierro. Los negros avanzaban cargados con ellos hacia el almacén, como monstruos extraños, y aun así conversaban. El pito del capataz daba órdenes. Un blanco se pasó el brazo por la frente y se sacudió el sudor:
—A ver si sacan algo…
Volvieron corriendo hacia los rollos de hierro. Severino murmuró mientras cargaba el fardo:
—Su sindicato tiene dinero para aguantar la huelga…
Salió corriendo con el fardo. Antonio Balduino alzaba raíles:
—Todos los meses se paga la cuota. El sindicato tiene que aguantar…
El pito del capataz mandaba que el turno dejara el trabajo. El turno de día estaba a la espera y sustituyó inmediatamente al que salía. Los materiales del ferrocarril seguían entrando en el almacén. Rechinaban las grúas.
Salen en grupos y en la puerta Antonio Balduino recuerda que un hombre fue detenido allí cuando echaba un discurso. Él era entonces un chiquillo, pero lo recuerda perfectamente. Había gritado, y con él todo el grupo, contra la detención del hombre. Había gritado porque le gustaba gritar, abuchear a la policía, tirarle piedras. Hoy siente de nuevo ganas de gritar, como en los tiempos en que corría libre por la calle y veía los guindastes como enemigos dispuestos a aplastarle la cabeza.
Antonio Balduino va solo por la calle. Tomó una copa de caña en el Terreiro. Los hombres hablaban de la huelga.
Antonio Balduino sale cantando cosas del Lampiao:
«Madre, dame dinero
para comprar un cinturón
y hacerme unas cartucheras
para luchar junto al Lampiao.»
Un conocido le grita:
—¿Qué hay, Baldo?
El negro hace un ademán con la mano y sigue cantando:
«La mujer del Lampiao
casi muere de dolor
porque no se hizo un vestido
con el humo de vapor.»
Ahora canta en sordina, entre dientes:
«Es Lamp, es Lamp, es Lamp,
es Lamp, es Lamp, es Lamp, Lampiao.»
Con la huelga que paralizó los tranvías, la ciudad quedó parada, como en fiesta, con un movimiento desconocido. Pasan grupos de hombres hablando animadamente. Empleados de comercio que pasan riendo, gozando a la cara del patrón, que no podrá reclamar su retraso en llegar a la tienda. Una mocita pasa la calle, apresurada, como con miedo. La ciudad está llena de conductores de tranvía, de empleados de las oficinas de la compañía. Discuten acaloradamente. Antonio Balduino siente envidia de ellos porque están haciendo algo (una de aquellas cosas que a Antonio Balduino le gustaba hacer) y el negro no tiene nada que hacer en esta mañana soleada. Pasan los grupos. Van todos hacia el sindicato, que queda en una calle allá atrás. Balduino sigue solo por la calle desierta. Oye el rumor de las discusiones en la calle próxima. Parece que alguien habla desde el sindicato. También él es del sindicato de estibadores. E incluso le hablaron de ser candidato al Comité directivo. Deben de saber que es un negro valiente. Pero un hombre rubio que mascaba un puro y que amaneció borracho, se cruza en su camino:
—¿Tú también estás de huelga, negro? Todo por culpa de la princesa Isabel[4]. ¿Dónde se ha visto que un negro sirva para algo? Ahora hasta los negros hacen huelga y dejan los tranvías parados. Los negros sólo sirven para esclavos. Vete, negro; sigue tu huelga. Pero lárgate de aquí, que no te vea porque soy capaz de escupirte a la cara, hijo de perra…
El hombre escupe en el suelo. Está borracho, pero Antonio Balduino lo empuja con fuerza y él cae al suelo, espatarrado en el cemento. Después, el negro se limpia las manos y empieza a pensar qué motivos tendrá ese hombre para insultar así a los negros. La huelga la han declarado los obreros de la fuerza y luz, los de la Telefónica, los conductores de tranvías. Hay incluso muchos españoles entre los huelguistas. Muchos blancos, más blancos que el tipo que queda allá revolcándose en el suelo. Pero ahora todo pobre es negro, esto es lo que le explica Jubiabá.
Del Terreiro llega un rumor de peleas. Son los trabajadores de las panaderías, que se han adherido a la huelga. Y los repartidores vuelcan los cestos en la calle. Los chiquillos se tiran sobre los bollos, e incluso las criadas de las casas ricas se lanzan a abastecerse de pan gratis.
* * *
Lo encuentran a gatas en el cuarto de Amelia, jugando con Gustavinho:
—Soy el hombre-lobo…
Se levanta de un salto. Severino.
—Te necesitamos, Baldo…
—¿Qué pasa? —el negro piensa que va de pelea.
—Se reúne el sindicato…
El negro Henrique se seca el sudor de la cara.
—Trabajo nos costó encontrarte…
Miran a aquel chiquillo blanco que está sentado en el suelo. Antonio Balduino explica medio confuso.
—Es mi hijo…
—La gente quiere adherirse a la huelga… Te necesitamos. Tienes que darnos tu voto.
Deja a Gustavinho con el Gordo y sale riendo, alegre, porque también él va a hacer su huelga. En el sindicato hay un barullo horrible. Todos hablan a un tiempo y nadie se entiende. El comité toma asiento y pide silencio. Un tipo pálido le dice a Balduino:
—Hay policía aquí…
Pero Balduino no ve ningún uniforme. El pálido explica:
—De la secreta. Disfrazados…
Severino hace un discurso. No sólo los operarios de la Circular están pasando hambre. También ellos, los de las dársenas, están igual. Y, además, también cuenta el deber de solidaridad con los obreros de la Circular. Todos son hermanos. Deben adherirse a la huelga. Se suceden los discursos. Uno de los capataces (un hombrecito de faz roja que en sus ratos de ocio jugaba a los dados con ellos en la «Linterna de los Ahogados») suelta un discurso diciendo que era una bobada, que no había motivo para una huelga, que todo iba muy bien. Pero la gente le abuchea. El negro Henrique da un puñetazo en la mesa y dice:
—Soy un negro inculto y no sé de palabras bonitas. Pero lo que sí sé es que aquí hay hombres que tienen hijos hambrientos y mujer hambrienta. Los gallegos de los tranvías también pasan hambre. Nosotros somos negros, ellos son blancos, pero todos pasamos hambre igual…
Se aprobó la adhesión a la huelga. La victoria dependió del voto de Balduino. Sólo después se descubrió que entre los que votaron en contra había algunos que no eran estibadores y ni siquiera estaban sindicados.
Se redactó un manifiesto. Y se designó una comisión encargada de comunicar a los obreros en huelga la solidaridad de los estibadores. Antonio Balduino formaba parte de esta comisión e iba alegre porque iba a pelear, meterse en barullo, gritar, hacer todo aquello que más le gustaba.
COMPAÑEROS DE LA CIRCULAR
Los estibadores, reunidos en asamblea en su sindicato, han resuelto adherirse al movimiento huelguista de sus compañeros de la Compañía Circular, y vienen ahora a aportar su apoyo incondicional a los huelguistas en su lucha por las reivindicaciones. Los compañeros de la Circular pueden contar con los estibadores. ¡Por el aumento de salarios! ¡Por la jornada de ocho horas! ¡Por la anulación de las multas!
EL COMITÉ
Antonio Balduino leyó el manifiesto entre aplausos. Los conductores de tranvías se abrazaban. También los panaderos se habían adherido. La huelga sería un triunfo.
* * *
Estaban parados todos los servicios de tranvías y teléfonos. Por la noche no habría luz eléctrica. Los obreros habían enviado a la dirección de la compañía un memorial con sus pretensiones. La dirección se había manifestado en desacuerdo y recurrió al Gobierno. Por falta de energía eléctrica no salieron los periódicos. Había mucha gente en la calle y en todas las esquinas se veían grupos de obreros hablando. Pasaban patrullas de caballería. Corrían rumores de que la Circular estaba contratando esquiroles a peso de oro para hundir la huelga. Un abogado —el doctor Gustavo Barreira—, presidente de una asociación obrera, fue a ver al gobernador y hablaron largo y tendido sobre el asunto. Al volver, declaró en el sindicato que el Gobierno encontraba justas las pretensiones de los obreros y que iba a iniciar negociaciones con la dirección de la compañía. Hubo muchos aplausos. El joven abogado alzaba las manos y parecía recoger los votos que iban a elegirle diputado. Severino dijo en voz alta:
—Cuento todo.
* * *
Antonio Balduino ya estaba cansado de oír tanto discurso. Pero le gustaba. Aquello era algo nuevo para él. Era algo que le gustaba hacer. Tenía la impresión de que en aquel momento eran los dueños de la ciudad. Dueños de verdad. Ellos no querían, y no había ni luz, ni tranvías, ni teléfono para los enamorados. El barco sueco no descargaría los raíles ni cargaría los sacos de cacao que llenaban el almacén número 3. Las grúas estaban paradas, vencidas por los enemigos a quienes tan a menudo habían matado. Y los amos de todo aquello, los hombres que mandaban en ellos, se escondían asustados, sin valor para aparecer. Antonio Balduino siempre había sentido un gran desprecio por los que trabajaban. Siempre le había parecido mejor entrar por el camino del mar, suicidarse una noche en el muelle. Pero Lindinalva le había pedido que cuidara de su hijo. Sin embargo, el negro miraba ahora con otro respeto a los trabajadores. Podían dejar de ser esclavos. Cuando querían, nadie podía con ellos. Aquellos hombres flacos que habían llegado de España y andaban por los estribos de los tranvías cobrando los billetes, aquellos negros hercúleos que cargaban fardos en los muelles o manejaban las máquinas en las fábricas, eran fuertes y decididos y tenían en sus manos la vida de la ciudad. Y, sin embargo, pasaban riendo, mal vestidos, muchas veces descalzos, y oían los insultos de los que se consideraban perjudicados por la huelga. Pero se ríen porque saben que son una fuerza. Antonio Balduino también descubrió esto, y fue como si naciera de nuevo.
