Para eso sirve la poesía, para decir lo que tú sientes y no sabes. Y yo pasé todo el viaje de vuelta invadida por W. H. Auden, googleando «Funeral Blues», recordando Cuatro bodas y un funeral, que tiene esa escena tan mía de muerte y amor.
Detén todos los relojes, desconecta el teléfono,
evita que el perro ladre con un jugoso hueso,
acalla los pianos y con redoble amortiguado
que vengan los dolientes, haz salir el ataúd.
Que los aviones den vueltas allá arriba
garabateando en el cielo el mensaje: «Ha muerto».
Pon crespones en los blancos cuellos de las palomas públicas,
que los guardias de tráfico lleven guantes negros de algodón.
Era mi norte, mi sur, mi este y mi oeste,
mi semana de trabajo y mi descanso dominical,
mi mediodía, mi medianoche, mi canción, mi charla;
creía que el amor duraría por siempre: era una equivocación.
Ahora las estrellas no son bienvenidas: apágalas todas;
recoge la luna y desmantela el sol;
desagua el océano y barre el bosque;
pues ahora ya nada tiene solución.
Pero a Miguel no le gustaba. «Ese poema, Mica, es para mí. No es un poema de familia, sino de amantes». Y se puso muy serio, y me juró que no se iba a morir antes que yo, que yo ya había perdido demasiado, que él iba a cuidarme, y a quererme…
—Eh, esa frase es de Manu. «Que te quieran y te cuiden…» —le dije para parar el drama, y el cariño, y las ganas de dejarme caer en picado al amor de Miguel, y las de llorar hasta morir.
—Y no le haces caso nunca, Mica. Y es tu mejor amigo.
—Miguel, mi vida, no es el momento.
—Sí lo es, Mica, todos los momentos son nuestros. Si no, los perdemos.
Y ahí sí, lloré. Por fin. Lloré todo, tanto que Miguel no me llevó a mi casa, sino a la suya. Y me quiso y me cuidó. Aquí sigo, desde aquí escribo.