Como siempre que no quiero sentir, o que no sé cómo sobrevivir a lo que siento, me estaba enredando. Pero Pablo y Jon no tenían paciencia ni ganas para mi cháchara.
—«Orfandad» y «naufragio» deben de ser palabras primas. Porque las dos son polisílabas y muy literarias, pero nada cotidianas. A mí me suenan a Dickens, pero no a vida…
—(…)
—¿Qué pasa? ¿Vosotros no lo habéis pensado?
—(…)
—Que ahora sí que somos huérfanos…
Estábamos en el tanatorio, esperando a firmar unos papeles. Y Jon me miró asesinándome, y luego me perdonó.
—No, Mica, no somos huérfanos. Se ha muerto mamá, que no es lo mismo. Y deja tus chorradas, ¿vale?
Tenía razón. No era lo mismo.
Éste es el tanatorio que me quedaba, el peor. Y Miguel lo sabía, y estaba allí, con su sonrisa triste, que es mi favorita; la sonrisa de quien te puede abrazar para siempre, y taparte los oídos, y alejarte de todo.
Era como si Miguel hubiera crecido y ya no me sacaba dos cabezas, sino dos cuerpos y unas tres almas, y me abrazaba, y yo me perdía en su abrazo queriendo. Me perdía en Miguel y no salía. Y no oía lo que les estaban explicando a Jon y a Pablo.
Féretros, horarios, tasas, papeleos.
No lo oía. Oía el amor de Miguel, su respiración, sus latidos. Oía ausencias y ruidos. Y sabía que me estaba escondiendo, que no era suficiente excusa eso de ser la pequeña y la única chica para delegar la burocracia del dolor.
«Bueno, vosotros me ganabais al Risk, sois más listos», pensaba decirles a mis hermanos algún día. Sabiendo que ni siquiera les haría gracia y que, además, daba igual, porque ellos ya me habían perdonado cuando nací. Pero entonces sí que oí un sonido conocido, alegre y lleno de vida: el ataque de risa de Pablo.
Mi madre nos había dejado pagado, con el seguro, un catering de pastelería buena, para que recibiéramos el pésame y repartiéramos jamón serrano, todo a la vez; y Pablo se descojonaba, y Jon le seguía, y yo salí de Miguel y les dije que se lo tomaran en serio, que íbamos a ganarnos la bronca del siglo si no encontrábamos servilletas de papel del color que a ella le hubiera gustado, porque mi madre elegía con mimo hasta el papel higiénico, y ninguno de nosotros había heredado ese talento.
Y entonces nos reímos los tres juntos, abrazados y tímidos, porque los Salazar somos unos progres intelectuales y siempre nos ha dado vergüenza querernos y tocarnos, pero ellos son mis hermanos y lo que queda de mi infancia, y yo soy lo único que pueden atacar riendo.
Miguel esperó a que se nos gastaran las risas. Que iba a ser cuando se fuera todo el mundo, todas aquellas personas que querían a mi madre y que, en realidad, nunca la conocieron, nunca atisbaron toda su inmensidad, lo grande y buena que era detrás de su elegancia y su belleza.
Lo sabíamos, lo sabemos Pablo, Jon y yo, y nos mirábamos. «Sí», nos decíamos con los ojos. «Está, es, sigue estando, sigue siendo».
Por eso hacíamos lo que se esperaba de nosotros: saludar, agradecer, sonreír, asentir, dejarnos abrazar y besar.
Y, de vez en cuando, escaparnos. A la cafetería, a por una caña, a por un hijo o un sobrino, a por un amigo que sabía que necesitábamos la salida de emergencia.
O a por Clara. Que venía a contarme una historia que había inventado en mi honor: «Mica, mi primer trío».
—Clara, no hace falta, no necesito tanto consuelo.
—No quiero consolarte, quiero escandalizarte.
—No puedes.
—Ya, por eso me gusta hablar contigo.
—Te quiero.
—Y yo. Y lo del trío es verdad.
—¿Te gustó?
—No.
—Bueno.
Y así, en el bar del tanatorio, hablando de tríos con Clara, empezó mi nueva vida: la ausencia de mi madre era pura presencia.
Presencia y estabilidad, seguridad y certeza, como Manu, que llegó abrazado a Miguel, y me dio un beso en los morros para que yo reaccionara fuerte y le empujara en broma. Y luego me cogió la mano y no me habló; habló con Clara. De hombres, claro. Y luego con Miguel, de fútbol, claro también. Y lo hizo sin soltarme. La mano, el alma, la amistad, la vida.
Manu me cogió la mano tanto tiempo que nunca supe cuándo se había marchado con Miguel y nos habíamos quedado solos los tres.
Pablo, Jon y yo. Jugando a las palabras en la sala en la que velamos a mi madre. Primero a hacer rimas, luego a sílabas encadenadas y, al final, a la libre asociación y al silencio.
Aquella noche volvimos a fumar. Marlboro y algo de maría. No hablamos mucho. Nos bastó con querernos.