El hombre del abrigo se levantó de la mesa del bar e interpeló al obrero:
—¿Por qué esta huelga?
—Para mejorar los salarios…
—¿Pero qué necesitáis vosotros?
—Dinero…
—¿Queréis ser ricos también?
El obrero se desconcertó. La verdad es que nunca había pensado en ser rico. Lo que quería era más dinero para que la mujer no anduviera siempre pidiéndole, para poder pagar al médico que atendía a su hija enferma, para comprarse ropa, porque aquella estaba en las últimas.
—Lo que pasa es que queréis demasiadas cosas. ¿Dónde se vio un obrero que necesite tantas cosas?
El obrero estaba confuso. Antonio Balduino se acercó. El hombre del abrigo seguía hablando:
—¿Queréis un consejo? Dejaos de tonterías. Lo que pasa es que os andan metiendo en líos una panda de tipos que lo único que quieren es perturbar el orden… Y andan inventando historias. Vais a acabar perdiendo el empleo y os veréis con las manos en los bolsillos en plena calle. Quien quiere mucho acaba sin nada…
El obrero se acordó de su mujer, siempre pidiéndole dinero, de su hija enferma. Bajó la cabeza. Antonio Balduino increpó al hombre del abrigo:
—Y a ti, ¿quién te ha pagado para que vengas aquí?
—Tú eres uno de ellos, ¿no?
—Lo que soy es muy hombre para partirte los morros.
—¿Sabes con quién estás hablando?
—Ni me importa…
La ciudad era suya. Hoy podía decirle lo que quisiera porque ellos mandaban en la ciudad.
—Pues soy el doctor Malagueta, ¿enterado?
—Médico de la Circular, ¿no?
Quien dijo esto fue Severino, que se acercaba. Venían con él otros obreros. El negro Henrique era un gigante. El hombre del abrigo dobló la esquina. El obrero que había hablado se unió al grupo. Severino explicó:
—Muchacho, esto de la huelga es como esos collares que se ven en los escaparates. Está agarrada por un cordel; si se corta, caen todas las cuentas.
El obrero se llamaba Mariano: asintió con la cabeza.
Antonio Balduino fue con ellos al sindicato de los trabajadores de la Circular a esperar la solución de la conferencia entre los representantes del Gobierno y los de la Compañía.
* * *
En la mesa del sindicato, un negro estaba acabando su discurso:
—Mi padre fue esclavo, yo también fui esclavo, pero no quiero que lo sean mis hijos…
Hay hombres sentados y muchos están de pie porque no hay sitio suficiente.
Una delegación de panaderos viene a manifestar su apoyo a los huelguistas y lee una proclama incitando a la huelga a todos los trabajadores de la ciudad. «Huelga general», gritan en la sala. Un inspector de policía fuma. Está recostado en la puerta y no es el único. Pero ni le hacen caso. Ahora habla un muchacho de gafas. Dice que los obreros son una inmensa mayoría en el mundo y los ricos una minoría exigua. Entonces, ¿por qué se aprovechan del sudor de los pobres? ¿Por qué tiene que trabajar esta mayoría para ventaja de unos pocos?
Antonio Balduino aplaude. Todo esto es nuevo para él, y lo que dicen es cierto. El nunca lo supo con certeza, pero lo presentía. Por eso nunca quiso trabajar. También las historias en verso decían cosas semejantes, pero no tan claro, no lo explicaban. Al igual que en las noches del Morro do Capa Negro, oía y aprendía. El muchacho bajó la escalera del estrado. El negro que había hablado antes, se acerca a Antonio Balduino, que lo abraza:
—Yo también tengo un hijo, y no quiero que sea esclavo…
El negro del discurso sonríe. Está hablando un representante de los estudiantes. El sindicato de los estudiantes de Derecho se solidariza con los huelguistas. Dice en su discurso que todos los obreros, los estudiantes, los intelectuales pobres, los campesinos y los soldados debían unirse en la lucha contra los capitalistas. Antonio Balduino no lo entendió muy bien. Pero el negro del discurso le explica que capital y ricos quiere decir lo mismo. Entonces él apoya al orador. De repente le entran ganas de subirse a una silla y hablar a la gente. También él tiene algo que decir, ha visto muchas cosas por el mundo. Se abre paso por la sala y se sube a una silla. Un obrero le pregunta a otro:
—¿Quién es ese?
—Un estibador… Uno que boxeaba…
Habla Antonio Balduino. «No estoy haciendo un discurso, amigos…» Lo que está es contando lo que vio en su vida de vagabundo. Habla de la vida en las plantaciones de tabaco y del trabajo de los hombres sin mujeres, y del trabajo de las mujeres en las fábricas de cigarros. Que se lo pregunten al Gordo si creen que es mentira. Cuenta lo que vio. Cuenta que a él no le gustaban los obreros, la gente que trabaja. Pero que se puso a trabajar por causa de su hijo. Y ahora se da cuenta de que si los obreros de las plantaciones se lo propusieran, dejarían de ser esclavos. Si los hombres de las plantaciones de tabaco lo supieran, también se declararían en huelga…
Por poco lo alzan en hombros. Aún no se dio cuenta cabal de su triunfo. ¿Por qué le aplauden así? No contó ninguna historia bonita, no le pegó a nadie, no hizo ninguna hazaña. Sólo se limitó a contar lo que vio. Pero la gente aplaude y muchos lo abrazan cuando pasa. Un policía lo mira, procurando no olvidar aquella cara. Cada día le gusta más la huelga a Antonio Balduino.
* * *
El muchacho de gafas se retira y un policía le sigue. Del palacio del Gobierno telefonean al sindicato. Es el doctor Gustavo Barreira, que les advierte que la conferencia va a prolongarse hasta entrada la noche. Que probablemente se llegará a una solución.
—¿Favorable? —pregunta el secretario del sindicato.
—Honrosa… —respondió el doctor Barreira al otro lado del hilo.
Las campanas dan las seis. La ciudad está a oscuras.
PRIMERA NOCHE DE HUELGA
La noche es hermosa. No hay nubes en el cielo estrellado y azul. Parece una noche de verano. Sin embargo, los hombres se retiran a sus casas y esta noche no saldrán a pasear. La ciudad está a oscuras. Ni una bombilla brilla en los altos postes negros. Hasta la bombilla déla «Linterna de los Ahogados» se apagó.
Nunca el muelle estuvo tan silencioso. Las grúas duermen porque esta noche no vendrán los estibadores a trabajar. La marinería del navío sueco se dispersa por las casas de mujeres. Tampoco en las calles de la ciudad hay movimiento. Los hombres se llenan de temor cuando falta la luz. En las casas, la luz rojiza de las lamparillas aumenta las sombras. Y la luz pálida de las velas recuerda velatorios de muertos queridos. Antonio Balduino se acuerda de las plantaciones de tabaco cuando camina por la calle. Un hombre pasa arrimado a la pared sujetando fuertemente con el brazo la cañera por encima del abrigo. Quien lo viera diría que se sujeta el corazón. La ciudad está envuelta por los sones de batuque que llegan de la macumba de Jubiabá. Hoy esos sones de batuque suenan a los oídos del negro Balduino como sones guerreros, como sones de liberación. La estrella que es Zumbi dos Palmares brilla en el cielo claro. Una vez un estudiante se rió de Antonio Balduino y le dijo que aquella estrella no era tal estrella, que era el planeta Venus. Pero él se ríe del estudiante porque sabe que aquella estrella es Zumbi dos Palmares, negro valiente que murió para no ser esclavo. Es Zumbi quien brilla en el cielo y mira al negro Antonio Balduino, que lucha para que Gustavinho no sea esclavo. Aquel día de huelga ha sido de los más hermosos de su vida. Tan hermoso como el día que ganó el campeonato de boxeo derribando a Vicente. Más hermoso incluso. Él, ahora, sabe por qué lucha. Y por eso va de prisa a avisar a todos los negros que están en la macumba de padre Jubiabá. Va a avisarlos a todos: al Gordo, a Joaquim, a Ze Camarao, a Jubiabá. No comprende por qué Jubiabá no le enseñó lo que era la huelga. Jubiabá, que lo sabe todo. Zumbi dos Palmares, que es el planeta Venus, le hace guiños desde el cielo.
¿Será que Exú, Exú el diablo, está perturbando la fiesta? ¿Será que se olvidaron de conjurar a Exú, que se olvidaron de ahuyentarlo bien lejos, al otro lado del mar, a la costa de África o a los algodonales de Virginia? Exú quiere intervenir en la fiesta. Exú quiere que canten y dancen en su homenaje. Exú quiere saludos, quiere que Jubiabá se incline para él y le diga:
¡Oké! ¡Oké!
Quiere que la madre del Terreiro pida paso para el santo:
—«Eduro dêmin lonam ô yê!»
Quiere que los asistentes repitan a coro:
—«A umbó k’ó wá jô!»
