Al valle me llevó Miguel en su coche. Miguel también es familia porque jugó con nosotros de pequeño, en nuestro valle de Larráun, en otra vida, cuando estábamos todos, cuando también era otoño.
Este otoño que es ya eterno.
Convertir las cenizas en una ceremonia era un poco absurdo. Otra carga más cuando se trataba de evitarlas; evitar el cementerio, evitar la tumba, evitar los aniversarios, evitar los funerales… Evitar el recuerdo forzado para vivir siempre la ausencia.
Pero no encontrábamos alternativa.
—Podemos tirarlas a la basura o podemos aprovechar e irnos de fin de semana, ya que estamos.
Jon, en plan sensato, de hermano mayor. Y vale, aceptamos. Niños, cuñadas, mi ex omnipresente y mis primos, que no nos faltaran mis primos.
Por la mañana caminamos los tres hermanos solos hasta el bosque, hasta el árbol de siempre, el de la foto de mis padres que tenemos todos en casa. Y dijimos cosas que nunca podré repetir, y recordamos cosas que no habíamos vivido, y lloramos y reímos, y vaciamos aquella lata que no contenía, en realidad, nada de nuestra madre; nada.
En el camino de vuelta, volvimos a bromear, pero ya de otra manera: más adultos, más solos, más fuertes. Los gritos que se oían lejos no eran los nuestros, sino los de los niños nuevos. Mis sobrinos y los hijos de mis primos. De repente, éramos nosotros los mayores, y éramos muchos. Más de doce entre hermanos y primos hermanos, y los nueve que nos acompañaban en varios grados de relación política (alguno queda de primer matrimonio, otros de un buen asentado segundo turno, y hasta incorporaciones recientes, como la de Koldo que se empeña en presentarnos a todos y cada uno de sus ligues). Y Miguel, claro.
De los niños no se hablaba; ni de política, que estábamos todos muy de acuerdo. Mucho menos de la muerte, que la llevábamos tan dentro. Así que, poco a poco, los niños que éramos y que ya no seremos, con nuestros treinta y cuarenta, nos dejamos arrastrar por la edad y la melancolía: quién hace deporte, quién está para el arrastre, quién disfraza la calvicie de opción estética, cuántos divorcios nos quedan…
Y Jon se lanzó contra mí porque le volvía a doler todo y no podía soportarlo.
—Te quedan diez años, Mica; quince si te operas las tetas. A partir de ahí serás invisible.
Y su mujer, previsible como ella sola, le apoyaba tan sólida como una receta del Cosmopolitan: «Cierto, a los cuarenta y cinco, las mujeres nos volvemos invisibles y los hombres interesantes».
Y se lió: mis primos con Jon y Pablo, mis primas conmigo, mi cuñada aislada, Miguel callado.
—Algunas de vosotras estáis al borde del precipicio —seguía Jon—. Os vais a quedar solas. A nosotros nos esperan largas colas de rubias de veinte y de treinta; a vosotras no os espera nada.
—Porque esas mujeres de tus colas no tienen criterio.
—No lo necesitan, tienen mejores armas.
—¿Y qué pasa con lo que uno es, con lo que sabes dar, qué pasa más allá del cuerpo?
—No pasa nada. O sí, pasa. Con tus amigos. Pero más allá del cuerpo no se puede empezar una relación, con suerte sostienes una. Por eso os tenéis que dar prisa, sol-te-ro-nas.
—¿Y si no queremos estar en pareja?
—¿Y si las ranas volaran?
—¿Y si nadie quisiera estar con tipos tan frívolos como vosotros?
—¿Y si los mercados no gobernaran el mundo?
Un punto para Jon, que consiguió distraernos del dolor y devolvernos a las pullas y las risas. A las broncas de la infancia, traviesas y revolucionarias, certeras y tiernas.
—Parece que buenas no estamos, prima, pero al menos estamos lúcidas.
Eso le dije a mi prima Sol, que se partía y a mí me gusta su risa. Nos refugiamos en la cocina y yo le hablé de hombres para no hablarle de madres, que eso ya lo sabía, lo sabía todo Sol.
—Oye, Mica, ¿cómo está tu ex?
—Ya le has visto ahí fuera. Está y es.