Exú no quiere irse. Era la primera vez que aquello ocurría en una macumba de Jubiabá. Los sones de tambor resbalan por la ladera y van a morir allá abajo en los recodos de la ciudad en huelga. Las iniciadas danzan. Los ogâs miran espantados. Antonio Balduino entra en la fiesta. Él es ogâ, y ocupa su lugar entre las iniciadas que bailan. Y al llegar él, Exú se va en buena hora. El Gordo dice que la fiesta es de Oxossí. Pero antes de que el dios de la caza se encarne para danzar en el cuerpo de una iniciada, Antonio Balduino habla:
—Amigos todos, vosotros no sabéis nada de nada… Estoy pensando en mi cabeza que no tenéis idea de nada… Tenéis que ver la huelga, ir a la huelga. El negro que hace la huelga deja de ser esclavo y no lo será nunca más. ¿De qué vale rezar y cantarle a Oxossí? Los ricos mandarán cerrar la fiesta de Oxossí. Una vez los policías cerraron la fiesta de Oxalá cuando él era Oxalufá, el viejo. Y padre Jubiabá se fue con ellos, fue a la cárcel. Os acordáis, ¿no? ¿Y qué es lo que puede hacer el negro? El negro no puede hacer nada, ni siquiera bailar al santo. No sabéis nada de nada. Los negros estamos haciendo la huelga allá abajo. Hacemos la huelga contra todo, contra las grúas, contra los tranvías. ¿Dónde está la luz? Sólo las estrellas. Los negros somos la luz y los tranvías. Negros son también los blancos pobres, todos somos esclavos, pero todo está en nuestra mano. Y basta con quererlo para dejar de ser esclavo. Gente, amigos míos: vamos todos a la huelga, que la huelga es como un collar. Todos juntos es bonito, pero cae una cuenta y caen las otras también. Vamos, amigos…
Y Antonio Balduino sale sin ver a los que le acompañan. El Gordo va con él, y Joaquim, y Ze Camarao. Jubiabá alza los brazos y dice:
—Exú entró en él…
* * *
En el sindicato aún no se sabe nada de la conferencia del palacio del gobernador. Severino repite para quien le quiera oír:
—Un cuento. Ya lo dije: un cuento. ¿No ven que el doctor ese lo único que quiere es reventarnos la huelga?
Otros le defienden. Es un abogado que sabe mucho. Ahora está luchando por los derechos de los obreros explotados. Un revisor de tranvías hace el elogio del doctor Gustavo. Unos le apoyan, otros abuchean.
* * *
En el salón de palacio sigue la conferencia. Pero no llegan a un acuerdo. Gustavo pide, en lindas tiradas oratorias, que los obreros sean confirmados en sus pretensiones:
—No pido: exijo…
Habla de humanidad; esos hombres están pasando hambre, trabajan dieciocho horas diarias, mueren tuberculosos. Recuerda el peligro de revolución social si continúan las cosas así.
Pero los hombres que representan a la compañía (un norteamericano joven y un señor viejo, que es abogado de la compañía y fue diputado tiempo atrás) no ceden. Lo más que pueden hacer, dice el viejo abogado, es acceder en un cincuenta por ciento ante las reivindicaciones de los empleados. Lo hacen por amor al pueblo, para que la ciudad no esté privada de tranvías, de luz, de teléfono. Para los empleados, dice, la solución será espléndida. Pero darles todo lo que piden, de ninguna manera. Mejor sería regalarles la compañía. ¿Y los accionistas? Los obreros piensan sólo en ellos, pero no se acuerdan de los extranjeros que confiaron en las gentes del Brasil e invirtieron su dinero en el país. ¿Qué dirían los accionistas? Dirían que los brasileños les robaron, y esto sin duda sería deshonroso para el buen nombre del Brasil. (El norteamericano asiente con la cabeza, y dice «yes».) Él no quiere creer que el doctor Gustavo Barreira, que es hombre culto e inteligente (Gustavo se inclina), pueda pensar de manera tan contraria al patriotismo, que quiera ver el nombre del país arrastrado por el fango en el extranjero. Que los obreros no piensen en esto, se comprende: son unos ignorantes que ya tienen más de lo que merecen, y actúan arrastrados por las incitaciones de hombres ajenos a la profesión. No se refieren sus palabras —quede claro— al doctor Gustavo Barreira, cuya honestidad conoce y cuyo talento admira. (Gustavo se inclina de nuevo y dice: «Nunca se me ocurriría tal cosa. Mi honor está por encima de cualquier sospecha.») La compañía, para no dejar al pueblo en la carencia de cosas esenciales para su vida, concederá el cincuenta por ciento del aumento pedido por los empleados. Fuera de eso, nada.
Llega la hora de la cena. Y la conferencia termina sin resultado. El gobernador se retira. El norteamericano ofrece su automóvil para llevar a Gustavo. El abogado de la Compañía dice:
—Vamos a cenar juntos, y con el estómago contento discutiremos mejor…
* * *
Qué confortable es aquel «Hudson», piensa Gustavo al recostarse en el automóvil, entre el norteamericano y el abogado. El norteamericano ofrece puros. Van algún tiempo en silencio. El automóvil es blando, el chófer va uniformado. Corren pegados a los raíles. El abogado le pregunta al norteamericano:
—¿Y aquella idea suya, míster Tomas?
—¡Ah! Yes…
Y el abogado explica:
—Mire qué coincidencia, doctor… Hace sólo unos días hablábamos de usted…
—Yes, yes —dice el norteamericano dando una chupada al puro.
—Yo ya me siento fatigado, soy viejo.
—No hombre, ¡qué va!
—No quiero decir que vaya a retirarme, eso no. Pero los asuntos de la Compañía son demasiado pesados para mí. Estuvimos pensando, míster Tomas y yo, en llamar a alguien para que ocupe el cargo de segundo abogado de la Compañía. La Compañía necesita dos abogados. Y pensamos en usted… No, no piense que pretendemos comprarle. No, señor… (Gustavo había iniciado un gesto para decir que su conciencia no le permitía trapisondas, pero baja la mano y afirma que jamás se le ocurriría que el Dr. Guedes lo quisiera comprar. No era capaz de pensar tal cosa.) La Compañía pensó en el Dr. Barreira, mejor dicho, míster Tomas y yo (Gustavo da las gracias) pensamos que debido a su relación con los sindicatos de trabajadores de la Compañía, era usted la persona idónea. Usted es el abogado de los obreros. En la Compañía representaría el pensamiento de esos humildes trabajadores. Serviría de enlace entre los asalariados y la Compañía. Los intereses de los obreros le serían confiados a usted, Dr. Barreira, que es joven y tiene por delante una bella carrera. El Parlamento lo espera. El país espera mucho de su talento. Vea que la intención de la Compañía es lo más noble que pueda concebirse. Mucha gente cree que la Compañía no se interesa por la suerte de los obreros. Es un error… La prueba de que la Compañía se interesa por la suerte de sus obreros está ahí: invita al paladín de los obreros a convertirse en abogado de la casa. Así los obreros tendrán un defensor dentro incluso de los grupos directivos de la Empresa. ¡Y qué defensor…! No se podrá decir que la Compañía no actúa de buena fe…
El automóvil avanza suave y cómodo. Zuleika no para de pedir un automóvil. Con la Compañía en la mano puede llegar al Parlamento en la próxima legislatura. El americano es práctico:
—Los honorarios son ocho contos al mes, doctor.
Pero Gustavo dice que la cuestión del dinero le importa muy poco, que sólo le interesa defender a los obreros, cuya actitud a veces puede ser excesivamente arrebatada, no dice que no, pero que tienen sus razones. Si acepta, se convertirá en un centinela avanzado de los derechos de los obreros. Naturalmente, no está dispuesto a apoyar excesos…
Cuando acaba la comida, el Dr. Guedes dice:
—Pues puede llevarles la buena nueva a los obreros, doctor. Que aquellas criaturas (sí, simples criaturas —afirma Gustavo— fáciles de contentar) vuelvan mañana al trabajo. Tendrán el cincuenta por ciento de aumento, y se lo deben a la arrebatadora simpatía del Dr. Gustavo Barreira…
Cuando Gustavo Barreira sale, el norteamericano escupe:
—Mire que llevo visto tipos asquerosos, pero como este…
El viejo Guedes se echa a reír y pide champán para celebrar el fin de la huelga:
—Pero por cuenta de la Compañía, ¿eh?
* * *
Un auto para la mujer, reputación, una casa en Copacabana, probablemente una plantación de cacao. El cincuenta por ciento de aumento está muy bien. El cien por cien que querían los obreros era, desde luego, demasiado. Por otra parte, se piden cien para conseguir diez. Ha conseguido el cincuenta para los obreros. Es una victoria, sí señor. Y además ha impedido que el nombre de la patria sea vilipendiado en el extranjero.
* * *
En el sindicato, el negro Antonio Balduino hace su tercer discurso en el día, tan sólo para que el hijo del doctor Gustavo Barreira no sea un esclavo como él y como todos los negros y los blancos que trabajan en los muelles, en las panaderías, en la Compañía de Tranvías, Luz y Teléfono.
* * *
Mariano vuelve a casa con la cabeza baja. Cuando salió, la mujer aún no sabía que se había declarado la huelga. Sólo por la noche tuvo valor para volver a casa, para ver de nuevo los ojos furiosos de la mujer, los ojos muertos de la hija enferma. Pero entra y la mujer grita:
—¿También tú andas metido en esto?
—¿En qué?
—Sí, hombre, sí: ven encima haciéndote el inocente. Estoy hablando de esta maldita huelga… Estás metido en esto, ¿verdad?
—¿Maldita? ¿Por qué? La gente quiere ganar más; uno quiere tener algo más de dinero. Lo que quiero son medicinas para Lila… No veo por qué…
—¿Queréis dinero? Lo que queréis es no dar golpe, no hacer nada, andar borrachos por la calle, llegar a casa de madrugada. ¿Crees que no os conozco? ¿Crees que me vas a engañar? Andas por ahí, como un vagabundo, y luego vienes con discursos… Quieres medicinas para Lila… Si estuvieras trabajando como Dios manda, sin meterte en líos, ya estarías ganando más; revisor serías… La huelga es cosa del diablo. El padre Silvino lo dijo el otro día. Es cosa que el diablo mete en la cabeza de los locos como tú… Si no anduvieras metido en líos ya serías revisor…
Mariano no replica. Cuando acaba la mujer y se queda con los brazos en jarras, esperando, él sólo pregunta:
—¿Y Lila? ¿Cómo va?
—¿Y Lila? ¿Cómo va? —se burla ella—. Va igual. ¿Cómo iba a ir? Tú piensas mucho en ella, pero metido en huelgas… Así Dios me matara antes de ver a mi marido metido en esta invención del diablo…
Se aparta de Mariano como si el diablo fuera él mismo. El obrero se acerca a la cama de la hija. Está enferma de los intestinos y el médico dice que fue que comió tierra. Fue cuando él estaba sin empleo y no había comida— en casa. Seguro que el Dr. Gustavo lo arregla todo esta noche, y mañana podrán volver a trabajar. Podrá pagarle otra consulta al médico. Traerá medicinas de la farmacia. ¿Y si no lo arregla? ¿Y si la huelga dura ocho o diez días? Será un drama. No habrá comida. La chiquilla morirá por falta de medicinas. No quiere ni pensar en que Lila pueda morir. Incluso cuando Guilhermina se pone como loca. Lila le sonríe y besa su rostro barbudo. Pero la huelga, Mariano, es un collar de cuentas ligado por un hilo. Si cae una,, caen todas. Oye la voz de Severino y aparta los malos pensamientos. Besa a la niña. De lejos, en la calle, escucha aún la voz furiosa de Guilhermina.
* * *
El negro Henrique se limpia los dientes con una espina de pescado. Alza al hijo hasta el cuello y pregunta:
—¿Ya sabes la lección de mañana, tizón?
El negrito ríe, y poniéndose el dedo en la punta de la nariz dice que se la sabe de carrerilla. Ercidia viene de la cocina y dice:
—Mañana, otra vez raya…
—Y que dure… ¡Mientras tengamos raya, menos mal…!
Henrique ríe con el negrito. Aquel retaco negro sabe ya hasta hacer cuentas:
—Está hecho un hombre. ¿Eh, Ercidia?
La negra sonríe. El hijo pide que le cuente un cuento. El negro Henrique dice:
—Un negro echó un discurso en el sindicato diciendo que los negros ya no iban a ser esclavos… Tizoncito no va a ser esclavo, ¿verdad?
—¿Se gana la huelga?
—¡Vaya si se gana! ¿Quién va a poder con nosotros? Ya está ganada, ya lo verás. Estaría bueno… Hay un negro, un tal Balduino, que habla que da gusto…
Cuenta a la mujer los hechos del día. Sus músculos de gigante tensan la camisa listada. Después coge al niño, lo pone delante y dice:
—Tizón: tú no serás esclavo… Serás gobernador, Tizón. Nosotros somos muchos, y ellos pocos. Acabaremos gobernándoles…
Balancea en el aire al futuro gobernador. Ríe a carcajadas, seguro de su fuerza, de la razón de la huelga que sostienen.
La negra Ercidia sonríe hacia el marido con ternura:
—Mañana, raya otra vez…
* * *
El dueño de la panadería «Dos Mundos», un español rechoncho, está contando los sucesos del día. La mujer, tendida en una mecedora, oye en silencio. La hija martillea una samba con los dedos. El dueño de la panadería «Dos Mundos» cuenta la historia de la huelga, los principales sucesos del día. El candil da una luz vacilante. Miguel acaba de contar y cierra los ojos. La mujer le pregunta desde el balancín:
—Pero la panadería sigue dando, ¿no, Miguel?
—Sigue, sí. Pero con eso de la huelga vamos a perder algo. A pesar de todo, se va ganando todavía…
—Pues yo creo que tienen razón. Pasan una miseria espantosa…
—Sí, tienes razón. Yo por mí les daba el aumento. Ya lo dije en el gremio. Pero los otros, especialmente Ruíz, el de las Panificaciones, se ha empeñado en que no… ¡Bueno es Ruíz! Y que no se contenta con nada… No sé qué más quiere… Yo, por mi parte, se lo daba…
La hija interrumpe:
—¿Por qué, papá? Ruiz tiene razón. ¿Para qué quieren tanto dinero? Yo quiero una radio… Me la prometiste… ¿No te acuerdas? Y ahora quieres subirles a esos negros sin vergüenza.
—Quien lo quiere todo, se queda sin nada, hija —responde Miguel.
La mujer piensa que la hija nació ya en una casa confortable, que no vino, como ella y el marido, de las fábricas de Madrid, en la tercera de un barco, que nunca pasó hambre. Quiere un auto, una radio, un montón de cosas. ¡Y los negros quieren tan poco! Le repite al marido:
—Tienes que defender el aumento, Miguel. Ruíz es un avaro, no quiere más que amontonar dinero…
La hija sueña con un auto que cruza por la calle. El novio se acerca a la ventana:
—Chica: ¡viva la huelga! Así, a la luz de la luna, estás aún más bonita…
Cuando tenga el auto no tendrá que aguantar a un dependiente, ni oír frases románticas. Tendrá un novio estudiante, doctor, e irá a fiestas elegantes.
* * *
El doctor Gustavo Barreira baja del taxi y sube de dos en dos las escaleras del sindicato. Cuando entra se hace el silencio. Se sienta a la mesa, en el lugar que le cede el presidente. Pide la palabra:
—Señores, como abogado vuestro, trabajé toda la tarde junto a los directores de la Compañía Circular. Testimonio mejor de mi trabajo y de mi honrado esfuerzo es la grata noticia que os traigo. Señores: seré conciso. El caso se ha solucionado… (los oyentes se empujan para oír mejor), gracias a los esfuerzos de todos. Tras discutir toda la tarde llegamos a la conclusión de que el caso quedaría perfectamente liquidado, y con honor para ambas partes, si todos ceden un poco (se oye un murmullo en la sala). Por un lado, la Compañía cede en su intransigencia, que llegaba hasta el punto de no admitir ningún entendimiento con los obreros mientras siguiera la huelga, y al fin, no sólo tuvo que entrar en negociaciones, sino que incluso aceptó las bases de un acuerdo. En cuanto a los obreros, cederían en un cincuenta por ciento de sus exigencias y la Compañía pagaría un cincuenta por ciento de aumento a contar del día siguiente.
—¿Eso es política de obrero o de abogado? —interrumpió Severino.
—Es la mejor política… —El doctor Gustavo sonríe con su más aterciopelada sonrisa—. Siempre es mejor ir conquistando paso a paso aquello que no puede lograrse de un golpe. Si dais oído a los agitadores profesionales, la lucha estará perdida para vosotros, pues si extremáis demasiado vuestras peticiones, esta actitud se volverá contra vosotros como un puñal de dos filos: el hambre llamará a vuestras puertas y la miseria habitará en vuestro hogar.
—El sindicato tiene dinero para aguantar la huelga…
—¿Incluso para aguantarla en caso de que se eternice?
—Un día u otro acabará. La ciudad no puede quedarse eternamente sin luz y sin tranvías. ¡Exigimos que nos den lo que pedimos! ¡No nos desalentemos, compañeros!
El doctor Gustavo está rojo de cólera:
—Usted no sabe lo que dice. Yo soy abogado, y entiendo de esto…
—Y nosotros entendemos de lo que es preciso para no morir de hambre…
—¡Bien, negro! —apoya Balduino.
Un muchacho pide la palabra. Empiezan a aplaudir apenas aparece en la mesa.
—¿Quién es? —pregunta Antonio Balduino al negro Henrique.
—Es un empleado de las oficinas. Se llama Pedro Corumba. Tiene escrita una historia con lo que pasó él y su familia en Sergipe. Ya la leí… Es un veterano de las huelgas. Ya hizo la huelga en Sergipe, en Río, en Sao Paulo. Lo conozco. Luego te lo presento.
—Cuando salgo de casa les digo a mis hijos: Vosotros sois hermanos de todos los niños obreros del Brasil. Les digo esto porque yo puedo morir y quiero que mis hijos sigan luchando por la redención del proletariado. Compañeros: ¡nos están traicionando! No es la primera vez que hago una huelga. Y sé lo que es la traición. Un obrero no puede creer en nadie que no sea también obrero. Los otros embaucan y engañan. Este individuo que está aquí —e indica al doctor Gustavo —viene a reventarnos la huelga… Quizá es ya empleado de la Compañía. Quizá le han dado ya dinero para que…
El doctor Gustavo da un puñetazo en la mesa, protesta, dice que el orador lo está insultando y que él es capaz de reaccionar. Pero los empleados clavan los ojos en Pedro Corumba, que continúa hablando:
—Compañeros, nos están traicionando. No debemos aceptar la propuesta de la Compañía. Si nos ven débiles, mañana retirarán el aumento y nos dejarán como estábamos. Hemos de llegar hasta el fin. Prefiero morir antes que abandonar la huelga. Y venceremos, seguro. Si sabemos conducirnos, si sabemos dirigir nuestra lucha, conseguiremos lo que queremos. Somos una fuerza. Compañeros: no aceptemos que reduzcan nuestras condiciones. Nada de engaños. ¡Abajo Gustavo Barreira y la Circular! ¡Viva el proletariado! ¡Viva la huelga!
—¡Viva! —La gente escucha con los ojos muy abiertos. Mariano sonríe, Henrique muestra los dientes. Antonio Balduino habla:
—Los estibadores están de acuerdo con lo que dice el compañero Corumba. Vuestro caso aún no está resuelto. Tampoco el nuestro. Apoyaremos vuestra huelga y esperaremos que vosotros apoyéis la nuestra. Nada de tapujos. Que acepten nuestras propuestas tal como las hicimos. Nada de aceptar la mitad.
Propone que Gustavo Barreira, que los está traicionando, sea expulsado de la mesa. Si Antonio Balduino supiera que él era el que había sido amante de Lindinalva, seguro que no hubiera salido vivo de allí. El abogado se retira protegido por los policías. El abucheo le acompaña por la escalera. Luego piden silencio. Severino advierte que ahora la lucha va a ser más cruel, más difícil, pues los enemigos dirán que ellos no quieren un acuerdo. Propone que se lance un manifiesto a la población. Y lee el texto, que ya lleva redactado y que es aprobado. El manifiesto explica que fueron traicionados, pero que sostendrán la lucha hasta el fin, y que sólo volverán al trabajo cuando la Compañía acepte las condiciones pedidas desde el primer momento.
Un tipo moreno pide la palabra. Está contra la continuación de la huelga. Encuentra que se debe aceptar el aumento del cincuenta por ciento. Menos es nada. Quien quiere demasiado lo pierde todo. El doctor Barreira tenía razón. ¿Qué fuerza tienen los obreros? Los obreros no tienen ninguna fuerza. La policía puede acabar con la huelga en cuanto se lo proponga…
—¿Cómo? ¿Cómo?
—Lo mejor es conformarse con el aumento. Propone que se levante la reunión aprobando el cese de la huelga y con un voto de gracias al doctor Barreira. Se alzan algunas voces:
—¡Vendido! ¡Vendido! ¡Traidor! ¡Traidor!
Otros piden que dejen seguir hablando al orador. Varios obreros, Mariano entre ellos, están de acuerdo con el moreno. El cincuenta por ciento no está mal. Después pueden perderlo todo y sería peor. Cuando baja el moreno del estrado recibe algunos aplausos. Pero Antonio Balduino grita desde el mismo lugar donde se encuentra:
—Amigos: ¿se cegó vuestro ojo de piedad? ¿Es posible que haya quedado el de la maldad tan sólo? Parece que ya ni os acordáis de la gente que os apoyó. Los estibadores, los obreros de las panaderías. Si vosotros queréis ser traicionados, sea. ¡Allá vosotros! Cada uno es dueño de su cabeza. Pero si sois tan burros que queréis perderlo todo para ganar una porquería, os aseguro que le parto la cabeza al primero que se atreva a pasar aquella puerta. ¡Y seguiré en la huelga hasta vencer!
Severino sonríe. Pero varios se impresionan con el discurso de Balduino. El Gordo, que nunca vio una cosa semejante, está temblando. El negro que habló primero vuelve a tomar la palabra. Demuestra que hubo traición, que fueron vendidos. Pedro Corumba habla también y cita ejemplos de las huelgas de Sao Paulo y de Río de Janeiro, cuando confiaron en las promesas de abogados que se decían amigos del proletariado. Pero los asistentes siguen indecisos, los hombres charlan entre sí, y los que aceptan la propuesta conquistan adeptos.
El presidente propone una votación. Los que están de acuerdo con la continuación de la huelga, que se levanten. Los que crean que se debe aceptar la propuesta de la Circular, que permanezcan sentados. Pero antes de que se inicie la votación, un joven obrero irrumpe en la sala y grita:
—El compañero Ademar fue detenido cuando salía de aquí esta tarde. Y la Compañía anda contratando gente para reventar la huelga.
Se toma un respiro:
—Y dicen que la Compañía obligará mañana a los panaderos a entregar pan.
Entonces se alza la asamblea y vota, con los brazos extendidos y el puño cerrado, por la continuación de la huelga.
SEGUNDO DÍA DE HUELGA
¿Por qué dormir en esta noche tan hermosa? El negro Antonio Balduino no va a dormir. Pasa el resto del día en compañía del Gordo y de Joaquim repartiendo manifiestos por la ciudad, distribuyendo el texto que redactó Severino y que explica los motivos de la continuación de la huelga. Todos los postes tienen carteles pegados. También los muros de la Baixa dos Sapateiros. Un grupo, dirigido por el negro Henrique, va hacia Rio Vermelho. Otros se dirigen hacia la Estrada de Liberdade o la Calcada, o a la ciudad baja. La ciudad se llena de carteles y todos saben las razones de que los obreros continúen en huelga. La Compañía tiene pocas simpatías, y los pequeños comerciantes miran a los obreros con simpatía mientras van a pie o en taxi a sus negocios. La Compañía difundió el rumor de que si la huelga se imponía tendría que subir los precios de los tranvías, de la luz y del teléfono. Pero el golpe falla y provoca una mayor animosidad contra la Circular. Sigue el tiempo claro, conservando el buen humor de la población; y este buen humor es un aliado para los obreros.
* * *
Antonio Balduino (cuántas cosas lleva aprendidas en aquel día y en aquella noche) explica la huelga al Gordo y a Joaquim. Y se extraña de que Jubiabá no supiera cosas de huelga. Jubiabá sabía cosas de santos, historias de la esclavitud, era libre, pero nunca había hablado de la huelga al pueblo esclavo del morro. Antonio Balduino no lo comprendía.
* * *
De la Ladeira do Pelourinho llega un rumor, agitación. Pasan hombres corriendo. Desde el sindicato se oye el ruido de un disparo. Alguien dice:
—La policía quiere obligar a los panaderos a entregar el pan.
Sale un grupo del sindicato. Pero el tumulto se deshizo ya y en el suelo yacen cestos donde estaban los panes resecos que los dueños de las panaderías querían obligar a los repartidores a entregar por la ciudad.
Un repartidor, que lleva el ojo morado de un golpazo, avisa que la «Panadería Gallega» va a ordenar la entrega del pan. Cuenta que han contratado esquiroles pagándoles el doble del salario. Además, garantizan el empleo para el resto de la vida.
Un hornero viejo grita:
—¡No lo hemos de permitir!
Hay mucha gente tras las ventanas de la Ladeira do Pelourinho. Y del sindicato de operarios de la Circular llegan constantemente nuevos grupos. Unas voces animan al hornero:
—Vamos a enseñarles que con nosotros no se juega…
Antonio Balduino grita:
—¡Vamos a partirles la cara…!
—Nada de eso —dice Severino—. Vamos a hablar con los esquiroles y les explicaremos que no deben ponerse en contra de la huelga, que somos obreros como ellos. No provoquemos tumultos…
—¿Pero por qué hablar tanto? ¿Por qué no vamos y les rompemos la cara a esos esquiroles?
—No son esquiroles… No saben nada de nada… Y se lo vamos a explicar —Severino sabe lo que dice.
Antonio Balduino calla. Poco a poco va aprendiendo que en la huelga no es un hombre quien manda. En la huelga forman un cuerpo todos juntos. La huelga es como un collar… Pero no siente tristeza por no ser el jefe de la huelga. Todos son jefes. Obedecen a quien tenga razón. Aquella lucha es distinta a todas las luchas que él sostuvo durante su vida. ¿Y qué resultó de esto? Resultó él esclavo de las grúas, mirando el mar como un camino. En la lucha de la huelga, no. En esta lucha ellos iban a perder un poco de esclavitud, ganar un poco más de libertad. Un día harían una huelga aún mayor y ya no serían esclavos. Jubiabá tampoco sabe nada de esta lucha… Los hombres que van a entregar los panes tampoco deben de saberlo. Severino tiene razón. De nada vale dar puñetazos. Lo que vale es convencer. Y el negro sigue al grupo que se dirige a la «Panadería Gallega», que queda en la Baixa dos Sapateiros.
Van saliendo los repartidores. Parecen figuras de carnaval con los cestos en la cabeza. Severino empieza a hablar, encaramado a un poste al que se agarra con las dos manos. Y les explica a aquellos hombres que deben solidarizarse con sus hermanos que piden un aumento de salario. Que no deben servir a los intereses de sus enemigos. Que no deben entregar aquel pan, que no deben traicionar a los otros obreros.
—Pero no tenemos trabajo… —dice uno de ellos.
—¿Y por eso vais a ocupar el lugar de los otros? ¿Es justo que ocupes el lugar de un compañero que está luchando por el bien de todos? Eso es una traición…
Un repartidor arroja el cesto del pan. Otros le imitan. La masa grita de entusiasmo. Incluso los más recalcitrantes, el que había hablado, otro que tiene familia que sostener, tiran los cestos entre el entusiasmo de la multitud. Dos que quieren salir para entregar los panes, ven que sus mismos compañeros les cierran el paso. Y con gritos de ¡viva la huelga!, se dirigen todos hacia el sindicato de panaderos.
* * *
Pero por la tarde la cosa empieza a ponerse fea para los panaderos. Fue el Gordo, que había ido a comer, quien trajo la primera noticia. El dueño de «Panificadoras Reunidas» había buscado amasadores y horneros en Feira de Santana. Había traído a su gente en camiones y empezarían a trabajar aquella misma tarde.
Hubo un comienzo de pánico entre los panaderos. Fueron enviados mensajeros a los sindicatos de la Circular y a los estibadores. Si las «Reunidas» conseguían sacar el pan a la calle, la huelga de panaderos podía considerarse fallida y los huelguistas habrían perdido, no sólo la huelga, sino el mismo empleo. Y el fracaso afectaría gravemente a la huelga de los de la Circular y a los estibadores. Vencidos los panaderos, la huelga perdía uno de los brazos. Sería entonces mucho más fácil acabar con los restantes. Empezaron a llover discursos en el sindicato de panaderos. Además, había un mitin en la Plaza de Castro Alves, pidiendo la libertad del obrero detenido la víspera. En medio de la reunión alguien habló del caso de los panaderos, de la actitud de «Reunidas» que querían reventar la huelga. El mitin tomó entonces un carácter más violento y bajaron todos hacia el sindicato de panaderos. Del de estibadores empezaba a salir la gente. El Gordo fue al de los obreros de la Circular para advertirles.
En el sindicato de panaderos (la sala era pequeña para tanta gente) hablaron los representantes de los trabajadores de las panaderías, de los conductores de tranvías, de los estudiantes. Habló también un obrero de una fábrica de zapatos que dijo que ellos se incorporarían a la huelga en cuanto lo exigiese la situación. Cada vez llegaba más gente al sindicato. Severino habló con voz ronca, casi sin voz. Se redactó un manifiesto pidiendo la huelga general, y quedó decidido que se impediría trabajar a los obreros llegados de Feira de Santana.
«Panificadoras Reunidas» eran tres grandes panaderías. Una estaba en la Baixa dos Sapateiros, otra en el Corredor da Vitoria, la tercera en una calle del centro. Los huelguistas se reunieron en tres grandes grupos y se colocaron frente a las panaderías. Severino y algunos fueron a hablar a los obreros de algunas fábricas y a los chóferes de taxi. Preparaban la huelga general. La Compañía Circular y la Compañía de Descarga del Puerto ni siquiera querían entendimiento con los huelguistas. Sólo aceptarían estudiar sus propuestas cuando se reintegraran al trabajo. Los dueños de las panaderías intentaban reventar la huelga.
* * *
Fue fácil impedir que los obreros contratados por las «Panificadoras» del Corredor y del centro entrasen en el trabajo. Habían llegado con promesas formidables, pero Ruíz se negó a pagarles por adelantado la mitad del salario, tal como les había prometido. Dijo que sólo al día siguiente, una vez hecho el trabajo. Apelando al sentimiento de solidaridad y viendo en los rostros la certeza de que no los iban a dejar entrar, los recién llegados consintieron en volver a Feira de Santana en un camión. Y se fueron dando vivas a la huelga.
Pero en las «Reunidas» de Baixa dos Sapateiros la cosa fue distinta. Cuando llegaron los huelguistas ya se encontraba la policía guardando las puertas de la panadería. Entre los huelguistas aparecieron policías de paisano, revólver en mano. El grupo quedó parado en la calle esperando que llegaran los contratados. Cuando el camión que los traía desembocó en la calle, un obrero se puso en medio impidiéndole avanzar. Inmediatamente otro trepó a un poste y empezó un discurso explicando a los panaderos de Feira de Santana cuál era la situación y lo que los patrones querían hacer. La calle estaba llena. Hombres que nada tenían que ver con el caso se paraban para ver cómo acababa aquello. Uno le dijo a un compañero:
—Apuesto a que se vuelven…
—A que se quedan…
Niños y niñas que jugaban en un solar próximo corrieron a ver el espectáculo. Encontraban divertido todo aquello, como Amonio Balduino había encontrado divertida la agitación del puerto años atrás. Gritaban cuando los obreros gritaban. Y se divertían enormemente. Subido al poste, el obrero continuaba su discurso. Los panaderos de Feira de Santana escuchaban, y algunos estaban convencidos de que había que volverse.
De repente estalló el tiroteo. Los policías tiraban, y la caballería se lanzó contra los obreros. La gente corría de un lado a otro, luchaban y tropezaban entre sí. Antonio Balduino ya se había tirado al suelo cuando vio al Gordo corriendo ante él con los ojos desorbitados y los mofletes danzándole. El obrero, entre las balas, continuaba su discurso. Antonio Balduino ve ahora cómo el Gordo levanta el cadáver de una negrita acribillada y sale gritando por la calle:
—¡Dios! ¡Dios! ¿Dónde está Dios?
* * *
Los panaderos de Feira de Santana se volvieron en el mismo camión. Tendidos en la Baixa dos Sapateiros quedaron dos huelguistas. Uno está muerto, pero el otro aún puede sonreír.
¿Quién es aquel negro que va así, con los brazos extendidos, por las calles tranquillas o bulliciosas de la ciudad? ¿Por qué blasfema, por qué llora, por qué pregunta dónde está Dios? ¿Por qué lleva los brazos así extendidos hacia el frente, como si sostuviera algo, y pasa sin ver nada, sin reparar en los hombres y mujeres que lo miran, sin mirar la vida que se agita en torno, sin ver el sol que brilla? ¿Hacia dónde va, ajeno a todo? ¿Qué llevará en los brazos, qué será lo que mece con tanto cariño? ¿Qué cosa será que no pueden verla ojos humanos y que él acerca al pecho suavemente? ¿Qué querrá ese negro gordo de ojos tristes, que pasa por las calles de la ciudad en las horas de mayor movimiento? Y va repitiendo a todos los que pasan a su lado la misma pregunta angustiada:
—¿Dónde está Dios? ¿Dónde está Dios?
Su voz es desolada y trágica. ¿Quién es ese hombre que impresiona a todos los que pasean por la ciudad? Nadie lo sabe.
Los obreros que hicieron la huelga saben que es el Gordo, que se ha vuelto loco cuando vio la bala del revólver matar a una negrita frente a una de las panaderías de «Panificadoras Reunidas» el día del mitin. Saben que él cargó el cadáver de la negrita hasta casa de Jubiabá y que no cesó en todo el camino de repetir la misma pregunta:
—¿Dónde está Dios?
Era muy religioso y se volvió loco. Ahora anda con los brazos extendidos como si llevara a la negrita, seguro de que Dios, un día u otro, se acordará de ella, mostrará su bondad y la pondrá en pie para que juegue con las otras chiquillas de la Baixa dos Sapateiros. Ese día el Gordo dejará de repetir su pregunta, bajará las manos y sus ojos ya no serán tristes. Pero si supiera que ella ha muerto ya, que su triste ataúd fue enterrado hace mucho, entonces él moriría también porque hasta el ojo de la piedad de Dios, que es grande como el mundo, se habría cegado. Entonces él no podría creer y moriría desgraciado. Por eso va así, como un loco manso, con los brazos extendidos, apretando contra el pecho el cuerpecito magro de la niña negra que murió en el mitin. No importa que los hombres no vean su cuerpo acribillado. El cuerpo pesa en los brazos del Gordo, y él siente su calor cuando lo arrima al corazón.
SEGUNDA NOCHE DE HUELGA
La ciudad había perdido su aire festivo. Desde el primer tiroteo, los rumores invadieron la ciudad y el movimiento de las calles fue disminuyendo. Los autobuses pasaban, pero llevaban pocos pasajeros, y aun éstos se recogían en casa medrosos de peleas, de balas perdidas:
—Las balas las guía el diablo…
Dentro de las casas, el ambiente en las familias es casi de terror. El encuentro entre los panaderos huelguistas y la policía en la Baixa dos Sapateiros asumía proporciones tremendas. Se hablaba de dieciocho muertos y decenas de heridos. Decían que los sindicatos iban a ser atacados y los huelguistas ahuyentados a balazos. Las mujeres temblaban y ponían las trancas en las casas mientras encendían velas y candiles. La ciudad estaba en tensión.
* * *
Faltó comida en casa de Clovis. Había quedado en traer cualquier cosa de la ciudad, y Helena esperó toda la tarde. El no apareció. Corrían los rumores más absurdos. Cuando ella se enteró del tiroteo en la Baixa dos Sapateiros corrió a la calle. Pero le dijeron que Clovis no estaba en el momento del barullo, que fue de los que habían ido a cerrar la panadería del Corredor da Vitoria. Volvió más descansada y continuó esperando al marido. Los hijos eran tres y corrían por la puerta, jugando. ¿Qué les iba a dar de comer a los chiquillos? El fogón, parado, esperaba inútilmente. No había nada. Hasta la harina se había acabado. Ya para el desayuno había pedido a las vecinas prometiendo pagar cuando el marido volviera, porque las pobres también lo precisaban, pues los hombres que vivían en aquel callejón eran o empleados de la panadería o estibadores, y andaban también en huelga. Helena sentía vergüenza. ¿Qué iba a hacer con los chiquillos? ¿Pediría más comida? Estaban en huelga y los hombres decían que era preciso ayudarse unos a otros. Ella no estaba contra la huelga, no. Encontraba que tenían razón, que el salario era muy bajo y que no llegaba a nada. Estaban en su derecho al pedir más, al dejar de trabajar hasta que los patronos aumentaran el salario. Pero temía los días que iban a seguir. No había comida en casa. Pronto faltaría en las de los vecinos, ¿y de dónde iba a sacar el dinero el sindicato para mantener a tanta gente? Si la huelga duraba unos días el hambre acabaría por vencerlos. Se acerca a la ventana. En la casa vecina aparece Ercidia:
—¿Ya llegó Clovis, Helena?
—Aún no sinhá Ercidia…
—Capaz es de no venir… Henrique me dijo que no le esperara… La huelga está brava hoy y los hombres han de estar en la calle.
La negra sonreía.
—Me parece que voy a tener que comer sin él…
Sonrió de nuevo. ¿Por qué Helena no sonríe? Está llorando. Ercidia sale y entra en casa de la vecina:
—¿Qué pasa, Helena?
El fogón está apagado. La negra le acaricia el pelo a su amiga:
—Déjate de tonterías, pequeña. Allá en casa tenemos raya. ¡Mientras llegue…! Después, ellos ganan la huelga y tendremos más dinero.
Helena sonríe entre lágrimas.
* * *
Después de meter a los chiquillos en la cama, Helena se echa un chal a los hombros y toma el camino de la Graça, donde vive doña Helena Ruíz, esposa del patrón de su marido. Helena había sido lavandera de doña Helena, que era una señora siempre preocupada de hacer bien a los pobres y que siempre la llamaba «mi tocaya».
—Oye mira, tocaya, que quede esta ropa bien blanca…
Aunque era riquísima, doña Helena seguía llevando la casa. Decía que quien no tiene qué hacer sólo piensa en cosas malas. Y aunque tenía muchas fiestas adonde ir, cines que frecuentar, paseos que dar, siempre encontraba tiempo para la casa. El marido le decía que dejara aquello a las criadas, que no estropeara sus veintidós risueños años, pero ella no le hacía caso:
—Sí me fío de las criadas nunca llevarás un traje que te siente como es debido. Y además me gusta…
El marido la besa y después van al cine muy unidos. Él le habla de los negocios, le cuenta orgulloso de las «Panificadoras Reunidas» (pensaba abrir otra más en Itapagipe) y ella sonreía satisfecha del marido que Dios le dio. Y le decía él:
—Eres tú quien me anima. Si no fuera por ti, no sé qué sería de mí…
Por medio de doña Helena entró Clovis a trabajar en la panadería. La lavandera se lo pidió a la patrona, y al día siguiente ya entró Clovis a trabajar. La lavandera iba a casa de la patrona (hacía dos años que no la veía, desde que Clovis había empezado a trabajar) pensando en todo esto. ¿Aún se acordará doña Helena de «su tocaya»?
Doña Helena está en la sala, bordando. El marido se está bañando, pues llegó de la calle sudando, después de pasarse el día en conferencias, buscando hombres para trabajar en las panaderías.
* * *
En cuanto sabe que la lavandera está allí y quiere hablar con ella, doña Helena la hace pasar. Deja el bordado que estaba haciendo a la luz del candil (ya el marido le había dicho: estás estropeando la vista. Helena…) y sonríe a la mujer, que espera con los ojos clavados en el suelo.
—¿Qué hay tocaya? Nunca más viniste a vernos…
—Estuve ocupada, doña Helena. Los chiquillos no me dejan tiempo para nada…
—¿Sabes que nunca volví a tener una lavandera como tú?
Helena sonríe encantada. Doña Helena recuerda que había venido para decirle algo:
—¿Qué quieres, tocaya?
Helena no sabe cómo empezar. Mueve las manos, se embrolla. Doña Helena pregunta:
—¿Pero qué te pasa? ¿Les pasó algo a los pequeños? ¿O es con tu marido?
—Pasar no pasó, doña Helena… ¡Es la huelga…!
—¡Ah, la huelga…!
—Pero si él quisiera…
Doña Helena no sabe nada de nada. La lavandera le habla de la vida del callejón, de los hombres que ganan una miseria en las panaderías, sosteniendo a sus familias con un salario de hambre, de los niños enfermos. A causa de la huelga, huelga justa, para pedir un puñado de calderilla, las familias no tienen qué comer. Hoy sus hijos han comido porque una vecina se compadeció de ellos. Pero los pequeños están pasando hambre…
Doña Helena está asombrada. Su voz es dolorosa:
—¿Que los niños pasan hambre? No es posible. Dios.
Pasando hambre, sí. Y una negrita murió en un tiroteo esta tarde. Y aún tuvo suerte: las otras en casa pedían comida y lloraban.
—Si esto sigue así tendremos que andar pidiendo limosna… ¡Y los hombres, es tan poco lo que piden…!
Doña Helena se levanta emocionada. Seguro que su marido no sabe nada de eso. Si él conociera la situación ya habría aumentado los salarios de sus obreros.
Es tan bueno… Doña Helena lleva a la lavandera a la cocina. Le llena un paquete de comida. De lo mejor. Y le da, además, veinte mil reis en dinero. Cuando sale la mujer, curvada como una esclava y llorando como una esclava, doña Helena le dice:
—Puedes estar segura. Ahora mismo hablo con mi marido. Seguro que no sabe nada de lo que pasa. Se lo contaré y ya verás cómo sube los salarios. Ya verás. Es tan bueno…
* * *
Antonio Ruíz, el propietario de «Panificadoras Reunidas», se está poniendo una camisa de seda cuando su mujer entra en el cuarto. Mira espantado para ella:
—Pero, ¿qué te pasa, hija mía?
Se acerca y besa de nuevo a su esposa.
—¿Estás triste? ¿Por qué no vas al cine?
Se ríe:
—La huelga ha dejado a mi cariñito sin cine…
—Precisamente sobre la huelga quiero hablarte, Antonio.
—Vaya, hombre. ¿Andas ahora metida en política?
En la habitación de al lado duerme su hija, entre muñecas, en una cuna de cuento de hadas.
Doña Helena se acuerda de los niños que pasan hambre en los callejones del morro:
—Tienes que buscar un acuerdo. Tienes que aumentarles el salario…
El marido se vuelve, estupefacto.
—¿Qué? —Su voz tiene una brutalidad que doña Helena no le conocía.
Pero él se arrepiente y dice con voz suave:
—Tú no sabes nada de esto, amor mío.
—¿Quién te dijo que no sé? Sé más que tú… (Doña Helena tiene ante los ojos el cuadro de los niños hambrientos.) Sé muchas cosas que tú no sabes…
Y le explica al marido, con emoción, lo que le contó Helena, la lavandera. Por fin sonríe victoriosa:
—¿No te dije que sabía cosas que no sabías tú? Tu mujercita está bien informada…
—¿Pero quién te dijo que yo no sé eso?
—¿Tú lo sabes? Y… y…
Fue un golpe excesivo para doña Helena. Un golpe tan fuerte que hasta perdió la voz. El marido se acerca:
—¿Qué te pasa, Lena? Lo sé, sí…
—¿Y no haces nada? ¿Y no les aumentas la paga a esos hombres? ¿Y estás de acuerdo con ese crimen?
—¿Qué crimen, Lena? —el espanto de Ruíz no es fingido.
—¿Qué crimen? —doña Helena va de espanto en espanto—. ¿Entonces tú crees que no es un crimen dejar que esos hombres, esas mujeres, esos niños, estén pasando hambre?
—Pero, hija mía, yo no digo nada. Desde el principio del mundo es así… Siempre hubo pobres y ricos…
—Pero Antonio: son niños que pasan hambre… ¿Has pensado alguna vez en Leninha pasando hambre? Es horrible. Dios mío…
Ruíz va de un lado a otro, agitado:
—¿Por qué te metes en esto? No entiendes de estas cosas…
—Y tú eres tan bueno… Parecía…
—Soy como los demás. Ni mejor ni peor.
Hay un silencio en el cuarto. Se oye la respiración de la hija que llega desde el cuarto vecino. Ruíz explica:
—¿Sabes lo que quieren?
—Quieren tan poco…
—Pero no hay que darles nada. Si hoy les damos este aumento, mañana querrán más, después más, y un día querrán quedarse con las panaderías…
—Pero hay niños que pasan hambre. Ellos ganan una miseria. Tú nunca me hablaste de esto. Yo no lo sabía. Si lo supiera…
Ruiz se enfada:
—Si lo supieras, ¿qué? No sabes nada de nada. Yo estoy defendiendo tu automóvil, tu casa, el colegio de Leninha. ¿Crees que he de trabajar para esos canallas?
—Pero quieren tan poco… No es posible que te guste ver sufrir a esta gente…
—A mí no me gusta nada. Pero aquí no es cuestión de sentimentalismo. Es algo más serio. Yo no soy yo. Nada tengo que ver con mis sentimientos. Soy el patrón: tengo que defender mis intereses. Si les doy un dedo, mañana querrán la mano… ¿Quieres quedarte sin coche, sin casa, sin criadas para Leninha? Esto es lo que estoy defendiendo, estoy defendiendo lo que es nuestro, nuestro dinero… ¡Defendiendo tu vida cómoda!
Va de un lado al otro del cuarto. Se detiene ante la esposa:
—Entonces, ¿qué piensas Lena? ¿Que a mí me gusta saber que la gente pasa hambre? No es ningún placer para mí. Pero en la guerra como en la guerra…
Del otro cuarto llega la respiración de la hija. Niños que pasan hambre, niños que no tienen qué comer, que lloran por la comida. Y el marido allí, y todo le parece tan natural. El marido, que ella sabe que es bueno, incapaz de hacer daño a una hormiga. Debe de haber algún misterio en todo esto, un misterio que no entiende. Pero los niños pasan hambre. Es decir, que si Ruíz no hubiera prosperado podría estar pasando hambre la misma Leninha. Y le pide al marido, entre lágrimas, que acceda al aumento.
—Es imposible, hija mía, es imposible. Es la única cosa que no te puedo dar.
E intenta explicarle de nuevo que aquello es como la guerra, que si les da un dedo le cogerán la mano, y que al cabo de un mes pedirán otro aumento:
—Tengo que sujetarlos por hambre…
Se acerca a su esposa y tiende la mano para acariciarle el pelo:
—No llores. Lena…
Le pasa los brazos alrededor. Hay niños hambrientos en los callejones.
—No te acerques… eres un miserable… No te acerques…
Y se queda sollozando, desgraciada, con lástima de sí, con lástima del marido y envidiando a los huelguistas.
Y murmura en su llanto:
—Niños con hambre… Niños con hambre…
* * *
Clovis se quedó oyendo los discursos en el sindicato. La huelga tomó un carácter nuevo después de los tiroteos. Los hombres quieren reaccionar. Cuesta trabajo contenerlos. Se lanzan manifiestos pidiendo la libertad inmediata de los huelguistas detenidos. Corren las noticias más absurdas. Entra un obrero corriendo en la sala y anuncia que la policía viene para atacar al sindicato. Todos se disponen a reaccionar, pero al fin se descubre que se trata de un rumor falso. De todos modos, se espera el ataque en cualquier momento. A las nueve de la noche se resuelve el caso de los estibadores con la victoria de los huelguistas. Pero en sesión abierta en su sindicato, declaran que continuarán en huelga hasta que se solucionen las cuestiones de los panaderos y de los operarios de la Circular. Y van todos al sindicato a llevar su resolución. En medio de los discursos estalla la noticia. La policía ha detenido a varios obreros y quiere obligarlos a trabajar a estacazos. El sindicato está agitado como un mar. Salen todos. Van comisiones a conferenciar con los taxistas. Otros van a entenderse con los obreros de diversas fábricas. Un grupo numeroso se dirige a las oficinas de la Circular para manifestarse. Los ánimos están exaltados al máximo. Son las diez de la noche.
* * *
Frente a las oficinas de la Compañía está parado un automóvil. Es el «Hudson» del director, un norteamericano que gana doce contos por mes. Y aparece fumando un puro, escaleras abajo. El chófer prepara el automóvil. Antonio Balduino, que viene en el grupo de huelguistas, grita:
—¡Vamos por él! ¡Así también tendremos un preso!
El director es rodeado. Los guardias que protegían el edificio, desaparecen. Antonio Balduino lo agarra por un brazo y le rompe la blanca camisa. Gritan de la multitud:
—¡Lincharlo! ¡Lincharlo!
Antonio Balduino levanta el brazo para descargar un puñetazo. Pero se hace oír una voz. Es Severino:
—Nada de golpearle. Somos obreros, no asesinos. Lo llevaremos al sindicato.
Antonio Balduino baja el brazo con rabia. Pero comprende que aquello es necesario, que la huelga no la hace uno, sino todos. Y entre gritos, el americano es conducido al sindicato de operarios de la Circular.
La noticia del rapto del norteamericano circula rápidamente por toda la ciudad. La policía quiere que lo suelten. El consulado actúa. Los huelguistas exigen que pongan en libertad a todos los presos suyos. Y que no obliguen a los obreros a trabajar. A las once aparecen en el sindicato los que estaban detenidos. Dicen que el cónsul norteamericano pidió a la policía que los soltase, por miedo a que los obreros mataran al director de la Circular. Éste se va en paz, después de oírse algunas barbaridades. En el sindicato reina el mayor entusiasmo. Antonio Balduino le dice al negro Henrique:
—Este salió así, por las buenas… pero como caiga en mis manos ese Barreira…
Y se frota las manos satisfecho de la vida. La huelga es cosa buena.
* * *
Media hora después se lee entre aplausos el manifiesto. Los chóferes de taxis y los obreros de las dos fábricas de tejidos, también los de una fábrica de cigarros, se declararán en huelga al día siguiente si no se resuelve esta noche la cuestión de los panaderos y de los obreros de la Circular. Pedro Corumba empieza su discurso:
—«Los obreros, unidos, pueden dominar el mundo…»
Antonio Balduino abraza a un individuo a quien nunca había visto…
* * *
En el palacio del Gobierno, a medianoche, los representantes de la Circular y de los dueños de las panaderías comunican a la comisión de huelguistas que han decidido acceder a sus peticiones. Las nuevas tablas de salarios regirán a partir del día siguiente. La huelga ha terminado con la victoria absoluta de los huelguistas.
* * *
Antonio Balduino va hacia casa de Jubiabá. Ahora mira al padre-de-santo de igual a igual. Y le dice que descubrió lo que enseñaban las historias, que encontró el camino cierto. El ojo de piedad de los ricos se había cegado. Pero ellos pueden en cualquier momento cegar el ojo de la maldad. Y Jubiabá, el hechicero, se inclina ante él como si fuera Oxolufá, Oxalá viejo, el mayor de los santos.
HANS EL MARINERO
Antonio Balduino aprieta en el bolsillo de los pantalones los ciento veinte mil reis que ganó esta tarde jugando al jacaré. La noche se extiende poco a poco sobre la ciudad. Hace algunos días las luces no se encendían. La huelga lo había paralizado todo. Todo no. Porque —piensa Antonio Balduino— era su vida la que estaba paralizada. Con la huelga descubrió otro camino y volvió a luchar. Pasó más de un mes. Mientras tanto canta por lo bajo una samba titulada «La victoria de la huelga» que apareció al día siguiente de su triunfo. Antonio Balduino va cantando y recordando los sucesos de aquellos dos días:
«Un sindicato
de obreros
se alzó en huelga
para aumentar los salarios.
Todos se unieron
para reforzarlos.
Y hubo una huelga
contra la Circular.»
La letra es de Perminio Lirio. Se canta con música de «Viene amargo». Se vendió copiosamente en la ciudad, y al día siguiente al del final de la huelga era lo único que se cantaba en las calles por donde circulaban de nuevo los tranvías. La huelga había sido para el negro Antonio Balduino una revelación. Al principio le gustaba la huelga como lucha, como barullo y pelea, cosas que le encantaban desde niño. Pero al cabo de un tiempo la huelga empezó a tomar un aspecto nuevo para él. Era algo más que barullo o pelea. La huelga merecía una historia en verso. No basta la samba, y Antonio Balduino piensa mientras canta:
«No hubo luz
y tampoco pan.
Quedó mudo el teléfono,
sin comunicación.
Durante la huelga
no hubo diarios,
tampoco tranvías
en ningún ramal.»
Era verdad todo aquello que decía la samba. Aquellos hombres, a quienes siempre había despreciado Antonio Balduino como esclavos incapaces de reaccionar, habían paralizado la vida de la ciudad. Antonio Balduino pensaba que él y sus vagabundos, botarates que vivían con la navaja a punto, eran libres, fuertes y dueños de la ciudad religiosa de Bahía. Y su certeza le había hecho entristecerse y pensar en el suicidio cuando tuvo que pensar en trabajar en los muelles. Pero ahora sabe que no es así. Los trabajadores son esclavos, pero están luchando por libertarse. Bien lo dice la samba:
«Las fábricas
pararon
hasta que los obreros
salieron vencedores.
Ahora reina la alegría.
¡Vivan los obreros
de Bahía!»
Había creído que la lucha aprendida en los romances de las noches del morro en las charlas frente a la casa de su tía Luisa, en los dichos de Jubiabá, en la música de los tambores, era ser vagabundo, vivir libre, no tener empleo. La lucha no era esta. Ni Jubiabá sabía cuál era: era la revuelta de los esclavos. Ahora el negro Antonio Balduino lo sabe. Y por eso va sonriente, porque ha recuperado su carcajada de animal libre. Canta los dos últimos versos de la samba con voz tan alta que asusta a la pálida putilla que parece una virgen y que está regando un tiesto de flores en la casa de la Ladeira da Montanha.
La noche bajó y la luna sube del mar junto a las estrellas. El Gordo andará por la Rua Chile, con los brazos extendidos, preguntando dónde está Dios. Zumbi dos Palmares brilla en el cielo. Para los blancos, es Venus, un planeta. Para los negros, para Antonio Balduino, es Zumbi, el negro que prefirió morir a ser esclavo. Zumbi sabía aquellas cosas que sólo ahora había aprendido Balduino. Los pataches duermen. Sólo el «Viajero sin Puerto» sale, con la linterna encendida, cargado de abacaxís. María Clara va en pie, cantando. Llega de ella un poderoso aroma a mar. Ella nació en el mar, y el mar es su enemigo y su amante. Antonio Balduino también ama el mar. Siempre vio en el mar el camino de casa. Y cuando murió Lindinalva, él pensó que su historia ya estaba perdida, que ya no haría nada más, y quiso entrar por el camino del mar para ser feliz como un muerto. Pero los hombres del muelle, los hombres del mar, le habían enseñado muchas cosas. El mar le mostró su verdadero camino. Y ahora mira para el mar verde, al que la luna arranca reflejos amarillentos. De muy lejos llega la voz de María Clara:
«El camino del mar es largo, María…»
Un viejo toca el organillo en el muelle desierto. La música llega en sordina, se difunde entre los veleros, por las canoas, por los transatlánticos, por el gran mar misterioso de Antonio Balduino. Si no hubiera sido por la huelga, el mar hubiera engullido su cuerpo en una noche en que la luna no brillase. Si no hubiera sido por la huelga, él hubiera desistido de ser cantado en un romance, de ver a Zumbi dos Palmares brillando como Venus. Una silueta pasa a lo lejos. ¿Será Robert, el equilibrista que desapareció misteriosamente del circo? Poco importa. La música del organillo le llega, melancólica. La voz de María Clara se hundió en el mar. Mestre Manuel irá al timón. Él sabe todos los secretos del mar. Y amará a María Clara a la luz de la luna. Las olas del mar mojarán sus cuerpos, y así el amor será aún mejor. La arena blanca de la playa plateada por la luna. La arena blanca del arenal donde el negro Antonio Balduino amó a tantas mulatas que eran todas Lindinalva la pecosa. Si no hubiera sido por la huelga, su cuerpo de ahogado seria depositado en la arena y los gusanos se removerían en su cuerpo como lo hacían en el cuerpo de Viriato el Enano. Brilla la luz de un velero. ¿Llevará el viento hasta él la melodía del organillo que toca el viejo italiano? «Un día —piensa Antonio Balduino— viajaré, saldré para otras tierras.»
Un día embarcará en un navío, un navío como aquel holandés que está todo iluminado, y partirá por el camino del mar. La huelga le salvó. Ahora sabe luchar. La huelga fue su historia. El navío va a zarpar. Los marineros supieron de la huelga, contarán en otras tierras cómo lucharon aquellos negros. Los que quedan, lanzan su adiós. Los que se van, secar las lágrimas. ¿Por qué llorar cuando se parte? Partir es una buena aventura, incluso cuando se parte hacia el fondo del mar como partió Viriato el Enano. Pero es mejor partir hacia la lucha. Un día Antonio Balduino partirá en un navío y hará huelgas en todos los puertos. Ese día también dirá adiós. Adiós, amigos, me voy. Zumbi dos Palmares brilla en el cielo. Sabe que el negro Antonio Balduino no entrará ya en el mar para la muerte. La huelga le salvó. Un día dirá adiós y agitará un pañuelo desde la borda de un navío. La música del organillo llora una despedida. Pero él no dirá adiós como estos hombres y mujeres de primera clase, que dicen su adiós a sus amigos, a los padres y hermanos, a las esposas llorosas y a las novias tristes. Dirá su adiós como aquel marinero rubio que está en el fondo del navío y agita su gorro a la ciudad toda, a las prostitutas del Taboao, a los obreros de la huelga, a los pilluelos y a los vagabundos de la «Linterna de los Ahogados», a las estrellas donde está Zumbi dos Palmares, al cielo donde brilla la luna amarilla, al viejo italiano del organillo, a Antonio Balduino también. Dará su adiós como el marinero. Y el negro Antonio Balduino tiende su mano callosa y grande, y responde al adiós de Hans.
ROMANCE DE ANTONIO BALDUINO
«Esta es la historia de Antonio Balduino,
negro valiente y peleón,
vagabundo y pendenciero
pero de buen corazón.
Un tenorio verdadero
de las mulatas terror
pero cuando hubo la huelga
fue estupendo luchador
…………………………
…………………………
y murió de mala muerte
pues le hirieron a traición.»
(Del Romance de Antonio Balduino)
El Romance de Antonio Balduino, que lleva en la roja cubierta un retrato del tiempo en que el negro era boxeador, se vende en el muelle, en el arenal, en los veleros, en las ferias, en el Mercado Modelo, en las tabernas, al precio de doscientos reis, a campesinos mozos, a marineros rubios, a jóvenes cargadores de las dársenas, a las mujeres que aman a. los campesinos y a los marineros y a los negros tatuados, de amplia sonrisa, que llevan un ancla, o un corazón y un nombre grabado en el pecho.
Pensao Laurentina (Conceiçao da Feira, 1934)
Río de Janeiro, 1935.